San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

sábado, 28 de diciembre de 2013

Los Santos Mártires Inocentes




         Visto con la razón natural, el hecho histórico de la muerte de los Santos Inocentes, relatado en la Sagrada Escritura (cfr. Mt 2, 16-18), parecería un caso más entre tantos otros motivados por los celos de un gobernante: al enterarse de que ha nacido un niño que es rey, el rey gobernante manda asesinar a los niños menores de dos años, para eliminar cualquier amenaza a su posición de poder.
Sin embargo, el hecho dista mucho de ser un mero caso de pasiones humanas desordenadas. Aunque parezca inverosímil a primera vista, en la muerte de los Santos Mártires Inocentes, es decir, en la muerte de niños de menos de dos años, indefensos y desvalidos, se inicia en la tierra la lucha entre el Cielo y el Infierno, como continuación de la lucha comenzada en los cielos entre los ángeles de luz, fieles al Amor Divino, y los ángeles apóstatas, convertidos en seres de las tinieblas al negarse voluntariamente ser iluminados por la Luz eterna de Dios Uno y Trino.


Todavía más, en esta lucha, en la que las fuerzas del cielo, representadas en los Niños Mártires, aparecen como derrotadas, puesto que los niños son masacrados sin piedad, se inicia, también paradójicamente, el triunfo definitivo de las fuerzas al servicio de Dios –los ángeles de luz y los hombres de buena voluntad- sobre las fuerzas del Infierno. En otras palabras, a pesar de que la masacre de los Niños Mártires pareciera mostrar un triunfo apabullante de las fuerzas del mal, se trata en realidad de lo opuesto, ya que la muerte de los Niños Mártires señala el triunfo más rotundo del Bien y del Amor de Dios, que por medio suyo persigue y derrota a los ángeles caídos.
Sin embargo, alguien podría preguntarse, movido también por la razón natural: ¿cómo es posible que unos niños tan pequeños, de menos de dos años, venzan a los siniestros poderes del Averno? ¿De qué manera puede un niño, que apenas ha abandonado la lactancia y recién empieza a caminar, derrotar a un ángel, cuya naturaleza es notoriamente superior a la humana? ¿Cómo es posible que un niño, que ni siquiera sabe hablar, ponga en fuga a seres tan perversos como fuertes, como lo son los ángeles caídos con relación a la naturaleza humana?
La respuesta, que nos la da la fe en Cristo, nos dice que estos niños no vencen con sus propias fuerzas, ni es su sangre la que hace huir a los demonios, ni es su muerte la que los ahuyenta: los Niños Mártires vencen porque han sido bañados, de modo anticipado, en la Sangre del Cordero; los Niños Mártires vencen porque han sido lavados en la Sangre del Cordero y han quedado resplandecientes con la gracia divina; el Niño de Belén, que es Dios redentor y habrá de morir luego en la Cruz por ellos, anticipa el fruto del sacrificio de la Cruz y los asocia a su Pasión, de modo que los Niños asesinados por Herodes son, en cierta manera, el Cordero degollado del Apocalipsis (5, 6), que por medio de sus cuerpecitos atravesados por las espadas y lanzas de los soldados y por medio de la sangre que se derrama por las heridas abiertas, anticipa su Triunfo Victorioso en la Cruz, Triunfo glorioso obtenido por el don de su Cuerpo ofrecido en sacrificio en el Calvario y por el don de su Sangre, derramada desde sus heridas abiertas y desde el Costado traspasado por la lanza.
Los Niños Inocentes triunfan porque es el Cordero degollado quien, desde la Cruz, los asocia a su sacrificio y les hace partícipe de su Fuerza omnipotente, de su Gloria divina, de su Sabiduría celestial, de su Amor eterno, de su Triunfo Victorioso de la Cruz.


Esta es la razón primera y última del triunfo de los Mártires Inocentes, masacrados no solo por el celo enfermizo de un rey sin escrúpulos, sino por las fuerzas del infierno que, desencadenadas contra la humanidad, muestran de esta manera su poderío sobre el hombre cuando no lo protege Dios.
Pero la lucha contra las Puertas del Infierno continúa, y continuará hasta el fin de los tiempos, cuando el Supremo Juez vendrá a juzgar a la humanidad; mientras tanto, continúa la masacre de los Santos Mártires Inocentes, que mueren de a centenares de miles a lo largo y ancho del mundo, no ya bajo el hierro y el acero de soldados que obedecen a un rey de la Antigüedad, sino bajo el hierro y acero de modernos y afilados instrumentos quirúrgicos que se hunden sin piedad en los cuerpecitos de los niños por nacer, provocándoles la muerte por aborto y prolongando así la masacre del rey Herodes. Los niños abortados son los Santos Mártires Inocentes de nuestros días, que mueren a manos de los modernos Herodes, pero que también anticipan, con su muerte sangrienta, el triunfo definitivo y total del Cordero sacrificado en la Cruz sobre las fuerzas del mal.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Santa Lucía, virgen y mártir


         Puesto que murió mártir, Santa Lucía es representada con una hoja de palma, que simboliza el martirio. Pero también es representada con una bandeja en la que están sus ojos y el motivo es que, según antiguas tradiciones, le habrían sacado los ojos por proclamar su fe en Jesucristo.
Todo en Lucía remite a la luz, porque su nombre -“Lucía”- significa “la luminosa”, mientras que los ojos, con los cuales se la representa en una bandeja, son la “ventana del alma”, por donde “entra la luz”.
En los tiempos presentes, tiempos “de tinieblas y sombras de muerte” (cfr. Lc 1, 68-71), Santa Lucía, en cuanto santa y mártir, se nos muestra entonces como quien nos anuncia la luz, una gran luz, la luz que eterna que derrota a las tinieblas vivientes -los ángeles caídos-, y a las tinieblas del error y del pecado, y esa Luz Viva e indefectible, eterna e inaccesible que nos anuncia Lucía, es Jesucristo, “Luz del mundo” (Jn 8, 12).
Si todo santo es puesto por la Iglesia como modelo y ejemplo de santidad, Santa Lucía, con su vida y muerte ejemplar, es para nosotros como una luz en la noche oscura, luz que nos anticipa y preanuncia el Sol de justicia, la “Lámpara que ilumina la Jerusalén celestial”, Jesús, el Cordero de Dios.

Lo que nos deja Santa Lucía como ejemplo a imitar es su luminosidad, pero no la luminosidad que se desprende de su nombre, sino la luz de la gracia, luz creatural participada de la Gracia Increada, Jesús, el Hombre-Dios. Quien se deja iluminar, como Santa Lucía, por la “Luz de Luz” que es Jesús, no solo no vive en tinieblas, sino que ya, en este mundo, vive iluminado por la luz de Dios, luz que es Vida y Amor, luz que derrota para siempre a las tinieblas del error y de la ignorancia. Que Santa Lucía, “la luminosa”, interceda por nosotros para que vivamos, en el tiempo que nos queda de vida terrena, en la luz de Cristo, como anticipo de la luminosa vida de gloria que por la Misericordia Divina esperamos vivir en la eternidad.

jueves, 5 de diciembre de 2013

El dolor del Sagrado Corazón de Jesús


         En la Segunda Revelación, Jesús se le aparece a Santa Margarita María de Alacquoque con su Corazón rodeado de espinas: “El divino Corazón se me presentó en un trono de llamas, más brillante que el sol, y  transparente como el cristal, con la llaga adorable, rodeado de una corona de espinas, significando las punzadas producidas por nuestros pecados…”[1].
         Debido a que estamos acostumbrados a ver imágenes estáticas del Sagrado Corazón, podemos llegar a creer que las espinas no le provocan dolor a Jesús, reduciéndolas así a un elemento casi decorativo en la devoción. Pero las espinas, que representan nuestros pecados, como lo dice el mismo Jesús, le provocan dolores intensos y continuos. En otras palabras, el hecho de que Jesús se aparezca a Santa Margarita María con su Corazón rodeado de espinas, no se debe a un intento de construir una devoción basada en solo los afectos: describe el estado real de intenso sufrimiento del Sagrado Corazón de Jesús en el Huerto de Getsemaní y en la Pasión, en donde la enormidad de los pecados de toda la humanidad, abatiéndose sobre Él, le produjo dolores intensísimos y de una magnitud desconocida para el hombre. Son estos dolores atroces los que están representados por la corona de espinas que rodean al Sagrado Corazón, dolores sufridos en la Pasión pero también ahora, en su estado actual de resucitado y glorioso, porque si bien Jesús ya no sufre físicamente, sí sufre moralmente, así como sufre un padre que ve que su hijo se encamina irremediablemente hacia el abismo. Las espinas del Sagrado Corazón representan por lo tanto no solo el dolor físico, moral y espiritual sufrido por Jesús en la Pasión, sino también el dolor moral experimentado ahora, en su estado de resucitado, dolor que se extenderá hasta el fin de los tiempos.
Las espinas sirven para que nos demos al menos una ligera idea de la intensidad, atrocidad y agudeza de los dolores de Jesús, y eso lo podemos hacer considerando qué es lo que sucede en un corazón vivo que se encuentre rodeado de espinas, puesto que Jesús está vivo y con su Corazón latiendo con el ritmo cardíaco propio de cada corazón. Como todo corazón vivo, entonces, el Corazón de Jesús late pero al estar rodeado de espinas, sufre en cada latido; sufre en la fase de expansión del Corazón –diástole-, en el momento en el que el corazón se relaja, porque allí es perforado y atravesado por las espinas punzantes, las cuales llegan hasta el interior de las cavidades cardíacas; sufre también luego, en la fase de contracción –sístole-, porque estas espinas se retiran, provocando el desgarro de las paredes cardíacas, aumentando el dolor producido en la fase anterior.
De esta manera, podemos darnos al menos una pálida idea de los sufrimientos padecidos por Jesús en el Huerto de Getsemaní y en la Pasión, sufrimientos que continúan y continuarán hasta el fin de los tiempos y que son causados, como lo dice Jesús, por la ingratitud, la indiferencia, la frialdad de los cristianos para con su Sacrificio redentor y para con su Presencia eucarística. Esta es la razón por la cual, si queremos en algo consolar y aliviar los dolores del Sagrado Corazón de Jesús, debemos ofrecer Horas Santas en reparación.



[1] http://www.corazones.org/santos/margarita_maria_alacoque.htm

lunes, 2 de diciembre de 2013

San Francisco Javier y el porqué de la imperiosa necesidad de la misión evangelizadora de la Iglesia


San Francisco Javier fue un misionero ejemplar, que dio su vida por evangelizar, por llevar el mensaje de la salvación de Jesucristo a todos los hombres. Literalmente, dio su vida por el Evangelio, perdió su vida por Jesucristo, y por eso la ganó para el cielo, porque recibió el cielo como recompensa: “El que de su vida por Mí y por el Evangelio, la salvará (para la vida eterna)” (Mt 8, 35) y por esto es modelo y ejemplo evangelizador para la Iglesia de todos los tiempos.
¿Qué era lo que veía San Francisco Javier, que no veían el resto de las personas, y que era lo que lo llevaba a evangelizar?
Veía cómo esta vida terrena es nada más que “una mala noche en una mala posada”, como decía Santa Teresa de Ávila; veía que esta vida es fugaz, efímera, más fugaz y efímera que lo que nos podemos imaginar; veía que el tiempo terreno de los hombres y de la humanidad toda se acortaba aceleradamente y que luego comenzaba la vida eterna; veía que al final de esta vida terrena, signada por el tiempo y el espacio, comenzaba la vida eterna y que esa vida eterna consistía en la salvación en el cielo o en la condenación en el infierno; veía que más allá de las situaciones particulares, de los lugares concretos, de los eventos que se sucedían cotidianamente, había una gran cantidad de almas que debían salvarse. Era esto lo que movía a San Francisco Javier a evangelizar, a anunciar a los hombres que Cristo es el Salvador, solo El y nadie más que El; veía que si Cristo no tomaba posesión de las almas, las poseía el Espíritu del mal, el Príncipe de las tinieblas, Lucifer, y por eso no dudaba en negarse a sí mismo para evangelizar. En el fondo, San Francisco Javier había recibido la gracia de participar de la sed de Jesús en la Cruz, sed expresada en la quinta palabra de Jesús en la Cruz, sed que era no tanto de líquidos para beber, sino de almas para salvar. San Francisco Javier experimentaba la sed de Jesús en la Cruz, sed por la salvación de las almas, sed originada en el Fuego de Amor Divino que late en el Sagrado Corazón de Jesús, sed por la cual Jesús dio su vida en la Cruz, la misma sed que participó a su discípulo Francisco Javier y que lo llevó a dar su vida en el intento por calmar la sed del Hombre-Dios Jesucristo.
Esta sed de almas, este ardor misionero y evangelizador, se ve reflejado en una anécdota en tierra de misión: al ver la apatía de los cristianos ante la necesidad de evangelizar, San Francisco dijo: "Si en esas islas hubiera minas de oro, los cristianos se precipitarían allá. Pero no hay sino almas para salvar". 
Era esto lo que San Francisco Javier veía –veía lo que Jesús veía desde la Cruz-: almas para salvar. Mientras los cristianos vemos oportunidades de ganancias y beneficios, de modo que si las hay, acudimos presurosos allí, pero si no las hay, somos más que reticentes para acudir, San Francisco Javier veía almas para salvar. Esta es la razón por la cual la misión es la esencia de la Iglesia y explica la urgencia de la misión.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Santa Cecilia, virgen y mártir, y la comunión eucarística


         Podemos decir que hay dos aspectos que sobresalen en la vida de esta santa, que son de mucho provecho espiritual: el hecho de que Santa Cecilia le “cantaba a Dios en su corazón” y el modo de su martirio, que nos indica algo muy especial.
Comencemos por el primer aspecto, el canto de Cecilia: según consta en las actas del martirio de Santa Cecilia, el día de su matrimonio, la santa le cantaba a Dios en su corazón, y esto le valió el ser considerada patrona de los músicos. Pero no necesitamos ser músicos para que Santa Cecilia sea nuestra celestial patrona e intercesora ante Dios, puesto que, aun sin saber ejecutar ningún instrumento, y aún sin ser ni siquiera diestros en el arte de la música, podemos imitar a la santa, cantando a Dios con el corazón. Hemos sido creados por Dios, para Dios y es esto lo que explica que, como dice San Agustín, nuestro corazón “no está tranquilo hasta que no reposa en Dios”. El canto de Santa Cecilia refleja precisamente este hecho, porque no se trata de un mero canto, interpretado como un pasatiempo: el canto de Santa Cecilia, en su corazón, a Dios, surge de la alegría que experimenta el alma al haber encontrado a Aquel que es la causa de su gozo, Dios Uno y Trino. Santa Cecilia le canta a Dios y en su canto expresa el gozo, la alegría, el amor y la paz que experimenta el alma al haber encontrado a Dios, aunque en realidad es Dios quien se ha dejado encontrar por la santa. Santa Cecilia le canta a Dios en el tiempo, como anticipo del canto que habría de entonar por la eternidad en los cielos, y en esto es un ejemplo para nosotros: la Santa nos dice que no tenemos que esperar a morir para cantarle a Dios, sino que debemos hacerlo ya, desde ahora, en todo lo que nos resta de nuestra vida terrena, para continuar luego cantando de gozo y alegría, en éxtasis de amor continuo, por los siglos sin fin. Y una oportunidad que tenemos para expresar con el canto este gozo celestial, es el momento de la comunión eucarística, porque ahí poseemos en anticipo a Aquel a quien contemplaremos en la eternidad, el Cordero de Dios, Cristo Jesús, la causa de nuestro gozo y de nuestra alegría. Al comulgar, entonces, recordemos el ejemplo de Santa Cecilia, que cantaba a Dios en su corazón, y preparemos nuestro corazón con cánticos de amor, de adoración y de alabanzas, para el ingreso majestuoso de nuestro Dios, que viene a nosotros bajo apariencia de pan, y recibamos a la Eucaristía con el canto gozoso y en silencio del corazón.
El otro aspecto de la vida de Santa Cecilia que nos enriquece espiritualmente es, paradójicamente, el momento de su muerte, porque no es una muerte más, sino que se trata de una muerte martirial, y como todo mártir, sus palabras y sus hechos están inspirados, iluminados, guiados por el Espíritu Santo, de modo que las palabras y la muerte del mártir debemos tomarlas como provenientes de la Voluntad Divina. En este caso, no nos detendremos en sus palabras, sino en los hechos que rodearon su muerte martirial. Según las actas del martirio, Santa Cecilia murió decapitada, pero lo particular es que el verdugo –probablemente a un cálculo erróneo del golpe, o al estado defectuoso del arma que utilizó para decapitar a Santa Cecilia- debió dar tres golpes en el cuello de la santa; a pesar de esto, la cabeza de la Santa no se separó por completo del tronco, por lo cual estuvo tres días en agonía, antes de morir; finalmente, su mano derecha –según consta el relato del escultor que esculpió su imagen tal como fue encontrada siglos después, incorrupto- tenía doblados los dedos anular y meñique, y extendidos el pulgar, el índice y el medio, con lo cual quedaba de manifiesto que la santa había muerto con la intención de señalar el número “tres”. A su vez, con su mano izquierda, señalaba el número uno, pues tenía el dedo índice levantado. Es decir, al morir, en Santa Cecilia se repite el número tres: tres golpes, tres días de agonía, tres indicado con sus dedos, a lo que se suma el número "uno" señalado con el dedo índice de su mano izquierda: con esto, la santa nos indica que da su vida, gozosa, por Dios Uno y Trino, el único Dios verdadero. Y también aquí nos sirve el ejemplo de Santa Cecilia, para crecer en nuestro amor a Dios Trino, porque si bien la santa dio su vida por Dios Trino -y esa es la razón de su eterna felicidad, porque ahora ella está feliz en los cielos-, sin embargo, al momento de su muerte, ella no recibió corporalmente aquello que era la causa de su felicidad, el don máximo de la Trinidad, la Eucaristía; nosotros, en cambio, debemos considerarnos mucho más afortunados que la santa, porque sin que se nos urja a morir, recibimos la obra más grande y maravillosa de Dios Uno y Trino, la Santa Eucaristía –Dios Padre nos dona a su Hijo Dios para que Él a su vez nos done a Dios Espíritu Santo-, y esto como un anticipo de lo que será la comunión de vida y amor con las Tres Personas de la Trinidad en los cielos.

Entonces, al comulgar, recordemos a Santa Cecilia y demos gracias a Dios por su martirio.     

domingo, 3 de noviembre de 2013

Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos


         La Divina Piedad ha establecido que la Iglesia celebre un día en el que, de modo especial, se eleven oraciones a lo largo y ancho del mundo, para pedir por quienes, habiendo muerto en la gracia de Dios, deben sin embargo pagar sus penas para poder pasar al Reino de la eterna felicidad, la Casa del Padre. Es doctrina de la Iglesia Católica que, inmediatamente después de morir, el alma va ante la Presencia de Dios, a recibir su Juicio Particular. Una vez delante de Dios, toda la vida de la persona pasa delante de sus ojos y ve, con suma claridad, a la luz de Dios, sus actos buenos y malos, y ve sobre todo el momento de la muerte, en qué estado estaba su corazón en el momento de morir. El alma sabe si al momento de morir su corazón estaba en estado de gracia plena, o si estaba en gracia pero con pecados veniales, o si estaba en pecado mortal. De acuerdo a lo que ve en sí misma, a la luz de Dios, sabe cuál es su destino eterno, y ella misma lo pide ante la Divina Justicia: el alma sabe que si estaba en estado de gracia plena, le corresponde ir al cielo, para estar delante de Dios, que es la Gracia Increada, porque “lo semejante atrae a lo semejante”, y en este caso el alma ve que, por el estado de gracia que hay en ella, posee en sí misma la participación al Amor, la Luz, la Gracia, la Alegría infinita de Dios Uno y Trino y atraída por Dios Trinidad, pide ser introducida en el seno de Dios Trino, esto es, el cielo, por toda la eternidad. Esta clase de almas, llamadas “beatas” o “felices”, no necesitan estrictamente oraciones, porque están ya plenamente salvadas, así que no son las destinatarias de las oraciones de la Iglesia en este día. Por el contrario, a estas almas se les reza como a santos, pidiendo por su intercesión para obtener gracias para los que aún vivimos en esta tierra y en este mundo.
De otro modo sucede para quien, por libre y soberana decisión, eligió morir en estado de pecado mortal: al contemplar, también a la luz de Dios, por un lado, la inmensidad del Amor Divino que es Dios en sí mismo, y al contemplar la enormidad y negrura del pecado mortal con el que murió en su corazón, el alma se da cuenta que, en ese estado, es imposible permanecer delante de Dios, porque nada tienen que ver la Bondad y santidad infinitas que es Dios en sí mismo, con el Pecado y su malicia, y por lo tanto, el alma sola pide, ante la Justicia Divina, ser excluida para siempre de la amorosa Presencia de Dios, recibiendo lo que libremente eligió al morir con el pecado mortal, es decir, el infierno, la eterna condenación, en donde no hay redención y en donde el pecado permanece para siempre con aquel que lo eligió en vida como su fiel compañero. Tampoco son destinatarias de la oración de la Iglesia esta clase de almas, porque ya no hay redención posible y porque si Dios les llegara a conceder la gracia de la conversión, la rechazarían con aversión, porque ya es imposible para estas almas desear otra cosa que no sea el pecado, el apartamiento de Dios y la eterna condenación.
Las que sí son destinatarias de la oración de la Iglesia son en cambio las almas que, habiendo muerto en gracia de Dios, deben sin embargo purgar sus penas, porque no lo hicieron en esta vida, o no lo hicieron de modo suficiente, a través de mortificaciones, ayunos, penitencias, obras de caridad, oración. El alma se contempla a sí misma en gracia, pero con la necesidad de purificarse en el Amor, por lo cual no pide ni el cielo, adonde todavía no puede ir, porque es muy imperfecta en el Amor, ni tampoco el infierno, adonde no le corresponde ir, porque no está en estado de pecado mortal; pide en cambio ser conducida, cuanto antes, al Purgatorio, para purificarse del todo por medio de las llamas del Divino Amor y así empezar a gozar de una vez y para siempre de ese Amor, del cual está separada por sus imperfecciones. Este tercer grupo de almas, las de los Fieles Difuntos que murieron en gracia pero necesitan ser purificadas por el Amor de Dios en el Purgatorio, es el destinatario, propiamente hablando, de las oraciones de la Iglesia en el Día de los Fieles Difuntos.
La Iglesia, por medio de la Comunión de los Santos, puede dar alivio a estas almas que, por sí mismas, no pueden hacer nada, puesto que ya no pueden hacer obras buenas meritorias para salir del Purgatorio, pero sí lo pueden hacer, por ellas, implorando al Divino Amor, los miembros de la Iglesia Militante, es decir, aquellos que nos encontramos en estado de “viadores”, es decir, de “paso” en esta vida. 
¿Cómo ganar indulgencias para estas Benditas Almas del Purgatorio? Visitando piadosamente una Iglesia u oratorio el Día de los Fieles Difuntos y rezando un Padrenuestro y un Credo, aunque también se puede hacer esta visita, con el consentimiento del Ordinario, el domingo anterior o posterior, o en la Solemnidad de Todos los Santos. La otra forma es, desde el 1 al 8 de noviembre, visitar piadosamente un cementerio (aunque sea mentalmente) y rezar pidiendo por los difuntos.
Para ganar una indulgencia plenaria, además de querer evitar cualquier pecado mortal o venial, hace falta cumplir tres condiciones: Confesión sacramental; Comunión Eucarística; Oración por las intenciones del Papa.
Rezar por los Fieles Difuntos es una preciosísima obra de caridad, encomendada encarecidamente por el Amor Divino; es una muestra de amor sobrenatural el rezar por quien ha fallecido y necesita del alivio del ardor de las llamas del Purgatorio (recordemos que la intensidad del dolor es similar a la del Infierno, pero con la esencial diferencia de que en el Purgatorio el sufrimiento es gozoso, por así decirlo, porque se tiene pleno conocimiento de que finalizará algún día, y ese día será el inicio de la Eterna Bienaventuranza).

Quienes oren por las Benditas Almas del Purgatorio, a la par de acortar el tiempo de purificación de los Fieles Difuntos, acortan al mismo tiempo su propio Purgatorio, porque la obra de misericordia consiste en que, con nuestras oraciones y buenas obras, les alcanzamos la Sangre de Jesucristo, que de esa manera apaga las llamas ardientes del Purgatorio y les concede alivio, lo cual será aplicado también para nosotros, en caso de necesitarlo, desde el día de nuestra muerte, es decir, si vamos al Purgatorio.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Fiesta de Todos los Santos


¿Qué es lo que celebramos en la Fiesta de Todos los Santos? ¿Qué hay en ellos que merezca ser festejado y celebrado por toda la Iglesia Universal?
Celebramos a los santos porque ellos ganaron la entrada en el Reino de los cielos; ellos se hicieron acreedores de las bienaventuranzas prometidas por Jesús; ellos se ganaron la alegría eterna y ahora viven, para siempre,
Pero todo, celebramos en los santos su paso por esta vida terrena, porque no solo fue en vano –como los que obran las tinieblas-, sino que dejaron profundas huellas luminosas, huellas de luz que quedaron impresas en un camino -angosto, escarpado, difícil-, el Camino Real de la Cruz, el único que conduce a la luz, y porque siguieron al Cordero y ahora están con Él para siempre, el ejemplo de vida de todos y cada uno de los santos es para nosotros un tesoro valiosísimo, de inestimable valor, porque con sus vidas nos señalan el sentido de nuestra existencia y de nuestro paso por la tierra: ganar el cielo y la eterna alegría, que no es otra cosa que la contemplación extasiada del Cordero,
Los santos siguieron al Cordero y el seguimiento consistió en su imitación y su imitación fue tan fiel, que al tiempo que reflejaron en sus vidas distintos aspectos del Cordero, esa fidelidad les valió recibir el premio a la perseverancia en la fe y en las buenas obras y así conquistar el Reino de los cielos. Es en este aspecto de fidelidad a la gracia y de imitación del Cordero, en donde radica el aspecto más valioso de las vidas de los santos, porque las virtudes sobrenaturales con las que ganaron el cielo no son simples hábitos virtuosos, sino manifestaciones de algunas de las infinitas y eternas perfecciones del Ser trinitario de Jesús, dadas a conocer en el tiempo a través de la vida humana de los santos. Esto –las infinitas perfecciones del Ser trinitario de Jesús, comunicadas por la gracia- es lo que explica la diversidad de dones y carismas que enriquecieron las vidas de los santos: los doctores son los que expresaron, a través del estudio, la Sabiduría Divina; los mártires son los que, por medio del derramamiento de su sangre, manifestaron al mundo la Fortaleza de Dios; las vírgenes son las que, por medio de su castidad y pureza, reflejaron la Pureza Inmaculada del Cordero; los que obraron la caridad, son los que manifestaron con obras la Misericordia Divina; los que se santificaron en el sacerdocio, son los que actualizaron el Santo Sacrificio de la Cruz de Jesús y dieron la vida divina a las almas por medio de los sacramentos; los que se santificaron en el matrimonio, son los que testimoniaron el Amor esponsal, puro, perfecto, casto, celestial, fecundo, entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, y así como sucedió con estos santos, así fue con cada santo: cada uno reflejó, utilizando como instrumento su cuerpo y su alma, la perfección del Ser trinitario de Cristo que Él les comunicó de acuerdo a su plan divino de salvación.
Y todos, absolutamente todos, son un testimonio de Amor puro, perfecto, santo, hasta la muerte de Cruz, a la Eucaristía, porque no hay santo sin Amor a la Eucaristía, porque fue el Amor que brota del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús lo que los llevó a los altísimos niveles de santidad de los que hoy y para siempre gozan en el cielo.

En cuanto a nosotros, al considerar el elevado grado de santidad que alcanzaron los santos, sabemos que nos resultará muy difícil –o sino, directamente, imposible- llegar a tan alta santidad, porque el grado heroico con el que vivieron las virtudes es algo que supera las fuerzas humanas; pero debido a que igualmente queremos alcanzar el cielo, lo que debemos hacer, en el día en que los conmemoramos, es pedirles que intercedan por nosotros para que cada día que pase, crezca en nuestros corazones aquello que los llevó al cielo: el Amor a Jesús Eucaristía.

lunes, 28 de octubre de 2013

Santos Simón y Judas, Apóstoles


En su Carta, San Judas Tadeo sostiene la necesidad de conservar la fe en su pureza original, sin contaminarla con elementos extraños a la misma, como el gnosticismo, que niega la necesidad de la gracia santificante. Los gnósticos son aquellos católicos que, dentro de la Iglesia, eligen creer en lo que quieren creer y dejan de creer en lo que quieren dejar de creer: de esta manera, permanecen dentro de la Iglesia Católica, pero deforman de tal manera la fe verdadera en Cristo, que al final terminan creyendo en otra iglesia, en otro cristo, en otra fe. Esto es lo que sucede cuando se contamina la fe de la Iglesia Católica con ideologías como la Teología de la Liberación, la Teología feminista, la Teología de la prosperidad, etc.
A quienes pervierten la fe en Cristo, San Judas Tadeo los compara con aquellos considerados como los más impíos en el Antiguo Testamento: los que quitan la vida material de sus hermanos, como Caín (Gn 4, 1-24) y los que cometen impurezas, como las ciudades de Sodoma y  Gomorra (Gn 19, 1-29). Con esto San Judas Tadeo nos quiere decir que la impureza de la fe, es decir, la fe contaminada con razonamientos humanos, es comparable -y peor aún- a los crímenes cometidos contra el hombre, como el asesinato, y es reprobable como la impureza carnal.
Adulterar la fe verdadera, la fe que nos dice que Cristo es Dios Hijo encarnado, nacido, muerto y resucitado para nuestra salvación, que prolonga su sacrificio redentor en el Santo Sacrificio del altar, la Santa Misa, y que está en Persona en la Eucaristía, es comparable, según San Judas Tadeo, a asesinar el alma de nuestros hermanos, así como Caín asesinó a su hermano.
Adulterar la fe verdadera, la fe que nos dice que la Virgen María es la Madre de Dios, concebida en gracia y sin mancha de pecado, e inhabitada por el Espíritu Santo, es equivalente a cometer impurezas peores que las que cometieron los habitantes de Sodoma y Gomorra, según San Judas Tadeo.
Adulterar la fe, que se deriva del misterio trinitario y por lo tanto las consecuencias morales y de conducta que se derivan son inalterables, y que es lo que justifica, por ejemplo, que el matrimonio monogámico y la familia que de éste se deriva, sean los únicos posibles para el género humano, equivale a ser considerados como merecedores del mismo castigo reservado a los ángeles rebeldes: “A los ángeles que no conservaron su dignidad, sino que abandonaron su morada, los reservó para el día del juicio, en el abismo tenebroso con cadenas eternas. Así también Sodoma y Gomorra y las ciudades comarcanas, siendo reas de los mismos excesos de impureza y entregados al pecado aborrecible, resultaron a servir de advertencia, sufriendo la pena del fuego eterno. De la misma manera amancillan estos también su carne, desprecian la dominación, y blasfeman contra la majestad”.

El mensaje de santidad de San Judas Tadeo es, entonces, el de conservar la pureza de la fe, sin contaminarla con ideologías extrañas.

jueves, 17 de octubre de 2013

San Lucas, Evangelista




         San Lucas, Evangelista, no conoció personalmente a Jesucristo; sin embargo, nos dejó el que es considerado como el más completo de ente todos los Evangelios.
¿Cómo pudo saber con tanta precisión acerca de Jesús, si él no lo conoció personalmente? Tal vez podría explicarse por el hecho de que San Lucas era médico, y si bien las ciencias médicas no eran tan avanzadas como ahora, exigían igualmente una cierta disciplina en los estudios y el ejercicio frecuente de la memoria y del razonamiento. En otras palabras, la mente científica de San Lucas sería la causa de que su Evangelio sea uno de los más completos y precisos, tal como él lo dice, que escribe para dar testimonio luego de informarse “de todo exactamente desde su primer origen”.
Sin embargo, la razón primera y última, y única acerca de su Evangelio, es decir, de la visión que San Lucas nos deja del Hombre-Dios Jesucristo, no radica en motivos humanos. Cuando analizamos su Evangelio, nos damos cuenta de las fuentes que lo inspiraron: fue discípulo directo de San Pablo y, según la Tradición, fue la Virgen María quien le habló acerca de su Hijo, y por esa razón escribió lo que sabemos acerca de la infancia de Jesús (también se dice que San Lucas fue el primero en pintar un retrato de la Virgen). Por último, y como a todo autor humano de la Biblia, San Lucas fue inspirado por el Espíritu Santo -esto explica que sea el evangelista de la Divina Misericordia, porque relata las parábolas del Hijo pródigo, de la dracma perdida, del Buen samaritano, etc.-, de modo que todo lo que está escrito en su Evangelio, es obra del Espíritu Santo.
Son estas fuentes –San Pablo, la Virgen, el Espíritu Santo-, entonces, las que explican la redacción del Evangelio y el hecho de ser el más completo de los Evangelios. Ahora bien, para poder ser instrumento fiel y seguro, como San Lucas, que transmita con fidelidad lo que se dicta, es necesario no solo haber erradicado de sí la soberbia, el orgullo, el juicio propio, la duda contra la fe, sino también poseer las dos virtudes que Jesús pide específicamente en el Evangelio que aprendamos de Él para imitarlo, la mansedumbre y la humildad: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29).
Es por esto que a San Lucas se lo representa con la figura de un buey, animal que es sinónimo de mansedumbre –y, por extensión, de humildad-, que es lo que se necesita para ser dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo, a la voz de la Virgen María, y a las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia Católica.
Si San Lucas hubiera sido orgulloso, soberbio, apegado a su juicio propio, jamás podría haber sido dócil instrumento de Dios para escribir su Evangelio. Nosotros no hemos de escribir un Evangelio, pero necesitamos de la misma mansedumbre y humildad de San Lucas, para que el Espíritu Santo pueda grabar una imagen viva de su Hijo Jesucristo en nuestros corazones, para que cuando nuestro prójimo nos vea y oiga, vea y oiga a Jesucristo.

miércoles, 16 de octubre de 2013

San Ignacio de Antioquía y el testimonio de su amor a Cristo


         San Ignacio de Antioquía sufrió el martirio en tiempos del Emperador Trajano, quien decidió la persecución de todos aquellos que no adoraran a los dioses del panteón romano, a quienes atribuía la victoria sobre sus enemigos. En las Actas del martirio de San Ignacio, se puede leer el interrogatorio al que fue sometido por el emperador en persona y el testimonio de fe en Jesucristo que resulta de este diálogo:
-¿Quién eres tú, espíritu malvado, que osas desobedecer mis órdenes e incitas a otros a su perdición?
-Nadie llama a Teóforo espíritu malvado, respondió el santo.
–¿Quién es Teóforo?
-El que lleva a Dios dentro de sí.
-¿Quiere eso decir que nosotros no llevamos dentro a los dioses que nos ayudan contra nuestros enemigos?, preguntó el emperador.
-Te equivocas cuando llamas dioses a los que no son sino diablos, replicó Ignacio. Hay un solo Dios que hizo el cielo y la tierra y todas las cosas; y un solo Jesucristo, en cuyo reino deseo ardientemente ser admitido.
-¿Te refieres al que fue crucificado bajo Poncio Pilato?.
-Sí, a Aquél que con su muerte crucificó el pecado y a su autor, y que proclamó que toda malicia diabólica ha de ser hollada por quienes lo llevan en el corazón.
-¿Entonces tú llevas a Cristo dentro de ti?
-Sí, porque está escrito, viviré con ellos y caminaré con ellos.
Cuando lo mandaron a encadenar para llevarlo a morir en Roma, San Ignacio exclamó: “Te doy gracias, Señor, por haberme permitido darte esta prueba de amor perfecto y por dejar que me encadenen por Tí, como tu apóstol Pablo”.
         San Ignacio de Antioquía demuestra, con el don de su vida, que aquello que decía con sus palabas, de que llevaba a Dios dentro de sí, era realidad, y por esto muere como “Teóforo”, es decir, como “Portador de Dios”. San Ignacio vive y hace carne las palabras de Cristo: “Donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón” (Mt 6, 19-23): su tesoro es Cristo crucificado y por eso su corazón está al pie de la Cruz, mereciendo así compartir la muerte martirial del Rey de los mártires.
El ejemplo de este mártir, con sus palabras, vida y obras, es válido para todo tiempo, pero mucho más para nuestro tiempo, en el que el mundo ha logrado desplazar del corazón de los hombres a Cristo Dios, para colocar en su lugar a los ídolos del neo-paganismo imperante que parece triunfar por todas partes. Al recordar a San Ignacio de Antioquía, le pedimos que interceda por nosotros para que en nuestros corazones arda el Amor de Cristo, ese Amor que es depositado en el alma en cada comunión sacramental, para que así encendidos en el Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús seamos convertidos en “Cristóforos”, es decir, “Portadores de Cristo”.


Los 522 mártires españoles muertos por el odio satánico contra la Fe no eran activistas políticos


         Como consecuencia de la mayor beatificación de la historia -522 mártires de la Guerra Civil Española-, han surgido voces contrarias a dicha beatificación, argumentando que se trató de un hecho político[1]: los mártires serían en realidad “activistas políticos de derecha” asesinados por sus opositores, los “activistas políticos de izquierda”. Presentar así el caso, es reducir el misterio del martirio a la capacidad de comprensión de la razón humana, es decir, es reducir el misterio a prácticamente la nada.
Para comprender el alcance de la beatificación de estos mártires, y para no reducir a la nada su martirio, es necesario leer el martirio a la luz de la Cruz de Cristo. Como tal, el martirio se inscribe en la lucha entre Cristo, Rey de los mártires, y el Demonio, Asesino desde el principio y Príncipe de las tinieblas. Mientras los mártires participan de la muerte sacrificial de Cristo, sus verdugos o asesinos, por el contrario, participan del odio que experimenta el Ángel caído, Satanás, contra Dios y su Cristo, odio que se hace extensivo también hacia la Madre de Dios, la Virgen María. Este odio de la Serpiente Antigua está retratado y narrado en el Apocalipsis, en el capítulo en donde se habla del “Dragón” que quiere “ahogar con su vómito” al Niño que está en brazos de la Mujer, a la cual se le dan “dos alas de águila” para que huya al desierto y ponga a salvo a su Hijo del ataque del Dragón (cfr. 12, 6-13. 18).
Este odio satánico ha tenido y tiene su expresión en múltiples ideologías anti-cristianas, principalmente el capitalismo liberal y el comunismo marxista, responsable este último del sangriento y salvaje ataque a la Iglesia Católica durante la Guerra Civil Española, y responsable de la muerte de los 522 mártires beatificados recientemente, además de unos cien millones de muertos, en todo el ámbito de su influencia, que se extiende desde Europa Central hasta China, pasando por Rusia, los países eslavos y los países asiáticos.
Los 522 mártires no fueron “caídos en una guerra civil”, como si formaran parte de uno de los dos bandos civiles en lucha, sino que fueron asesinados por odio contra la Fe -como lo afirma el Papa Francisco: “asesinados por su fe durante la Guerra Civil española”[2]- por quienes estaban envueltos en la “niebla diabólica de una ideología” –la ideología marxista y comunista-.
Por último, y precisamente porque no fueron “caídos en una guerra civil”, los mártires beatificados son la semilla de la paz y de la reconciliación entre los hombres, porque habiendo sufrido muerte cruenta y violenta a manos de sus verdugos, por el hecho de ser partícipes de la Muerte redentora del Rey de los mártires, Jesucristo, ellos ofrecieron sus vidas por quienes los asesinaban imitando así a su Rey, que ofreció su vida implorando el perdón divino por quienes lo crucificaban: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). 
Este es entonces el mensaje de santidad de los 522 mártires: muertos por el odio satánico contra Jesucristo y su Iglesia, unidos a Cristo conceden la paz y el Amor de Dios a sus enemigos y a la humanidad entera. Los mártires nos demuestran así que las “puertas del infierno jamás prevalecerán contra la Iglesia” (Mt 16, 18)porque el Amor de Dios –Dios, que es Amor (cfr. 1 Jn 4, 8)-, es más fuerte que el odio del Ángel caído y de los hombres asociados a él.




[1] Cfr. las lamentables declaraciones de una monja de ¿clausura? Teresa Forcades, http://germinansgerminabit.blogspot.com.es/2013/10/sor-forcades-cada-dia-mas-izquierdosa-y.html: “No tengo ninguna opinión crítica por beatificar a una persona asesinada por defender su fe, pero el acto de mañana, como cualquier acto, tiene una dimensión política". "en el inicio de sus causas eran mártires de la Guerra Civil" "(los asesinatos ocurrieron) dentro de un conflicto político, un conflicto que acabó en una situación de dictadura franquista, y en esa dictadura la Iglesia católica no tuvo un papel neutro sino que apoyó al régimen franquista". "Ésa es una herida abierta, y ante esa colaboración con el franquismo de la Iglesia católica, aún hoy no hemos hecho una reevaluación crítica y no hemos pedido perdón por nuestra asociación con un régimen violento y antidemocrático que asesinó a centenares de miles de personas", “(la Iglesia Católica tiene que) hacer un reconocimiento público de su papel en la dictadura y pedir perdón a la sociedad". "Pero en vez de hacer eso, mis hermanos benedictinos en el Valle de los Caídos hacen una celebración diaria de la eucaristía en la tumba del general Franco”.

lunes, 14 de octubre de 2013

Santa Teresa de Jesús y el Sagrado Corazón


          Santa Teresa tuvo una experiencia con Jesús resucitado -“esta visión, aunque es imaginaria, nunca la vi con los ojos corporales, ni ninguna, sino con los ojos del alma”-, en donde pudo comprobar, no solo la realidad de la Resurrección de Jesús, sino sobre todo la increíble hermosura y alegría que espera al alma que, por los méritos de Jesús y por sus buenas obras, consiga entrar en el Reino de los cielos. Dice así la Santa: “Estando un día en oración, quiso el Señor mostrarme solas las manos con tan grandísima hermosura que no lo podría yo encarecer… Desde (hace) pocos días, vi también aquel divino rostro, que del todo me parece me dejó absorta. No podía yo entender por qué el Señor se mostraba así poco a poco, pues después me había de hacer merced de que yo le viese del todo, hasta después que he entendido que me iba Su Majestad llevando conforme a mi flaqueza natural. ¡Sea bendito por siempre!, porque tanta gloria junta, tan bajo y ruin sujeto no la pudiera sufrir. Y como quien esto sabía, iba el piadoso Señor disponiendo…”.
          Más adelante, Jesús se le aparece de Cuerpo entero, y dice Santa Teresa que si no hubiera en el cielo otra cosa para ver, que no fueran los cuerpos glorificados, eso sólo bastaría para quedar colmados de alegría y dicha: “Son (tan hermosos) los cuerpos glorificados, que la gloria que traen consigo ver cosa tan sobrenatural hermosa desatina … Un día de San Pablo, estando en misa, se me representó toda esta Humanidad sacratísima como se pinta resucitado, con tanta hermosura y majestad … Sólo digo que, cuando otra cosa no hubiese para deleitar la vista en el cielo sino la gran hermosura de los cuerpos glorificados, es grandísima gloria, en especial ver la Humanidad de Jesucristo, Señor nuestro (...) De ver a Cristo me quedó imprimida su grandísima hermosura (...)” (V 28, 1-3).
          La hermosura de Jesucristo, que se irradia a través de su Cuerpo glorificado, se origina en la hermosura incomprensible e indescriptible del Ser trinitario del Hijo de Dios, y es esta visión lo que llena al alma de gozo y alegría indescriptibles, tanto porque el Ser trinitario es hermosísimo en sí mismo, cuanto porque el alma ha sido creada para gozarse y alegrarse en este Ser trinitario. Esto es lo que explica la dicha de Santa Teresa al contemplar la gloria de Cristo resucitado, cuya blancura y esplendor hacen parecer opacas a toda luz conocida, incluida la del sol: “No es resplandor que deslumbre, sino una blancura suave y el resplandor infuso, que da deleite grandísimo a la vista y no la cansa, ni la claridad que se ve para ver esta hermosura tan divina. Es una luz tan diferente de las de acá, que parece una cosa tan deslustrada la claridad del sol que vemos, en comparación de aquella claridad y luz que se representa a la vista, que no se querrían abrir los ojos después. Es como ver un agua clara, que corre sobre cristal y reverbera en ello el sol, a una muy turbia y con gran nublado y corre por encima de la tierra. No porque se representa el sol, ni la luz es como la del sol; parece, en fin, luz natural y estotra cosa artificial. Es luz que no tiene noche, sino que, como siempre es luz, no la turba nada. En fin, es de suerte que, por gran entendimiento que una persona tuviese, en todos los días de su vida podría imaginar cómo es. Y pónela Dios delante tan presto, que aun no hubiera lugar para abrir los ojos, si fuera menester abrirlos; mas no hace más estar abiertos que cerrados, cuando el Señor quiere; que, aunque no queramos, se ve”.
          Santa Teresa nos dice aquello que sabemos por la fe: que este Jesús que se le aparece así, resucitado, glorioso, resplandeciente de gloria y luz divina, es el mismo Jesús que está en la Eucaristía: “Diré, pues, lo que he visto por experiencia. Bien me parecía en algunas cosas que era imagen lo que veía (...) Unas veces era tan en confuso, que me parecía imagen, no como los dibujos de acá, por muy perfectos que sean, que hartos he visto buenos; (...) No digo que es comparación, que nunca son tan cabales, sino verdad, que hay la diferencia que de lo vivo a lo pintado, no más ni menos. Porque si es imagen, es imagen viva; no hombre muerto, sino Cristo vivo; y da a entender que es Hombre y Dios; no como estaba en el sepulcro, sino como salió de él después de resucitado; y viene a veces con tan grande majestad, que no hay quien pueda dudar sino que es el mismo Señor, en especial en acabando de comulgar, que ya sabemos que está allí, que nos lo dice la fe. Represéntase tan señor de aquella posada, que parece toda deshecha el alma se ve consumir en Cristo”.
          Esta visión de Teresa provoca en ella un cambio interior, quedando transformada por el encuentro con Cristo resucitado: “Queda el alma otra, siempre embebida (...) y tan imprimida queda aquella majestad y hermosura, que no hay poderlo olvidar, si no es cuando quiere el Señor que padezca el alma una sequedad y soledad grande, que aun entonces de Dios parece se olvida (...) porque con los ojos del alma vese la excelencia y hermosura y gloria de la santísima Humanidad y se nos da a entender cómo es Dios y poderoso y que todo lo puede y todo lo manda y todo lo gobierna y todo lo hinche su amor” (V 28, 4-11). El cambio que provoca en Santa Teresa es el de provocarle la contrición del corazón y el hacerla crecer en humildad, ante la visión de la majestad infinita de Jesús resucitado: “Aquí es la verdadera humildad que deja en el alma, de ver su miseria, que no la puede ignorar. Aquí la confusión y verdadero arrepentimiento de los pecados, que aun con verle que muestra amor, no sabe adonde se meter, y así se deshace toda” (V 28,8-9).
          Jesús se le aparece en visión y Santa Teresa experimenta un profundísimo cambio interior, un cambio que consiste en poder percibir, a la luz de Jesús resucitado, la miseria de su propia alma, por un lado, y la inconmensurable majestad divina del Hombre-Dios Jesucristo, por otro. Por esto, la visión no pasa sin dejar frutos en Santa Teresa: la hace más humilde y por lo tanto la hace subir a cimas altísimas de santidad, encendiendo en su alma el deseo de experimentar la soledad de Belén y la humillación del Calvario, todo por estar junto a Jesús: "Parezcámonos en algo a Nuestro Rey, que no tuvo casa, sino en el Portal de Belén, adonde nació y la Cruz adonde murió".
          Esta maravillosa experiencia de Santa Teresa de Ávila debe hacernos reflexionar porque a nosotros, mucho más que aparecérsenos Jesús en visión se nos da, todo Él -con su Cuerpo resucitado, con su Sangre Redentora, con su Alma glorificada, con su Divinidad Inabarcable, con su Ser trinitario-, en cada Eucaristía, sin reservas, para que sea posesión nuestra personal y para que pongamos todo nuestro gozo y contento en Él y sólo en Él. Deberíamos, por lo tanto, reflexionar acerca de cómo son nuestras comuniones sacramentales y preguntarnos: si Santa Teresa experimentó el dolor de sus pecados y el deseo de humillarse para parecerse más a Cristo -escondido en el Portal de Belén y humillado en el Calvario-, y esto por solo ver a Nuestro Señor resucitado, ¿qué deberíamos experimentar nosotros, que por la Eucaristía recibimos al Señor todos los días, en Persona, en nuestros corazones?