San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

lunes, 30 de septiembre de 2013

Santa Teresita de Lisieux


         “En el corazón de la Iglesia, yo seré el Amor”. ¿Qué es lo que quiere decir Santa Teresita con esta frase? ¿Se trata de la frase poética de una joven religiosa? ¿Es la expresión de un amor idealista y subjetivo, que nada tiene que ver con la realidad?
         No se trata  ni de una frase poética, ni es la expresión de un amor idealista y subjetivo; por el contrario, se refiere a un proceso de conversión espiritual experimentado en la realidad por el alma por la comunión eucaristica. Cuando Santa Teresita dice: “En el corazón de la Iglesia seré el Amor”, se está refiriendo a un proceso real de conversión que sucede en el alma humana por efecto de la comunión eucarística: debido a que Cristo es la Misericordia Divina encarnada o también, el Amor de Dios materializado en un cuerpo humano, y debido a que este Amor Divino está en Acto de Ser en el Cuerpo, en el Alma y en el Corazón humano de Cristo -el cual se encuentra glorificado en la Eucaristía-, cuando un alma comulga la Eucaristía, no es ella quien la asimila a sí, sino que es la Eucaristía, es decir, el Amor Divino de Cristo latente en su Sagrado Corazón, quien asimila a sí al alma, convirtiéndola en Amor, es decir, en sí mismo, por la potentísima fuerza del Amor de Dios.
Esto es así porque en realidad, cuando comulgamos, no somos nosotros los que comulgamos la Eucaristía, sino Cristo quien nos comulga a nosotros, como dice San Agustín, y es así entonces que, de la misma manera a como un alimento ingerido por el hombre es convertido, por la acción de la fuerza vital del alma en algo nuevo -los nutrientes-, asimilándolo a través del cuerpo para sí, así Cristo, cuando nos comulga, convierte al alma, por la potente acción del Espíritu Santo, en algo nuevo, en una parte de sí, por así decirlo, y como Él es Amor, aquello en que es convertida el alma, por efecto de la comunión, es en Amor. Comulgada por el Amor, es convertida en Amor, y es a esto a lo que se refiere Santa Teresita del Niño Jesús cuando dice: “En el corazón de la Iglesia, yo seré el Amor”, es decir, “En el corazón de la Iglesia, la Eucaristía, yo seré el Amor, yo seré Eucaristía”. Esta transformación del alma por efecto del Amor contenido en el Sagrado Corazón eucarístico de Jesús, está al alcance de todos y cada uno de los bautizados; el único límite a esta transformación está dado por el que comulga, puesto que la comunión distraída, mecánica, poco piadosa, o con algún resquicio de enojo, dificulta, retrasa o impide dicha transformación.
Si comulgáramos con el corazón abierto al Amor Divino y dejáramos que el Sagrado Corazón eucarístico de Jesús obre como Él lo desea, también nosotros deberíamos decir: “En el corazón de la Iglesia, yo seré el Amor, yo seré la Eucaristía”.

domingo, 29 de septiembre de 2013

San Jerónimo


         Para San Jerónimo -llamado “Padre de las ciencias bíblicas” por el estudio erudito de la Sagrada Escritura, estudio al que consagró toda su vida-, el hecho de desconocer la Biblia –tanto por falta de lectura, como por falta de interpretación según la fe de la Iglesia-, es equivalente a desconocer al mismo Cristo en Persona: “Ignorar la Escritura es ignorar a Cristo”. Y en otro lugar: “¿Cómo es posible vivir sin la ciencia de las Escrituras, a través de las cuales se aprende a conocer al mismo Cristo, que es la vida de los creyentes?”. Aquel que desconoce las Escrituras, dice San Gerónimo, no tiene la vida de Dios en sí mismo, porque desconoce a Cristo, que es la Vida eterna en Persona. Y al revés, también es cierta esta afirmación: quien conoce la Escritura, no solo a través del estudio científico de la misma, sino ante todo por interpretarla de acuerdo a la fe de la Iglesia, conoce a Cristo y conoce por lo tanto el camino de salvación eterna que debe recorrer para llegar al Reino de los cielos.
Podemos decir entonces que el mensaje de santidad de San Jerónimo es el siguiente: “Si quieres tener vida eterna, aún viviendo en el tiempo, como anticipo de la plenitud de gloria que recibirás en el Reino de los cielos, aplícate al estudio de la Sagrada Escritura y así conocerás a Cristo, Camino, Verdad y Vida”. Y si este mensaje de santidad es válido para toda persona en cualquier época, es válido hoy más que nunca, en nuestros días, en el que los hombres están agobiados por un mundo materialista y sin Dios que los asfixia y les hace perder el rumbo. El mundo moderno, que ha proscripto a Dios y ha puesto su confianza en la ciencia y la tecnología, no ofrece respuestas frente a los interrogantes del hombre relativos a la vida eterna, y al no encontrar respuestas, el hombre sin Dios pretende vanamente encontrar las respuestas a las preguntas por el sentido de la vida y sobre el más allá, en lugares equivocados: tarot, ocultismo, metafísica esotérica, espiritismo, wicca, etc. Muchos cristianos consultan a adivinos, a astrólogos, a tarotistas, y a cuanto ocultista y vendedor de ilusiones se presenta, y esto lo hacen en vez de acudir a la Sagrada Escritura.

Cuando el cristiano quiere saber algo, ya sea algo relativo a los temas cotidianos, o si quiere indagar acerca de cómo obrar frente a un problema determinado, o si quiere conocer acerca de la vida eterna, no debe recurrir a la oscuridad sino, según San Jerónimo, a la Biblia, en donde encontrará la respuesta a cualquier interrogante que pueda surgir, porque según San Jerónimo, la Biblia es el instrumento “con el que cada día Dios habla a los fieles”, convirtiéndose así “en estímulo y manantial de la vida cristiana para todas las situaciones y para toda persona”. En otras palabras, según San Jerónimo, no hay ningún interrogante que no pueda ser respondido por la Sagrada Escritura, porque la Sagrada Escritura es la Palabra de Dios, Cristo, que se encarna en el alma cuando se la lee con fe y con amor.

jueves, 26 de septiembre de 2013

San Vicente de Paúl y la verdadera caridad para con los pobres


         San Vicente de Paúl, fundador de las Hijas de la Caridad, destinadas a la atención de los pobres y abandonados de la sociedad, es un ejemplo de cómo debe el cristiano obrar la verdadera caridad cristiana para con los pobres. La caridad no es un amor natural, que brote del corazón humano: es el Amor Divino que se expresa y manifiesta a través de la ternura y del amor humano, pero no es amor humano: es Amor Divino, y por lo tanto la caridad que ejerce el cristiano debe tener las mismas características del Amor Divino, características entre las cuales sobresale la gratuidad, es decir, el dar y el donarse a sí mismo sin esperar retribución a cambio.
Esto es lo que diferencia a la caridad cristiana de la beneficencia social, y es lo que impide que la caridad cristiana sea instrumentalizada a favor de mezquinos intereses particulares. Es necesario hacer esta distinción, porque muchos en la Iglesia pretenden utilizar a su favor la asistencia a los pobres, pensando que por asistirlos, Dios habrá de darles en recompensa algún favor, sea material o espiritual. Esta actitud egoísta, que usa del pobre para obtener favores, es lo que ha condenado recientemente el Santo Padre Francisco:
“Algunos alardean, se llenan la boca con los pobres, algunos instrumentalizan a los pobres por interés personal o de su grupo. Lo sé, es humano, pero no está bien”. Y no solo “no está bien”, sino que, el mismo Santo Padre lo dice, es “un grave pecado (…) Sería mejor que se quedasen en casa antes de usar a los pobres por su propia vanidad”[1].
Para combatir esta instrumentalización, el Santo Padre pide que se obre siempre, en este aspecto, “con ternura y humildad”, y son estas dos cosas precisamente las que caracterizan a San Vicente de Paúl, quien sostiene que el hombre de fe debe vivir dos amores: el amor afectivo –como el amor de un padre que acaricia a su hijo pequeño de dos años- y el amor eficaz –el amor de un hijo que corresponde con obras al amor de su padre, aún cuando no se sienta sensiblemente el amor paterno-. Así debe ser el amor del cristiano para con Cristo: afectivo y eficaz, pero como Cristo, además de estar con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía, está misteriosamente Presente, también en Persona, en el pobre, en el prójimo pobre y abandonado, es en el pobre en donde se debe practicar y vivir, de modo concreto, la caridad cristiana. Esta Presencia misteriosa de Cristo en el pobre es lo que explica que aquello que se hace a un pobre, se hace a Jesucristo, tanto en el bien como en el mal: “¿Cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer? (…) ¿Cuándo te vimos hambriento y no te dimos de comer?” (…) Lo que hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, Conmigo lo hicisteis” (cfr. Mt 25, 35-45).
         San Vicente de Paúl nos enseña, entonces, a vivir el verdadero amor de caridad para con los pobres, un amor desinteresado, que no busca otra cosa que comunicar el Amor Divino, porque en los pobres está Cristo y al servirlos a ellos, se sirve a Cristo: “Al servir a los pobres, se sirve a Jesucristo” (C IX, 252).   



[1] Cfr. http://www.americaeconomia.com/node/101354: “El Papa Francisco critica a quien alardea de ayudar a los pobres”.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Santos Cosme y Damián, mártires


          Los santos Cosme y Damián, hermanos gemelos, eran médicos y ejercían su profesión sin cobrar por sus servicios, hecho por el cual se los conocía como "los sin dinero". Su fe en Cristo se traducía en una gran caridad, debido a lo cual los pobladores de Alejandreta, Cilicia, donde vivían, les tenía gran estima, cariño y respeto. Aprovechaban todas las oportunidades que les brindaba su profesión para difundir y propagar la fe cristiana. En consecuencia, al comenzar la persecución, fue imposible que pasaran desapercibidos, siendo detenidos por orden de Lisias, gobernador de Cilicia, para luego ser decapitados, antes de pasar por diversos tormentos.
          Según la Tradición, en el momento de su muerte ocurrieron numerosos prodigios -verificados también en otros mártires, como por ejemplo, San Cristóbal-: las flechas lanzadas por los arqueros regresaban, antes de tocar sus cuerpos, para herir a los que las habían arrojado; salieron indemnes del fuego y no pudieron ser ahogados, a pesar de haber sido hundidos con piedras, etc. Incluso luego de muertos estos prodigios continuaron, como el de aparecerse en sueños a quienes rogaban por ellos, para interceder por su curación.

          Mensaje de santidad

          En una época en la que la ciencia médica ha progresado asombrosamente, pero al mismo tiempo los médicos que la practican se han alejado de la fe en Jesucristo en la misma medida del progreso de la ciencia, el mensaje de santidad de los santos médicos Cosme y Damián señala que la fe en Cristo no solo no es incompatible con la ciencia médica -y con toda ciencia-, sino que es su fundamento -y el fundamento de toda ciencia-, puesto que Cristo, en cuanto Hombre-Dios, es el Creador de aquello que la ciencia médica estudia y a lo cual dedica la totalidad de sus esfuerzos, la persona humana. Todo lo que el médico, en cuanto científico, estudia y analiza, con el objetivo de aplicar su conocimiento médico -esto es, la persona humana-, proviene de las manos creadoras de Cristo Dios, que todo lo ha hecho y hace, en el universo mundo, con suma precisión científica; todo lo que el médico aplica, en cuanto científico, para curar y sanar, proviene también de Cristo Dios, puesto que es Cristo Dios quien ha creado al hombre que, con su inteligencia, hace ciencia, como en el caso del médico.

          Estos argumentos deben -o al menos deberían- conducir al médico a la fe en Jesucristo, puesto negar esto, es negar la evidencia, y una mente científica, como la del médico, se resiste a negar lo evidente. La conmemoración de los santos médicos Cosme y Damián debe servir, por lo tanto, a todo médico -y a todo científico que se precie de tal-, para acrecentar su fe y su amor a Cristo Dios, Médico Divino.

lunes, 23 de septiembre de 2013

El Padre Pío y los estigmas de Jesús


         El Padre Pío, fraile franciscano, recibió los estigmas, es decir, las llagas de la Pasión y crucifixión de Jesús, prolongando de esta manera el idéntico don recibido por San Francisco de Asís. Los estigmas del Padre Pío sangraron abundantemente, desde el momento en que los recibió, en septiembre de 1910, hasta dos días antes de su muerte, momento en que se cerraron.
         Más allá de lo asombroso que resultan en sí mismos, desde el punto de vista médico y científico –heridas abiertas producidas sin causa natural, sangrantes, que a pesar del tiempo transcurrido nunca se infectaron, lo cual contradice todas las reglas de la medicina-, lo más asombroso en los estigmas del Padre Pío está dado por el origen de los mismos y por su significado. En lo que respecta a su origen, los estigmas se originan en Cristo, y por eso deben ser llamados, con más propiedad, “estigmas de Cristo en el Padre Pío”, y representan un cumplimiento literal y material de la frase de San Pablo: “Completo en mi cuerpo lo que falta a la Pasión de Cristo”. Por esto, más que ser el Padre Pío el que sufre por los estigmas de Jesús, es Jesús quien continúa sufriendo su Pasión, a través del Padre Pío, y es este el significado de las llagas: puesto que de las heridas del primer sacerdote estigmatizado de la historia no son suyas, sino que son las de Jesús, la presencia de las heridas en el cuerpo de un sacerdote que vive distante veinte siglos de Jesús, significa que es el mismo Cristo Jesús quien, a través del Padre Pío, continúa derramando su Sangre redentora, por la salvación de las almas.
         De esta manera, el misterio de las llagas del Padre Pío se engrandece al infinito, superando ampliamente el mero interés científico o médico, ya que remiten, por su origen, al Hombre-Dios y a su Pasión salvadora. Y el misterio aumenta aún más, si se considera que las manos de Cristo, perforadas por las llagas, son las que consagran el pan y el vino en el altar, en cada Santa Misa, desde el momento en que el sacerdote ministerial actúa in Persona Christi. En otras palabras, si las manos llagadas del Padre Pío eran las manos llagadas de Jesús hechas visibles, esas mismas manos llagadas, pero ahora invisibles -desde el momento en que el sacerdote ministerial no posee los estigmas-, son las que consagran el pan y el vino en la transubstanciación. Si las llagas visibles del Padre Pío son un misterio insondable, las llagas invisibles de las manos de Cristo que consagran a través de las manos del sacerdote ministerial en la Santa Misa, constituyen un misterio absoluto que supera toda capacidad de comprensión humana y angélica, misterio ante el cual solo caben el asombro, la adoración y la acción de gracias a Dios Trino por tanta misericordia.


miércoles, 18 de septiembre de 2013

San Roberto Belarmino y el amor a Dios



          En uno de sus escritos, San Roberto Belarmino reflexiona acerca de qué es aquello que Dios impone a sus hijos adoptivos como mandato primero, principal y esencial de su Ley. Dice así el santo: "¿Y cuál es este yugo tuyo que no fatiga, sino que da reposo? Por supuesto aquel mandamiento, el primero y el más grande: 'Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón'"[1]. Frente a muchos que cuestionan la validez de este mandamiento, sosteniendo que Dios no puede "mandar a amar", San Roberto dice lo siguiente: "¿Qué más fácil, más suave, más dulce que amar la bondad, la belleza y el amor, todo lo cual eres tú, Señor, Dios mío?". Es decir, el santo afirma, implícitamente, que Dios sí puede "mandar a amar" y la razón que da que da, es lo que Dios da en recompensa a aquellos que cumplan el primer mandamiento: "¿Acaso no prometes además un premio a los que guardan tus mandamientos, más preciosos que el oro fino, más dulces que la miel de un panal? Por cierto que sí, y un premio grandioso, como dice Santiago: 'La corona de la vida que el Señor ha prometido a los que lo aman'. ¿Y qué es esa corona de la vida? Un bien superior a cuanto podamos pensar o desear, como dice San Pablo, citando al profeta Isaías: 'Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman'"[2]. Para el santo, entonces, Dios manda a amarlo, y lo puede hacer, porque dará en recompensa un bien de valor incalculable, la "corona de la vida".
          Sin embargo, podemos agregar al argumento de San Roberto Belarmino la siguiente consideración, que es anterior a la recompensa dada por Dios a quien lo ame, y que hace que debamos amar a Dios aún cuando no hubiera recompensa alguna: Dios no manda a amar simplemente porque este sea un acto "fácil, suave, dulce", sino porque Él nos ha creado para amar, para hacer actos de amor; nos ha creado con la capacidad de crear actos de amor, y el primer acto de amor, creado por nuestra capacidad de amar, debe ser dirigido a Él, que es el Amor en sí mismo. Y aquí se ve cómo lo que manda Dios, no es algo impuesto, o que fuerza a la naturaleza: por el contrario, es algo inherente a la naturaleza humana misma; aún más, podemos afirmar que si un hombre no ama a Dios, o ama algo que no es Dios, o lo ama pero no en Dios y por Dios, entonces sí está haciendo un acto forzado a su naturaleza, le está haciendo cometer a su naturaleza humana un acto para lo cual no fue hecha.
          Según estos razonamientos, Dios puede mandar a amarlo, porque da una recompensa inimaginable para quienes lo hagan, pero sobre todo porque el hombre ha sido creado solo para amarlo a Él y a todas las cosas en Él, por lo que no puede haber acto de amor en el hombre que no sea en Dios, por Dios y para Dios.
          Pero podemos agregar algo más todavía, desde el momento en que en el primer mandamiento no se manda solamente a amar a Dios, sino también al prójimo: "Amar a Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a uno mismo", y puesto que el prójimo incluye a nuestros enemigos, según el mandato de Jesús "Amad a vuestros enemigos", resulta que no solo debemos amar a Dios, sino a todo prójimo, incluido -y en primer lugar- aquel que, por un motivo determinado, es nuestro enemigo. En otras palabras, Dios no solo manda amarlo a Él y a nuestro prójimo, sino que manda también a amar a los enemigos, y esto, que sí es imposible, porque es contrario el amor con quien estamos enemistados. Pero Dios no manda imposible, y si nos manda hacerlo, es porque nos da aquello con lo cual podemos cumplir lo que nos manda. ¿Qué es? Es Cristo en la Cruz, porque desde la Cruz, Jesús nos perdona, siendo todavía nosotros sus enemigos a causa del pecado, y puesto que estamos en esta vida para imitar a Cristo, debemos amar y perdonar a nuestros enemigos, con el mismo Amor con el cual Él nos amó y perdonó desde la Cruz.
         




[1] Del Tratado de San Roberto Belarmino Sobre la ascensión de la mente hacia Dios, Grado 1: Opera Omnia 6, edición 1862, 214.
[2] Cfr. ibidem.

lunes, 16 de septiembre de 2013

San Cipriano, obispo y mártir

          En las Actas del martirio de San Cipriano se lee, en el decreto por el cual se lo sentencia a muerte al santo obispo, que la causa de su sentencia a muerte es el haberse convertido en "enemigo de los dioses de Roma y de la antigua religión", además de ser el "culpable" de que otros imiten su ejemplo y adhieran a la "nefanda doctrina".
          Visto con los ojos humanos, la muerte de San Cipriano está justificada: es un "enemigo de la religión de Roma", y por lo tanto, es enemigo también del emperador, a quien se adora por medio de esta religión; es enemigo también de las costumbres y religiones ancestrales -que no es otra cosa que paganismo y brujería-, y además es un rebelde que altera la paz y el orden públicos y pone en peligro los cimientos mismos del Imperio Romano, desde el momento en que es culpable de que "muchos" abandonen la religión de Roma, el culto idolátrico al emperador y la religión antigua -la brujería-, para seguir la religión de un hombre crucificado y muerto hace cientos de años. En definitiva, a los ojos de los hombres sin fe y a los ojos del mundo, la sentencia a muerte de San Cipriano está justificada, porque es un enemigo del Imperio, un traidor, un rebelde y un instigador a la rebelión, y todo esto lo hace acreedor del "odio del mundo" (cfr. Jn 15, 18-21), el cual descarga sobre San Cipriano toda la fuerza de su poder, poder que es muerte y destrucción.
          Ahora bien, si el mundo, que está "bajo el poder del Príncipe de las tinieblas" (cfr. 1 Jn 5, 19), guiado por el odio del ángel caído, odia a San Cipriano, es porque antes odió a Cristo, Hijo de Dios, que ha venido para "destruir las obras del demonio" (1 Jn 3, 8). Es por esto que, a los ojos de Dios, San Cipriano no es enemigo sino amigo, y ya lo había dicho Jesús en la Última Cena: "Ya no os llamo siervos, sino amigos" (Jn 15, 15), y San Cipriano es amigo de Dios, porque Dios Padre ve en él la imagen de su Hijo Jesús, imagen tallada y esculpida a fuego por la gracia santificante, y al ver a su Hijo Jesús en San Cipriano, Dios Padre ve que no es San Cipriano quien se inmola, sino su Hijo Jesús quien, a través de San Cipriano, continúa su Pasión redentora, derramando su Sangre por la salvación de los hombres. Es así, entonces, que a los ojos de Dios, todo cambia: el enemigo del mundo es su amigo; el traidor a los ojos del mundo, es su hijo más fiel; el rebelde a los ojos del mundo, es su hijo más dócil a las mociones del Amor divino; el que es odiado por el mundo, es aquel a quien más ama Dios, enviándole el Espíritu Santo, el Amor de Dios, que inhabita en el alma del mártir y habla a través suyo.
          El mensaje de santidad de San Cipriano, entonces, es este: "Bienaventurados cuando os odien a causa del Hijo del hombre, porque eso significa que sois amados por el Padre y su Espíritu Divino".
         

          

domingo, 15 de septiembre de 2013

El Cura Brochero y la imitación de Cristo


          El Cura Brochero imitó a Cristo durante toda su vida y fue así como alcanzó la santidad. La imitación de Cristo se ve, ante todo, en la heroicidad de la práctica de las virtudes, heroicidad que fue, en definitiva, la que lo llevó al Reino de los cielos, y a ser proclamado beato en la tierra. Y puesto que en Brochero el sacerdocio ministerial se identificaba con él, de tal manera que no puede pensarse en Brochero sin pensar en "el Cura Brochero", la imitación de Cristo que lo llevó a los cielos se dio sobre todo en su vida sacerdotal, en la devoción y piedad con la que celebraba la Santa Misa -celebró hasta el final, aún cuando ya ciego y sin sensibilidad en los dedos, no podía leer el Misal ni saber si sostenía adecuadamente la Hostia-, o rezaba el Rosario, o confesaba, o predicaba los Ejercicios Espirituales que el Señor otorgó como preciosísimo don celestial a la Iglesia, por medio de San Ignacio de Loyola.  
          El Cura Brochero se distinguió, de modo particular, en su celo por las almas, buscando su salvación a toda costa, y uno de los medios sobrenaturales más eficaces que utilizó para este fin, fueron los Ejercicios Espirituales, para cuya realización dedicó gran parte de su vida. El Padre Brochero fue un predicador incansable de estos retiros, riquísimos en meditaciones espirituales de profundo contenido, y obtuvo la conversión de numerosas almas a través de estos retiros. Y fue en esto en lo que imitó a Cristo, porque era Cristo quien vivía en Él y obraba a través suyo, puesto que no era él quien salía a buscar ejercitantes para los Ejercicios Espirituales, sino que era Cristo en Persona el que, como el pastor de la parábola, que sale a buscar la oveja perdida y deja a las noventa y nueve (cfr. Lc 15, 1-10), y como la mujer que busca la dracma perdida hasta encontrarla, sale a buscar al pecador, pero esta vez ya no en la figura de una parábola, sino en el cuerpo y alma de un sacerdote totalmente entregado a Él e identificado con Él.
          El Cura Brochero imitó a Jesús en sus virtudes, en la vida cotidiana, y en su sacerdocio ministerial, pero también imitó a Cristo hasta el fin de sus días con la enfermedad, y lo hizo no como él quería, muriendo en plena actividad, "como el caballo Chesches, que murió en plena carrera", según él lo manifiesta en la carta al obispo Yáñez, sino con una enfermedad que lo consumió poco a poco, la lepra. La imitación de Cristo con esta enfermedad está en el hecho de que el leproso, en la Antigüedad, era llamado "maldito" y considerado como tal, pues vivía alejado de los poblados y todo el mundo evitaba su contacto, porque se lo consideraba repugnante incluso a la simple vista. Cristo muere en la Cruz, y con esto se hace maldito, como dice la Sagrada Escritura a quien muere en la Cruz: "Maldito el que cuelga del madero". Pero Cristo, no siendo maldito en sí mismo, se hace maldito por nosotros, para compartir nuestra suerte, que sí es maldita, desde el momento en que estamos caídos a causa del pecado original. Cristo se hace maldito para destruir la maldición por el sacrificio de la Cruz, la ofrenda de su Cuerpo y el derramamiento de su Sangre, que cancelan para siempre la maldición que desde Adán y Eva pesaba sobre la humanidad entera. Al contagiarse la lepra, llamada "enfermedad maldita" y que daba el nombre de "maldito" al que la contraía, el Cura Brochero exterioriza con su cuerpo humano la identificación espiritual interior, dada por la gracia, con la Pasión redentora del Hombre-Dios, que no duda en subir al leño de la Cruz para destruir allí la maldición que el pecado había traído sobre toda la humanidad.
          Por último, hay otra identificación del Cura Brochero con Cristo: el Cura Brochero se contagió la lepra al tomar mate en sus visitas a un leproso, ateo y blasfemo, de quien buscaba su conversión, y en esto imitó a Jesús, Buen Pastor, que para rescatar a su oveja perdida no duda en descender del cielo para ofrendar su Cuerpo en la Cruz por la salvación del pecador. por esto, no era José Gabriel del Rosario Brochero quien visitaba a ese leproso y tomaba mate con él, sino que era el mismo Jesús en Persona quien, a través del Cura Brochero, se acercaba al leproso para conquistar su alma y llevarla al Reino de los cielos. Al igual que el Cura Brochero, seamos entonces otros tantos "cristóforos", es decir, portadores de Cristo, para que Cristo los alcance con su Amor.
         


jueves, 12 de septiembre de 2013

San Juan Crisóstomo


          Llamado "boca de oro" por la elocuencia de su prédica, movía a la conversión de quienes, siendo cristianos de palabra, no lo son con sus obras y no difunden a su alrededor la luz de Cristo. En sus "Homilías sobre el Evangelio de San Mateo", comenta el pasaje en el que Jesús dice a sus discípulos que ellos son "la sal de la tierra y la luz del mundo" (5, 13-16), y aunque fue predicada en el siglo IV antes de Cristo, conserva toda su validez en el siglo XXI, y de tal manera, que parece escrita para los cristianos de hoy.
          San Juan Crisóstomo advierte a los cristianos que el hecho de ser ellos "sal de la tierra", significa que no pueden pasar desapercibidos en un ambiente anticristiano, sino que deben hacer saber al mundo que son seguidores de Cristo: "Los Apóstoles no se hicieron amables a todo el mundo porque adulasen y halagaran a todos, sino escociendo vivamente como la sal". Lo que quiere decir el santo es que así como la sal, arrojada sobre una herida abierta, provoca ardor, así el cristiano, puesto por Cristo en este mundo infectado por el mal y el pecado, debe destacarse por su testimonio, el cual de ninguna manera puede ser de halago y condescendencia con el Mal. Si un cristiano es condescendiente con el Mal, en cualquiera de sus formas, es señal de que se ha convertido en sal insípida, en sal que no sala y no sirve más, y que sólo sirve para ser pisoteada. En otras palabras, si un cristiano consiente la calumnia, la difamación de su prójimo, o de un sacerdote, o del Papa, o de la Iglesia, y no reacciona, permitiendo que el Mal se propague entre los hombres, es una mala señal, porque es señal de que ese cristiano se ha convertido en un perro mudo, que calla cobardemente ante la presencia del Mal, y es una señal mucho más grave todavía, si ese cristiano no sólo calla ante la difamación y calumnia, sino que se convierte él mismo en difamador y calumniador. Muchísimos cristianos católicos no sólo son conniventes con el Mal en todas sus formas, callando cobardemente ante su presencia y manifestación en múltiples formas -en la música, en el cine, en la cultura, en los medios de comunicación masivos-, sino que son aliados del Mal, desde el momento en que además de consumir, producen el Mal, sea con sus lenguas, difamando y calumniando, sea con sus obras, obrando toda clase de obras malas.
          Luego continúa San Juan Crisóstomo, advirtiendo a los cristianos, llamados "sal de la tierra" por Jesús, que no deben temer el ser "insultados, perseguidos y calumniados a causa del Evangelio", sino que deben temer el ser llamados "hipócritas" por el mismo Dios. Dice así el santo: "Había dicho el Señor a sus discípulos: cuando os insulten y persigan, y digan toda palabra mala contra vosotros... (Mt 5, 11). Para que no se acobardaran al oír esto, y rehusaran salir al campo de batalla, ahora parece decirles: si no estáis preparados a sufrir todas estas cosas, vana ha sido vuestra elección. Lo que debéis temer no es que se os maldiga, sino el ser envueltos en la común hipocresía. En ese caso os habríais tornado insípidos, y seríais pisoteados por la gente (...) si por miedo a la murmuración abandonáis el ímpetu que debéis tener, entonces sufriréis más graves daños. En primer lugar, se os maldecirá lo mismo; y luego, seréis la irrisión de todo el mundo; porque eso quiere decir ser pisoteado". San Juan Crisóstomo advierte a los católicos que, cuando dejan de ser "sal de la tierra", inmediatamente se convierten en hipócritas, que sonríen y callan ante el Mal en vez de denunciarlo a gritos, y como el hipócrita es "sal que ha perdido su sabor", es "pisoteado por la gente", es decir, es tenido por el mundo como un aliado suyo y no como un testigo de Jesucristo.
          Según San Juan Crisóstomo, el cristiano entonces debe temer el ser llamado "hipócrita", porque esto significa que es cómplice con el mal, pero no debe temer ser maldecido a causa del testimonio valiente de Jesucristo y su Evangelio: "Pero si seguís frotando con sal, y por ello os maldicen, alegraos entonces. Ésa es precisamente la función de la sal: escocer y molestar a los corrompidos. La maledicencia os seguirá forzosamente, pero no os hará ningún daño, sino que dará testimonio de vuestra firmeza".
          Por último, el santo recuerda a los católicos que han recibido la luz de la fe -en el momento del Bautismo-, pero que mantenerla encendida depende del propio libre albedrío, de la libre voluntad de querer dar testimonio público de Jesucristo, "llevando una vida digna de la gracia", es decir, siendo coherentes y dando testimonio de Jesús, más que con palabras, con el ejemplo de vida: "(...) Después de haberles mostrado su propio poder, el Señor les exige franqueza y libertad, diciéndoles: nadie enciende una lámpara y la pone debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los de la casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, a fin de que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos (Mt 5, 15-16). Es como si les dijera: yo he encendido la luz; pero que siga ardiendo, depende ya de vuestro afán apostólico. Y eso no sólo para alcanzar vuestra propia salvación, sino también la de aquellos que han de gozar de su resplandor, y ser así conducidos como de la mano hacia la verdad. Si vosotros vivís con perfección, como conviene a los que han recibido la misión de convertir a todo el mundo, las calumnias no podrán echar ni una sombra sobre vuestro resplandor. Llevad, pues, una vida digna de la gracia; a fin de que, así como la gracia se predica en todas partes, también vuestra vida esté de acuerdo con la gracia".
          San Juan Crisóstomo llama a los cristianos a ser "sal de la tierra y luz del mundo", dando testimonio de Jesucristo con el ejemplo de vida, y a no callar cobardemente ante el Mal.





jueves, 5 de septiembre de 2013

El dolor y las espinas del Sagrado Corazón de Jesús


          Muchos en la Iglesia menosprecian la devoción al Sagrado Corazón, reduciéndolo a un mero afecto; otros tantos -incluso creyentes- reducen la devoción a una banal muestra de sensiblería piadosa. Sin embargo, la devoción al Sagrado Corazón constituye la muestra más grande del Amor divino, que se ha encarnado y materializado en Cristo Jesús. Precisamente el Amor divino, que es eterno e infinito y es inaccesible a los sentidos humanos, se encarna, se materializa y se hace visible en el Corazón de Jesús, de manera tal que los hombres, a partir de esta devoción, no puedan decir que "no saben" dónde está el Amor de Dios, porque este tiene su sede en el Corazón de Jesús y desde allí se irradia a los hombres que a Él se le acercan.
          Puede decirse entonces que el Amor divino está todo concentrado, con la infinita plenitud de su perfección eterna, en el Corazón de Jesús, y esto no quiere decir que no se encuentren manifestaciones del Amor divino en todos lados y en cualquier momento, sino que el Amor de Dios está Presente en Acto de Ser perfectísimo en el Sagrado Corazón, lo cual significa que quien se acerca a Él, recibe de Él la plenitud de su Amor, mientras que quien se aleja de Él, se aleja del Amor de Dios.
          El Amor de Dios por el hombre no se reduce a una mera declaración, ni tampoco se encuentra perdido en los cielos empíreos, en donde es inaccesible para el hombre: para que el hombre pueda acceder a Él, y para que de declaración pase a ser una misteriosa realidad que lo envuelve desde la raíz de su ser, el Amor de Dios se manifiesta al hombre de modo visible, sensible, tangible, en el Sagrado Corazón de Jesús. El Corazón palpitante de Jesús, que late con la fuerza infinita del Amor de Dios y cuyo ritmo de latidos está dictado por el Espíritu Santo, que es su fuerza vital, es la muestra más asombrosa, por parte de Dios, de que su Amor por el hombre -por cada hombre, por todo hombre- no tiene medida, porque es infinito, y no tiene tiempo, porque es eterno. Contemplar el Sagrado Corazón es contemplar entonces al Amor de Dios que no encuentra otra forma más elocuente de declarar su amor por los hombres.
          Pero, si esto es así de parte de Dios, ¿cuál es la respuesta del hombre frente a este Amor divino? Nos lo dice Santa Margarita en la Segunda Revelación, en el año 1674: "Ese día el divino Corazón se me presentó en un trono de llamas, transparente como el cristal, con la llaga adorable, rodeado de espinas significando las punzadas producidas por nuestros pecados". Esto quiere decir que si contenido del Corazón de Dios, el Amor divino, se materializa en el Sagrado Corazón de Jesús, el contenido del corazón del hombre, la maldad del pecado, se materializa en las espinas que lo rodean y lo estrechan fuertemente. Las espinas que punzan al Sagrado Corazón en cada latido, son la expresión material y dolorosa del contenido del corazón humano, que responde con malicia a la Bondad y Santidad de Dios. A cada latido del Corazón de Jesús, que se expande con la potencia infinita del Amor divino, le corresponde la dolorosa potencia del pecado del hombre, que no tiene otro modo de tratar a Dios que no sea con la malicia. Para que nos demos una idea de cuánto ofende a la santidad divina nuestra malicia, baste saber que un solo gesto de impaciencia, o un prejuicio formado en el pensamiento y asentido en el corazón atribuyendo malicia a nuestro prójimo, se materializan en las gruesas espinas que forman la corona que rodea al Corazón de Jesús. Y si esto sucede con los pecados más pequeños, ni siquiera podemos imaginar el dolor que causan a Jesús los pecados más horrendos y graves, los ultrajes más horrorosos, las injurias, ingratitudes y blasfemias más inconcebibles...



          ¿Qué hacer entonces? Con mucho cuidado, cortar una de las espinas, aunque sean las más pequeñas, de las que rodean al Sagrado Corazón, y con ella punzar el nuestro y de nuestros seres queridos, para que de ellos salga, como si de un absceso se tratara, todo aquello que no pertenece al Amor de Dios. De esta manera aliviaremos, al menos ínfimamente, el inmenso dolor del Sagrado Corazón de Jesús.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

La Madre Teresa de Calcuta y la verdadera opción preferencial por los pobres


          Al considerar la vida de la Beata Madre Teresa de Calcuta, es inevitable reflexionar acerca de su estrechísima relación con la pobreza, puesto que toda su vida está dominada por la misma: desde su infancia -nació y creció en uno de los países más pobres de Europa, Albania-, pasando por todo su período juvenil -fue religiosa en la orden de las Hermanas de Nuestra Señora de Loreto-, hasta su edad adulta y muerte -vivió como religiosa, con voto de pobreza, en la Congregación que ella misma fundó-. Si bien vivió pobremente toda su vida, puede decirse que intensificó hasta grados de muy alta santidad esta vida de pobreza, desde el momento en que, inspirada por Dios, fundó la Congregación de las Misioneras de la Caridad.
          Por esto, podemos decir que en la Madre Teresa de Calcuta se cumplen las Bienaventuranzas de Jesucristo, particularmente la de la pobreza: "Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de los cielos" (Mt 5, 1-12), y podemos decir también que ella hizo la verdadera "opción preferencial por los pobres".
          ¿En qué consiste esta "bienaventuranza de la pobreza" y la "opción preferencial de los pobres"[1], que le valieron a la Madre Teresa el ganar para siempre la eterna alegría en el Reino de los Cielos?
          La pobreza que abrazó la Beata Teresa de Calcuta, que fue la que le permitió ganar la riqueza más grande que jamás un alma pueda concebir, fue la pobreza de la Cruz. La Madre Teresa fue pobre con Cristo pobre, y abrazó a Cristo pobre en la Cruz, pero también abrazó y asistió al Cristo pobre que inhabitaba en los más pobres entre los pobres, los habitantes desposeídos que vivían en la miseria en las calles de Calcuta.
          La Madre Teresa aprendió a ser pobre haciendo oración arrodillada a los pies de Cristo crucificado: allí comprendió qué quiere decir "ser pobre", porque vio que Jesús en la Cruz no posee nada, puesto que de todos los bienes materiales de la Cruz, ninguno le pertenece: la Cruz de madera; el cartel que dice "Jesús Nazareno Rey de los judíos"; los clavos de hierro que perforan sus manos y pies; la corona de espinas; todo, es propiedad de Dios Padre, que le presta a su Hijo amado estos pocos bienes, para que pueda llevar a cabo la obra de la Redención de la humanidad. Hasta el paño con el que cubre pudorosamente su Cuerpo no es suyo sino, según la Tradición, es propiedad de la Virgen María que, destrozada por el dolor, con un gesto maternal cubre a su Hijo en la Pasión así como lo cubrió al nacer, en Belén. La Madre Teresa comprendió, al pie de la Cruz, que al Cielo solo se entra con la pobreza de Cristo, que nada material tiene en la Cruz, y es así que eligió ser pobre con Cristo pobre, y por este motivo en su Congregación no tenían ni sillas, ni camas, ni computadoras, ni bienes materiales de ninguna clase, porque sabía que al Cielo es imposible entrar cargado de joyas, oro, plata, dinero, diamantes, y que solo se ingresa como Cristo ingresó: despojado de bienes materiales y con el tesoro del Amor de Dios en el corazón, para así recibir la herencia de los hijos de Dios, la riqueza de la gloria divina.
          Pero la Madre Teresa no solo abrazó a Cristo Pobre en la Cruz, sino también a los desposeídos de la tierra, los más pobres entre los pobres, los miserables de toda miseria, y los abrazó porque veía en ellos no solo la imagen viviente de Cristo Pobre y crucificado, sino al mismo Cristo que, inhabitando misteriosamente en ellos, continuaba su Pasión salvadora. Esta pobreza de la Madre Teresa y su opción preferencial por los pobres -que constituyen la verdadera pobreza evangélica, la pobreza de la Cruz-, nada tienen que ver la pobreza ideológica de corrientes filosóficas marxistas y capitalistas anti-cristianas, que se esgrimen solo para enfrentar al hermano contra el hermano.
          Además de las Bienaventuranzas, en la Madre Teresa se cumple también la promesa de Jesucristo según la cual los últimos en la tierra serán los primeros en el cielo: "los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos" (Mt 20, 16), puesto que fue última entre los últimos, viviendo pobremente y atendiendo a los más desposeídos de la tierra, en quienes veía la imagen de Cristo crucificado, y por esto, ahora es la primera en el Reino, en donde Dios Padre le ha concedido un puesto de honor en el banquete celestial, en la Asamblea festiva de los santos que se alegran eternamente en la Presencia del Cordero.




[1] Cfr. CELAM, Sínodo de 1985, Juan Pablo II, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia: http://www.vatican.va/roman_curia/pontifical_councils/justpeace/documents/rc_pc_justpeace_doc_20060526_compendio-dott-soc_sp.html

lunes, 2 de septiembre de 2013

San Gregorio Magno


          Dentro de la vasta obra de San Gregorio Magno -que incluye la creación del "canto gregoriano", llamado así en su honor, pues fue su creador-, se destaca la introducción de tres súplicas en la oración que precede a la consagración: "Concédenos vivir en tu paz, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos". Estas tres súplicas, recitadas solo por el sacerdote ministerial en la Santa Misa -en la Plegaria Eucarística I- pueden ser sin embargo recitadas también por cualquier fiel que participe de la misma, pues son de gran provecho espiritual.
          "Concédenos vivir en tu paz": la verdadera paz, la paz que viene de Dios, la paz que se acompaña de serenidad y alegría, la paz que, bajando del cielo, asienta en lo más profundo del alma, es la paz que da Jesucristo desde la Eucaristía. No es la paz del mundo, que es solo ausencia de guerra y nada más: es la paz que brota de lo más profundo del Ser trinitario, se concentra en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, y desde allí se difunde al alma que lo recibe en la comunión eucarística. Quien asiste a Misa recibe, por lo tanto, en cada comunión eucarística, uno de los dones más preciados en esta tierra, y es el don de la paz divina, una paz que surge como consecuencia del restablecimiento de la amistad entre Dios y el hombre, fruto del sacrificio de Cristo en la Cruz. Aquel que comulga, por lo tanto, tiene el sagrado deber de donar a los demás la paz de Cristo -no la paz del mundo, sino la de Cristo-, la que ha recibido en la comunión eucarística, y si el mundo no tiene paz, es porque los cristianos no han sabido comunicar a los demás aquello que han recibido en la Eucaristía. Dios nos pedirá cuentas de cada comunión recibida y malograda, al no haber hecho partícipes a los demás de la paz y el Amor divinos recibidos en cada Eucaristía.
          "Líbranos de la condenación eterna": en la Santa Misa no solo el cielo entero baja al altar, convirtiendo a este en una parcela del Reino celestial, sino que el mismo Dios Hijo en Persona, por mandato de Dios Padre y para comunicar al Amor divino a los hombres, Dios Espíritu Santo, por medio de la renovación incruenta del sacrificio del Calvario, se hace presente con su sacrificio redentor. Tanto el Santo Sacrificio de la Cruz, como su renovación incruenta, sacramental, el Santo Sacrificio del Altar, son obra de la Santísima Trinidad, de las Tres Divinas Personas, que intervienen activamente en la historia de la humanidad y en la historia personal de cada uno de los hombres, con el objetivo de que sus almas sean salvadas de la eterna condenación. El repetir esta oración, no solo en la Santa Misa, sino en todo momento, damos gloria a la Santísima Trinidad, pues el deseo de Dios Uno y Trino es que nos salvemos. No en vano el Eclesiastés nos dice: "Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás", y al no pecar jamás, conservaremos y acrecentaremos el estado de gracia, no nos condenaremos, salvaremos nuestra alma, y glorificaremos a la Santísima Trinidad por los siglos infinitos. Perseverar en la gracia santificante y hacerlo hasta el último segundo de la vida, es una gracia en sí misma y debe ser implorada todos los días, tanto para uno mismo como para los seres queridos, y el tener presente la posibilidad cierta de la condenación eterna, ayuda a evitar aquello que nos aparta del Amor de Dios en esta vida, temporalmente, y en la otra, para siempre, y es el pecado. Al rezar esta oración -""Líbranos de la condenación eterna"-, debemos tener presente ante nuestros ojos los terribles castigos del infierno y el horroroso destino de dolor y terror de quienes viven sin el Amor de Dios y, lo peor de todo, mueren sin este Amor divino. La petición "Líbranos de la condenación eterna" se acompaña del deseo de crecer cada vez más en el Amor divino.
          "Cuéntanos entre tus elegidos": asistir a la Santa Misa todos los días es un signo de predilección divina, puesto que el deseo de asistir a la obra de nuestra salvación, la renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, es puesto en los corazones por el Divino Amor. Quien asiste a la Santa Misa, lo hace porque desea unirse, sacramentalmente, al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, y recibir de Él la infinita plenitud del Amor divino, junto con su paz, su alegría, su fortaleza, pero este deseo no surge nunca del propio corazón humano, sino que viene del mismo Espíritu Santo, quien elige a las almas para infundirles el deseo en el corazón. La petición "Cuéntanos entre tus elegidos" podría quedar así:     "Tú, oh Dios Trino, Amor infinito y eterno, nos has elegido para participar, en el tiempo, de la renovación sacramental del Santo Sacrificio del Calvario; muéstrate piadoso y bondadoso, y así como nos cuentas entre tus elegidos para participar de la Santa Misa en nuestra vida terrena, cuéntanos también entre tus elegidos en el cielo, para participar de la eterna alegría que es el contemplar tu infinita majestad".

          "Concédenos vivir en tu paz", "Líbranos de la condenación eterna", "Cuéntanos entre tus elegidos": las oraciones introducidas por San Gregorio Magno, recitadas en la Santa Misa y a lo largo del día, constituyen una valiosa ayuda para el crecimiento, no solo en el deseo del cielo, sino en la contemplación del Amor divino.