San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

sábado, 28 de diciembre de 2013

Los Santos Mártires Inocentes




         Visto con la razón natural, el hecho histórico de la muerte de los Santos Inocentes, relatado en la Sagrada Escritura (cfr. Mt 2, 16-18), parecería un caso más entre tantos otros motivados por los celos de un gobernante: al enterarse de que ha nacido un niño que es rey, el rey gobernante manda asesinar a los niños menores de dos años, para eliminar cualquier amenaza a su posición de poder.
Sin embargo, el hecho dista mucho de ser un mero caso de pasiones humanas desordenadas. Aunque parezca inverosímil a primera vista, en la muerte de los Santos Mártires Inocentes, es decir, en la muerte de niños de menos de dos años, indefensos y desvalidos, se inicia en la tierra la lucha entre el Cielo y el Infierno, como continuación de la lucha comenzada en los cielos entre los ángeles de luz, fieles al Amor Divino, y los ángeles apóstatas, convertidos en seres de las tinieblas al negarse voluntariamente ser iluminados por la Luz eterna de Dios Uno y Trino.


Todavía más, en esta lucha, en la que las fuerzas del cielo, representadas en los Niños Mártires, aparecen como derrotadas, puesto que los niños son masacrados sin piedad, se inicia, también paradójicamente, el triunfo definitivo de las fuerzas al servicio de Dios –los ángeles de luz y los hombres de buena voluntad- sobre las fuerzas del Infierno. En otras palabras, a pesar de que la masacre de los Niños Mártires pareciera mostrar un triunfo apabullante de las fuerzas del mal, se trata en realidad de lo opuesto, ya que la muerte de los Niños Mártires señala el triunfo más rotundo del Bien y del Amor de Dios, que por medio suyo persigue y derrota a los ángeles caídos.
Sin embargo, alguien podría preguntarse, movido también por la razón natural: ¿cómo es posible que unos niños tan pequeños, de menos de dos años, venzan a los siniestros poderes del Averno? ¿De qué manera puede un niño, que apenas ha abandonado la lactancia y recién empieza a caminar, derrotar a un ángel, cuya naturaleza es notoriamente superior a la humana? ¿Cómo es posible que un niño, que ni siquiera sabe hablar, ponga en fuga a seres tan perversos como fuertes, como lo son los ángeles caídos con relación a la naturaleza humana?
La respuesta, que nos la da la fe en Cristo, nos dice que estos niños no vencen con sus propias fuerzas, ni es su sangre la que hace huir a los demonios, ni es su muerte la que los ahuyenta: los Niños Mártires vencen porque han sido bañados, de modo anticipado, en la Sangre del Cordero; los Niños Mártires vencen porque han sido lavados en la Sangre del Cordero y han quedado resplandecientes con la gracia divina; el Niño de Belén, que es Dios redentor y habrá de morir luego en la Cruz por ellos, anticipa el fruto del sacrificio de la Cruz y los asocia a su Pasión, de modo que los Niños asesinados por Herodes son, en cierta manera, el Cordero degollado del Apocalipsis (5, 6), que por medio de sus cuerpecitos atravesados por las espadas y lanzas de los soldados y por medio de la sangre que se derrama por las heridas abiertas, anticipa su Triunfo Victorioso en la Cruz, Triunfo glorioso obtenido por el don de su Cuerpo ofrecido en sacrificio en el Calvario y por el don de su Sangre, derramada desde sus heridas abiertas y desde el Costado traspasado por la lanza.
Los Niños Inocentes triunfan porque es el Cordero degollado quien, desde la Cruz, los asocia a su sacrificio y les hace partícipe de su Fuerza omnipotente, de su Gloria divina, de su Sabiduría celestial, de su Amor eterno, de su Triunfo Victorioso de la Cruz.


Esta es la razón primera y última del triunfo de los Mártires Inocentes, masacrados no solo por el celo enfermizo de un rey sin escrúpulos, sino por las fuerzas del infierno que, desencadenadas contra la humanidad, muestran de esta manera su poderío sobre el hombre cuando no lo protege Dios.
Pero la lucha contra las Puertas del Infierno continúa, y continuará hasta el fin de los tiempos, cuando el Supremo Juez vendrá a juzgar a la humanidad; mientras tanto, continúa la masacre de los Santos Mártires Inocentes, que mueren de a centenares de miles a lo largo y ancho del mundo, no ya bajo el hierro y el acero de soldados que obedecen a un rey de la Antigüedad, sino bajo el hierro y acero de modernos y afilados instrumentos quirúrgicos que se hunden sin piedad en los cuerpecitos de los niños por nacer, provocándoles la muerte por aborto y prolongando así la masacre del rey Herodes. Los niños abortados son los Santos Mártires Inocentes de nuestros días, que mueren a manos de los modernos Herodes, pero que también anticipan, con su muerte sangrienta, el triunfo definitivo y total del Cordero sacrificado en la Cruz sobre las fuerzas del mal.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Santa Lucía, virgen y mártir


         Puesto que murió mártir, Santa Lucía es representada con una hoja de palma, que simboliza el martirio. Pero también es representada con una bandeja en la que están sus ojos y el motivo es que, según antiguas tradiciones, le habrían sacado los ojos por proclamar su fe en Jesucristo.
Todo en Lucía remite a la luz, porque su nombre -“Lucía”- significa “la luminosa”, mientras que los ojos, con los cuales se la representa en una bandeja, son la “ventana del alma”, por donde “entra la luz”.
En los tiempos presentes, tiempos “de tinieblas y sombras de muerte” (cfr. Lc 1, 68-71), Santa Lucía, en cuanto santa y mártir, se nos muestra entonces como quien nos anuncia la luz, una gran luz, la luz que eterna que derrota a las tinieblas vivientes -los ángeles caídos-, y a las tinieblas del error y del pecado, y esa Luz Viva e indefectible, eterna e inaccesible que nos anuncia Lucía, es Jesucristo, “Luz del mundo” (Jn 8, 12).
Si todo santo es puesto por la Iglesia como modelo y ejemplo de santidad, Santa Lucía, con su vida y muerte ejemplar, es para nosotros como una luz en la noche oscura, luz que nos anticipa y preanuncia el Sol de justicia, la “Lámpara que ilumina la Jerusalén celestial”, Jesús, el Cordero de Dios.

Lo que nos deja Santa Lucía como ejemplo a imitar es su luminosidad, pero no la luminosidad que se desprende de su nombre, sino la luz de la gracia, luz creatural participada de la Gracia Increada, Jesús, el Hombre-Dios. Quien se deja iluminar, como Santa Lucía, por la “Luz de Luz” que es Jesús, no solo no vive en tinieblas, sino que ya, en este mundo, vive iluminado por la luz de Dios, luz que es Vida y Amor, luz que derrota para siempre a las tinieblas del error y de la ignorancia. Que Santa Lucía, “la luminosa”, interceda por nosotros para que vivamos, en el tiempo que nos queda de vida terrena, en la luz de Cristo, como anticipo de la luminosa vida de gloria que por la Misericordia Divina esperamos vivir en la eternidad.

jueves, 5 de diciembre de 2013

El dolor del Sagrado Corazón de Jesús


         En la Segunda Revelación, Jesús se le aparece a Santa Margarita María de Alacquoque con su Corazón rodeado de espinas: “El divino Corazón se me presentó en un trono de llamas, más brillante que el sol, y  transparente como el cristal, con la llaga adorable, rodeado de una corona de espinas, significando las punzadas producidas por nuestros pecados…”[1].
         Debido a que estamos acostumbrados a ver imágenes estáticas del Sagrado Corazón, podemos llegar a creer que las espinas no le provocan dolor a Jesús, reduciéndolas así a un elemento casi decorativo en la devoción. Pero las espinas, que representan nuestros pecados, como lo dice el mismo Jesús, le provocan dolores intensos y continuos. En otras palabras, el hecho de que Jesús se aparezca a Santa Margarita María con su Corazón rodeado de espinas, no se debe a un intento de construir una devoción basada en solo los afectos: describe el estado real de intenso sufrimiento del Sagrado Corazón de Jesús en el Huerto de Getsemaní y en la Pasión, en donde la enormidad de los pecados de toda la humanidad, abatiéndose sobre Él, le produjo dolores intensísimos y de una magnitud desconocida para el hombre. Son estos dolores atroces los que están representados por la corona de espinas que rodean al Sagrado Corazón, dolores sufridos en la Pasión pero también ahora, en su estado actual de resucitado y glorioso, porque si bien Jesús ya no sufre físicamente, sí sufre moralmente, así como sufre un padre que ve que su hijo se encamina irremediablemente hacia el abismo. Las espinas del Sagrado Corazón representan por lo tanto no solo el dolor físico, moral y espiritual sufrido por Jesús en la Pasión, sino también el dolor moral experimentado ahora, en su estado de resucitado, dolor que se extenderá hasta el fin de los tiempos.
Las espinas sirven para que nos demos al menos una ligera idea de la intensidad, atrocidad y agudeza de los dolores de Jesús, y eso lo podemos hacer considerando qué es lo que sucede en un corazón vivo que se encuentre rodeado de espinas, puesto que Jesús está vivo y con su Corazón latiendo con el ritmo cardíaco propio de cada corazón. Como todo corazón vivo, entonces, el Corazón de Jesús late pero al estar rodeado de espinas, sufre en cada latido; sufre en la fase de expansión del Corazón –diástole-, en el momento en el que el corazón se relaja, porque allí es perforado y atravesado por las espinas punzantes, las cuales llegan hasta el interior de las cavidades cardíacas; sufre también luego, en la fase de contracción –sístole-, porque estas espinas se retiran, provocando el desgarro de las paredes cardíacas, aumentando el dolor producido en la fase anterior.
De esta manera, podemos darnos al menos una pálida idea de los sufrimientos padecidos por Jesús en el Huerto de Getsemaní y en la Pasión, sufrimientos que continúan y continuarán hasta el fin de los tiempos y que son causados, como lo dice Jesús, por la ingratitud, la indiferencia, la frialdad de los cristianos para con su Sacrificio redentor y para con su Presencia eucarística. Esta es la razón por la cual, si queremos en algo consolar y aliviar los dolores del Sagrado Corazón de Jesús, debemos ofrecer Horas Santas en reparación.



[1] http://www.corazones.org/santos/margarita_maria_alacoque.htm

lunes, 2 de diciembre de 2013

San Francisco Javier y el porqué de la imperiosa necesidad de la misión evangelizadora de la Iglesia


San Francisco Javier fue un misionero ejemplar, que dio su vida por evangelizar, por llevar el mensaje de la salvación de Jesucristo a todos los hombres. Literalmente, dio su vida por el Evangelio, perdió su vida por Jesucristo, y por eso la ganó para el cielo, porque recibió el cielo como recompensa: “El que de su vida por Mí y por el Evangelio, la salvará (para la vida eterna)” (Mt 8, 35) y por esto es modelo y ejemplo evangelizador para la Iglesia de todos los tiempos.
¿Qué era lo que veía San Francisco Javier, que no veían el resto de las personas, y que era lo que lo llevaba a evangelizar?
Veía cómo esta vida terrena es nada más que “una mala noche en una mala posada”, como decía Santa Teresa de Ávila; veía que esta vida es fugaz, efímera, más fugaz y efímera que lo que nos podemos imaginar; veía que el tiempo terreno de los hombres y de la humanidad toda se acortaba aceleradamente y que luego comenzaba la vida eterna; veía que al final de esta vida terrena, signada por el tiempo y el espacio, comenzaba la vida eterna y que esa vida eterna consistía en la salvación en el cielo o en la condenación en el infierno; veía que más allá de las situaciones particulares, de los lugares concretos, de los eventos que se sucedían cotidianamente, había una gran cantidad de almas que debían salvarse. Era esto lo que movía a San Francisco Javier a evangelizar, a anunciar a los hombres que Cristo es el Salvador, solo El y nadie más que El; veía que si Cristo no tomaba posesión de las almas, las poseía el Espíritu del mal, el Príncipe de las tinieblas, Lucifer, y por eso no dudaba en negarse a sí mismo para evangelizar. En el fondo, San Francisco Javier había recibido la gracia de participar de la sed de Jesús en la Cruz, sed expresada en la quinta palabra de Jesús en la Cruz, sed que era no tanto de líquidos para beber, sino de almas para salvar. San Francisco Javier experimentaba la sed de Jesús en la Cruz, sed por la salvación de las almas, sed originada en el Fuego de Amor Divino que late en el Sagrado Corazón de Jesús, sed por la cual Jesús dio su vida en la Cruz, la misma sed que participó a su discípulo Francisco Javier y que lo llevó a dar su vida en el intento por calmar la sed del Hombre-Dios Jesucristo.
Esta sed de almas, este ardor misionero y evangelizador, se ve reflejado en una anécdota en tierra de misión: al ver la apatía de los cristianos ante la necesidad de evangelizar, San Francisco dijo: "Si en esas islas hubiera minas de oro, los cristianos se precipitarían allá. Pero no hay sino almas para salvar". 
Era esto lo que San Francisco Javier veía –veía lo que Jesús veía desde la Cruz-: almas para salvar. Mientras los cristianos vemos oportunidades de ganancias y beneficios, de modo que si las hay, acudimos presurosos allí, pero si no las hay, somos más que reticentes para acudir, San Francisco Javier veía almas para salvar. Esta es la razón por la cual la misión es la esencia de la Iglesia y explica la urgencia de la misión.