San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

sábado, 29 de junio de 2019

Solemnidad de los Santos Pedro y Pablo



(Ciclo C – 2019)

Los dos Apóstoles, San Pedro y San Pablo, tienen muchos elementos disímeles entre sí: por ejemplo, Pedro predica preferentemente a los  hebreos, mientras que Pablo a los gentiles y también sus tipos de prédica  oratoria son distintas, porque sus personalidades y capacidades eran distintas entre sí. Sin embargo, hay algo que estos dos Apóstoles tienen en común y es el martirio, es decir, el dar la vida en testimonio de Jesucristo. Ésa es la razón por la cual el color litúrgico en esta solemnidad es el rojo, para traer al recuerdo la sangre por ellos derramada al dar testimonio de Jesús de Nazareth, el Hombre-Dios.
El martirio, elemento común en la vida de los Apóstoles Pedro y Pablo, es una gracia y en cuanto tal, debe ser concedida por el Cielo: esto implica también que quien se arriesga a morir martirialmente, sin haber recibido la gracia, está cometiendo una temeridad. El martirio se caracteriza por ser el máximo testimonio que un alma pueda dar acerca de Jesucristo. ¿Cuál es la razón que hace que el martirio sea el máximo testimonio de Jesús, el Hombre-Dios? Lo que le da esta característica es que el martirio implica la entrega de la vida.
Es decir, por fuera del martirio, el alma puede hacer muchos actos de amor a Dios –por ejemplo, oración, obras de misericordia- y estos actos, necesariamente, estarán divididos y separados uno del otro por el tiempo; en el martirio, por el contrario, todos los actos de amor a Dios se entregan de una vez y forma simultánea, a lo que se le suman el don de la vida propia y el hacerlo en nombre de Cristo.
Al recordar a los santos Apóstoles Pedro y Pablo, les pidamos que intercedan por nosotros para que, si no recibimos la gracia del martirio cruento, seamos al menos capaces de vivir la fe cotidiana de modo heroico, hasta el martirio.


viernes, 28 de junio de 2019

Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús


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Historia del Detente del Sagrado Corazón de Jesús
Supongamos que alguien, luego de escuchar acerca de las apariciones de Jesús como el Sagrado Corazón, quedara tan enamorado de este dulcísimo y suavísimo Corazón, que quisiera llevarlo consigo a todas partes. Supongamos que alguien, luego de conocer que Jesús se apareció como el Sagrado Corazón a Santa Margarita, quedara con el deseo de llevar consigo al Corazón de Jesús, las veinticuatro horas del día para, en tiempos de tribulación, pedir auxilio divino o, en tiempos de consolación, para decirle a este Corazón que lo amamos y que queremos ser suyos. Si existe un alma así, que haya quedado tan enamorada del Sagrado Corazón al punto de no querer separarse de Él ni por un instante en las veinticuatro horas del día, para esa alma ya pensó Dios, en su Sabiduría infinita y eterna, cómo solucionar su deseo: por medio del Detente.
¿Qué es un Detente?[1]
Es, ante todo, un sacramental y una “armadura espiritual” contra los enemigos, sobre todo, los enemigos del alma: el demonio, el pecado y la carne. El Detente o Escudo del Sagrado Corazón de Jesús es un sencillo emblema con la imagen del Sagrado Corazón y la divisa: “¡Detente! El Corazón de Jesús está conmigo. ¡Venga a nosotros el tu reino!”. El Detente surgió por inspiración divina, como un pequeño pero poderoso Escudo que la Divina Providencia colocó a nuestra disposición a fin de protegernos contra los más diversos peligros espirituales que enfrentamos en nuestra vida cotidiana. Para ello, basta llevarlo consigo, no siendo necesario que esté bendito, pues el Papa Pío IX extendió su bendición a todos los Detentes. El Detente entonces es una imagen del Sagrado Corazón de Jesús, al que se lleva consigo las veinticuatro horas del día, para pedirle ayuda en la desolación y para decirle cuánto lo amamos en la consolación.
Origen del Detente del Sagrado Corazón de Jesús
El Detente no surgió por deseo humano, sino por explícito deseo del mismo Sagrado Corazón y esto lo sabemos por los escritos de Santa Margarita María de Alacoque[2]. En efecto, en su carta del día 2 de marzo de 1686, dirigida a su superiora, la Madre Saumaise, transcribe un deseo que le fuera revelado por Nuestro Señor: “(El Sagrado Corazón) desea que encargue una lámina con la imagen de ese Sagrado Corazón, a fin de que los que quieran tributarle particular veneración, puedan tener imágenes en sus casas, y otras pequeñas para llevar consigo”. Estas “láminas pequeñas para llevarlas consigo” son el Detente: como vemos, fue el mismo Jesucristo quien quiso que el Detente fuera un sacramental de la Iglesia Católica. De este modo fue como se originó la costumbre de portar estos pequeños Escudos.  Santa Margarita, devota del Detente, lo llevaba siempre consigo e invitaba a sus novicias a hacer lo mismo. Ella confeccionó muchas de estas imágenes y decía que su uso era muy agradable al Sagrado Corazón.
“El Sagrado Corazón será la salvación del mundo”
“La Iglesia y la sociedad no tienen otra esperanza sino en el Sagrado Corazón de Jesús; es Él que curará todos nuestros males. Predicad y difundid por todas partes la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, ella será la salvación para el mundo”. Esta afirmación del Bienaventurado Papa Pío IX (1846-1878) al padre Julio Chevalier, fundador de los Misioneros del Sagrado Corazón de Jesús, muestra que en esta devoción depositaba el Santo Padre toda su esperanza.
Milagros: curación del cuerpo y protección contra la peste espiritual, el pecado
Con el Detente se produjeron muchos milagros, como la desaparición de una peste en curso en la ciudad francesa de Marsella, en 1720: a la religiosa Venerable Ana Magdalena Rémuzat, Nuestro Señor le hizo saber anticipadamente el daño que causaría una grave epidemia en Marsella, así como el maravilloso auxilio que los marselleses recibirían con la devoción a su Sagrado Corazón. La Madre Rémuzat hizo, con la ayuda de sus hermanas de hábito, millares de estos Escudos del Sagrado Corazón y los repartió por toda la ciudad en donde se propagaba la peste.
La historia registra que, poco después, la epidemia cesó como por milagro. No contagió a muchos de aquellos que llevaban el Escudo, y las personas contagiadas tuvieron un extraordinario auxilio con esta devoción. El Detente, entonces, puede curar las enfermedades del cuerpo, como en este caso, aunque en primer lugar es un remedio contra la enfermedad espiritual que es el pecado.
Su uso por parte de los contra-revolucionarios, cristeros, requetés y cubanos anti-comunistas
En 1789 estalló en Francia, con trágicas consecuencias para el mundo entero, un flagelo muchísimo más terrible que cualquier epidemia: la calamitosa Revolución Francesa, cuyo objetivo explícito es destruir el orden cristiano y construir uno nuevo, basado en una humanidad sin Dios; en una humanidad libre de los Mandamientos Divinos –Libertad-; igual a Dios –Igualdad-, pero sin la gracia, lo cual es imposible; fraterna –Fraternidad-, pero sin la hermandad que da el Amor de Dios, por lo que lo que propone la Revolución Francesa es una utopía. En ese período los verdaderos católicos encontraron amparo en el Sacratísimo Corazón de Jesús, y el Escudo protector fue llevado por muchos sacerdotes, nobles y plebeyos que resistieron a la sanguinaria revolución anticatólica. El simple hecho de llevarlo consigo se transformó en señal distintiva de aquellos que eran contrarios a la Revolución Francesa. Entre las pertenencias de la Reina María Antonieta, guillotinada por el odio revolucionario, fue encontrado un dibujo del Sagrado Corazón, con la llaga, la cruz y la corona de espinas, y la expresión: “¡Sagrado Corazón de Jesús, ten misericordia de nosotros!”.
En la región de Mayenne (oeste de Francia), los Chouans —heroicos resistentes católicos, que enfrentaron con energía y ardor religioso a los impíos revolucionarios franceses de 1789— bordaron en sus trajes y banderas el Escudo del Sagrado Corazón de Jesús; como si fuese un blasón y, al mismo tiempo, una armadura: “blasón” usado para reafirmar su Fe católica; “armadura” para defenderse contra las embestidas adversarias.
También como “armadura espiritual”, este Escudo fue ostentado por muchos otros líderes y héroes católicos que murieron o lucharon en defensa de la Santa Iglesia, como los bravos campesinos seguidores del aguerrido tirolés Andreas Hofer (1767-1810), conocido como “El Chouan del Tirol”. Estos portaban el Detente para protegerse en las luchas contra las tropas napoleónicas que invadieron el Tirol.







A comienzos del siglo XX, el Detente fue usado en México por los Cristeros, que se levantaron en armas contra gobiernos anticristianos opresores de la Iglesia, y en España por los famosos tercios carlistas —los llamados requetés— célebres por su piedad como por su arrojo en el campo de batalla, cuya contribución fue decisiva para el triunfo de la insurgencia anticomunista de 1936-39.
Un hecho histórico semejante ocurrió, en la época actual, en Cuba. Los católicos cubanos que no se dejaron subyugar por el régimen comunista y lo combatieron, tenían especial devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Cuando estando presos eran llevados al “paredón” (donde eran sumariamente fusilados), enfrentaron a los verdugos fidelcastristas gritando “Viva Cristo Rey”.
El Papa Pío IX y el Detente
En 1870, una piadosa romana, deseando saber la opinión del Sumo Pontífice Pío IX acerca del Detente del Sagrado Corazón de Jesús, le presentó uno. Conmovido a la vista de esta señal de salvación, el Papa concedió aprobación definitiva a tal devoción y dijo: “Esto, señora, es una inspiración del Cielo. Sí, del Cielo”. Y, después de un breve silencio añadió: “Voy a bendecir este Corazón, y quiero que todos aquellos que fueren hechos según este modelo reciban esta misma bendición, sin que sea necesario que algún otro sacerdote la renueve. Además, quiero que Satanás de modo alguno pueda causar daño a aquellos que lleven consigo el Escudo, símbolo del Corazón adorable de Jesús”.
Para impulsar la piadosa costumbre de llevar consigo el Detente, el bienaventurado Pío IX concedió en 1872, cien días de indulgencia para todos los que, portando esta insignia, rezasen diariamente un Padrenuestro, una Avemaría y un Gloria.
Después de ello, el Santo Padre compuso esta bella oración: “¡Abridme vuestro Sagrado Corazón oh Jesús! …mostradme sus encantos, unidme a Él para siempre. Que todos los movimientos y latidos de mi corazón, incluso durante el sueño, os sean un testimonio de mi amor y os digan sin cesar: Sí, Señor Jesús, yo Os adoro… aceptad el poco bien que practico… hacedme la merced de reparar el mal cometido… para que os alabe en el tiempo y os bendiga durante toda la eternidad. Amen”.
El Sagrado Corazón de Jesús y
María
San Juan Eudes (1601-1680) —fundador de la Congregación de Jesús y María— de tal modo consideraba una sola las devociones al Sagrado Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de María, que solía referirse al “Sagrado Corazón de Jesús y María”. Nótese bien, la frase está en singular, como si fuese un solo corazón, para así acentuar la íntima unión de ambas devociones. Dos Corazones inseparables, tan unidos que no se puede pretender considerarlos separadamente. No ama verdaderamente al Sagrado Corazón de Jesús, quien no ama al Inmaculado Corazón de María. Por esta razón es que en el reverso de la Medalla Milagrosa, universalmente conocida, están acuñados los dos corazones: el de Jesús y el de María. El primero rodeado de espinas y el segundo traspasado por una espada.
La devoción al Detente
Es santa, como es santo el culto y el amor a Jesucristo.
Es fructuosa, por las virtudes que ejercita de fe, oración y esperanza en el mismo Jesús, y las grandes gracias y favores que se han obtenido y se pueden confiadamente esperar del culto y uso del Detente.

Llevemos con nosotros al Sagrado Corazón; llevemos el Detente, para pedirle al Sagrado Corazón consuelo en las tribulaciones y para decirle que lo amamos, cuando sea el tiempo de la consolación. Llevemos al Detente mientras vivimos en el tiempo, para el Sagrado Corazón nos lleve, al finalizar nuestra vida terrena, al Reino de los cielos, en su eternidad.



[2] El Sagrado Corazón de Jesús se apareció a una humilde religiosa, Santa Margarita María de Alacoque (1647-1690), del convento de la Visitación de Santa María, en Paray-le-Monial (Borgoña, Francia), el 16 de junio de 1675, mientras ella estaba rezando ante el Santísimo Sacramento.

lunes, 24 de junio de 2019

San Josemaría Escrivá de Balaguer y la santidad para el hombre del siglo XXI


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         Los lineamientos centrales para la santidad, presentados por el fundador del Opus Dei, San Josemaría Escrivá de Balaguer, tienen fundamento escriturístico. En efecto, para San Josemaría, el hombre podía y debía santificarse en el trabajo, haciendo de su trabajo diario –su deber de estado, porque aquí está comprendido el que estudia- de cara a Dios, es decir, con el crucifijo enfrente, de manera de ofrecer el trabajo realizado a Dios Padre, por Jesucristo, en el Espíritu Santo. Este elemento de la santificación del trabajo diario tiene su fundamento escriturístico, como hemos dicho y se encuentra en el Génesis, en donde Dios manda al hombre a que “guardara y cultivara” la Creación, es decir, que trabajara. El trabajo, entonces, es un encargo divino y para hacerlo agradable a Dios, se necesitan dos cosas: entregarlo a Dios por medio de Jesucristo –por eso lo del crucifijo- y hacerlo lo mejor posible, porque así como en la Antigüedad no se podía ofrecer a Dios en sacrificio un animal defectuoso, sino el mejor de ellos y el más sano, así de la misma manera, no se puede ofrecer a Dios un trabajo hecho de mala gana, con pereza, con falta de intención de hacernos santos por el trabajo.
         El segundo lineamiento para la santidad se encuentra también en las Escrituras y es central en el Opus Dei, pues se trata de vivir la filiación divina recibida en el bautismo sacramental. Aquí también es central la Cruz, porque el que vive la filiación divina, la vive en la imitación de Cristo y en la participación de la Pasión y Muerte en Cruz de Cristo. No se puede vivir la filiación divina sino es en estrecha e íntima unión de amor con Cristo crucificado, puesto que ahí, en la Cruz, es en donde Cristo revela los planes de salvación que Dios tiene para sus hijos, a los que adopta al pie de la Cruz. Entonces, en la filiación divina, elemento central en la santificación según el espíritu de la Obra, la Cruz tiene un lugar central, porque es en la Cruz en donde Jesús, en cuanto Hijo de Dios, lleva a cabo la salvación de los hombres y es en la Cruz en donde Dios adopta a los hombres como hijos suyos.
         Por último, el tercer lineamiento de santidad dado por San Josemaría es el cumplir la Voluntad de Dios, hecho que se refleja en la pesca milagrosa: en efecto, Pedro y los demás tenían motivos de sobra para decirle a Jesús que no habrían de pescar más y tampoco en el lugar donde Él decía, porque se habían pasado la noche pescando, sin resultados y además ya era de día y la pesca con fruto se hace de noche. Sin embargo, Pedro, dejando de lado sus razonamientos humanos, obedece a la Voluntad de Dios y, confiando en Dios, en su Poder, en su Sabiduría y en su Amor, arroja las redes al mar y lo que obtiene, en premio a su conformidad con la Voluntad de Dios, es la pesca milagrosa. De la misma manera, en el Opus Dei el alma se santifica cumpliendo la Voluntad de Dios y dejando de lado lo que nuestra débil razón no comprende, cuando se trata de los misterios insondables de la Voluntad Divina.
         El que se esfuerce por cumplir estos tres lineamientos –santificación del trabajo, vivir la divina filiación, cumplir la Voluntad divina-, tiene el Cielo asegurado, según San Josemaría Escrivá de Balaguer.

viernes, 21 de junio de 2019

San Luis Gonzaga



         Estando San Luis Gonzaga en el noviciado, se desató una epidemia[1] en el año 1591, sobre toda la población de Roma. En algunos casos, la epidemia era mortal. San Luis, que era seminarista jesuita, se dedicaba a recorrer las calles para pedir víveres para los enfermos y luego se dedicó a curarlos él personalmente, además de prepararlos para la confesión, en el hospital que los jesuitas, por su cuenta, habían abierto  para atender a los enfermos graves y en el que todos los miembros de la orden, desde el padre general hasta los hermanos legos, prestaban servicios personales. Al estar en contacto con los enfermos, como era una enfermedad contagiosa, San Luis se contagió y contrajo la enfermedad. Luego de tres meses de estar enfermo con fiebre, San Luis se dio cuenta que estaba llegando la hora de partir de este mundo, por lo que se dedicó, con sus pocas fuerzas, a escribirle una carta a su madre, en la que la llama “ilustrísima señora” y en la que le dice que no llore su muerte, pues él va al cielo, en donde están todos vivos con Dios y en Dios.
Quienes asistieron a sus últimos momentos, narran que no apartaba su mirada de un pequeño crucifijo colgado ante su cama y que en todas las ocasiones en que le era posible, se levantaba del lecho, por la noche, para besar las llagas de Jesús crucificado y para besar una tras otra, las imágenes sagradas que guardaba en su habitación; también oraba mucho, arrodillado en el estrecho espacio entre la cama y la pared. Le preguntaba a su confesor, San Roberto Belarmino, si creía que algún hombre pudiese volar directamente, a la presencia de Dios, sin pasar por el Purgatorio; San Roberto le respondía afirmativamente y, como conocía bien el alma de Luis, le alentaba a tener esperanzas de que se le concediera esa gracia, esto es, la de pasar directamente de esta vida al cielo, sin pasar por el Purgatorio.
En una de aquellas ocasiones, el joven cayó en un arrobamiento que se prolongó durante toda la noche, y fue entonces cuando se le reveló que habría de morir en la octava del Corpus Christi. Durante todos los días siguientes, recitó el “Te Deum” como acción de gracias. Algunas veces se le oía repetir las palabras del Salmo 121, 1: “¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la Casa del Señor!”. En una de esas ocasiones, agregó: “¡Ya vamos con gusto, Señor, con mucho gusto!”. Le decía a Jesús que tenía muchas ganas de ir al cielo con Él. Al octavo día parecía estar tan mejorado, que el padre rector habló de enviarle a Frascati. Sin embargo, Luis afirmaba que iba a morir antes de que despuntara el alba del día siguiente y recibió de nuevo el viático. Al padre provincial, que llegó a visitarle, le dijo: “¡Ya nos vamos, padre; ya nos vamos...!”, “¿A dónde, Luis?”, le preguntó su superior y San Luis contestó: “¡Al Cielo!”.
Finalmente, San Luis Gonzaga murió a la edad de veintitrés años, con los ojos clavados en el crucifijo y el nombre de Jesús en sus labios a la medianoche, entre el 20 y el 21 de junio, repitiendo antes la misma oración de Jesús en la Cruz, antes de morir: “En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu”.
Fue canonizado en 1726; el Papa Benedicto XIII lo nombró protector de estudiantes jóvenes y el Papa Pío XI lo proclamó patrón de la juventud cristiana.
El mensaje de santidad de San Luis Gonzaga, además de su propia vida, está plasmado en la carta que le escribe a su madre, a la cual le dice así, entre otras cosas: “Alegraos, Dios me llama después de tan breve lucha. No lloréis como muerto al que vivirá en la vida del mismo Dios. Pronto nos reuniremos para cantar las eternas misericordias”. Es decir, San Luis sabía que estaba por morir, pero estaba contento porque sabía que iba a seguir viviendo en el cielo, con Dios y de Dios. En la carta demuestra que ama a Dios por encima de todas las cosas, que tiene un gran deseo del cielo, que conserva la pureza de su cuerpo y de su alma para ir directamente al cielo y además demuestra un gran amor a sus padres, sobre todo a su madre a la cual, como dijimos, no la llama por su nombre, sino que le da el título de “ilustrísima señora”. Así, San Luis Gonzaga nos enseña el amor a Dios y al cielo y a conservar la pureza del cuerpo y alma para estar siempre en gracia y en estado de ir al cielo; además, San Luis nos enseña el Cuarto Mandamiento, el amor a los padres luego del amor a Dios.

miércoles, 12 de junio de 2019

Los milagros de San Antonio


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San Antonio de Padua está caracterizado como uno de los más grandes obradores de milagros en la Iglesia Católica. Haremos una breve revisión de algunos de ellos.
Sucedió que en Rímini, en una ocasión, un grupo de herejes no le permitían al pueblo acudir a sus sermones –en ellos se convertían innumerables gentes-, por lo que San Antonio decidió ir a la orilla del mar, diciendo: “Dado que vosotros demostráis ser indignos de la Palabra de Dios, he aquí que me dirijo a los peces, para más abiertamente confundir vuestra incredulidad. Oigan la palabra de Dios, Uds. los pececillos del mar, ya que los pecadores de la tierra no la quieren escuchar”. Entonces ocurrió lo impensado: ante el llamado del santo, los peces afloraron por centenares, ordenados y atentos, dispuestos a escuchar la predicación de San Antonio. El milagro fue presenciado por decenas de testigos y, una vez que se divulgó su noticia, provocó gran admiración en la ciudad de Rímini, sintiéndose los herejes confundidos, debiendo ceder en su propósito de impedir la prédica del santo.
San Antonio se caracterizaba por ser un gran defensor de los pobres y no dudaba en enfrentarse, siempre y dondequiera, a sus opresores. En una oportunidad se encontró cara a cara con sangriento delincuente de Verona, llamado Ezzelino de Romano, quien había perpetrado una terrible masacre entre sus súbditos. Cuando Antonio vio a Ezzelino le dijo estas duras palabras: “Oh, enemigo de Dios, tirano despiadado, perro rabioso, ¿hasta cuándo seguirás derramando sangre inocente de cristianos? ¡Escucha bien, pende sobre tu cabeza la sentencia del Señor, terrible y durísima!”. Cuando los esbirros de Ezzelino esperaban ansiosos que su jefe los mandara a apresar y asesinar al atrevido fraile franciscano, Ezzelino los sorprendió al ordenar que no ejercieran ninguna violencia sobre el religioso. Para explicar su proceder, el tirano les dijo: “Compañeros, no os asombréis. Os digo con toda verdad, que he visto emanar del rostro de este padre una especie de fulgor divino, que me ha aterrado a tal punto que, ante una visión tan espantosa, tenía la sensación de precipitar en el infierno”.

Uno de sus milagros más famosos fue el que permitió que un hombre recuperara un pie amputado. Sucedió que en Padua, un joven de nombre Leonardo, en un arranque de ira, había pateado a su propia madre; arrepentido, le confesó su falta a San Antonio, quien le dijo metafóricamente: “El pie de aquel que patea a su propia madre, merece ser cortado.” El joven, atormentado por los remordimientos, corrió a casa y se cortó el pie. Al enterarse de esto, el santo fue al domicilio de Leonardo y, después de una oración, le reinjertó a la pierna el pie amputado, haciendo el signo de la cruz. Y aquí se realizó el extraordinario milagro, pues el pie quedó de nuevo unido a la pierna, de manera tal que el hombre se puso de pie, empezó a caminar y a saltar de alegría, alabando a Dios y agradeciendo a Antonio.


En otra ocasión, durante un debate entre Antonio y un hereje acerca de la presencia de Jesús en la Eucaristía, el hereje –que no creía en la Presencia real, verdadera y substancial de Jesús en la Hostia consagrada- retó a Antonio a que le demostrara con un milagro la presencia real de Cristo en la Eucaristía, prometiendo que si lo conseguía él se convertiría de inmediato a la fe verdadera. Para ello, el hereje le propuso lo siguiente: tendría su mula encerrada en el establo durante algunos días sin darle de comer y después la llevaría a la plaza, ante toda la gente, poniéndole delante el forraje; al mismo tiempo, Antonio debería estar de pie, con la custodia y la Eucaristía, al lado del alimento de la mula: si el animal, a pesar del hambre que experimentaba, se inclinaba ante la Eucaristía, ignorando la comida, significaría que el santo tenía la razón.
Llegó entonces el día convenido y después de estar tres días sin comer, la mula fue llevada a la plaza y puesta delante de una gran cantidad de forraje; a su lado, como estaba convenido, se encontraba San Antonio, quien en sus manos tenía una custodia con una Hostia consagrada. En ese momento el Santo le mostró la Hostia a la mula y le dijo: “En virtud y en nombre del Creador, que yo a pesar de ser indigno, tengo verdaderamente entre las manos, te digo, oh animal, y te ordeno acercarte enseguida y con humildad y ofrécele la debida veneración”. Para asombro de todos los presentes, y cuando el religioso aún no había terminado de pronunciar estas palabras, la mula bajó la cabeza hasta los jarretes y se arrodilló ante el Sacramento del Cuerpo de Cristo. El hereje, que sería hereje pero tenía palabra, terminó convirtiéndose a la verdadera fe, gracias a este milagro de San Antonio.


En otra ocasión una madre de un bebé de veinte meses llamado Tomasito lo dejó solo en su casa jugando; sin embargo al volver, lo encontró sin vida, pues el niño se había resbalado y se había ahogado en un recipiente de agua. Desesperada, la madre invocó la ayuda del santo y en su oración hizo la siguiente promesa: si obtenía la gracia que pedía, que su hijo volviera a la vida, iba a dar a los pobres tanto pan cuanto pesara el bebé. En ese mismo momento su hijo recobró milagrosamente la vida, naciendo así la tradición del “pondus pueri”, una oración con la cual los padres, a cambio de protección para los propios hijos, prometían a San Antonio tanto pan cuanto era el peso de los hijos[1].
Otro milagro famoso sucedió esta vez en una localidad de Toscana: había fallecido un conocido avaro y usurero, de mucho dinero, y se estaban celebrando con solemnidad sus funerales, como acostumbra hacer la Iglesia cuando fallece un fiel bautizado. San Antonio se encontraba presente en el funeral y, movido por una inspiración, comenzó a decir que aquel muerto no podía ser enterrado en lugar consagrado porque el cadáver no tenía el corazón, pues su corazón estaba con su fortuna, porque así se cumplían las palabras del Señor: “Donde esté tu fortuna, ahí estará tu corazón”. San Antonio exigía que se suspendieran las exequias católicas y que su cuerpo fuera arrojado fuera.



Todos los presentes quedaron asombrados por las palabras del Santo y a tal punto, que fueron llamados los médicos, quienes abrieron el pecho del difunto. Y, efectivamente, el corazón no estaba en la caja torácica del muerto, pues se encontraba en la caja fuerte donde éste conservaba el dinero. Las exequias se suspendieron, porque el corazón de este hombre no estaba con Dios, sino con el oro y la plata.

El encuentro con el Niño Jesús
En mayo de 1231, Antonio se trasladó a Verona y de ahí al castillo de Camposampiero del conde Tisso, donde moraba una comunidad de religiosos franciscanos. En el bosque que circundaba el castillo, al lado de un gigantesco nogal, el Santo se hizo construir una pequeña cabaña, donde moraba la mayor parte del día y la noche dedicado a la meditación y a la oración.


En este humilde sitio tendría lugar la célebre visión del niño Jesús. El conde Tisso, quien solía visitar con frecuencia a su célebre huésped, se percató una noche de que la puerta entreabierta de la cabaña salía un intenso resplandor. Temiendo que fuera el resplandor de un incendio, empujó la puerta y quedó estupefacto con la escena que presenció: San Antonio sostenía entre sus brazos a un niño hermosísimo y resplandeciente, que despedía un esplendor divino, el Niño Jesús. El Santo posteriormente le advirtió al Conde que callara lo que había presenciado, y que lo divulgara sólo hasta que él hubiera muerto, un suceso que iba a ocurrir más temprano que tarde.

En efecto, después de predicar una serie de sermones durante la primavera de 1231, la salud de San Antonio comenzó a empeorar y se retiró a descansar, con otros dos frailes, a los bosques de Camposampiero. El santo supo de inmediato que sus días estaban contados y entonces pidió que lo llevasen a Padua, aunque sólo pudo alcanzar los aledaños de la ciudad. El 13 de junio de 1231, en la habitación particular del capellán de las Clarisas Pobres de Arcella, recibió los últimos sacramentos. Entonó un canto a la Santísima Virgen y sonriendo dijo: “Veo venir a Nuestro Señor” y falleció. La gente, al enterarse de su muerte, comenzó a recorrer las calles gritando: “¡Ha muerto un santo! ¡Ha muerto un santo!”. San Antonio, al morir, tenía tan sólo 35 años de edad.
San Antonio sería canonizado por el Papa Gregorio IX antes de que hubiese transcurrido un año de su muerte, convirtiéndose en el segundo santo más rápidamente canonizado por la Iglesia, después de San Pedro Mártir de Verona. Su fama de obrar actos prodigiosos no ha disminuido y, aún en la actualidad, San Antonio es reconocido como el más grande taumaturgo de todos los tiempos.

         Mensaje de santidad.

         Es verdad que San Antonio de Padua realizó grandes milagrosa a lo largo de su vida; sin embargo, no debemos pensar que en esto consiste la santidad: lo que le valió el premio eterno, el Reino de los cielos, no fueron sus milagros, sino el amor demostrado a Dios, viviendo en gracia, acrecentándola, conservándola, mediante la recepción de los sacramentos y el cumplimiento heroico de las virtudes cristianas, y esto no un día o dos, sino todos los días de la vida.



[1] https://www.guioteca.com/fenomenos-paranormales/los-milagros-de-san-antonio-de-padua-el-santo-que-sostuvo-entre-sus-brazos-a-jesus/


[1] Este milagro también daría origen a la Obra del Pan de los Pobres y después a la Caritas Antoniana, instancia en que las organizaciones antonianas se ocupan de llevar comida y artículos de primera necesidad y asistencia a los pobres de todo el mundo.

martes, 11 de junio de 2019

San Bernabé Apóstol



         Vida de santidad[1].

Era judío, de la tribu de Leví, pero nació en la isla de Chipre. Vendió las fincas que tenía y luego llevó el dinero que obtuvo y se lo dio a los apóstoles para que lo repartieran a los pobres. Cuando después de su conversión Saulo llegó a Jerusalén, los cristianos sospechaban de él y se le alejaban, pero entonces Bernabé lo presentó a los apóstoles y se los recomendó, siendo quien luego lo encaminará después a emprender sus primeras grandes labores apostólicas.
De San Bernabé se hallan elogios de su persona en la Santa Biblia que son difíciles de hallar en otras personas. Dice así: “Bernabé era un hombre bueno, lleno de fe y de Espíritu Santo” (Hch 11, 24). Bernabé, que se encontraba en Antioquía -ciudad fue donde por primera vez se llamó “cristianos” a los seguidores de Cristo-, invitó a Saulo a Antioquía, trabajando juntos desde entonces, predicando en Antioquía, la cual se convirtió en un gran centro de evangelización. Sucedió que un día mientras los cristianos de Antioquía estaban en oración, el Espíritu Santo habló por medio de algunos de ellos que eran profetas y dijo: “Separen a Bernabé y Saulo, que los tengo destinados a una misión especial”. Los cristianos rezaron por ellos, les impusieron las manos, y los dos, acompañados de Marcos, después de orar y ayunar, partieron para su primer viaje misionero. Luego de evangelizar en Chipre, en donde se convirtió el gobernador, Saulo y Bernabé emprendieron su primer viaje misionero por las ciudades y naciones del Asia Menor. En la otra ciudad de Antioquía (de Pisidia) al ver que los judíos no querían atender su predicación, Bernabé y Pablo declararon que de ahora en adelante les predicarían a los paganos, a los no israelitas. En la ciudad de Listra, al llegar curaron milagrosamente a un paralítico y entonces la gente creyó que ellos eran dos dioses. A Bernabé por ser alto y majestuoso le decían que era el dios Zeus y a Pablo por la facilidad con la que hablaba lo llamaban el dios Mercurio. Y ya les iban a ofrecer un toro en sacrificio, cuando ellos les declararon que no eran tales dioses, sino unos simples mortales. Luego llegaron unos judíos de Iconio y promovieron un tumulto y apedrearon a Pablo y cuando lo creyeron muerto se fueron, pero él se levantó luego y curado instantáneamente entró otra vez en la ciudad. Después de todo esto Bernabé y Pablo se devolvieron ciudad por ciudad donde habían estado evangelizando y se dedicaron a animar a los nuevos cristianos y les recordaban que “es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios” (Hch 14, 22).

         Mensaje de santidad.

         Uno de los mensajes de santidad de San Bernabé es el haberse opuesto, con todas sus fuerzas, a la idolatría y sobre todo a la auto-idolatría. Como vimos, después que él y Saulo hicieron el milagro de curar al paralítico, la multitud trató de hacer sacrificios de animales en su honor, creyendo supersticiosamente que ellos eran dioses venidos a la tierra. San Bernabé sabía que cuando alguien hace un verdadero milagro, es porque lo hace no con sus propias fuerzas, sino con la fuerza y la omnipotencia de Dios. Es decir, el justo o el santo que hacen milagros, lo hacen porque Dios los hace partícipes de su poder divino y es así como se obran prodigios. San Bernabé tenía clara conciencia de que si ellos aceptaban esos sacrificios en honor de ellos, hubieran estado pasando por encima de la gloria de Dios, habrían relegado a Dios, atribuyéndose la gloria que sólo a Dios le pertenecía y se hubieran hecho pasar por unos impostores. Es por eso que, junto a Pablo, rechazan enérgicamente los sacrificios que la multitud pretendía hacer para ellos, dejando en claro que quien hace los milagros es Dios y que ellos son meros instrumentos.
         Este ejemplo de santidad es válido para nuestros días y para nosotros, cristianos del siglo XXI. Muchas veces ni siquiera hacemos milagros, sino una insignificante obra buena y ya nos atribuimos el poder y la gloria de esta obra  buena, con lo cual quitamos a Dios la gloria que le pertenece y nos ponemos en su lugar, recibiendo una gloria que sólo es de Dios. En otras ocasiones, los líderes de sectas hacen pretendidos milagros -cualquier milagro que no venga de Dios es un falso milagro, un invento de los hombres o un invento de Satanás- y los hombres buscan, con desesperación, ser reconocidos por su bondad y poder. El ejemplo de humildad de San Bernabé que, cumpliendo la voluntad de Dios, hace un milagro junto a Pablo en su nombre, es válido para nosotros, para que lo imitemos en su humildad y, si llegamos a hacer no ya un milagro, sino al menos una obra pequeña obra buena, no nos adjudiquemos nosotros la gloria, sino que demos todo el poder, el honor y la gloria a Cristo Jesús, Dios Hijo encarnado.



jueves, 6 de junio de 2019

El Sagrado Corazón y las tres armas para la lucha espiritual



          En sus apariciones como el Sagrado Corazón, Jesús le dio a Santa Margarita tres armas espirituales, necesarias en la lucha por su santificación, es decir, en la lucha por lograr, con la ayuda de la gracia, su purificación y transformación[1].
           La primera arma espiritual es una conciencia delicada, que ame estar en gracia y que deteste y se duela no solo por el pecado, sino ante la más mínima falta. Una vez que Santa Margarita había cometido una falta –que puede ser, por ejemplo, el hablar de alguien-, Jesús le dijo: “Sabed que soy un Maestro santo, y enseño la santidad. Soy puro, y no puedo sufrir la más pequeña mancha. Por lo tanto, es preciso que andes en mi presencia con simplicidad de corazón en intención recta y pura. Pues no puedo sufrir el menor desvío, y te daré a conocer que si el exceso de mi amor me ha movido a ser tu Maestro para enseñarte y formarte en mi manera y según mis designios, no puedo soportar las almas tibias y cobardes, y que si soy manso para sufrir tus flaquezas, no seré menos severo y exacto en corregir tus infidelidades”. Lo que nos hace ver Jesús es que el alma, por la gracia, está delante suyo, así como los bienaventurados están delante de Dios en el cielo y así como nadie imperfecto puede estar delante de Dios en el cielo, así Jesús tampoco tolera no ya el pecado, sino ni siquiera la más leve imperfección. Santa Margarita adquirió esta conciencia delicada y por eso ella afirmaba que “nada era más doloroso para ella que ver a Jesús incomodado contra ella, aunque fuese por poca cosa”. Y en comparación a este dolor, nada le parecía los demás dolores, correcciones y mortificaciones y por eso mismo acudía inmediatamente a pedir penitencia a su superiora cuando cometía una falta, pues sabía que Jesús solo se contentaba con las penitencias impuestas por la obediencia.
               La segunda arma espiritual, la santa obediencia.
Jesús reprendía a Santa Margarita, de modo severo, sus faltas en la obediencia, ya sea a sus superiores o a su regla. Jesús mostraba molestia cuando Santa Margarita, ante la orden de una superiora, replicaba o daba aunque sea ligeras señales de incomodidad o repugnancia. Una vez corrigiéndola le decía: “Te engañas creyendo que puedes agradarme con esa clase de acciones y mortificaciones en las cuales la voluntad propia, hecha ya su elección, más bien que someterse, consigue doblegar la voluntad de las superioras. ¡Oh! yo rechazo todo eso como fruto corrompido por el propio querer, el cual en un alma religiosa me causa horror, y me gustaría mas verla gozando de todas sus pequeñas comodidades por obediencia, que martirizándose con austeridades y ayunos por voluntad propia”. La obediencia a los superiores es arma espiritual de gran valor, porque corrige y abate nuestra soberbia y nuestro orgullo, que siempre son participación en la soberbia y el orgullo de Satanás, pecados que le valieron la expulsión del cielo. Además, la obediencia implica amor y humildad, que son virtudes propias del Sagrado Corazón, con lo que el alma que obedece, imita muy de cerca a Jesús.
                La tercera arma espiritual: Su Santa Cruz.
Santa Margarita relata que un día después que ella recibió la comunión, se hizo presente ante los ojos de ella una gran cruz, cuya extremidad no podía ver; estaba la cruz toda cubierta de flores. Y el Señor le dijo: “He ahí el lecho de mis castas esposas, donde te haré gustar las delicias de mi amor; poco a poco irán cayendo esas flores, y solo te quedarán las espinas, ocultas ahora a causa de tu flaqueza, las cuales te harán sentir tan vivamente sus punzadas, que tendrás necesidad de toda la fuerza de mi amor para soportar el sufrimiento”. La cruz entonces no es un lecho de rosas, sino la muestra del Amor de Dios para con las almas elegidas: cuanto más cerca de la cruz, tanto más es amada esa alma por Dios. Esto significa que rechazar la cruz es rechazar el Amor de Dios. Si el Padre nos entrega el Amor del Hijo por medio de la Cruz, entonces no solo no debemos rechazar la cruz, sino que debemos abrazarla con todo el corazón.
Con el uso de estas tres armas espirituales, lo que buscaba Jesús era hacer que el alma de Santa Margarita creciera cada vez más en el desprecio de sí y en el Amor de Dios. En otra ocasión le dijo el Señor: “Has de querer como si no quisieras, debiendo ser tus delicias agradarme a mí. No debes buscar nada fuera de mí pues de lo contrario injuriarías a mi poder y me ofenderías gravemente, ya que yo quiero ser solo todo para ti”.
           Al día siguiente de su profesión destinaron a Margarita a la enfermería, como auxiliar de la enfermera, Sor Catalina Marest, excelente religiosa, aunque de temperamento activo, diligente y eficiente. Margarita en cambio era callada, lenta y juiciosa. Recordándose ella después de su paso por la enfermería, escribía: “Sólo Dios sabe lo que tuve que sufrir allí”. Y no eran exageradas sus palabras pues había recibido un sin número de insultos y desengaños durante ese tiempo. A través de esta severa religiosa, Jesús le dio la oportunidad a Santa Margarita de practicar las tres armas espirituales que le había revelado. Por último, y como una gracia extraordinaria, Jesús le comunicó una parte de sus terribles angustias en Getsemaní, diciéndole que la quiere víctima inmolada. Ella le dice a Jesús: “Nada quiero sino tu Amor y tu Cruz, y esto me basta para ser Buena Religiosa, que es lo que deseo”.
            Imitemos a Santa Margarita y usemos las tres armas espirituales, una conciencia delicada, la santa obediencia y el amor a la Santa Cruz, para así poder entrar en el Sagrado Corazón de Jesús.


martes, 4 de junio de 2019

San Bonifacio, obispo y mártir



         Vida de santidad[1].

Bonifacio nació hacia el año 680, en el territorio de Wessex (Inglaterra). Su verdadero nombre era Winfrido. Ordenado sacerdote, en el año 718 viajó a Roma para solicitar del papa Gregorio II autorización de misionar en el continente, dirigiéndose a Hesse, en donde convirtió a gran número de bárbaros. Fundó el primer monasterio en Amoneburg, a orillas del río Olm. Regresó a Roma, donde el papa lo ordenó obispo. En el año 725 volvió a dirigirse a Turingia y, continuando su obra misionera, fundó el monasterio  de Ordruf. Presidió un concilio donde se encontraba Carlomán, hijo de Carlos Martel y tío de Carlomagno, quien lo apoyó en su empresa. En el año 737, otra vez en Roma, el papa lo elevó a la dignidad de arzobispo de Maguncia. Prosiguió su misión evangelizadora y se unieron a él gran cantidad de colaboradores. También llegaron desde Inglaterra mujeres para contribuir a la conversión del país alemán; entre éstas se destacaron santa Tecla, santa Walburga y santa Lioba. Este es el origen de los conventos de mujeres. Prosiguió fundando monasterios y celebrando sínodos, tanto en Alemania como en Francia, a consecuencia  de lo cual ambas quedaron íntimamente unidas a Roma.
El anciano predicador había llegado a los ochenta años. Deseaba regresar a Frisia (la actual Holanda). Tenía noticias de que los convertidos habían apostatado. Cincuenta y dos compañeros fueron con él. Atravesaron muchos canales, hasta penetrar en el corazón del territorio. Al desembarcar cerca de Dochum, miles de habitantes de Frisia fueron bautizados. El día de pentecostés debían recibir el sacramento de la confirmación. Bonifacio se encontraba leyendo, cuando escuchó el rumor de gente que se acercaba. Salió de su tienda creyendo que serían los recién convertidos, pero lo que vio fue una turba armada con evidente determinación de matarlo. Los misioneros fueron atacados con lanzas y espadas. “Dios salvará nuestras almas”, grito Bonifacio. Uno de los malhechores se arrojó sobre el anciano arzobispo, quien levantó instintivamente el libro del evangelio que llevaba en la mano, para protegerse. La espada partió el libro y la cabeza del misionero. Era el 5 de junio del año 754. El sepulcro de san Bonifacio se halla en Fulda, en el monasterio que él fundó. Se lo representa con un hacha y una encina derribada a sus pies, en recuerdo del árbol que los gentiles adoraban como sagrado y que Bonifacio abatió en Hesse. Es el apóstol de  Alemania y el patriarca de los católicos de ese país.

         Mensaje de santidad.

         Además de su intensa actividad apostólica –se considera como el evangelizador de Germania-, en la vida de San Bonifacio hay un hecho que vale la pena destacar, porque es válido también para nuestros días. Sucede que los germanos, que eran paganos antes de San Bonifacio, tenían una desagradable costumbre, y era idolatrar a los árboles, adorándolos como si fueran dioses. Muy probablemente, como el árbol da muchos beneficios, lo adorarían por estos motivos, aunque hay otros motivos más oscuros y es el gnosticismo subyacente: los germanos consideraban a los árboles como dioses y como algo sagrado porque consideraban que se conectaban, por así decirlo, con los tres mundos: con el inframundo, por medio de sus raíces; con el mundo presente y actual, por medio del tronco y con el mundo celeste, por medio de sus ramas más altas. San Bonifacio, llevado por el amor a Jesucristo y por el celo apostólico, no dudó en abatir a hachazos a este árbol gnóstico e idolátrico, que en realidad no era más que eso, un árbol, al que los germanos le habían dado la característica de un dios. En nuestros días sucede algo parecido: existe un denominado “árbol de la vida”, utilizado en su mayoría por las mujeres como adorno, pero que en realidad se trata de un amuleto utilizado para hacer magia cabalística. Es decir, utilizar el “árbol de la vida”, es utilizar un amuleto, que sólo sirve para hacer el mal, es decir, para hacer magia. Por esta razón, estamos como en tiempos de Bonifacio, porque muchos utilizan este amuleto sin saber su origen gnóstico, cabalístico y mágico, aunque muchos otros lo utilizan como verdadero amuleto. Para nosotros, los cristianos, el único “Árbol de la vida” es la Santa Cruz de Jesús, de donde surge la vida divina como de su fuente, a partir de su Sagrado Corazón traspasado por la lanza del soldado romano. Estamos, entonces, como en tiempos de Bonifacio, rodeados de paganos y de gente que, sin saberlo, practica el paganismo. Derribemos ese falso “árbol de la vida” y entronicemos en nuestros corazones el verdadero “Árbol de la vida”, la Santa Cruz de Nuestro Señor Jesús.