San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

sábado, 22 de diciembre de 2018

San Expedito y la inversión de los valores en la Cruz



         Cuando se contempla la imagen de San Expedito, hay algo que se destaca, entre otras cosas y es el hecho de que el santo eleva hacia lo alto la Santa Cruz de Jesús. Esta exaltación de la Cruz que hace San Expedito –y con él, toda la Iglesia-, es incomprensible si se la mira sin los ojos de la fe. Sin la fe católica, la Cruz representa dolor, humillación, muerte, desprecio, ignominia y oprobio: el que está en la Cruz sufre indeciblemente, es humillado, muere, es despreciado. Pero la incomprensión de la Cruz se da cuando se mira la Cruz con ojos humanos, sin la fe católica. Cuando, comunicada por la gracia, la fe católica nos ilumina, podemos contemplar cómo Dios invierte los valores en la Cruz[1] y así en la Cruz el dolor deja de ser dolor, porque con su dolor en la Cruz, Cristo santificó nuestro dolor y lo convirtió en un dolor salvífico, con lo cual el dolor deja de ser sufrimiento, para ser fuente de salvación; en la Cruz, la humillación deja de ser humillación, para ser glorificación, porque el Que está humillado en la Cruz es el Hijo de Dios quien, con su majestad divina, convierte a la humillación en fuente de grandeza y majestad ante Dios y los hombres; en la Cruz, la muerte deja de ser muerte para ser Vida y Vida divina, porque Cristo con su muerte en Cruz destruyó a la muerte y nos dio su Vida divina; en la Cruz, el desprecio, la ignominia y el oprobio dejan de ser tales, para convertirse en admiración y adoración, porque cuando se ve que Aquel que cuelga de la Cruz, el Hombre-Dios Jesucristo, el alma solo puede asombrarse, adorar y amar a Jesucristo, que por nuestra salvación se humilló a sí mismo, muriendo con muerte dolorosa y humillante en la Cruz.
         Como todos los santos, San Expedito eleva en lo alto la Cruz, porque allí se invierten todos los valores: si el mundo desprecia a Jesús Crucificado, Dios lo ama, porque Jesús Crucificado es su Hijo, a quien el Padre ama con amor eterno. Es por esto que San Pablo dice: “La doctrina de la Cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero es poder de Dios para los que se salvan” (1 Cor 18). Si para el mundo la Cruz es necedad, para la Iglesia la Cruz de Cristo es poder de Dios y así vemos cómo, con su omnipotencia divina, todo lo que es despreciable para el mundo, Cristo lo convierte en fuente de salvación, porque es Él quien, con su poder divino, invierte los valores en la Cruz. Por esta razón la Iglesia toda exalta y adora la Santa Cruz de Jesús.


[1] Cfr. Odo Casel, Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2 1964, 168.

jueves, 13 de diciembre de 2018

Santa Lucía y la esperanza de la vida eterna en el cielo




La vida de santidad y sobre todo, la muerte martirial de Santa Lucía, nos enseña a mirar más allá de este mundo, cuya figura pasará al fin del tiempo, porque Santa Lucía dio su vida por una esperanza, pero no por una esperanza mundana, sino por una esperanza de una vida nueva, una vida distinta a esta vida terrena que vivimos, la vida eterna en el Reino de los cielos. Porque Santa Lucía poseía esta virtud de la esperanza en grado heroico, es que despreció no solo al mundo y sus riquezas, sino a esta vida terrena, por eso es que no le importó lo más preciado que tiene el hombre por naturaleza y que es la propia vida. En nuestros días, días caracterizados por ser días en los que el hombre ha construido un mundo y una sociedad sin Dios y se ha alejado de Él, debido a esta ausencia de Dios, los hombres ya no tienen la virtud de la esperanza en la vida eterna, sino que su esperanza es una esperanza mundana: el hombre de hoy tiene esperanzas de que la economía va a mejorar; tiene esperanzas de que podrá ganar más dinero; tiene esperanzas de que con ese dinero podrá comprar más y más cosas; tiene esperanzas de que no se enfermará y que vivirá sano; tiene esperanzas de que construirá una familia y que vivirá esta vida sin problemas. El hombre de hoy, un hombre sin Dios, tiene esperanza, pero se trata de una esperanza meramente humana y mundana, porque solo espera en bienes materiales y solo quiere bienes materiales. El hombre de hoy tiene esperanza, pero esperanza intra-mundana, una esperanza que lo lleva a creer que puede vivir esta vida con el estómago repleto y con las pasiones satisfechas.
         Por esta razón, la muerte martirial de Santa Lucía es un ejemplo para nosotros, porque Santa Lucía no muere por una esperanza intra-mundana, sino que muere porque espera vivir en el más allá, en la vida eterna, en el Reino de los cielos. Pero es incompatible querer vivir esta vida y poner todas las esperanzas en esta vida y sus bienes, y al mismo tiempo esperar vivir en el Reino de Dios, por eso es que Santa Lucía, puesta en la disyuntiva de elegir entre una vida sin mayores sobresaltos –tanto ella como su pretendiente poseían abundantes bienes materiales- y dar esta vida terrena para conseguir una vida superior, la vida eterna en el Reino de los cielos, Santa Lucía no duda ni un instante en elegir dar su vida por Cristo, porque espera en Él y sólo en Él y no en este mundo. Aprendamos de Santa Lucía a vivir la virtud de la esperanza, pero no una esperanza de que este mundo y esta vida sean mejores, sino que pidamos la gracia de que vivamos en la esperanza de llegar a vivir en la vida eterna, en el Reino de los cielos.

viernes, 7 de diciembre de 2018

Santa Lucía y su amor a la pobreza de la Cruz



         Santa Lucía, que nació en el siglo  d. C., pertenecía a una familia noble, de muy buena posición económica[1]. Su padre murió siendo ella muy pequeña por lo que, al ser hija única, se convertía en la única heredera de la fortuna familiar. En un primer momento, su madre quiso convencerla de que contrajera matrimonio con un joven pagano, pero la santa “dijo a su madre que deseaba consagrarse a Dios y repartir su fortuna entre los pobres”[2]. Su madre, luego de haber sido curada milagrosamente gracias a los ruegos de Santa Lucía, y llena de gratitud por el favor del cielo, le dio permiso para que cumpliera los designios de Dios sobre ella, esto es, que no contrajera matrimonio, sino que consagrara su virginidad a Dios y entregara sus bienes a los pobres. Esto ocasionó que el pretendiente de Lucía se indignara profundamente y delatara a la santa como cristiana ante el pro-cónsul Pascasio, en momentos en que la persecución de Diocleciano estaba entonces en todo su furor. Fue así que la santa fue detenida, sometida a torturas para que renegase de la fe de Cristo y, al no conseguirlo sus verdugos, la martirizaron.
         Al desprenderse de los bienes materiales heredados de su familia en favor de los pobres, Santa Lucía nos da ejemplo de amor a la pobreza. Ahora bien, nos tenemos que preguntar de qué pobreza se trata y porqué Santa Lucía elige la pobreza. Ante todo, no se trata de una pobreza que se limite solamente a la pobreza y no es algo que surja de ella como virtud propia; tampoco se trata de que Santa Lucía se consideraba como parte de una clase rica y dominante y que al repartir sus bienes, lo que buscaba era hacer justicia social, dando de sus bienes a los más pobres materialmente. No se trata de esta concepción de la pobreza, puesto que esta concepción es una concepción marxista y anti-cristiana, propia de la Teología de la Liberación, que es anti-cristiana al dividir a los hombres en buenos por ser pobres y en ricos por ser malos. No es esta la pobreza de Santa Lucía. Santa Lucía reparte sus bienes a los pobres y se queda ella misma en la pobreza, pero no para hacer una pretendida y falsa “justicia social”, sino porque su pobreza era una participación a la pobreza de la Cruz de Cristo. Es decir, Santa Lucía se hace pobre voluntariamente porque Cristo, que era rico siendo Dios, poseyendo la riqueza de la divinidad, se hace pobre al encarnarse, al asumir nuestra naturaleza humana, para enriquecernos con su divinidad. Además, la pobreza de Santa Lucía es una participación a la pobreza de la Cruz de Cristo: en efecto, en la Cruz, Jesús se despoja de todo lo material y conserva sólo aquello que lo conducirá al Cielo y aun así, todo lo material que posee, es don de su Madre y de su Padre del Cielo: el velo con el que cubre su Humanidad es el velo que le da su Madre, la Virgen; los clavos que sujetan sus manos y sus pies; la corona de espinas que ciñe su cabeza; el cartel que indica que es Rey de los judíos y hasta el madero mismo de la Cruz, son todos bienes materiales que le han sido prestados por Dios para que con ellos lleve a cabo la obra de la Redención de la humanidad. Es de esta pobreza de la Cruz de la cual participa Santa Lucía: ella se vuelve pobre pero no para combatir a los ricos y hacer ricos a los pobres repartiendo su pobreza, ya que esto es simplemente socialismo anti-cristiano: Santa Lucía da sus bienes a los pobres y se vuelve pobre para imitar y participar de la pobreza de la Cruz de Jesús. Al hacer esto, Santa Lucía se vuelve rica, porque adquiere la riqueza de la gracia del martirio, que le permite dar su vida por la salvación de los hombres, en unión con el sacrificio de Jesús. Santa Lucía se empobrece materialmente, pero adquiere la riqueza del Cielo, la salvación eterna. Es esta la verdadera pobreza cristiana, la que se despoja de los bienes materiales para enriquecer a los demás, pero no con los bienes materiales en sí, sino con la riqueza de la caridad y del amor de Cristo. Al recordar a Santa Lucía, le pidamos que interceda para que seamos capaces de amar a la verdadera pobreza, la pobreza de Cristo, que es la pobreza de la Cruz, la pobreza que nos hace pobres materialmente, pero nos enriquece con la gracia y el amor de Cristo Jesús.

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Santa Lucía y el don de la piedad



         Santa Lucía es ejemplo inigualable, para nosotros que somos cristianos del siglo XXI, de piedad. Para saber a qué nos referimos, tenemos que recordar qué es lo que significa la piedad, que viene del vocablo latino “pietas”[1]: con este vocablo se quiere significar una virtud –un hábito bueno en el alma- que se manifiesta por la devoción en relación a las cuestiones santas y que tiene por guía al amor que se siente hacia Dios. Esta virtud se traduce también en obras de misericordia hacia el prójimo, obras que tienen como motor el amor que se siente por otros y la compasión hacia el prójimo. Un ejemplo de piedad en la vida de Lucía se da en ocasión de la enfermedad de su madre, ya que sufría de una enfermedad –no se dice cuál, pero con toda seguridad, provocada por la ausencia de plaquetas en la sangre, ya que sufría de continuas hemorragias, es decir, de continuas pérdidas de sangre-. Santa Lucía convenció a su madre y la acompañó a que fuera a orar ante la tumba, en Catania, de Santa Agata, a fin de obtener la curación de su enfermedad. Ella misma acompañó a su madre, y Dios escuchó sus oraciones, por lo que su madre quedó curada[2].
         La piedad, entonces, está asociada tanto a la humildad, como al amor a Dios y al prójimo por amor a Dios. En el caso de los padres, es de especial importancia cultivar la virtud de la piedad, porque en los padres se reflejan tanto la voluntad como el amor de Dios, aunque esta virtud se dirige a todo prójimo, ya que el primer mandato obliga el amor para con Dios, para con el prójimo y para con uno mismo: “Ama a Dios y a tu prójimo como a ti mismo”.
         Es decir, la piedad, en cuanto virtud, está subordinada al amor a Dios y, por Dios, hacia el prójimo y en especial modo, a los padres.
         Puesto que Lucía amaba con amor perfecto a Dios, en ella brillaban todo tipo de virtudes, en especial, el de la piedad, el cual implica, primero, amar a Dios y, en Dios y por Dios, al prójimo y en especial a los padres. No puede haber piedad verdadera –compasión, conmiseración- hacia el prójimo, si no hay amor a Dios. Que el ejemplo de Santa Lucía, de piedad hacia su madre y de amor perfecto hacia Dios, sea nuestra guía y nuestro ejemplo en nuestro peregrinar hacia el cielo y que Santa Lucía interceda para que no solo nunca faltemos a esta virtud, sino que la vivamos con todo el amor del que seamos capaces.

La fe de Santa Lucía la llevó a dar su vida por Cristo



         Como todos sabemos, Santa Lucía murió mártir por causa de su fe en Jesucristo. Precisamente, lo que la define como “mártir”, es el hecho de dar su vida en testimonio de Jesucristo. Ahora bien, esto nos lleva a considerar dos cosas: por un lado, qué es lo que entendemos por “fe” y qué es lo que entendemos por “Jesucristo”. Porque un evangelista, o un miembro de una secta, también pueden tener “fe en Jesucristo” y eso no los convierte en mártires ni en santos como Santa Lucía. ¿Por qué? Porque la fe y el Jesucristo de Santa Lucía son la fe y el Jesucristo de la Iglesia Católica, los cuales son muy distintos a los de los protestantes y a los de cualquier secta. “Fe”, dice la Escritura, es “creer en lo que no se ve”. Es decir, es algo invisible a los ojos del cuerpo, es algo en lo que creemos, pero que no lo vemos con los ojos del cuerpo, pero sí lo vemos con los ojos del alma, iluminados por la luz de la gracia. ¿Y qué es eso en lo que “creemos sin ver”? Es Jesucristo, pero no el Jesucristo de los evangelistas; no el Jesucristo de los integrantes de las sectas. Nosotros, los católicos –y por lo tanto, Santa Lucía- creemos en un Jesucristo muy distinto al Jesucristo en el que creen los evangelistas y los sectarios. Para nosotros, Jesucristo no es un hombre común, no es un hombre santo, no es una persona humana: es el Hombre-Dios, es la Segunda Persona de la Trinidad, es Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios y para nosotros, está en la Cruz, representado y está en Persona en la Eucaristía. Ni los evangelistas, ni los sectarios, creen en estas verdades, que son propiamente católicas. Los evangelistas no veneran la Cruz, porque no veneran imágenes y no adoran la Eucaristía, porque no creen en la Presencia real, verdadera y substancial de Jesucristo en la Eucaristía, como sí lo creemos los católicos. Santa Lucía dio su vida por esta fe, la Santa Fe Católica, la fe que se nos infundió en el Bautismo, que se nos fortaleció con la Confirmación, que se nos infunde en cada Eucaristía, la fe católica en Cristo, el Hombre-Dios, que está representado en la Cruz y está en Persona en la Eucaristía. Hay un dicho que dice: “Católico ignorante, futuro protestante”. Si nosotros ignoramos nuestra Fe católica en Jesucristo, vamos a pensar que da lo mismo venir a la Iglesia Católica, que a la evangelista o a las sectas, pero nuestra Fe católica no tiene absolutamente nada que ver con la fe de estas iglesias y sectas que no son católicas. Por eso nosotros veneramos y adoramos la Cruz, el Viernes Santo, y por eso adoramos la Eucaristía y nos arrodillamos delante de la Eucaristía y hacemos adoración eucarística, porque nuestra Fe católica nos dice que allí está Jesucristo.
         Al recordar a Santa Lucía, le pidamos que interceda desde el Cielo para que no caigamos en la confusión de pensar que todas las religiones son iguales y le pidamos también que encienda en nosotros el mismo amor que tuvo ella por el Cristo de la Iglesia Católica, el Cristo de la Cruz y el Cristo de la Eucaristía, ese mismo Amor que la llevó a dar su vida por el Hombre-Dios Jesucristo.