San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 28 de enero de 2021

Santo Tomás de Aquino

 



          Vida de santidad[1].

          Nació alrededor del año 1225, de la familia de los condes de Aquino. Estudió primero en el monasterio de Montecasino, luego en Nápoles; más tarde ingresó en la Orden de Predicadores, y completó sus estudios en París y en Colonia, donde tuvo por maestro a san Alberto Magno. Escribió muchas obras llenas de erudición y ejerció también el profesorado, contribuyendo en gran manera al incremento de la filosofía y de la teología. Murió cerca de Terracina el día 7 de marzo de 1274. Su memoria se celebra el día 28 de enero, por razón de que en esa fecha tuvo lugar, el año 1369, el traslado de su cuerpo a Tolosa.

          Mensaje de santidad.

          Cuando constatamos nuestra propia miseria -nuestras inclinaciones al mal, nuestras faltas de enmienda, nuestras escasas o nulas aspiraciones a la santidad-, en vez de desalentarnos y derrumbarnos espiritualmente frente a tantas dificultades, Santo Tomás de Aquino -quien además de eximio filósofo y teólogo era un místico excepcional-, nos da un instrumento con el cual podemos avanzar rápidamente en la vida espiritual y en el camino de la santidad. Arrodillados frente al Crucifijo o frente al Sagrario, podemos reflexionar acerca de la siguiente meditación de Santo Tomás, quien nos propone a Jesús crucificado como modelo y fuente de todas las virtudes.

          Al contemplar a Cristo crucificado, Santo Tomás se pregunta acerca de la necesidad de que Cristo padeciera en la Cruz como lo hizo, y la respuesta es doblemente afirmativa: para perdonarnos los pecados y para darnos ejemplo de cómo obrar santamente. Dice así el santo: “¿Era necesario que el Hijo de Dios padeciera por nosotros? Lo era, ciertamente, y por dos razones fáciles de deducir: la una, para remediar nuestros pecados; la otra, para darnos ejemplo de cómo hemos de obrar”[2]. Nos detendremos en la segunda razón, que es la que nos servirá para progresar en la vida espiritual, ya que así lo asegura el santo: “la pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo a toda nuestra vida”. Es decir, es en la Pasión de Cristo -y particularmente en el momento de la crucifixión- en donde debemos buscar cualquier ejemplo de virtud en la cual deseemos progresar, sabiendo que las encontraremos en Cristo expresadas en grado infinito y no sólo eso, sino que, además de modelo de virtudes, Cristo es la Fuente de toda virtud. Entonces, si lo que necesitamos es amor, para dar a nuestro prójimo -no amor humano, sino el Amor sobrenatural del Corazón de Cristo, el Amor del Espíritu Santo-, lo encontraremos superabundantemente en Cristo crucificado: “Si buscas un ejemplo de amor: Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos. Esto es lo que hizo Cristo en la cruz”[3].

          Si lo que necesitamos es paciencia, porque somos proclive no solo a la impaciencia, sino a la ira o a la cólera, también Cristo es modelo y fuente de paciencia: “Cristo, en la cruz, sufrió grandes males y los soportó pacientemente, ya que en su pasión no profería amenazas; como cordero llevado al matadero, enmudecía y no abría la boca. Grande fue la paciencia de Cristo en la cruz: corramos también nosotros con firmeza y constancia la carrera para nosotros preparada”. Es decir, postrados ante la Cruz y abrazados a los pies ensangrentados de Jesús, contemplemos cuán pacientemente sufre Jesús toda clase de sufrimiento -físico y espiritual- y le imploremos la gracia de tener un corazón “manso y humilde” como el suyo.

          Si somos soberbios y orgullosos y lo que nos falta es humildad, todo eso lo encontraremos en Jesús crucificado: “Si buscas un ejemplo de humildad, mira al crucificado: él, que era Dios, quiso ser juzgado bajo el poder de Poncio Pilatos y morir”[4]. En una muestra extrema de humildad, Jesús, siendo Dios, no dudó, para salvarnos, en someterse voluntariamente al juicio inicuo de un juez terreno, como Pilatos.

          Si somos rebeldes y estamos dominados por nuestro juicio propio, busquemos el ejemplo extremo de obediencia en Jesús crucificado: “Si buscas un ejemplo de obediencia, imita a aquel que se hizo obediente al Padre hasta la muerte”[5].

          Si estamos apegados a los bienes materiales y pensamos que esta vida se reduce a poseer más y más riquezas terrenas, busquemos en Jesús crucificado el extremo desprendimiento de todo lo material: “Si buscas un ejemplo de desprecio de las cosas terrenales, imita a aquel que es Rey de reyes y Señor de señores, en el cual están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, desnudo en la cruz, burlado, escupido, flagelado, coronado de espinas, a quien, finalmente, dieron a beber hiel y vinagre”[6].

          Un último consejo de Santo Tomás, siempre contemplando a Jesús crucificado -o en la humildad gloriosa de la apariencia de pan, la Eucaristía-, para que nos impulse cada vez más a no solo desprendernos de las cosas materiales, sino a desear nada más que la vida eterna: “No te aficiones a los vestidos y riquezas, ya que se reparten mi ropa; ni a los honores, ya que él experimentó las burlas y azotes; ni a las dignidades, ya que, entretejiendo una corona de espinas, la pusieron sobre mi cabeza; ni a los placeres, ya que para mi sed me dieron vinagre”[7].

          Siguiendo a Santo Tomás, nos postremos ante Jesús crucificado o ante su Presencia en el sagrario, y abrazados a sus pies sangrantes, pidamos la gracia de tener sus virtudes, ya que Él no solo es modelo de toda virtud, sino Fuente Inagotable e Increada de toda virtud. Sólo así, en la imitación de Cristo, lograremos pasar de este mundo a la vida eterna, al Reino de los cielos.

         



[2] Santo Tomás de Aquino, Conferencia 6 sobre el Credo.

[3] Cfr. Santo Tomás, ibidem.

[4] Cfr. Santo Tomás, ibidem.

[5] Cfr. Santo Tomás, ibidem.

[6] Cfr. Santo Tomás, ibidem.

[7] Cfr. Santo Tomás, ibidem.

jueves, 21 de enero de 2021

Santa Inés, virgen y mártir

 



          Vida de santidad.

          Murió mártir en Roma en la segunda mitad del siglo III o, más probablemente, a principios del IV. El papa Dámaso honró su sepulcro con un poema, y muchos Padres de la Iglesia, a partir de san Ambrosio, le dedicaron alabanzas[1].

          Mensaje de santidad.

          El mensaje de santidad de Santa Inés lo resume muy sabiamente San Ambrosio: “En una sola víctima tuvo lugar un doble martirio: el de la castidad y el de la fe. Permaneció virgen y obtuvo la gloria del martirio”[2]. Es decir, Santa Inés obtuvo una doble corona de gloria: la de la castidad y la del martirio. La de la castidad, porque se rehusó a amar a nadie más que no fuera Nuestro Señor Jesucristo, despreciando todo tipo de belleza humana o creatural, según sus propias palabras: “Sería una injuria para mi Esposo esperar a ver si me gusta otro; él me ha elegido primero, él me tendrá. ¿A qué esperas, verdugo, para asestar el golpe? Perezca el cuerpo que puede ser amado con unos ojos a los que yo no quiero”[3]. Santa Inés declara que, aun a costa de la propia vida terrena, no quiere mancillar su cuerpo con amores humanos, porque ella ya sabe, al ser iluminada por el Espíritu Santo, que estos amores son efímeros y pasajeros, mientras que el Amor del Sagrado Corazón es un Amor eterno, divino, celestial, sobrenatural, que permanece para siempre. La otra corona de gloria que obtiene Santa Inés es la corona del martirio, porque muere por el hecho de negarse a rechazar la fe católica en Cristo, que no es la fe de las otras religiones, como, por ejemplo, la protestante: Santa Inés dio su vida por el Cristo católico, el Cristo del Credo de Constantinopla, el Cristo de Nicea, es decir, el Cristo Dios, el Hombre-Dios, el Hijo de Dios encarnado, que prolonga y continúa su Encarnación en la Eucaristía.

          Por estas razones, Santa Inés es ejemplo para los jóvenes cristianos de nuestros días, porque muestra el camino para ir al Cielo: la pureza del cuerpo -es mártir de la castidad- y la pureza de la fe -es mártir por dar testimonio del Cristo católico, no del cristo de la Nueva Era-. En estos tiempos de densa oscuridad espiritual, en estos tiempos que pueden ser llamados “la hora de las tinieblas”, en el que las tinieblas parecen haber triunfado por sobre la luz, Santa Inés resplandece con el esplendor de la luz de la gloria de Cristo e ilumina el camino desde esta vida al Cielo, objetivo y meta de toda alma humana.



[2] Tratado sobre las vírgenes, Libro 1, cap. 2. 5. 7-9: PL 16 [edición 1845], 189-191.

[3] Cfr. ibidem.

sábado, 2 de enero de 2021

San Juan Evangelista

 



El Evangelista Juan describe a Jesús, el Hombre-Dios, en el inicio de su Evangelio. Dice así: “Al principio –desde la eternidad- existía el Verbo, el Verbo era Dios, era la vida de los hombres, era la luz, por Él fueron hechas todas las cosas, el Verbo se hizo carne, vino a los suyos y no lo recibieron, vimos su gloria, gloria como de Unigénito”. Ahora bien, todo lo que el inicio del Evangelio de Juan dice de Jesús, se puede aplicar, obviamente, al Niño Dios, al Niño de Belén, porque el Niño de Belén es Jesús y Jesús es el Verbo de Dios; por esta razón, este Evangelio se puede leer, meditar, reflexionar, contemplando al Pesebre y, más específicamente, al Niño de Belén, porque se habla de Él. Por esto, parafraseando al Evangelista, podemos decir:

         Al principio –desde la eternidad- existía el Niño de Belén, porque el Niño de Belén es el Hijo de Dios, engendrado en el seno del Padre desde la eternidad;

         -El Verbo era Dios: el Niño de Belén es Dios, porque es el Hijo Unigénito del Padre, la Segunda Persona de la Trinidad, encarnada;

         -Era la vida de los hombres: el Niño de Belén es la Vida de los hombres, pero no una vida humana, natural, sino una vida nueva, la vida eterna, la vida de Dios Uno y Trino, una vida verdaderamente divina, sobrenatural, que Él la participa por su gracia;

         -Era la luz: el Niño de Belén es la luz de los hombres, pero no una luz natural, sino que es Luz Eterna, porque Dios es luz inaccesible, luz divina, luz sobrenatural, que da vida divina al que ilumina;

         -Por Él fueron hechas todas las cosas: todo el universo visible e invisible fue hecho por el Niño de Belén, porque él es la Sabiduría divina, la Sabiduría de Dios y todo lo que fue creado, fue creado por la Sabiduría de Dios, con suprema excelencia científica –por eso un científico no tiene excusas para no creer en Dios, porque las cosas que él estudia con su ciencia, todas las hizo Dios-, pero también con suprema belleza y con arte exquisito, y todo fue hecho por la Palabra de Dios, el Niño de Belén;

         -Y la Palabra se hizo carne: la Palabra de Dios, el Verbo de Dios, se encarnó en el seno virginal de María Santísima, naciendo en Belén, Casa de Pan, para donar su Cuerpo y su Sangre como Pan Vivo bajado del cielo y esa Palabra encarnada que se dona como Pan celestial, es el Niño Dios, el Niño de Belén;

         -Vino a los suyos y no lo reconocieron: el Mesías, el Hijo de Dios encarnado, vino a los suyos, a los hebreos, y no lo reconocieron, y porque no lo reconocieron no lo dejaron nacer en una posada y luego lo crucificaron, pero a los que lo reconocieron, les dio la gracia de ser hijos adoptivos de Dios;

         Vimos su gloria, como de Unigénito: el Niño de Belén, que es el Hijo de Dios, es la gloria de Dios y como tal, es gloria invisible, celestial, inaccesible, pero al encarnarse, los hombres pueden contemplar, en el Niño de Belén, a la gloria de Dios, por eso, el que contempla al Niño de Belén, contempla a la gloria de Dios, el Unigénito del Padre.

Entonces, todo lo que se dice de Jesús en el Evangelio de Juan, se dice del Niño de Belén y todo lo que se dice del Niño de Belén, se dice de la Eucaristía, porque la Eucaristía es el Niño de Belén que se dona a Sí mismo como Pan de Vida eterna.