San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 22 de noviembre de 2012

Santa Cecilia, mártir, testigo de la verdad de Dios Trino y de la Encarnación del Hijo de Dios




Los santos dan testimonio durante toda su vida; los mártires también, pero ante todo, en el momento de su muerte. Ahora bien, el testimonio que dan los mártires al momento de morir, tiene que ser considerado como inspirado por el mismo Espíritu Santo, y por el siguiente motivo: debido a que son capaces de soportar torturas inhumanas y tormentos que van más allá de los límites de la resistencia humana, es indudable que los mártires están asistidos por la fuerza sobrehumana y divina del Espíritu Santo, ya que es imposible explicar de otro modo el grado de resistencia que demuestran. Si esto es así con el testimonio corporal, sucede lo mismo con el testimonio verbal de los mártires, puesto que nada a su alrededor justifica la confesión de las verdades sobrenaturales por las que dan sus vidas: los amenazan con hierros candentes, los sumergen en el mar para ahogarlos, están rodeados de enemigos que sólo desean su muerte, y sin embargo, lejos de amedrentarse, de sus labios salen verdades que permanecen no sólo en el tiempo sino por la eternidad.
En el caso de Santa Cecilia, su testimonio es eminentemente trinitario y está dado ante todo por su cuerpo, y por el siguiente motivo: con el objetivo de decapitarla, el verdugo descargó sobre su cuello tres golpes, los cuales no consiguieron su objetivo de decapitarla, pero estos tres golpes son un primer testimonio de la Santísima Trinidad: un golpe por cada Persona de la Trinidad; luego, agoniza por tres días, también dando testimonio, por cada día, por cada Persona de la Trinidad; finalmente, en los tres días de agonía, una de sus manos quedó con dos dedos doblados y tres en alto, indicando también la Santísima Trinidad.
Santa Cecilia dio su vida no por un dios pagano, sino por el Único y Verdadero Dios, Uno en naturaleza y Trino en Personas; dio su vida por las Personas Divinas, que poseen la misma Esencia y el mismo Ser divino, Perfectísimo, y poseen la misma majestad y la misma gloria infinita y el mismo poder omnipotente; dio su vida por las Tres Personas Divinas que hay en el Único Dios Viviente, las Personas que disponen todo en la vida del cristiano para llevarlo al cielo, a la feliz eternidad. Pero también da testimonio de la Segunda Persona encarnada, es decir, Jesucristo, el Hombre-Dios, porque los dos dedos doblados hacia abajo, significan el alma y el cuerpo del Hombre Jesús de Nazareth, asumidos por la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios Hijo. Además, el dedo índice de la mano derecha señala hacia abajo, con lo cual indica Santa Cecilia la tierra adonde vino a padecer y morir en Cruz nuestro Redentor.
En una época dominada por el gnosticismo, según el cual cada uno construye la imagen del dios que le plazca, puesto que no hay verdades absolutas sino relativas, el testimonio de la mártir Santa Cecilia, acerca de las Tres Personas de la Santísima Trinidad, y acerca de Jesús en cuanto Dios Hijo en Persona, encarnado, que ha asumido una naturaleza humana sin dejar de ser Dios, constituye un silencioso grito que ensordece al mundo gnóstico de nuestros días: “Dios es Uno y Trino; Cristo es Dios”.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Beata María Crescencia Pérez




“Por cumplir la Voluntad de Dios iría hasta el fin del mundo”. Esta frase le valió a la Hermana María Crescencia Pérez el ser llevada al Cielo. Por supuesto que no fue solo la frase, sino el cumplirla en su vida, a costa de ella misma, porque para poder cumplirla, la Beata Crescencia renunció a su propia voluntad. Esta es la lección que nos deja la Beata: no pueden coexistir en el hombre dos voluntades, la voluntad propia y la Voluntad de Dios. O existe una o existe la otra. O se cumple la Voluntad de Dios, o se cumple la voluntad propia, porque en una y otra se necesita de la totalidad de la persona y de sus energías para llevarlas a cabo. Las dos voluntades son excluyentes la una de la otra, porque sus deseos y quereres son distintos: mientras la voluntad del hombre quiere la concupiscencia y las cosas del mundo, la Voluntad de Dios quiere sólo lo que Dios quiere, que es el Amor y la Bondad infinitas de Él mismo. Por esto se ve que no hay nada más perfecto que cumplir la Voluntad de Dios. Si la creatura cumple la Voluntad de Dios, nada más necesita, ni en esta vida ni en la otra, porque allí encuentra la máxima felicidad y la más grande y completa alegría; en la Divina Voluntad ve el alma extra-colmada, con creces, toda su capacidad de amar, y de nada ni de nadie necesita para ser feliz, al tiempo que hace felices a quienes entran en contacto con ella. Al cumplir la Voluntad de Dios, el alma sale de sí misma para vivir en Dios, olvidándose de ella misma, trascendiendo de sí para donarse por amor a los demás.
         Por el contrario, quien cumple su propia voluntad, sin preocuparse por cumplir la Voluntad de Dios en su vida, se encierra en sí mismo, egoístamente, como quien libremente se encierra y encadena en una oscura prisión; viviendo la propia voluntad, pierde todos los bienes que Dios le concedió, y se vuelve una creatura triste, sombría, e incluso malvada y perversa, porque la voluntad humana sin la Voluntad divina convierte al hombre es un ser avaro, mezquino, despreciable, merecedor sólo de dolores y penas.  
         “Por cumplir la Voluntad de Dios iría hasta el fin del mundo”. La Beata María Crescencia dio su vida por cumplir la Voluntad de Dios, y haciendo así, imitó a Jesús en el Huerto de los Olivos, quien pidió que se cumpla en Él la voluntad de su Padre: “Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Aunque parezca lo contrario, la Voluntad de Dios, que es siempre santa y buena, luego de la tribulación –que nunca es superior a nuestras fuerzas-, conduce a la felicidad eterna; así sucedió con Jesucristo que, en el Huerto de los Olivos, cumplió la Voluntad de Dios y no la suya de Hombre Perfecto, y luego de la Cruz, triunfó en la Resurrección, y es así como le sucedió a la Beata Crescencia Pérez que, imitando a Cristo en el Huerto de Getsemaní, cumplió la Voluntad divina en su vida -en su deber de estado como religiosa, amando a Dios y al prójimo como a sí misma- y fue llevada luego a la felicidad eterna en los cielos.

sábado, 17 de noviembre de 2012

San Martín de Porres


3 de noviembre
San Martín de Porres


            Vida y milagros de San Martín de Porres[1]
            Nació en Lima en 1579, hijo natural del caballero español Juan de Porres y de una india panameña libre llamada Ana Velázquez. Heredó los rasgos y el color de la piel de su madre, lo cual fue considerado por su padre como una humillación, por lo que tardó en reconocerlo. Finalmente, fue bautizado por Santo Toribio Mogrovejo, segundo arzobispo de Lima. Aprendió el oficio de barbero y también algo de medicina, pues desde niño sentía predilección por los enfermos y también por los pobres. A los quince años pide ser admitido como hermano lego en el convento dominicano del Santísimo Rosario de Lima.
            En el convento, se desempeñó como enfermero, atendiendo a los indigentes que encontraba por las calles. En 1603 le fue concedida la profesión religiosa y pronunció los votos de pobreza, obediencia y castidad. De gran caridad, unía a la oración las penitencias más duras.
            San Martín de Porres era reconocido por su caridad, por su penitencia y por su oración, pero también era conocido por sus numerosos milagros, como por ejemplo curaciones instantáneas, que sobrevenían a veces con la sola presencia del santo mulato. Muchos lo vieron entrar y salir de recintos estando las puertas cerradas. Otros lo vieron en dos lugares al mismo tiempo. A quien acudía a él, les decía: “Yo te curo, Dios te sana”.
            Además de enfermero, era herbolario, cultivando plantas medicinales para aliviar a los enfermos. También era muy amable con los animales, quienes parecían entender lo que les decía. Una vez hubo una infestación de ratas en el convento, y San Martín les pidió que salieran y fueran a otro lugar, preparado por él, para alimentarse. Las ratas abandonaron el convento en masa. Se lo representa con una escoba –era parte de su quehacer como hermano lego, la limpieza del convento-, dando de comer, en un solo plato, a perro, gato y ratón.
            A los sesenta años de edad, luego de vivir toda una vida dedicada a la oración, al trabajo humilde y a la caridad con los más necesitados, Fray Martín cayó enfermo, con el presentimiento de que estaba próximo a partir a la eternidad. El pueblo se conmovió y, mientras en la calle toda Lima lloraba, el mismo Virrey fue a verlo a su lecho de muerte para besar la mano de quien se decía de sí mismo que era un “perro mulato”, tal era la veneración que todos le tenían. Poco después, mientras se le rezaba el Credo, besando el crucifijo con profunda alegría, el santo partió. Fue canonizado el 6 de mayo de 1962 por el Papa Juan XXIII.

            Mensaje de santidad de San Martín de Porres
            Como vimos, una de las cosas por las que el pueblo limeño conocía a San Martín de Porres, era por sus milagros y por las curaciones espontáneas obtenidas con su sola presencia. Sin embargo, no radica aquí su santidad, es decir, no fue por esto por lo que Fray Martín subió al cielo, sino por su oración, su humildad, y su caridad, sobre todo para con los más enfermos. ¿Por qué? Porque en los dones sobrenaturales como las curaciones, desde las más pequeñas hasta las más portentosas, quien actúa con su poder divino, sanando todas las dolencias, es Dios; el santo lo único que hace es ser un intercesor, entre Dios y los hombres, a favor de estos últimos. En otras palabras, en las curaciones, todo el “trabajo”, lo hace Dios. Por el contrario, cuando se trata de virtudes que deben ejercitarse en grado heroico –piedad, humildad, paciencia, caridad-, es también Dios quien interviene con su gracia, pero al mismo tiempo, se necesita de la participación voluntaria del santo, quien debe esforzarse para secundar el movimiento primigenio de la gracia que lo quiere conducir al vencimiento de sí mismo y a la santidad. Por ejemplo, una persona recibe una moción del Espíritu Santo, una gracia actual, para que rece: si el alma se deja llevar por la acedia espiritual, no rezará, y esa gracia se perderá; si en cambio, venciéndose a sí mismo y por amor a Dios, reza, entonces la gracia no se desaprovechará, y así el alma continuará creciendo “en gracia y santidad”. Este es el principal mensaje de santidad de San Martín de Porres, mensaje al cual estamos invitados, luego de escucharlo, a imitar.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Conmemoración de Todos los fieles difuntos



         Si bien la muerte –y su conmemoración- provocan tristeza y dolor, debido a que el ser querido a quien se recuerda especialmente en este día, ya no está en este mundo, para el cristiano, para el católico, la conmemoración de los fieles difuntos no puede ni debe nunca quedar en el mero recuerdo nostálgico.
         El recuerdo del ser querido, fallecido, es una oportunidad para traer a la memoria y al corazón su vida, pero también y sobre todo, el misterio pascual de Jesús, pues Jesús lo incorporó a sí mismo por el Bautismo, le perdonó sus culpas en la confesión sacramental, le concedió el don del Espíritu Santo en la Confirmación, se donó a sí mismo como alimento celestial en la Eucaristía, lo reconfortó en sus últimas horas con la unción de los enfermos, y si era casado, bendijo su unión matrimonial por el sacramento del matrimonio, y si era religioso, lo convirtió en una prolongación viviente suya por el sacramento del orden.
         No se puede recordar a un fiel difunto si no se tiene en cuenta su relación con Cristo Jesús, que le demostró su Amor eterno en cada confesión, en cada comunión sacramental, en cada sacramento concedido, y si Jesús le demostró su Amor en esta vida, es de pensar que hizo lo mismo, y todavía más, en la hora de la muerte.
Es decir, en la conmemoración de los fieles difuntos, no puede nunca quedar la conmemoración en un mero recuerdo, y mucho menos nostálgico, puesto que si Cristo le concedió todos estos dones en vida, era porque lo amaba, y es de esperar que, por su infinita misericordia, haya perdonado sus culpas, y tenga a nuestro ser querido entre sus santos del cielo, y este pensamiento, basado en la fe en Jesucristo, Hombre-Dios muerto y resucitado, es suficiente para que la alegría de la Resurrección de Cristo, por la cual esperamos reencontrarnos con nuestros seres amados fallecidos, supere a la tristeza que provoca su ausencia física.
La conmemoración de los fieles difuntos es una ocasión, entonces, de además de elevar piadosas oraciones pidiendo por su eterno descanso, de agradecer a Cristo Dios porque en su agonía del Huerto de los Olivos, asumió la muerte de todos y cada uno de los hombres, y también la de nuestros seres queridos, la destruyó, y les infundió su vida divina, su vida de Hombre-Dios, y es esto lo que constituye el fundamento de la esperanza en la Resurrección.
En el día en el que conmemoramos a los fieles difuntos, glorifiquemos en primer lugar a Cristo Jesús, por cuya infinita misericordia esperamos volver a encontrarlos, en el cielo, para ya nunca más separarnos.
         

Nota: para ganar indulgencias plenarias, hay que visitar una Iglesia u Oratorio (aplicable sólo a las almas del Purgatorio), o hacer una visita al cementerio (aplicable sólo a las almas del Purgatorio; se sufraga por un alma diferente cada vez, si ya se encuentra en el cielo, el Señor aplicará la indulgencia por otra alma), y rezar un Padrenuestro, un Avemaría, un Gloria y un Credo, por la salud del Santo Padre, además de confesar sacramentalmente y comulgar, entre los días 1 y 8 de Noviembre.

Solemnidad de Todos los Santos



         La Iglesia celebra y festeja a los habitantes del cielo, los santos, es decir, a aquellas personas que, por toda la eternidad, no solo no experimentarán nunca más el dolor ni la tristeza, ni tendrán los pesares ni las amarguras de esta vida, sino que vivirán para siempre, por los siglos de los siglos, sin fin, una alegría inimaginable, un gozo inagotable, una dicha imposible de ser concebida siquiera en su mínima expresión, por cualquier mortal.
         Los santos viven en un estado de éxtasis permanente de amor y de alegría, de dicha y de paz, y es tanta la alegría que experimentan, y tan grande el gozo, que apenas si pueden creer lo que están viviendo. Se cumple para ellos, en el cielo, lo que les sucedía a los discípulos al ver a Jesús resucitado: “No podían creer de la alegría”. Nada ni nadie les arrebatará la dicha, la alegría, el gozo, y las penurias de esta vida, y aún su misma condición de haber sido pecadores, les será sólo un ligero recuerdo, como dice San Agustín, puesto que toda la energía vital de sus almas, plenificadas por la gloria divina, estarán concentradas en disfrutar y gozar la más maravillosa y grandiosa hermosura que jamás pueda ser concebida, la Santísima Trinidad, y María Santísima. El alma humana fue creada para deleitarse en la belleza del Ser divino trinitario y en la Concepción Inmaculada de María Santísima, y este deleite lo experimentan los santos sin reservas, sin límites ni de espacio ni de tiempo, por los cielos infinitos, y por los siglos sin fin, para siempre.
La visión de la Santísima Trinidad y de María Santísima, que es lo que hace santo al santo, y lo que lo hace por lo tanto feliz o bienaventurado, hace que a cada instante –es solo un modo de decir, porque en el cielo no hay tiempo, por lo tanto, no hay instantes ni segundos ni nada parecido, solo eternidad-, experimenten gozos y alegrías imposibles de describir ni de imaginar; por cada segundo que pasa, se suceden para ellos explosiones interminables de infinito Amor divino; cada segundo que pasan en el cielo, se ve colmado de gritos de alegría e interminables éxtasis de felicidad; la visión beatífica del Ser trinitario y de María Santísima les lleva a danzas festivas, a cantos de alabanzas, de gloria, de honor, al Cordero que los redimió, los lavó con su Sangre, y los hizo participar de su misma alegría infinita, y si bien tienen, para su gozo y disfrute eterno, cientos de miles de millones de mundos celestiales, creados para ellos por la Trinidad, y si bien se suceden para ellos colores, música celestial y aromas exquisitos, y si a todo esto, que no es más que un empezar de un maravilloso mundo sin fin, se le agrega la visión de los hermosísimos ángeles de luz, los santos no quieren desperdiciar, ni por un segundo, la visión que los colma de gozo y de alegría inimaginable, el Ser Trinitario y la Virgen María.
¿Qué hicieron los santos, para merecer tanta alegría, tanta dicha, tanto Amor, tanta paz, tanto gozo?
Vivieron las Bienaventuranzas, y así fueron "pobres de espíritu", porque prefirieron la riqueza de la Eucaristía a las riquezas materiales; fueron mansos, porque imitaron la mansedumbre de los Sagrados Corazones de Jesús y de María; son bienaventurados porque, como signo de bendición divina, recibieron tribulaciones y por ellas lloraron, pero lo hicieron al pie de la Cruz, y jamás renegando del Salvador que se las enviaba; tuvieron "hambre y sed de justicia", porque no soportaban ver ultrajado el nombre de Dios; fueron misericordiosos, porque el prójimo más necesitado, material y espiritualmente, fue siempre su primera y más urgente ocupación;  fueron "puros de corazón", porque no solo rechazaron las impurezas de los apetitos carnales, sino que su deleite fue imitar la castidad de Jesús y de María; trabajaron por la paz, no como la da el mundo, sino la paz de Cristo, paz profunda del corazón, que asienta en un corazón contrito y humillado.
Pero además de vivir las Bienaventuranzas, fueron fieles a las palabras de Jesús: “El que quiera seguirme, que cargue su Cruz de cada día y me siga” (Mt 16, 24. Los santos abrazaron la Cruz, fueron fieles a la gracia santificante, prefirieron la muerte del Calvario antes que la vida mundana, y porque siguieron al Cordero camino de la Cruz, ahora lo adoran por los siglos sin fin en los cielos.