San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 8 de febrero de 2024

Santa Josefina Bakhita

 



         Vida de santidad[1].

         Nació en la región de Darfur, en Sudán, y se cree que nació en 1869. Vivió su infancia con sus padres, tres hermanos y dos hermanas, una de ellas su gemela, hasta el momento de ser secuestrada por los esclavistas. Siendo aún niña, fue raptada y vendida en diversos mercados africanos de esclavos, sufriendo dura cautividad. Fue comprada por una familia italiana, quien la liberó y la crió como hija propia. Fue bautizada y luego ingresó en el Instituto de Hijas de la Caridad (Canosianas), y pasó el resto de su vida en Schio, en el territorio italiano de Vicenza, entregándose a Cristo y al servicio del prójimo en cuerpo y alma, pues virgen de cuerpo y alma. Falleció en el año 1947. Fue beatificada el 17 de mayo de 1992 por S.S. Juan Pablo II y canonizada por el mismo Santo Padre el 1 de octubre de 2000.

         Mensaje de santidad.

         El nombre “Bakhita” significa “afortunada”; luego, al recuperar la libertad y ser bautizada, recibió el nombre de Josefina. cuento su propia experiencia al encontrarse con los buscadores de esclavos. Cuando aproximadamente tenía nueve años, paseaba con una amiga por el campo y vimos de pronto aparecer a dos extranjeros, de los cuales uno le dijo a mi amiga: ´Deja a la niña pequeña ir al bosque a buscarme alguna fruta. Mientras, tú puedes continuar tu camino, te alcanzaremos dentro de poco´. El objetivo de ellos era capturarme, por lo que tenían que alejar a mi amiga para que no pudiera dar la alarma. Sin sospechar nada obedecí, como siempre hacía. Cuando estaba en el bosque, me percaté que las dos personas estaban detrás de mí, y fue cuando uno de ellos me agarró fuertemente y el otro sacó un cuchillo con el cual me amenazó diciéndome: “Si gritas, ¡morirás! ¡Síguenos!”. Su cuarto amo fue el peor en sus humillaciones y torturas. Cuando tenía unos 13 años fue tatuada, le realizaron 114 incisiones y para evitar infecciones le colocaron sal durante un mes. Ella cuenta en su biografía: “Sentía que iba a morir en cualquier momento, en especial cuando me colocaban la sal”. Así imitó y participó de la dolorosa flagelación de Nuestro Señor Jesucristo, ofreciendo sus dolores y humillaciones por su propia conversión, la de sus captores, la de sus seres queridos y la de todo el mundo. El comerciante italiano Calixto Leganini compró a Bakhita en 1882. Era el quinto amo. Ella escribe: "Esta vez fui realmente afortunada porque el nuevo patrón era un hombre bueno y me gustaba. No fui maltratada ni humillada, algo que me parecía completamente irreal, pudiendo llegar incluso a sentirme en paz y tranquilidad". Leganini se vio en la obligación de dejar Jartum, tras la llegada de tropas Mahdis. Bakhita quiso seguir con su amo cuando este se fue a Italia con su amigo Augusto Michieli. La esposa de Michieli los esperaba en Italia y quiso quedarse con uno de los esclavos que traían por lo que se le dió a Bakhita. Bakhita y Minnina ingresaron al noviciado del Instituto de las Hermanas de la Caridad en Venecia. Esta congregación, fundada en 1808, es mas conocida como Hermanas de Canossa.

Fue en el Instituto que Bakhita conoció de verdad a Cristo y que “Dios había permanecido en su corazón”, por lo que le había dado fuerzas para poder soportar la esclavitud, “pero recién en ese momento sabía quién era”. Recibió al mismo tiempo el bautismo, la primera comunión y la confirmación, el 9 de enero de 1890, por manos del Cardenal de Venecia. Tomó el nombre cristiano de Josefina Margarita Afortunada.

Al ser bautizada expresó: “¡Aquí llegué a convertirme en una de las hijas de Dios!”. Se dice que no sabía cómo expresar su gozo y en su biografía cuenta que en el Instituto conoció cada día más a Dios, “que me ha traído hasta aquí de esta extraña forma”. El 7 de diciembre de 1893, a los 38 años de edad profesó en la vida religiosa. Bakhita fue trasladada a Venecia en 1902, donde trabajó limpiando, cocinando y cuidando a los más pobres. Nunca realizó milagros ni fenómenos sobrenaturales, pero tenía fama de santidad. Siempre fue modesta y humilde, mantuvo una fe firme en su interior y cumplió siempre sus obligaciones diarias. Luego de la publicación de sus memorias, se hizo muy conocida y viajaba por toda Italia dando conferencias y recogiendo fondos para su congregación.

Aunque la salud de Bakhita se fue debilitando hacia sus últimos años y quedó con mucho dolor en silla de ruedas, no dejó de viajar. Falleció el 8 de febrero de 1947 en Schio, siendo sus últimas palabras: “Madonna! Madonna!”, que en italiano significa “Virgen, Virgen”. Eso significa que, en el momento de morir, antes de pasar de esta vida a la otra, vio a la Virgen María en Persona, como anticipo de lo que habría de continuar viéndola, venerándola y amándola por toda la eternidad, por haber sido fiel a Nuestro Señor Jesucristo y por haber demostrado virtudes como el perdón cristiano, la humildad y la misericordia.

Miles de personas fueron a darle el último adiós, expresando así el respeto y admiración que sentían hacia ella. Fue velada por tres días, durante los cuales, según cuenta la gente, sus articulaciones aún permanecían calientes y las madres cogían su mano para colocarla sobre la cabeza de sus hijos. Josefina se recuerda con veneración en Schio como “Nostra Madre Moretta”, es decir, “Nuestra Madre Morena.

El Papa reconoció que ella transmitió el mensaje de reconciliación y misericordia. Ella sufrió graves males en manos de algunos cristianos, pero su corazón no se cerró. Supo perdonar a los que la ultrajaron y descubrir que aquellos agravios, aunque cometidos por cristianos, son contrarios al camino de Jesús. Gracias a las religiosas encontró el verdadero rostro de Cristo y entró en Su Iglesia. Nada, ni los malos ejemplos, nos puede apartar del amor de Dios cuando le permitimos reinar en nuestro corazón. Bakhita nos deja este maravilloso testamento de perdón por amor a Cristo: “Si volviese a encontrar a aquellos negreros que me raptaron y torturaron, me arrodillaría para besar sus manos porque, si no hubiese sucedido esto, ahora no sería cristiana y religiosa”. Muchas veces nuestros prójimos nos ofenden y nosotros no somos capaces de perdonar mínimamente; peor aún, guardamos enojo y rencor durante años; en este sentido, Bakhita es ejemplo de cómo perdonar al prójimo -los secuestradores que la hicieron sufrir terriblemente en cuerpo y alma- con el mismo perdón de Jesucristo. Otro ejemplo que nos deja Bakhita es su comprensión y agradecimiento de lo que significan tanto la Providencia de Dios, que del mal saca un bien infinito -de su captura obtuvo su filiación divina por el Bautismo- y del valor inestimable de la gracia bautismal, que de simples creaturas, nos convierte en hijos adoptivos de Dios. Al recordarla en su día, le pidamos a Santa Bakhita que interceda para que también nosotros sepamos perdonar con el perdón y el amor de Cristo a quienes nos ofenden y para que sepamos agradecer, postrados en tierra, todos los días, el don inestimable de la gracia, que por el bautismo nos ha convertido en hijos adoptivos de Dios. 

martes, 6 de febrero de 2024

San Pablo Miki y compañeros mártires

 



         Vida de santidad[1].

         Pablo Miki nació en Japón el año 1566 de una familia pudiente; fue educado por los jesuitas en Azuchi y Takatsuki. Entró en la Compañía de Jesús y predicó el evangelio entre sus conciudadanos con gran fruto. Al recrudecer la persecución contra los católicos, decidió continuar su ministerio y fue apresado junto con otros. En su camino al martirio, él y sus compañeros cristianos fueron forzados a caminar 300 kilómetros para servir de escarmiento a la población. Ellos iban cantando el Te Deum. Les hicieron sufrir mucho. Finalmente llegaron a Nagasaki y, mientras perdonaba a sus verdugos, fue crucificado el día 5 de febrero de 1597. Desde la cruz predicó su último sermón. Junto a él sufrieron glorioso martirio el escolar Juan Soan (de Gotó) y el hermano Santiago Kisai, de la Compañía de Jesús, y otros 23 religiosos y seglares. Entre los franciscanos martirizados está el beato Felipe de Jesús, mexicano. Todos ellos fueron canonizados por Pío IX en 1862.

         Mensaje de santidad.

         El mensaje de santidad lo podemos obtener del relato del momento de su crucifixión y posterior ejecución. El relato dice así: “Una vez crucificados, era admirable ver la constancia de todos, a la que los exhortaban, ora el padre Pasio, ora el padre Rodríguez. El padre comisario estaba como inmóvil, con los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín cantaba salmos en acción de gracias a la bondad divina, intercalando el versículo: En tus manos, Señor. También el hermano Francisco Blanco daba gracias a Dios con voz inteligible. El hermano Gonzalo rezaba en voz alta el Padrenuestro y el Avemaría”. En esta primera parte, se destaca cómo todos los mártires, estando ya crucificados, estando clavados a la cruz y en teoría sufriendo horribles dolores por la transfixión de los clavos en las manos y en los pies, ninguno de ellos mostraba signos de dolor, ni de angustia, ni del más mínimo quejido; por el contrario, en todos había una serena calma, pero además de la calma, alegría y acción de gracias, como anticipando la alegría eterna que les esperaba apenas finalizara el tormento de la cruz y dando gracias por hacerlos participar de la Cruz de Jesús. En vez de reproches contra Dios, de los mártires se alzaban cánticos y salmos, además de Padrenuestros y Avemarías, quedando muchos de ellos en estados de éxtasis, al contemplar sobrenaturalmente a Nuestro Señora Jesucristo.

         Continúa luego el relato: “Pablo Miki, nuestro hermano, viéndose colocado en el púlpito más honorable de los que hasta entonces había ocupado, empezó por manifestar francamente a los presentes que él era japonés, que pertenecía a la Compañía de Jesús, que moría por haber predicado el Evangelio y que daba gracias a Dios por un beneficio tan insigne; a continuación, añadió estas palabras: “Llegado a este momento crucial de mi existencia, no creo que haya nadie entre vosotros que piense que pretendo disimular la verdad. Os declaro, pues, que el único camino que lleva a la salvación es el que siguen los cristianos. Y, como este camino me enseña a perdonar a los enemigos y a todos los que me han ofendido, perdono de buen grado al rey y a todos los que han contribuido a mi muerte, y les pido que quieran recibir la iniciación cristiana del bautismo”. Luego, vueltos los ojos a sus compañeros, comenzó a darles ánimo en aquella lucha decisiva”. Pablo Miki, desde la Cruz, proclama con su cuerpo y con su alma que ésa, la Santa Cruz, es el Único Camino que conduce al Cielo e imitando al Señor Jesús, que perdonó a sus verdugos que le quitaban la vida, él también perdona al emperador y a todos los que los hicieron sufrir y no solo los perdona, sino que los anima a que ellos dejen de lado sus vidas paganas y que también abracen la Santa Cruz como Camino Real que conduce al Reino de Dios.

         Sigue así el relato: “En el rostro de todos se veía una alegría especial, sobre todo en el de (el Padre) Luis; éste, al gritarle otro cristiano que pronto estaría en el paraíso, atrajo hacia sí las miradas de todos por el gesto lleno de gozo que hizo con los dedos y con todo su cuerpo. Antonio, que estaba al lado de Luis, con los ojos fijos en el cielo, después de haber invocado el santísimo nombre de Jesús y de María, se puso a cantar el salmo: “Alabad, siervos del Señor”, que había aprendido en la catequesis de Nagasaki, ya que en ella se enseña a los niños algunos salmos. Otros, finalmente, iban repitiendo con rostro sereno: “¡Jesús, María!”. Algunos también exhortaban a los presentes a una vida digna de cristianos; con estas y otras semejantes acciones demostraban su pronta disposición ante la muerte”. En el resto de los mártires se observa la misma disposición de ánimo y el mismo estado espiritual, el de una inmensa fortaleza, porque la tortura que les habían infligido sus verdugos no les significaba nada para ellos, pero sobre todo demostraban una gran alegría, porque todos entreveían ya la alegría eterna del Reino de los cielos que les esperaba y de la cual los separaba solo unos cuantos minutos, hasta que se consumara el sacrificio.

         Finalmente, el relato concluye con la ejecución de los mártires: “Entonces los cuatro verdugos empezaron a sacar lanzas de las fundas que acostumbraban usar los japoneses; ante aquel horrendo espectáculo todos los fieles se pusieron a gritar: “¡Jesús, María!”. Y, lo que es más, prorrumpieron en unos lamentos capaces de llegar hasta el mismo cielo. Los verdugos asestaron a cada uno de los crucificados una o dos lanzadas con lo que, en un momento, pusieron fin a sus vidas”[2].

Del relato se concluye que tanto la fortaleza sobrenatural de los mártires, como la alegría sobrenatural, es un indicio de que los mártires tienen sus almas colmadas de la Presencia del Espíritu Santo, quien es el que les concede dicha fortaleza y alegría, sin la cual ni habrían soportado los tormentos, ni tampoco habrían podido mantener la fe, la esperanza y la caridad hasta el final. Al recordar a San Pablo Miki y compañeros mártires, les pidamos que intercedan para que no decaigamos en la fe, en la esperanza y en la caridad y para que nos consigan las gracias necesarias para conservarnos en el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, todos los días de nuestra vida terrena, hasta el último día, para así poder ingresar, al igual que ellos, a la Vida Eterna en el Reino de los cielos y con ellos adorar al Rey de los mártires, Nuestro Señor Jesucristo.



[2] De la Historia del martirio de los santos Pablo Miki y compañeros, escrita por un autor contemporáneo, Cap. 14, 109-110: Acta Sanctorum Februarii 1, 769.

viernes, 2 de febrero de 2024

San Blas, obispo y mártir

 



         San Blas fue obispo de Sebaste a comienzos del siglo IV, y sufrió la persecución de Licinio, el colega del emperador Constantino. Puede, pues, considerarse como uno de los últimos mártires cristianos de esa época. Era el año 316. Parece que San Blas, siguiendo la advertencia del Evangelio, huyó de la persecución y se refugió en una gruta. La Tradición nos presenta al anciano obispo rodeado de animales salvajes que lo visitan y le llevan alimento; pero como los cazadores van detrás de estos animales, el santo fue descubierto y llevado amarrado como un malhechor a la cárcel de la ciudad. A pesar de los prodigios que el santo hacía en la cárcel, lo llevaron a juicio y como no quiso renegar de Cristo y sacrificar a los ídolos, fue condenado al martirio: primero lo torturaron y después le cortaron la cabeza con una espada. Se conoce en su Pasión que mientras llevaban al santo al martirio, una mujer se abrió paso entre la muchedumbre y colocó a los pies del santo obispo a su hijo que estaba muriendo sofocado por una espina de pescado que se le había atravesado en la garganta. San Blas puso sus manos sobre la cabeza del niño y permaneció en oración. Un instante después el niño estaba completamente sano. Este episodio lo hizo famoso como taumaturgo en el transcurso de los siglos, y sobre todo para la curación de las enfermedades de la garganta.

         Al recordarlo en su día, le pidamos a San Blas que nos proteja de las enfermedades de la garganta, pero sobre todo que nos proteja de las afecciones espirituales de la garganta, las afecciones que nos hacen hablar a espaldas de nuestros prójimos, o descubrir sus defectos, o faltar a la caridad de diversas formas, hablando mal de nuestro prójimo. Le pidamos a San Blas que bendiga nuestras gargantas para que de ellas solo salgan palabras de bendición, de misericordia, de paz, de reconciliación, de perdón, para con nuestro prójimo y de amor y de piedad para con Dios.

miércoles, 13 de diciembre de 2023

Santa Lucía, virgen y Mártir

 



         Vida de santidad[1].

         Nació en Siracusa, Sicilia (Italia), de padres nobles y ricos y fue educada en la fe cristiana y fue ejecutada en el año 304 d. C.  Su nombre figura en el canon de la misa romana, lo que probablemente se debe al Papa Gregorio Magno[2]. Se le representa llevando en la mano derecha la palma de la victoria, símbolo del martirio y en la izquierda los ojos que le fueron arrancados en su martirio por Cristo. Perdió a su padre durante la infancia y se consagró a Dios siendo muy joven. Sin embargo, mantuvo en secreto su voto de virginidad, de suerte que su madre, que se llamaba Eutiquia, quería que se casara con un joven pagano. Sin embargo, debido a que ella ya se había consagrado a Dios, le dijo a su madre que no se casaría. Su madre aceptó la decisión de la santa, pero el pretendiente de Lucía, indignado, la denunció ante las autoridades romanas, puesto que en ese entonces estaba en pleno apogeo una de las primeras persecuciones a la Iglesia y si alguien era denunciado como cristiano, era detenido de inmediato. El pro-cónsul Pascasio, siguiendo las órdenes del emperador Diocleciano, quien había decretado la persecución, ordenó la detención de Santa Lucía, conduciéndola luego ante el juez, para intentar hacerla apostatar de la fe en Cristo. El juez la amenazó todo lo que pudo para convencerla a que apostatara de la fe cristiana.  Ella le respondió: “Es inútil que insista. Jamás podrá apartarme del amor a mi Señor Jesucristo”. El juez le preguntó: “Y si la sometemos a torturas, ¿será capaz de resistir?”. La santa respondió: “Sí, porque los que creemos en Cristo y tratamos de llevar una vida pura tenemos al Espíritu Santo que vive en nosotros y nos da fuerza, inteligencia y valor”. El juez entonces la amenazó con llevarla a una casa de meretrices para someterla a la fuerza a la ignominia.  Ella le respondió: “El cuerpo queda contaminado solamente si el alma consiente”. Esta respuesta de la santa, admirada por Santo Tomás de Aquino, se corresponde con un profundo principio de moral: No hay pecado si no se consiente al mal.

El juez entonces la sentenció a muerte, pero no pudieron llevar a cabo la sentencia pues Dios impidió que los guardias pudiesen mover a la joven del sitio en que se hallaba. Entonces, los guardias trataron de quemarla en la hoguera, pero también fracasaron. En algún momento de la tortura, le extirparon ambos globos oculares, por lo cual se la representa con la palma de martirio en una mano y con los ojos suyos en una bandeja, en otra. Finalmente, la decapitaron. Pero aún con la garganta cortada, la joven siguió evangelizando a los demás cristianos, instándolos a que antepusieran los deberes con Dios a los de las criaturas.

Mensaje de santidad.

Santa Lucía es un modelo y ejemplo de cómo los jóvenes pueden amar a Dios por encima de las creaturas y con tal intensidad, que ya desde la infancia desean consagrar su virginidad a Dios, para entregarse a Él en cuerpo y alma. Con su consagración, Santa Lucía nos dice que la hermosura de Dios Trino es tan inmensa, que todo lo que conocemos fuera de Dios es igual a nada.

También es modelo y ejemplo de cómo los cristianos en general deben dar testimonio de Cristo, sin temor a los hombres, confiando en las palabras de Jesús: “No temáis a los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden matar el alma”. Por último, Santa Lucía es también un modelo de cómo conservar el cuerpo como templo del Espíritu Santo, aun a costa de la vida propia, ya que es el Espíritu Santo quien les concede a los mártires la luz de la sabiduría divina para confesar con el martirio a Jesús como al Hombre-Dios, como así también les concede la fortaleza para soportar todo tipo de torturas, las cuales serían imposibles de soportar, si no estuvieran asistidos por el Espíritu Santo. Esto es además un aliciente para nosotros, que frecuentemente, por pequeñas contrariedades, nos vemos desanimados, sin detenernos a pensar en cómo el Espíritu Santo concede una fortaleza divina tan grande a los mártires, que los hace capaces de soportar torturas sobrehumanas. Es muy probable que no suframos el martirio cruento, como los mártires, pero sí podemos, tomando ejemplo de ellos, pedir asistencia al Espíritu Santo para que nos conceda sabiduría y fortalezas divinas, para así poder sobrellevar las adversidades de cada día. Le pidamos entonces a Santa Lucía que interceda para que no pidamos que nos sea retirada la cruz, sino para que la abracemos con el amor, la sabiduría y la fortaleza que solo el Espíritu Santo puede conceder; le pidamos también que, al igual que ella, que seguía viendo a pesar de no tener ya los ojos, seamos capaces, con el auxilio de la gracia divina, de cerrar los ojos a los placeres terrenos, para abrir los ojos del alma a la feliz eternidad que espera, en el Reino de los cielos, a quienes son fieles al Cordero de Dios, Cristo Jesús.

 



[1] Cfr. https://www.corazones.org/santos/lucia.htm ; Cfr. Butler, Vida de los Santos; Sálesman, Eliécer; Vidas de Santos.

[2] Además de las actas en versiones griegas y latinas de Santa Lucía, lo que es prueba de su existencia, está fuera de duda que, desde antiguo, se tributaba culto a la santa de Siracusa. En el siglo VI, se le veneraba ya también en Roma entre las vírgenes y mártires más ilustres. En la Edad Media se invocaba a la santa contra las enfermedades de los ojos, probablemente porque su nombre está relacionado con la luz y además porque en el martirio, a pesar de que le fueron extirpados ambos ojos, la santa continuaba viendo. La historicidad de Santa Lucía terminó de comprobarse cuando se descubrió, en el año 1894, una inscripción sepulcral con su nombre en las catacumbas de Siracusa.

viernes, 17 de noviembre de 2023

Santos Mártires Rioplatenses Roque González y compañeros



         En la otra vida, en el Reino de los cielos, dentro de los Santos que adoran a Dios Trinidad, existen jerarquías, categorías, las cuales determinan una mayor o menor aproximación a Dios, enseña Santo Tomás de Aquino. Esta jerarquía no la determina Dios, en el sentido de que no es Dios quien “decide” en qué puesto va un alma y en qué puesto va la otra, sino que es el amor que el santo tuvo a Dios en esta vida terrena, el que determina su puesto por la eternidad en relación a Dios. Entonces, según este razonamiento, cuanto más se ame a Dios en esta vida, más cerca se estará de Dios en la eternidad; cuanto más amor tiene el santo a Dios en la tierra, tanto más cerca estará de Dios en el Reino de los cielos.

         Esto quiere decir que un gran teólogo, renombrado por sus estudios, o un prestigioso cardenal, que recibe grandes honores por su posición jerárquica, no necesariamente tendrán un lugar superior por sus conocimientos y títulos en sí mismos que una anciana o un anciano, campesinos, de fe sencilla, rústicos, pero con gran amor a Dios.

         Ahora bien, lo contrario también es cierto: un teólogo renombrado o un cardenal encumbrado en las altas jerarquías de la iglesia, pueden ser humildes y no dejarse arrastrar por los vanos halagos de los hombres y amar con humildad y amor profundo y sincero y con amor todavía mayor que el de los campesinos rústicos, lo cual determinará un lugar más cercano a Dios, en la otra vida, que dichos campesinos. En fin, lo que suceda, solo Dios lo sabe; lo que debemos hacer, por nuestra parte, es esforzarnos en amar a Dios en las cosas pequeñas y grandes de la vida, no una vez, sino todas las veces y todos los días, procurando aumentar nuestro amor sincero hacia Él cada vez más.

         En el caso de los mártires -en especial, el de los mártires rioplatenses, cuya memoria celebramos hoy-, se da casi siempre el máximo grado de amor a Dios que pueda darse en esta vida, según las palabras, ya que es la máxima semejanza humana a la muerte sacrificial y martirial del Hombre-Dios Jesucristo en la cruz, según sus palabras: “Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos” y por eso es de suponer que en los cielos sean quienes estén más cerca del Cordero de Dios, que el resto de los santos.

         A los Santos Mártires Rioplatenses nos encomendamos y les pedimos que intercedan para nosotros la gracia, no de tener la misma muerte martirial que la que tuvieron ellos, ya que eso sería una temeridad, porque la muerte martirial es una gracia que Dios concede a quienes Él elige; sino que les pedimos para que intercedan para que Nuestro Señor nos conceda la gracia de alejarnos de las ocasiones de caer en el pecado; de ser perseverantes en el estado de gracia; de ser perseverantes en la profesión de la Santa Fe Católica -que se encuentra al detalle en el Credo de los Apóstoles- y que seamos perseverantes en la práctica de las obras de misericordia, ya que esto nos asegura la entrada en el Reino de los cielos, además de acrecentar cada vez más el amor a Dios en nuestros corazones en esta vida, lo cual nos hará estar cada vez más cerca de Dios en la vida eterna.

miércoles, 8 de noviembre de 2023

San Cayetano

 


         

         Vida de santidad[1].

Nació el 1 de octubre de 1480 en Vicenza, Italia. San Cayetano quedó huérfano siendo un niño muy pequeño pues su padre, militar, murió defendiendo la ciudad contra un ejército enemigo. Quedó entonces al cuidado de su madre, a quien todos consideraban una santa, la cual se esforzó por todos los medios para educarlo en la fe católica. Al llegar a la juventud, ingresó en la Universidad de Padua, en donde obtuvo dos doctorados, destacándose no solo por su gran inteligencia, sino también por su bondad y por su fraternidad. Luego fue a Roma, en donde comenzó a trabajar como secretario privado del Papa Julio II y además como notario de la Santa Sede. Fue en esos años en los que sintió el llamado a la vocación sacerdotal, ingresando al seminario y siendo ordenado sacerdote a los 33 años. Ya como sacerdote, se destacaba por la gran piedad y devoción hacia la Santa Misa, dedicando tiempo para su celebración y posteriormente para la acción de gracias. En Roma se inscribió en una asociación llamada “Del Amor Divino”, cuyos socios se esmeraban por llevar una vida lo más fervorosa posible y por dedicarse a ayudar a los pobres y a los enfermos.

En su última enfermedad el médico aconsejó que lo acostaran sobre un colchón de lana y el santo exclamó: “Mi Salvador murió sobre una dura cruz de madera. Por favor permítame a mí que soy un pobre pecador, morir sobre unas tablas”. Y así murió el 7 de agosto del año 1547, en Nápoles, a la edad de 67 años, desgastado de tanto trabajar por conseguir la santificación de las almas. En seguida empezaron a conseguirse milagros por su intercesión y el Sumo Pontífice lo declaró santo en 1671.

Mensaje de santidad.

         San Cayetano es conocido, al menos en Argentina, por ser el patrono del pan y del trabajo. Si bien esto es algo bueno, reducir su figura solamente a esto, es dejar de lado una parte muy importante de su legado de santidad y ese legado de santidad tiene que ver, principalmente, con la profundización de la fe católica recibida en la Primera Comunión y en el Catecismo y con la práctica efectiva y piadosa de la fe católica.

         Así, por ejemplo, viendo que el estado de relajación de los católicos era sumamente grande y escandaloso -no se vivía según la fe católica, no se practicaba la Ley de Dios, no se recibían los Sacramentos-, se propuso fundar una comunidad de sacerdotes que se dedicaran a llevar una vida lo más santa posible y se dedicaran a su vez a enfervorizar a los fieles; a esta congregación de sacerdotes los llamó “Padres Teatinos” (nombre que les viene por Teati, la ciudad de la cual era obispo el superior de la comunidad, Monseñor Caraffa, que después llegó a ser el Papa Pablo IV). San Cayetano le escribía a un amigo: “Me siento sano del cuerpo pero enfermo del alma, al ver cómo Cristo espera la conversión de todos, y son tan pocos los que se mueven a convertirse”. Y este era el más grande anhelo de su vida: que las gentes empezaran a llevar una vida más de acuerdo con el santo Evangelio, con la Ley de Dios, con los Consejos Evangélicos, que recibieran los Santos Sacramentos, sobre todo la Confesión y la Eucaristía.

En ese tiempo estalló la revolución de Lutero que fundó a los evangélicos y se declaró en guerra contra la Iglesia de Roma. Muchos querían seguir su ejemplo, atacando y criticando a los jefes de la santa Iglesia Católica, pero San Cayetano les decía: “Lo primero que hay que hacer para reformar a la Iglesia es reformarse uno a sí mismo”. San Cayetano era de familia muy rica y se desprendió de todos sus bienes y los repartió entre los pobres. En una carta escribió la razón que tuvo para ello: “Veo a mi Cristo pobre, ¿y yo me atreveré a seguir viviendo como rico? Veo a mi Cristo humillado y despreciado, ¿y seguiré deseando que me rindan honores? Oh, que ganas siento de llorar al ver que las gentes no sienten deseos de imitar al Redentor Crucificado”. San Cayetano deseaba imitar en todo a Jesús: en la pobreza de la Cruz, en el Camino de la Cruz, en el oprobio de la Cruz.

Amaba inmensamente a Nuestro Señor, especialmente en su Presencia real, verdadera y substancial en la Sagrada Eucaristía y por eso pasaba largas horas haciendo Adoración. Y así como él amaba a Jesús en la Eucaristía, así Jesús le demostraba su amor hacia él, de forma concreta: un día en su casa de religioso no había nada para comer porque todos habían repartido sus bienes entre los pobres. San Cayetano se fue al altar y dando unos golpecitos en la puerta del Sagrario donde estaban las Santas Hostias, le dijo con toda confianza: “Jesús amado, te recuerdo que no tenemos hoy nada para comer”. Al poco rato llegaron unas mulas trayendo muy buena cantidad de provisiones, y los arrieros no quisieron decir de dónde las enviaban.

La gente lo llamaba: “El padrecito que es muy sabio, pero a la vez muy santo”. Los ratos libres los dedicaba, donde quiera que estuviera, a atender a los enfermos en los hospitales, especialmente a los más abandonados y desamparados. Como vemos, San Cayetano tiene un legado de santidad inmensamente más rico que simplemente ser el patrono del pan y del trabajo; como devotos suyos, debemos conocer su vida, para tratar de imitarlo en alguna de sus virtudes y así buscar de ganar el cielo, con la ayuda de la gracia. 

 

        

jueves, 2 de noviembre de 2023

Conmemoración de Todos los Fieles difuntos

 



La Conmemoración de Todos los Fieles difuntos es una celebración que realiza la Iglesia Católica el 2 de noviembre complementando al Día de Todos los Santos (celebrado el 1 de noviembre) y su objetivo es orar por aquellos fieles que han finalizado su vida terrenal y, especialmente, por aquellos que se encuentran aún en estado de purificación en el Purgatorio[1]. Es decir, esta celebración colocaría la memoria litúrgica de los difuntos -que esperan contemplar el rostro del Padre- al día siguiente de la dedicada a los santos, que ya gozan de la vida divina[2]. Fue instituida en el año 809 por el obispo de Tréveris, Amalario Fortunato de Metz. Según el Magisterio de la Iglesia, “La Conmemoración de los Difuntos es una solemnidad que tiene un valor profundamente humano y teológico, desde el momento en que abarca todo el misterio del ser y de la vida humana, desde sus orígenes hasta su fin sobre la tierra e incluso más allá de esta vida temporal, porque los destinatarios principales de las oraciones de este día son las almas de los Fieles difuntos que se encuentran en el Purgatorio, purificándose con el fuego del Purgatorio, en la feliz espera de su ingreso en el Reino de los cielos. Nuestra fe en Cristo nos asegura que Dios es nuestro Padre bueno que nos ha creado, pero además también tenemos la esperanza de que un día nos llamará a su presencia para “examinarnos sobre el mandamiento de la caridad” (cfr. CIC n. 1020-1022)[3]. Ese llamado ante su Presencia es lo que sucede inmediatamente después de la muerte terrena y es lo que se llama “Juicio Particular”, en el cual seremos “juzgados en el amor” a Dios, al prójimo y a nosotros mismos.

Precisamente, para la Iglesia Católica, la muerte es solo una “puerta” que se abre hacia la vida eterna, aunque de modo inmediato no es la visión beatífica en el Reino de los cielos, sino que consiste en la comparecencia de nuestras almas ante Dios, quien en ese momento no actuará con su Misericordia Divina, sino con su Justicia Divina. Para la fe católica la muerte -vencida por Cristo en la cruz por su Pasión y Resurrección- es, como dijimos, solo una “puerta” que nos conduce al encuentro personal con Dios, Quien nos preguntará, como Justo Juez, por nuestras obras de misericordia corporales y espirituales, las que hicimos y las que, por pereza espiritual o acedia, dejamos de hacer -no visitar a un enfermo, no rezar, no obrar el bien, etc.-; en este Juicio Particular se nos preguntará si nuestras obras estuvieron motivadas por la fe en Cristo Jesús, la esperanza de ganar la vida eterna obrando la misericordia y la caridad, es decir, el amor sobrenatural a Dios y al prójimo; se nos preguntará también si nuestras obras estuvieron motivadas por la vanagloria de querer ser aplaudidos, considerados y respetados por los hombres, con lo cual toda obra buena pierde su valor, porque significa que actuamos por el egoísmo y por la idolatría de nuestro propio “yo”.

La Sagrada Escritura nos revela que es verdad que Nuestro Señor Jesucristo regresará en su Segunda Venida al final de los tiempos (cfr. Mt 25, 35-45); pero también en otros pasajes la Palabra de Dios nos asegura, como dijimos, que sucederá un encuentro personal de cada uno de nosotros con Dios después de la muerte de cada uno, donde “seremos juzgados en el amor”; es decir, en este encuentro personal luego de la muerte, que se llama “Juicio Particular”, Dios buscará en nuestros corazones y en nuestras manos las obras de misericordia para, según eso, decidir, nuestro destino eterno, el Cielo o el Infierno. Debemos prestar mucha atención a la Palabra de Dios, porque en ella se nos asegura la existencia de este doble destino y la posibilidad cierta de ir a uno o a otro, según hayan sido nuestras obras de misericordia. Esto es lo que reflejan la parábola del pobre Lázaro (cfr. Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cfr. Lc 23, 43); en estos casos, el alma gana el Cielo[4] por las virtudes de la fortaleza en la tribulación, como así también en la humildad, al reconocerse necesitado de la Divina Misericordia, como el Buen Ladrón.

Es sumamente importante que, como católicos, tengamos presente que, luego de la muerte, la puerta que nos introduce en la vida eterna para ser llevados ante la Presencia de Dios, Quien nos juzgará según nuestras propias obras, destinándonos al Cielo -el Purgatorio es solo una antesala del Cielo- o si seremos destinados al Infierno, si la muerte se produjo en estado de impenitencia y con pecado mortal en el alma. De estas verdades de la fe católica se deduce que es un grave error considerar que el hombre, por el solo hecho de morir, va “a la Casa del Padre”, o sino también, según otra expresión errónea, al morir “cumplió su Pascua”, dando a entender en ambos casos que el hombre, por el solo hecho de morir, está ya en el Cielo, todo lo cual no pertenece a la fe católica. En la fe católica las postrimerías consisten en: Muerte, Juicio Particular, Purgatorio, Cielo o Infierno. Toda concepción que se aleje de estas postrimerías, se encuentra fuera del depósito de la Fe Católica y no puede ser creído ni aceptado por el fiel católico bajo ningún punto de vista.

 La conmemoración de hoy nos recuerda esta futura realidad y como creemos en un Dios que es Infinita Justicia pero también Infinita Misericordia, confiados en la Divina Misericordia, es que la Iglesia intercede por nuestros hermanos difuntos, rezando por ellos, haciendo sufragios y limosnas, pero sobre todo ofreciendo el mismo Sacrificio de Cristo en la Eucaristía, la Santa Misa, de modo que todos los que aún después de su muerte necesitasen ser purificados de las fragilidades humanas, puedan ser definitivamente admitidos a la visión de Dios.

La muerte física es un hecho natural ineludible e inexorable y nuestra propia experiencia directa nos muestra que el ciclo natural de la vida incluye necesariamente la muerte. Ahora bien, en la concepción cristiana, este evento natural de la muerte nos habla de otro tipo de vida sobrenatural, en donde la muerte, vencida por Cristo, ya no tiene poder sobre el hombre y así el hombre ingresa en el Cielo, aunque también nos habla de otra muerte, llamada “segunda muerte”, en donde el hombre rechaza voluntariamente el don del perdón de Cristo y elige morir en estado de pecado mortal, convirtiéndose así en merecedores de ser arrojados al Abismo de las tinieblas vivientes, en donde no existe la redención. La voluntad de Dios, del Señor de la vida, es que todos sus hijos se salven, es decir, participen en abundancia de su propia vida divina (cfr. Jn 10,10); vida divina que el género humano perdió como consecuencia del pecado (cfr. Rm 5,12). Pero Dios no quiere, de ningún modo, que permanezcamos en esa muerte espiritual, y por eso Jesús, nuestro Salvador, tomando sobre sí mismo el pecado y la muerte, les ha hecho morir en su misterio pascual (cfr. Rm 8, 2) para incorporarlos también luego en su resurrección.

Entonces, gracias al Amor del Padre y a la victoria de Jesús (cfr. Jn 3,16) sobre el demonio, el pecado y la muerte, la muerte física se convierte en una puerta que nos conduce al encuentro con Dios (cfr. Ef 2, 4-7), para recibir el Juicio Particular. Si queremos salir triunfantes de este Juicio Particular, en el que el Demonio será el Acusador, Dios el Justo Juez y la Santísima Virgen nuestra Abogada celestial, obremos la misericordia para con nuestros prójimos -solo el que da misericordia recibe misericordia- y sobre todo pidamos en la oración la gracia de morir antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado. Solo así, por la infinita Misericordia Divina y no por nuestros méritos, nos reencontraremos con nuestros seres queridos al final de la vida terrena y, superando el Juicio Particular con María Virgen como nuestra Abogada, nos reencontraremos con nuestros seres queridos difuntos, en el Reino de los cielos, para ya nunca más separarnos.



[1] Cfr. Wikipedia, Día de los Fieles Difuntos; https://es.wikipedia.org › wiki › Día_de_los_Fieles_Difu.

[4] (cfr. 2 Co 5, 8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23.