San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 29 de agosto de 2013

Santa Rosa de Lima y el don de la tribulación como participación a la Cruz de Cristo


Con mucha frecuencia sucede, entre los cristianos, que frente a las pruebas y tribulaciones de la vida, sobrevengan el desánimo y el desaliento, como consecuencia de la incomprensión del misterio pascual de Jesús, de Muerte y Resurrección. A raíz de esta incomprensión, los cristianos acuden a la oración para pedir a Dios que les sea quitada la tribulación y que la prueba finalice cuanto antes. Entre los escritos de Santa Rosa, existe un texto en el que Nuestro Señor no solo reafirma el valor de la tribulación y de la prueba, sino que advierte que es el único camino para acceder al cielo:
Así narra Santa Rosa las palabras de Jesús: “El divino Salvador, con inmensa majestad, dijo: «Que todos sepan que la tribulación va seguida de la gracia; que todos se convenzan que sin el peso de la aflicción no se puede llegar a la cima de la gracia; que todos comprendan que la medida de los carismas aumenta en proporción con el incremento de las fatigas. Guárdense los hombres de pecar y de equivocarse: ésta es la única escala del paraíso, y sin la cruz no se encuentra el camino para subir al cielo».
Las palabras de Jesús a Santa Rosa de Lima explicitan lo que Él nos reveló en el Evangelio: “Si alguien quiere seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue su Cruz de todos los días, y me siga” (Lc 9, 22-25). ¿Por qué nos dice esto Jesús? Porque el cristiano está en esta vida para salvar su alma, pero la salvación solo viene por Cristo y Cristo crucificado, muerto y resucitado. De ahí la importancia de cargar la Cruz de cada día y de seguir a Jesús por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis; de ahí la importancia de la negación de uno mismo, porque en la cima del Calvario debe morir el hombre viejo, para que renazca el hombre nuevo, el hombre regenerado por la gracia; de ahí la importancia de aceptar las tribulaciones, las aflicciones, las fatigas, porque son dones del cielo que nos hacen participar de la Cruz de Jesús, porque la Cruz es tribulación -Suprema Tribulación-, aflicción -Suprema Aflicción-, fatiga -Suprema Fatiga-. Esto quiere decir que el cristiano no solo no debe jamás rechazar la tribulación -la que viene de la Cruz-, sino por el contrario, debe postrarse en acción de gracias por tan inmenso don, puesto que al ser una participación a la Cruz de Jesús, es un signo de predilección divina.
Esto es lo que explica también que en el camino opuesto al de la salvación, en el camino de la perdición, los réprobos no experimenten tribulación ni prueba alguna, porque allí no hay redención ni salvación. Es muy mala señal que alguien de rienda suelta a las pasiones y que su único objetivo en la vida sea obtener éxitos mundanos y bienes materiales: éste no es el camino de la Cruz, y no es el camino de la salvación, el camino que conduce al cielo.
Ahora bien, el cristiano debe saber que la tribulación no es un fin en sí mismo, y que nada termina en la tribulación; por el contrario, "a la tribulación", le dice Jesús a Santa Rosa de Lima, "le sigue la gracia"; "con el peso de la aflicción, se llega a la cima de la gracia"; "los carismas aumentan con el incremento de las fatigas", y esto es así porque a la Cruz le sigue la Luz, a la Muerte de Cristo en la Cruz, le sigue la Resurrección en la gloria divina. Y tal como le dice también Jesús a Santa Rosa, la tribulación de la Cruz no es un "camino alternativo" u "opcional", sino el único camino: "Ésta es la única escala del paraíso, y sin la Cruz no se encuentra el camino para subir al cielo".
Meditando sobre las palabras de Jesús, más adelante, Santa Rosa agrega: "¡Ojalá todos los mortales conocieran el gran valor de la divina gracia, su belleza, su nobleza, su infinito precio, lo inmenso de los tesoros que alberga, cuántas riquezas, gozos y deleites! Sin duda alguna, se entregarían, con suma diligencia, a la búsqueda de las penas y aflicciones. Por doquiera en el mundo, antepondrían a la fortuna las molestias, las enfermedades y los padecimientos, incomparable tesoro de la gracia. Tal es la retribución y el fruto final de la paciencia. Nadie se quejaría de sus cruces y sufrimientos, si conociera cuál es la balanza con que los hombres han de ser medidos".
Si las vidas de los santos son propuestas por la Iglesia para que aprendamos de ellos, la vida de Santa Rosa de Lima nos deja esta gran enseñanza: debemos agradecer la tribulación, signo de predilección del Amor divino, que nos hace participar de la Cruz de Jesús, Puerta abierta al cielo, a la eterna felicidad.


miércoles, 28 de agosto de 2013

El martirio de San Juan Bautista y el misterio de Cristo Esposo


          Si se observa de modo superficial, sin considerar el misterio de Cristo, puede interpretarse que San Juan Bautista da su vida por un determinado orden moral, el que se deriva de la ley natural. En efecto, el Bautista muere como consecuencia de su enfrentamiento con Herodes, el cual cometía el pecado de adulterio con la mujer de su hermano (cfr. Mt 14, 1-12). De esta manera, el Bautista aparecería como ofrendando su vida por una causa noble, como lo es la defensa del orden natural, según el cual el hombre debe unirse a su esposa en matrimonio monogámico, quedando vedado todo tipo de relación fuera de esta. Si Juan el Bautista hubiera muerto por esta razón, no sería de ser una muerte por una causa loable, visto que el matrimonio entre el varón y la mujer es una institución de derecho natural, cuya alteración y/o destrucción conllevan graves peligros para la familia y la sociedad humana.
          Sin embargo, Juan el Bautista da su vida por algo infinitamente más grande que la unión esponsal monogámica entre el varón y la mujer, y es el misterio de Cristo: Juan el Bautista da su vida por un matrimonio, pero no por el matrimonio terreno, entre el hombre y la mujer, sino por la unión esponsal mística entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. Cristo, en cuanto Dios Hijo encarnado en el seno virgen de María Santísima, es el Esposo de la humanidad, que se une en nupcias místicas precisamente en la Encarnación, al asumir una naturaleza humana. La Encarnación del Verbo de Dios, esto es, la unión en la hipóstasis o Persona divina del Verbo de la humanidad de Jesús de Nazareth, es descripta por los Padres de la Iglesia, por la Tradición y por el Magisterio de la Iglesia, en términos de amor nupcial y de bodas místicas, lo cual explica que uno de los nombres de Jesús sea el de "Esposo", tal como Él mismo se lo aplica -"Los amigos del esposo no ayunan mientras este está con ellos"-, y explica que la Iglesia sea llamada "Esposa mística del Cordero", por cuanto la Iglesia está formada por las almas humanas, a las cuales Cristo las une a sí mismo por medio de la gracia santificante. Cristo entonces es el Esposo divino de la Iglesia Esposa, que se une a ella por la Encarnación y que da la suprema muestra de amor esponsal, al ofrendarse por ella en la Cruz.
          Es esta unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, llevada a cabo por el Amor divino en la Encarnación, lo que da fundamento a la unión esponsal terrena entre el varón y la mujer, ya que convierte a esta unión en un espejo o reflejo de la unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. Además, la unión entre Cristo y la Iglesia en nupcias místicas es lo que explica las características del matrimonio monogámico, al tiempo que hace imposible que la unión verdaderamente esponsal sea otra distinta a la del varón con la mujer. El esposo-varón y la esposa-mujer, unidos de modo indisoluble, cuyo fin del matrimonio es el fruto que son los hijos, adquiere estas características -unidad, indisolubilidad, heterosexualidad- como consecuencia de estar enraizado el matrimonio terrenal entre el varón y la mujer en un misterio infinitamente más grande, el misterio de la unión nupcial entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. En otras palabras, las características del matrimonio monogámico no se derivan de arbitrios eclesiásticos, sino de la naturaleza misma del matrimonio místico entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, de cuyo matrimonio es un reflejo en el mundo y un testigo ante la sociedad humana, el matrimonio entre el varón y la mujer.

          El martirio de Juan el Bautista, por lo tanto, no es por el mero testimonio del orden natural que debe observarse en el matrimonio; su muerte martirial debe leerse a la luz de las palabras de San Pablo a los Efesios: "Gran misterio es este, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia" (5, 12).

martes, 27 de agosto de 2013

San Agustín de Hipona y la Ciudad de Dios contra la Ciudad Pagana


          Ya en su vejez, y por el espacio de quince años, San Agustín escribió una de sus obras más importantes, titulada "La Ciudad de Dios". El título original en latín refleja con más precisión el carácter general de la obra: "De Civitate Dei contra paganos", es decir, "La Ciudad de Dios contra los paganos". Se trata de una apología del cristianismo, en la que se confrontan dos ciudades: por un lado, la Ciudad Celestial; por otro lado, la Ciudad Pagana. Ambas ciudades tienen orígenes distintos, y por lo tanto, también su desarrollo y su final son diferentes: la Ciudad de Dios se construye sobre la Verdad absoluta de Dios, revelada por Jesucristo, y su gracia santificante, mientras que la Ciudad Pagana representa el falso edificio espiritual construido sobre el pecado del hombre y la falsedad del Príncipe de la mentira, Satanás. Ambas ciudades, dice San Agustín, "se encuentran mezcladas y confundidas en esta vida terrestre, hasta que las separe el Juicio Final".
          Si bien escribe esta obra a causa de la conmoción que le provocó la caída de Roma a manos del rey bárbaro Alarico I, con lo cual la entera civilización cristiana se encontraba en un grave peligro, desde el momento en que se veía amenazada no solo la capital del Imperio Romano, sino ante todo el Papa, Vicario de Cristo, el fin de la obra no es tanto político como espiritual. En otras palabras, para San Agustín, las Ciudades -tanto la de Dios como la Pagana-, están formadas por personas, porque es en las personas en donde reside la gracia santificante, y es en las personas en donde la Verdad absoluta de Dios, revelada por Jesucristo, se encarna, al ser aceptada en su plenitud. Cuando esto sucede, la Ciudad de Dios se alza en la persona, y esta resplandece con la Verdad y la gracia de Cristo. Por el contrario, cuando esto no sucede, es decir, cuando la Verdad de Cristo y su gracia son rechazadas por la persona humana, entonces se levanta en el alma la Ciudad Pagana, la ciudad construida sobre "arena y no sobre la roca" (cfr. Mt 7, 26), la Ciudad del mal, de la mentira, del engaño y de la falsedad, la Ciudad de la oscuridad, de las tinieblas, del horror y del espanto, en la que se erige como siniestro rey el Ángel caído, el Príncipe de las tinieblas.

          Podemos decir entonces que cada uno de nosotros puede elegir, libremente, cuál de las dos Ciudades construir en el alma: si la de Dios, construida sobre la Roca que es Cristo, cimentada en la aceptación de la Verdad revelada y en la gracia santificante que concede al alma la participación en la vida divina, o la del Paganismo, construida sobre el error y el pecado. Quien elija construir para sí la Ciudad Pagana, tendrá como Rey al Príncipe de las tinieblas, y en el Día del Juicio Final será precipitado en las tinieblas sin fin, en donde no hay amor ni redención. Quien elija construir para sí la Ciudad de Dios, tendrá como Rey a Jesucristo y como Reina a la Virgen María, y en el Día del Juicio Final formará parte de la Jerusalén celestial, en donde reinan, para siempre, la alegría, la paz y el amor divinos. 

lunes, 26 de agosto de 2013

Santa Mónica y su mensaje de santidad para las madres del siglo XXI


          Para conocer acerca de la vida de santidad de Santa Mónica, es necesario recurrir a lo que de ella dice su propio hijo, San Agustín, quien así escribe en sus Confesiones: "Ella me engendró sea con su carne para que viniera a la luz del tiempo, sea con su corazón, para que naciera a la luz de la eternidad". Según San Agustín, su madre fue doblemente madre, ya que fue madre biológica, engendrándolo para la vida terrena, pero también fue madre espiritual, porque por sus oraciones y sacrificios le obtuvo el don de la fe, engendrándolo para la vida eterna.
          Este doble oficio materno lo desempeñó Santa Mónica toda su vida, pero particularmente al cumplir San Agustín los diecinueve años, momento en el que comienza a transitar un inicia un camino de doble perdición: llevaba una vida disoluta y había abrazado la herejía maniquea -error filosófico que, entre otras cosas, niega la responsabilidad del hombre por los males cometidos, desde el momento en que consideran erróneamente que no hay libre albedrío-, y fue así que, movida por su amor materno, pero sobre todo movida por el Amor de Dios, Santa Mónica, que desde muy pequeña vivía una vida de oración y penitencia, la intensificó todavía más, agregándole sacrificios y ayunos y derramando abundantes lágrimas ante el peligro de condenación eterna de su hijo.
          Durante casi nueve años, Santa Mónica no dejó de orar y llorar por su hijo, de ayunar y velar, de rogar a los miembros del clero para que lo persuadieran acerca de la verdadera doctrina de salvación. Ante las lágrimas e insistencia de Santa Mónica, un obispo, que había sido también maniqueo, pronunció las famosas palabras: "Estad tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas".
          La conversión de San Agustín, fruto de las oraciones, sacrificios y lágrimas de Santa Mónica, se produjo en la Pascua del año 387, recibiendo el santo el bautismo de parte de San Ambrosio.
          Años después, poco antes de morir, y con su hijo ya sacerdote, Santa Mónica revela las alegrías y las esperanzas de su corazón, que ya no están en este mundo. Le dijo así a San Agustín: "Hijo, ya nada de este mundo me deleita. Ya no sé cuál es mi misión en la tierra ni por qué me deja Dios vivir, pues todas mis esperanzas han sido colmadas. Mi único deseo era vivir hasta verte católico e hijo de Dios. Dios me ha concedido más de lo que yo le había pedido, ahora que has renunciado a la felicidad terrena y te has consagrado a su servicio". Hacia el final de su vida, Santa Mónica ve, con satisfacción, que su hijo no solo se había convertido, sino que se había consagrado a Dios con todo su corazón y con toda su vida -con lo cual da por cumplida su segunda maternidad, la espiritual-, al tiempo que se muestra ansiosa por dejar esta vida terrena e ingresar en la vida eterna.
          El mensaje de santidad de Santa Mónica es sobre todo importante en nuestros días, en el que muchas madres, habiendo perdido la fe y el sentido de la eternidad, solo se interesan por el progreso material y la felicidad terrena de sus hijos, sin importarles la vida del más allá. Con su doble amor maternal, Santa Mónica es ejemplo para las madres cristianas, puesto que no se preocupa porque su hijo adquiera un título profesional; tampoco le interesa que sea exitoso según el mundo, o que posea abundantes bienes materiales; no le importa tampoco que consiga una buena esposa que le de numerosos hijos: lo único que le importa a Santa Mónica es que su hijo se convierta, es decir, que conozca y ame a Jesucristo, el Salvador, para que así, conociéndolo y amándolo, lo siga por el Camino Real de la Cruz y salve su alma. El mensaje que da Santa Mónica a las madres cristianas del siglo XXI podría entonces resumirse así: "No te preocupes por las cosas del mundo: ¡salva el alma de tus hijos!".


miércoles, 21 de agosto de 2013

San Pío X y la pureza de la fe, necesaria para entrar en el Reino de los cielos


          San Pío X  se caracterizó, además de por su vida de santidad, por combatir contra un movimiento teológico llamado "modernismo", según el cual tanto la Iglesia como sus dogmas son solo instituciones creadas por el hombre. Según esta concepción, si la Iglesia y sus dogmas son creaciones de la mente humana -que los crea de acuerdo al contexto histórico en el que vive al momento de la creación-, entonces, como tales, como creaciones humanas, necesitan ser revisadas y reformadas constantemente, de acuerdo a la evolución de la historia, de la cultura, del pensamiento y de los hábitos de los hombres.
          Si lo que sostiene el modernismo fuera verdad, entonces nada en la Iglesia subsistiría y ninguno de sus dogmas sería inmutable, y la Iglesia se conmovería en sus cimientos, porque no existiría una Verdad absoluta divina, en sí misma, fuente de las verdades dogmáticas sobre las que asienta el edificio espiritual de la Iglesia. Así, la Iglesia no sería la "Esposa del Cordero", Cristo no sería el Hombre-Dios que murió en la cruz y resucitó para salvarnos, no existirían ni cielo ni infierno -o si este existe, estaría vacío-, etc. etc., porque si los dogmas dependen de las elucubraciones de la mente humana, todo puede cambiar, porque el hombre de inicios de la vida cristiana no piensa lo mismo que el de la Edad Media, y este a su vez no piensa lo mismo que el hombre del siglo XXI. Si se siguieran los postulados del modernismo, la Iglesia sufriría una revolución radical desde sus cimientos, en donde perdería toda referencia a lo sagrado, con lo cual se reemplazaría a la Esposa de Cristo por una institución religiosa de origen humano, como tantas otras, puesto que el modernismo basa sus postulados en el racionalismo, el subjetivismo y el relativismo, es decir, todas deformaciones del pensamiento humano que no tiene por guía a la Verdad en sí misma, revelada en Jesucristo, sin dar cabida, al mismo tiempo, a todo aquello que en la Iglesia es de origen divino.
          San Pío X fue capaz de entrever el peligro mortal que para la Iglesia -y, por lo tanto, para las almas- significaba el modernismo, y por ello dedicó gran parte de los esfuerzos de su pontificado para combatir a este movimiento, llevado a cabo sin duda por personas de buenas intenciones, pero que habían perdido el horizonte de la fe y ponían por tanto en riesgo la salvación eterna propia y la de centenares de miles de almas.
          Dentro de los elementos con los cuales San Pío X combatió al modernismo, se encuentra el denominado "Juramento Antimodernista", que asegura, a quien lo cumple, una fe limpia, pura, simple -por perfecta-, sin contaminación de ninguna clase.
         El Juramento puede servir como un examen de conciencia para el católico, para determinar cuán pura es su fe -y así adecuar las obras a la fe-, puesto que no es lo mismo creer en los postulados del modernismo, que en los postulados del Juramento Antimodernista de San Pío X.
          Según el Juramento Antimodernista, el católico cree en Dios como principio y fin de todas las cosas, que puede ser conocido por la razón, por medio de la Creación -obra de la Sabiduría y del Amor divino-, así como la causa se conoce por el efecto. Con esto se descarta de raíz el planteamiento central del gnosticismo de la Nueva Era, según el cual Dios es en realidad "energía cósmica impersonal".
          Para el católico, los milagros y las profecías no son "fabulaciones de la mente", sino signos certísimos del origen divino de la religión cristiana, signos los cuales son acordes a los hombres de todos los tiempos.
          El católico cree que la Iglesia ha sido instituida de modo próximo y directo por Cristo en persona, y que está edificada sobre Pedro, jefe de la jerarquía, y sobre sus sucesores hasta el fin de los tiempos. Al mismo tiempo, solo la Iglesia es guardiana y maestra de la Palabra revelada, porque está guiada por el Espíritu Santo.
          El católico recibe y cree, con el mismo y sentido y la misma interpretación, la doctrina de la fe transmitida por los Apóstoles a través de los Padres ortodoxos. En consecuencia, rechaza la suposición herética de que los dogmas "evolucionan", pudiendo cambiar de sentido para constituirse en otro diferente al dado por la Iglesia.
          El católico cree que "la fe no es un sentido religioso ciego que surge de las profundidades del subconsciente, bajo el impulso del corazón y el movimiento de la voluntad", sino el asentimiento libre por el cual se cree a Dios que se revela y que en cuanto tal es Verdad absoluta en sí misma, lo cual quiere decir que no puede enseñar nada falso o engañoso.
          El católico sostiene que su fe no contradice a la historia, y que sus dogmas se corresponden con el origen real de la religión cristiana.
          El católico rechaza la "doble personalidad", como si su fe de creyente contradijera a los hechos históricos, y también se niega a sostener cosas que contradigan la fe de la Iglesia, como así también a establecer premisas que, sin negar directamente los dogmas, llevarían a concluir que los dogmas son o bien falsos, o dudosos.
          El católico juzga e interpreta la Sagrada Escritura según la Tradición de la Iglesia, la analogía de la fe y las normas de la Sede Apostólica, al tiempo que rechaza los errores de los racionalistas que eliminan de raíz el misterio divino.
          El católico cree firmemente en el origen sobrenatural de la Tradición católica y en la promesa divina de preservar por siempre toda la Verdad revelada.
          El católico se declara "opuesto al error de los modernistas que sostienen que no hay nada divino en la Sagrada Tradición", aunque también rechaza el sentido panteísta, según el cual "un grupo de hombres por su propia labor, capacidad y talento han continuado durante las edades subsecuentes una escuela comenzada por Cristo y sus apóstoles".
          El católico promete, ayudado por Dios y los Santos Evangelios, mantener su fe incontaminada con los errores modernistas.
          San Pío X nos ayuda, entonces, a mantener pura nuestra fe católica, para que, obrando según lo que creemos, alcancemos la eterna felicidad en el Reino de los cielos.
         


martes, 20 de agosto de 2013

San Bernardo y el amor a Dios


          De acuerdo a los escritos de San Bernardo sobre el amor, no existe ser humano que no pueda darle algo a su Creador, y ese algo es, precisamente, amor: "Entre todas las mociones, sentimientos y afectos del alma, el amor es lo único con que la creatura puede corresponder a su Creador, aunque en un grado muy inferior, lo único con que puede restituirle algo semejante a lo que Él le da"[1]. creado por amor, por el Amor, y para el Amor, el hombre posee en sí mismo, en su alma, una cualidad que no la posee ninguna otra creatura del universo visible, y es la capacidad de amar. El hombre ha sido creado "a imagen y semejanza" de Dios, y es parte esencial de ese ser "imagen y semejanza" de Dios (cfr. Gn 2, 7), el poder crear actos de amor. Es decir, Dios crea al hombre por amor, a su imagen y semejanza, la cual consiste en estar dotado de la capacidad de crear actos de amor. De esta manera el hombre, para devolver el amor que Dios puso en el acto de su creación, lo único que tiene que hacer es devolverle algo -siempre será una infinitésima parte, insignificante, en relación al acto creador de Dios, pero al menos es algo- de ese amor, creando en sí mismo un acto de amor a Dios. Por este motivo, el mandamiento de la Ley de la Caridad de Jesucristo, no es algo impuesto artificialmente al hombre, ni es algo que el hombre no pueda o no sepa hacer, o no quiera hacer: el amor a Dios está como sellado en su esencia y por esto no hay algo más natural para el hombre que amar a Dios. Esto también nos hace ver que nadie puede excusarse de amar a Dios, porque está en su esencia humana, y es así que puede hacer un acto de amor a Dios tanto un mendigo como un multimillonario, un pobre o un rico, un hombre de raza blanca, o negra, o de cualquier raza, porque el amar a Dios no es algo extrínseco a la naturaleza humana, sino algo inherente a ella. De esto se también que al condicionar nuestra entrada a los cielos -y por lo tanto, nuestra salvación eterna-, al cumplimiento del Primer Mandamiento -"Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo"-, Jesús no solo no nos pide nada imposible, sino que nos concede la llave para la felicidad, tanto en esta vida como en la otra, porque como vemos, hemos sido creados por el Amor para el Amor, para amar, tanto a Dios como al prójimo, que es su imagen viviente en la tierra.
          Por supuesto que esta tendencia natural del hombre a amar a Dios -y a su imagen viviente, el prójimo-, puede no solo ser sofocada y disminuida, sino bloqueada e incluso pervertida, al amar algo o alguien que no sea Dios y, por el Amor de Dios, a su imagen viviente, el prójimo.  Pero esta "capacidad", que se pone en acto como consecuencia del pecado original,  no es una excusa para no amar a Dios, porque esta permanece aún en estado de pecado y, lo más grandioso, se potencia al infinito por medio de la gracia divina, y de tal manera, que el hombre se vuelve capaz de amar a Dios con su mismo Amor, con el Amor mismo con el cual Dios se ama a sí mismo desde la eternidad.



[1][1] San Bernardo Abad, Sermones, sobre el Cantar de los cantares, Sermón 83, 4-6: Opera omnia, edición cisterciense, 2, 1968, 300-302.

viernes, 9 de agosto de 2013

Santa Teresa Benedicta de la Cruz


         Representa, en su persona y en su vida, a todo lo humano asumido y redimido en Cristo: es de raza hebrea y de religión judía, y se convierte a Cristo, en quien ya no hay “ni judío ni gentil”; es filósofa, y por el camino del Amor a la Verdad Absoluta abre su mente y prepara su espíritu para el don de la gracia, que la hará partícipe de la Sabiduría de Dios, Jesús de Nazareth; es  laica y abraza la vida religiosa en el Carmelo, entregando su vida como esposa del Cordero; finalmente, al ser apresada y ejecutada por el paganismo nazi, entrega todo su ser, cuerpo y alma, en un doble holocausto: en el holocausto de la Shoá, el sufrido por todo el pueblo hebreo, y en el Holocausto del Cordero, al ser consumida en las llamas del Fuego del Amor divino que brota del Sagrado Corazón traspasado de Jesús.

         Por todo esto, Santa Teresa Benedicta de la Cruz representa a la Nueva Humanidad, la humanidad regenerada por la gracia divina, la humanidad que está y estará delante del Cordero, alegrándose en su Presencia, cantando junto a los ángeles loas de alabanza, y cánticos de acción de gracias, adorándolo y amándolo por toda la eternidad.

jueves, 1 de agosto de 2013

San Alfonso María de Ligorio


Una de las obras más renombradas de San Alfonso María de Ligorio es su libro: “Preparación para la muerte”. Según San Alfonso, la escribe “a pedido de algunas personas que deseaban conocer acerca de las verdades eternas y así poder adelantar en la vida espiritual”. En la Introducción, medita acerca de la brevedad de esta vida terrena, comparándola con un “vapor que el aire dispersa” - “¿Qué es nuestra vida?... Es como un tenue vapor que el aire dispersa y al punto acaba. Todos sabemos que hemos de morir. Pero muchos se engañan, figurándose la muerte tan lejana como si jamás hubiese de llegar. Mas, como nos advierte Job, la vida humana es brevísima: El hombre viviendo breve tiempo, brota como flor, y se marchita” -y con el heno cuya flor se marchita brevemente - “Manda el Señor a Isaías que anuncie esa misma verdad: Clama—le dice—que toda carne es heno...; verdaderamente, heno es él pueblo: secóse el heno y cayó la flor (Is 40, 6-7). Es, pues, la vida del hombre como la de esa planta. Viene la muerte, sécase el heno, acábase la vida, y cae marchita la flor de las grandezas y bienes terrenos”-.
Más adelante, dice así: “Corre hacia nosotros velocísima la muerte, y nosotros en cada instante hacia ella corremos (Jb 9, 25).Todo este tiempo en que escribo—dice San Jerónimo—se quitade mi vida. Todos morimos, y nos deslizamos coma sobre la tierra el agua, que no se vuelve atrás (2 Reg 14, 14). Ved cómo corre a la mar aquel arroyuelo; sus co-rrientes aguas no retrocederán. Así, hermano mío, pasan tus días y te acercas a la muerte. Placeres, recreos, faustos, elogios, alabanzas, todo va pasando... ¿Y qué nos queda?... Sólo me resta el sepulcro (Jb 17, 1). Seremos sepultados en la fosa, y allí habremos de estar pudriéndonos, despojados de todo”.
Estos breves párrafos -y, por supuesto, el libro entero-, deberían ser meditados por todos y cada uno de los seres humanos que vivimos en este siglo XXI, en el que los admirables progresos científicos y tecnológicos han dado fuerza a las antiguas tentaciones prometeicas y gnósticas de la humanidad, tan antiguas como la humanidad misma. Desde Adán y Eva, el hombre, apartado de Dios a causa del pecado original, ha pretendido hacer de esta vida, efímera y pasajera, su Paraíso terrenal, y ha pretendido además hacerlo todo sin Dios e incluso, contra Dios. Estas tentaciones, si bien estuvieron presentes a lo largo de toda la historia de la humanidad, se dan con mucha fuerza en nuestos días, y lo vemos cotidianamente: por un lado, se emplean a fondo los avances científicos y médicos, con el fin de prolongar, artificialmente, la juventud; por otro lado, se vive el momento, sin importar ni el pasado ni el futuro y, lo que es más importante, sin importar la vida eterna. Así, el envejecimiento -proceso natural del hombre a medida que pasan los años- se presenta como si fuera algo nocivo e incluso vergonzoso y se hace de todo para disimularlo, al tiempo que se busca vivir con el máximo lujo y comodidad posibles. Se niega el envejecimiento, como forma de negar la muerte: “Si soy siempre joven, la muerte no me alcanzará”, parece decir el hombre de nuestro tiempo; en consecuencia, se niega la vida eterna, precisamente aquella que comienza inmediatamente luego de la muerte, como forma de reafirmar la perennidad de esta vida: paradójicamente, el hombre de nuestro tiempo parece decir: “No existe la vida eterna en el más allá; la vida tiene que durar para siempre aquí, en la tierra, porque éste es el Paraíso verdadero”. Y es así como se busca vivir con el máximo confort, placer y lujo posibles, elevándolos a estos como el máximo ideal humano a alcanzar. No se piensa en la muerte, no se piensa en la vida eterna, no se piensa en las postrimerías; sólo se vive el momento, y del modo más egoísta e irreal posible.
Sin Dios, el hombre se construye un “mundo ideal” que resulta ser irreal, pero lo más trágico, es que construye una imagen irreal de sí mismo: quiere ser eternamente joven y vivir para siempre en esta vida terrena, lo cual es irreal porque inevitablemente enevejecemos, y esta vida de ninguna manera podrá ser jamás el Paraíso.

Por todo esto, la obra de San Alfonso María de Ligorio, “Preparación para la muerte”, es ideal para nuestro tiempo, para recordarnos que algún día moriremos, que esta vida no es para siempre, que “seremos juzgados en el amor” y que con nuestras obras, realizadas libremente en el bien o en el mal, nos ganaremos el Cielo o el Infierno.