San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

martes, 24 de octubre de 2017

San Antonio María Claret y la eternidad como el motor de su apostolado


         Vivimos en un siglo tan caracterizado por la inmediatez, la multiplicidad de sensaciones, por la urgencia de las cuestiones temporales, que nos lleva a olvidar una verdad fundamental, verdad que nos la recuerda San Antonio María Claret, y esa verdad es la realidad de la eternidad, como vida que comienza apenas termina esta vida terrena. Con respecto a la eternidad, decía así el santo: “Esta idea de la eternidad quedó en mí tan grabada, que, ya sea por lo tierno que empezó en mí o ya sea por las muchas veces que pensaba en ella, lo cierto es que es lo que más tengo presente. Esta misma idea es la que más me ha hecho y me hace trabajar aún, y me hará trabajar mientras viva, en la conversión de los pecadores”. San Antonio María Claret pensaba en la eternidad más que en la vida terrena, y si pensaba en la vida terrena, era para que los hombres se convirtieran a Nuestro Señor Jesucristo, para que vivieran una feliz eternidad, y para que evitaran el Infierno, una eternidad en la que el dolor del cuerpo y el alma es increíblemente intenso y dura para siempre. Era esta realidad de la eternidad la que lo movía a hacer apostolado, es decir, a predicar la Buena Nueva de Nuestro Señor Jesucristo. Ahora bien, si queremos profundizar un poco: ¿qué es la eternidad? La define así uno de los más grandes teólogos del siglo XIX, el alemán Matthias Joseph Scheeben[1], hablando del conocimiento y el amor de Dios que el alma experimenta, no por sus propias fuerzas, sino por la participación a la vida divina –eterna- por medio de la gracia: “Siendo así que la posesión y el goce de Dios, que sus hijos alcanzan como herencia correspondiente a su alta dignidad, sin una grandiosa elevación y glorificación de su vida no pueden concebirse y, porque la intuición misma de Dios, en que se concentran su posesión y goce, es un acto vital divino, por esto la toma de posesión de la herencia de los hijos de Dios, como nueva participación de la vida divina, ha de ser para ellos un nuevo nacimiento del seno (ex sinu) de Dios. Por este nuevo nacimiento la divina fuerza de vida inunda a la creatura y ensancha su capacidad de comprensión de tal manera que la creatura puede concebir en sí la esencia divina –que penetra en lo más profundo e íntimo del espíritu- y con el conocimiento y amor de la misma puede desplegar la vida más elevada, una vida que del modo más admirable radica al mismo tiempo en Dios y saca de él su alimento, una vida verdaderamente divina, por la cual la creatura vive en Dios y Dios vive en ella”[2]. En pocas palabras, lo que dice Scheeben es que, por la gracia, la creatura se vuelve capaz de conocer y amar a Dios como Él se conoce y se ama, y esto porque se hace partícipe de la vida divina, que por nacer del seno –ex sinu- de Dios, es vida eterna.
         ¿Qué es la vida eterna, entonces, por la cual amamos y conocemos a Dios como Él se ama y conoce? Continúa Scheeben: “Si bajo el atributo “eterno” se entiende solamente el carácter imperecedero, la inmortalidad de la vida, evidentemente no habrá misterio sobrenatural en ello”. Es decir, la vida eterna no se define meramente por la inmortalidad, la vida sin fin. “El espíritu creado es inmortal por naturaleza, también su vida natural es imperecedera y por tanto eterna. La eternidad del espíritu y de su vida es una cosa que de suyo se impone, tanto, que nuestra razón natural debe admitirla como necesaria; es tan comprensible, que lo contrario es completamente incomprensible para la razón (…) el Salvador designa la vida eterna como una vida que ha de llegarnos mediante la unión con Él, Hijo natural de Dios, y mediante la unión con su Padre eterno; como una vida, que del Padre pasa a Él y de Él a todos aquellos que mediante la fe o la Eucaristía se asimilan a la fuerza vital propia de Él. De modo que necesariamente ha de ser una vida sobrenatural, que se infunde a la creatura desde arriba, desde el seno de la divinidad; y si en esta relación es designada como vida eterna, entonces la eternidad de la misma ha de estribar precisamente en que nosotros, mediante ella, participamos de la vida absolutamente eterna de Dios. La vida eterna, que Cristo nos prometió, es eterna no sólo porque en alguna manera es sencillamente inmortal, imperecedera, sino porque es una emanación de la vida absolutamente eterna, sin principio ni fin, inmutable de la divinidad”[3]. Y esta vida eterna, como nos dice Scheeben, la vida eterna que Cristo nos prometió y que fue por la que San Antonio María Claret dio su vida terrena, la obtenemos, por la gracia, por la fe y por la Eucaristía, en la silenciosa adoración Eucarística, y en la Santa Misa, en la consagración, y la poseemos ya desde esta vida terrena, como anticipo, si comulgamos en gracia.



[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 706ss.
[2] Cfr. Scheeben, ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

jueves, 19 de octubre de 2017

San Expedito y la fuerza de la Cruz


         San Expedito era un soldado romano pagano, es decir, adoraba a falsos dioses, los cuales, como dice la Escritura, “son demonios”: “Los ídolos de los gentiles son demonios”. En un determinado momento, recibió la gracia de la conversión, lo cual quiere decir que recibió una luz especial, proveniente del Espíritu Santo, que le hacía ver que solo Jesucristo era el único y verdadero Dios y los dioses a los que él, hasta ese momento, adoraba, eran solo demonios. Pero al mismo tiempo que recibía esta luz, el Demonio se le apareció en forma de cuervo, para tratar de convencerlo de que no se convirtiera a Jesús, que siguiera viviendo su vida como pagano. San Expedito tenía ante sí dos opciones: o Jesús y su Cruz y empezar a vivir la vida nueva de hijos de Dios, o el Demonio y sus ídolos, que quería decir continuar viviendo como pagano, adorando a ídolos demoníacos (que en nuestros días, serían el Gauchito Gil, San La Muerte, la Difunta Correa).
         San Expedito, que tenía la Cruz de Cristo en su mano, habiendo recibido de la Cruz una fuerza sobrenatural que lo hacía crecer en fe y en amor a Jesús, levantó la Cruz en alto y dijo: “Hodie!”, es decir, “¡Hoy comienzo a ser cristiano, hoy dejo mis vicios y pecados, hoy comienzo a vivir los mandamientos de Dios, hoy perdono setenta veces siete, hoy cargo con mi cru por el camino del Calvario, para así llegar al cielo!”. Y diciendo esto, aplastó con su pie al Demonio que, todavía en forma de cuervo, se había acercado hasta San Expedito.

         También nosotros debemos elegir, o la conversión a Jesucristo, o el adorar  a los ídolos del mundo, y esto, todos los días, todo el día. Y al igual que San Expedito, debemos obtener nuestras fuerzas de la Santa Cruz de Jesús, el único Camino que nos lleva al cielo.

miércoles, 18 de octubre de 2017

Fiesta de San Lucas, evangelista


         Vida de santidad.

Nacido de familia pagana, Lucas –cuyo nombre significa: “luminoso, iluminado”, ya que viene del latín “luce”, que es luz-, es el único escritor del Nuevo Testamento que no es israelita, puesto que nació en Grecia. Se convirtió a la fe y acompañó al apóstol Pablo, de cuya predicación es reflejo el evangelio que escribió[1]. Es autor también del libro denominado “Hechos de los apóstoles”, en el que se narran los orígenes de la vida de la Iglesia hasta la primera prisión de Pablo en Roma[2].
San Lucas es denominado “el gran poeta de María”, y a diferencia de Juan, que profundiza en el aspecto místico y sobrenatural de la Madre de Dios –al punto de apenas poder distinguirse entre la Madre de Jesús de la Madre-Iglesia-, Lucas posee una visión mística de la Virgen aunque esta visión comienza en lo particular, en lo concreto, en lo humano: en Lucas, María Santísima se percibe a sí misma, en su persona, como nada infinita frente a la majestad de Dios; canta las maravillas que Dios hizo en ella, como en el Magnificat y se alegra del gran don con el que ha sido honrada, de ser Virgen y Madre de Dios y que sufre en el silencio su participación mística a la Pasión de su Hijo. Según una antigua tradición, se le atribuye a San Lucas el ser el primero en plasmar, en una pintura, a la Virgen.
San Lucas redactó, por inspiración del Espíritu Santo –toda la Escritura está inspirada por el Espíritu Santo- el tercer Evangelio y Los Hechos de los apóstoles. Era médico y testimonio de esto último es que San Pablo lo llama “Lucas, el médico muy amado”, y probablemente cuidaba de la quebrantada salud del gran apóstol en los viajes de San Pablo. En los Hechos de los apóstoles, al narrar los grandes viajes del Apóstol, habla en plural diciendo “fuimos a... navegamos a...”. Narra con todo detalle los sucesos ocurridos a San Pablo en sus cuatro viajes: acompañó a San Pablo cuando éste estuvo prisionero, primero dos años en Cesarea y después otros dos en Roma.

Mensaje de santidad.

El evangelio de Lucas, “el médico carísimo” de Pablo, es llamado también el evangelio de la misericordia de Cristo, Médico Divino de cuerpo y alma que “pasó por todas partes haciendo el bien y sanando a todos los esclavizados por el diablo” (Hch 10, 38)[3]. Lucas recoge cuidadosamente las palabras con que Zacarías anuncia la próxima llegada de este misericordioso samaritano celestial y le proclama como el que dona la misericordia de Dios y perdona las pecados movido por el amor entrañable de nuestro Dios (Lc 1,72, 77,78 ).
San Lucas describe en su Evangelio al Cristo misericordioso que, cual médico celestial, sana no solo los cuerpos sino también las almas, liberándolas de la tiranía del demonio, del pecado y de la muerte. Así, da testimonio del perdón de Dios a la “mujer pecadora” (Lc 7, 36-50); la llamada a Zaqueo, “el publicano y hombre pecador” (Lc 19, 1, 10); la respuesta al ataque farisaico, “éste come con los pecadores”, en las tres parábolas de la misericordia: la de la oveja descarriada y otra vez vuelta al redil en brazos del pastor, la de la dracma perdida y encontrada de nuevo tras búsqueda trabajosa, la del hijo pródigo y de nuevo en la casa paterna entre los brazos del padre. Describe a Cristo como al Médico compasivo que desde la cruz perdona a quienes le quitan la vida, al tiempo que promete el Paraíso a quienes, como el Buen Ladrón, se arrepienten y reciben su perdón misericordioso en esta vida (Lc 23, 34-43).
En el libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito en Roma años antes del 70, repite el último mandato de Cristo, el Salvador del mundo, a los apóstoles el día de la Ascensión: “Seréis mis testigos en Jerusalén, en Judea y en Samaria, y hasta el último confín de la tierra” (Hch 1, 8). Es decir, el llamado a la conversión, por la misión, para recibir la Misericordia Divina, a todos los pecadores del mundo.
San Lucas muestra entonces a un Jesús que es Dios misericordioso, que se compadece de las miserias del hombre y sana tanto su cuerpo como su alma, al tiempo que ofrece esta Misericordia Divina a todos los hombres, sin distinción de raza, de edad, de condición social. Pero el Cristo Misericordioso de Lucas, que ofrece su Misericordia Divina de forma inagotable al pecador en esta vida, para que se arrepienta y se convierta, es también el Cristo Juez Implacable que dará el Cielo a los que fueron misericordiosos con sus hermanos, al tiempo que dará el Infierno eterno a los que, persistiendo voluntariamente en el pecado, se negaron obstinadamente a ser misericordiosos con sus prójimos más necesitados. El mismo Cristo misericordioso, que perdona sin medida en esta vida, es el mismo Cristo que dirá a los que se condenen en el Infierno por no haber querido obrar la misericordia: “¡Apártense de Mí (…) No os conozco, hacedores de maldad!” (cfr. Lc 13, 25-27). En definitiva, el Cristo de Lucas es el mismo Cristo de Sor Faustina Kowalska, que nos advierte: “Que los más grandes pecadores [pongan] su confianza en Mi misericordia. Ellos más que nadie tienen derecho a confiar en el abismo de Mi misericordia. Hija Mía, escribe sobre Mi misericordia para las almas afligidas. Me deleitan las almas que recurren a Mi misericordia. A estas almas les concedo gracias por encima de lo que piden. No puedo castigar aún al pecador más grande si él suplica Mi compasión, sino que lo justifico en Mi insondable e impenetrable misericordia. Escribe: Antes de venir como Juez Justo abro de par en par la puerta de Mi misericordia. Quien no quiere pasar por la puerta de Mi misericordia, tiene que pasar por la puerta de Mi justicia”[4].



[3] http://www.mercaba.org/SANTORAL/Vida/10/10-18_S_Lucas_evangelista.htm
[4] Diario, 1146.

martes, 17 de octubre de 2017

San Ignacio de Antioquía


         Vida de santidad[1].

San Ignacio de Antioquía, discípulo del apóstol San Juan y segundo sucesor de san Pedro en la sede de Antioquía, fue condenado al suplicio de las fieras y trasladado a Roma, donde consumó su glorioso martirio, en tiempo del emperador Trajano. Durante el viaje, mientras experimentaba la ferocidad de sus centinelas, semejante a la de los leopardos, escribió siete cartas dirigidas a diversas Iglesias, en las cuales exhortaba a los hermanos a servir a Dios unidos con el propio obispo, y a que no le impidiesen poder ser inmolado como víctima por Cristo.

         Mensaje de santidad.

         Debido al testimonio que ofrece de la vida eterna y de Jesucristo, con su vida y con sus cartas, es muy importante, para el católico de todos los tiempos, reflexionar sobre el contenido de sus palabras, dejadas en el Acta de martirio, como en sus cartas. Desde época muy remota, se ha creído que el interrogatorio al que fue sometido San Ignacio por Trajano fue el siguiente[2]:
Trajano: ¿Quién eres tú, espíritu malvado, que osas desobedecer mis órdenes e incitas a otros a su perdición?
Ignacio: Nadie llama a Teóforo espíritu malvado.
Trajano: ¿Quién es Teóforo?
Ignacio: El que lleva a Cristo dentro de sí.
Trajano: ¿Quiere eso decir que nosotros no llevamos dentro a los dioses que nos ayudan contra nuestros enemigos?
Ignacio: Te equivocas cuando llamas dioses a los que no son sino diablos. Hay un sólo Dios que hizo el cielo, la tierra y todas las cosas; y un solo Jesucristo, en cuyo reino deseo ardientemente ser admitido.
Trajano: ¿Te refieres al que fue crucificado bajo Poncio Pilato?
Ignacio: Sí, a Aquél que con su muerte crucificó al pecado y a su autor, y que proclamó que toda malicia diabólica ha de ser hollada por quienes lo llevan en el corazón.
Trajano: ¿Entonces tú llevas a Cristo dentro de ti?
Ignacio: Sí, porque está escrito, viviré con ellos y caminaré con ellos.
En el interrogatorio, San Ignacio no se muestra desesperado por aferrarse a la vida terrena; no busca congraciarse con quien es su perseguidor, que tiene a su vez el poder de ordenar su muerte. Por el contrario, defiende, con toda dignidad y con toda valentía, el Santísimo Nombre de Jesús, de manera que se siente ofendido cuando le dicen “malvado”, porque él no se considera malvado, ya que porta a Cristo Dios con él, y por eso quiere ser llamado “Teóforo”, “el que lleva a Cristo dentro de sí”. Puesto que Cristo es Dios y Dios es Bondad y Amor infinitos, es una calumnia llamar “malvado” a quien lo lleva a Cristo en su corazón. Otro testimonio es contra la fe del emperador romano, ya que San Ignacio le llama a sus dioses “demonios”, tal como lo dice la Escritura: “Los dioses de los gentiles son demonios”: “llamas dioses a los que no son sino diablos”. Hay un solo Dios, Nuestro Señor Jesucristo, Creador de todas las cosas y en las cuales él desea “ser ardientemente admitido”. No desea el reino terreno del emperador Trajano, adorador de demonios, sino el Reino eterno del Cordero de Dios, Jesucristo. Trajano le pregunta si el Cristo al que se refiere es “el que fue crucificado bajo Poncio Pilato”, y San Ignacio dice que sí, que es El que “con su muerte crucificó al pecado y a su autor”, es decir, lo proclama triunfador en la cruz sobre el pecado, el demonio y la muerte.
Una vez finalizado el interrogatorio y la proclamación de fe en Jesucristo, Trajano mandó encadenar al obispo para que lo llevaran a Roma y ahí lo devoraran las fieras en el circo romano. En ese momento, el santo exclamó: “Te doy gracias, Señor, por haberme permitido darte esta prueba de amor perfecto y por dejar que me encadenen por Ti, como tu apóstol Pablo”.
Rezó por la Iglesia, la encomendó con lágrimas a Dios, y con gusto sometió sus miembros a los grillos; y lo hicieron salir apresuradamente los soldados para conducirlo a Roma. Según consta en las Actas martiriales, las numerosas paradas dieron al santo oportunidad de confirmar en la fe a las iglesias cercanas a la costa de Asia Menor. Dondequiera que el barco atracaba, los cristianos enviaban sus obispos y presbíteros a saludarlo, y grandes multitudes se reunían para recibir su bendición. Se designaron también delegaciones que lo escoltaron en el camino. En Esmirna tuvo la alegría de encontrar a su antiguo condiscípulo San Policarpo; allí se reunieron también el obispo Onésimo, quien iba a la cabeza de una delegación de Éfeso, el obispo Dámaso, con enviados de Magnesia, y el obispo Polibio de Tralles. Burrus, uno de los delegados, fue tan servicial con san Ignacio, que éste pidió a los efesios que le permitieran acompañarlo. Desde Esmirna, el santo escribió cuatro cartas. Como vemos, la Iglesia primitiva no rehuía ni del martirio, ni de los mártires, sino que los acompañaba hasta el martirio y se consideraban felices si lograban ser contados entre los que daban la vida por Jesucristo. Todo lo opuesto a una Iglesia esposada con el mundo, que desea complacer a todos, so pena de apostatar de Cristo.

Precisamente, refiriéndose a este amor de caridad recibido por parte de los cristianos, San Ignacio dice así en una de sus cartas: “Temo que vuestro amor me perjudique, a vosotros os es fácil hacer lo que os agrada; pero a mí me será difícil llegar a Dios, si vosotros no os cruzáis de brazos. Nunca tendré oportunidad como ésta para llegar a mi Señor... Por tanto, el mayor favor que pueden hacerme es permitir que yo sea derramado como libación a Dios mientras el altar está preparado; para que formando un coro de amor, puedan dar gracias al Padre por Jesucristo porque Dios se ha dignado traerme a mí, obispo sirio, del Oriente al Occidente para que pase de este mundo y resucite de nuevo con Él...”. De forma admirable, San Ignacio les agradece el amor que le demuestran, pero les suplica que “se queden cruzados de brazos” con respecto a cualquier acción intencionada a rescatarlo; él no solo no quiere ser rescatado, sino que desea fervientemente ser ejecutado y morir, porque no muere por una causa vacía, sino que muere dando testimonio de Jesucristo, lo cual es una gracia que San Ignacio reconoce y agradece. Para el santo, la mayor muestra de amor que le pueden dar los cristianos, es dejar que él sea “derramado como una libación a Dios”, para morir a este mundo y “pasar de este mundo a la resurrección”, a la vida eterna con Él. No solo no se aferra a esta vida, sino que desea “salir” de ella, pero porque dando testimonio de Cristo, resucitará a la vida eterna.
Continúa luego: “Sólo les suplico que rueguen a Dios que me dé gracia interna y externa, no sólo para decir esto, sino para desearlo, y para que no sólo me llame cristiano, sino para que lo sea efectivamente...”. Les pide que recen para que no solo lo diga, sino que lo desee realmente, para así poder ser llamado “cristiano”. De esto deducimos que, para San Ignacio –y también para toda la Iglesia- el nombre de “cristiano” o “católico”, implica un desapego de esta vida terrena y un deseo ardiente de la vida eterna, de la resurrección en Cristo. Si un cristiano o un católico se muestra apegado a esta vida y sus placeres, y no muestra deseos de la eternidad en Jesucristo, entonces debe meditar en lo que el nombre de cristiano o católico significa y para eso está la vida de San Ignacio de Antioquía.
Más adelante, dice así: “Permitid que sirva de alimento a las bestias feroces para que por ellas pueda alcanzar a Dios. Soy trigo de Cristo y quiero ser molido por los dientes de las fieras para convertirme en pan sabroso a mi Señor Jesucristo. Animad a las bestias para que sean mi sepulcro, para que no dejen nada de mi cuerpo, para que cuando esté muerto, no sea gravoso a nadie...”. Les pide a los cristianos que no solo no intervengan para impedir su muerte, sino que “permitan que él sirva de alimento a las bestias feroces”, así él, que es “trigo de Cristo”, pueda ser ofrecido a Cristo “como pan sabroso”. Parecería lo inverso a lo que sucede en la comunión eucarística, en la que el alma parece comulgar a Jesucristo, Pan de Vida eterna, mientras que en la realidad, es el mártir el que, inhabitado por el Espíritu Santo, es consumido por Cristo, por así decirlo, ya que por la muerte martirial, se une a Él de modo orgánico e íntimo, por el Espíritu Santo. Entonces, todo lo opuesto a lo que el mundo de hoy nos dice con respecto al cuerpo y a la vida terrena: tanto el cuerpo como la vida terrena son para despreciar, si es que así se da testimonio del Hombre-Dios Jesucristo.
Se considera no un apóstol, sino un “reo condenado” y “un esclavo”, pero un esclavo que, por el sufrimiento de la muerte, llegará a ser libre en Cristo, porque “resucitará en Él”: “No os lo ordeno, como Pedro y Pablo: ellos eran apóstoles, yo soy un reo condenado; ellos eran hombres libres, yo soy un esclavo. Pero si sufro, me convertiré en liberto de Jesucristo y en Él resucitaré libre”.
Sabiendo que las bestias están prontas para destrozarlo, no solo no muestra congoja alguna, sino que muestra alegría al saber que será devorado por ellas, e incluso las incitará a atacarlo si las bestias no lo hacen por sí mismas, ya que San Ignacio desea que sean las bestias quienes le quiten aquello que le impide el gozo total y pleno, en la gloria del cielo, y es esta vida terrena: “Me gozo de que me tengan ya preparadas las bestias y deseo de todo corazón que me devoren luego; aún más, las azuzaré para que me devoren inmediatamente y por completo y no me sirvan a mí como a otros, a quienes no se atrevieron a atacar. Si no quieren atacarme, yo las obligaré”.
San Ignacio sabe que esta muerte terrena “es lo que le conviene” y es la que lo hace ser verdaderamente “discípulo” de Cristo, porque si Cristo dio su vida al Padre en la cruz, él lo imita y participa de su Pasión, ofreciendo su vida a Cristo. De modo que el discípulo no teme a la muerte, en tanto y en cuanto esta muerte lo conduce a la vida eterna, a la resurrección: “Os pido perdón. Sé lo que me conviene. Ahora comienzo a ser discípulo. Que ninguna cosa visible o invisible me impida llegar a Jesucristo”.
No importa la crueldad de la muerte que tenga que sufrir, con tal que que así llegue a ver a Cristo: “Que venga contra mí fuego, cruz, cuchilladas, desgarrones, fracturas y mutilaciones; que mi cuerpo se deshaga en pedazos y que todos los tormentos del demonio abrumen mi cuerpo, con tal de que llegue a gozar de mi Jesús”. El mundo nos enseña un apego desordenado a esta vida terrena, pero San Ignacio nos ayuda a medirla en su verdadera magnitud: un estadio intermedio antes de la vida eterna.
Si alguien pretende impedir su muerte martirial, estará siendo cómplice del Demonio y por eso les pide que “se pongan de su lado y del lado de Dios”: “El príncipe de este mundo trata de arrebatarme y de pervertir mis anhelos de Dios. Que ninguno de vosotros le ayude. Poneos de mi lado y del lado de Dios”.
El verdadero cristiano no puede amar el mundo y  nombrar a Jesucristo; el verdadero cristiano debe despreciar este mundo y la vida terrena y nada debe hacerlo cambiar de opinión, porque la verdadera vida es la vida eterna: “No llevéis en vuestros labios el nombre de Jesucristo y deseos mundanos en el corazón. Aun cuando yo mismo, ya entre vosotros os implorara vuestra ayuda, no me escuchéis, sino creed lo que os digo por carta. Os escribo lleno de vida, pero con anhelos de morir”. Tiene ganas de morir, pero para vivir eternamente adorando al Cordero de Dios, Jesucristo. San Ignacio de Antioquía nos da ejemplo de cómo debemos ser los católicos de todo tiempo, incluidos nosotros, los que vivimos en este siglo XXI, materialista, hedonista y ateo.



[1] http://evangeliodeldia.org/main.php?language=SP&module=saintfeast&localdate=20171017&id=12260&fd=0

jueves, 12 de octubre de 2017

Santa Teresita del Niño Jesús y el camino de la infancia espiritual


         Podemos decir que Santa Teresita hace suyo el pedido de Jesús: “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 18, 3). En efecto, en una de sus obras, Santa Teresita escribe así: “Mi caminito es el camino de una infancia espiritual, el camino de la confianza y de la entrega absoluta”. Para Santa Teresita, el camino al cielo es el camino de una “infancia espiritual”. Esto aparece como una contradicción con las enseñanzas del mundo, porque el mundo enseña, precisamente, en contra de toda inocencia, la madurez en todos los sentidos –corporal, física-, de manera tal que los que triunfan según el esquema del mundo, son aquellos que más prontamente han abandonado la infancia. Para el mundo, la infancia es un disvalor, o bien es un valor al cual hay que corromper lo antes posible, contaminándolo precisamente con las máximas mundanas, quitando cuanto antes todo lo que no sea del mundo. Para el mundo, cuanto antes se pierden las características de la infancia, tanto mejor es, pues las almas mundanas necesitan de una astucia de la cual carece la infancia.
         Ahora bien, ¿en qué consiste esta infancia espiritual? ¿Cómo es posible adquirirla, para aquellos que ya no son niños?
         Ante todo, la infancia espiritual, como camino espiritual que conduce al cielo, es decir, a la unión del alma con Dios Uno y Trino, no es sinónimo de “infantilismo”, ya que esto último no es más que una característica negativa de la infancia, en la que se destacan la inmadurez emocional, espiritual y afectiva, propia de todo niño.
         La “infancia espiritual” de Santa Teresita, como dijimos, está fundada sobre las palabras de Jesús: “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos”. En la misma descripción de Santa Teresita ya hay un indicio acerca de en qué consiste: la describe como “camino de confianza y entrega absoluta”, obviamente, en Dios. En su camino hacia Dios, el alma debe entonces crecer en estas dos virtudes: confianza y entrega absoluta. Para darnos una idea de qué se trata, podemos contemplar a un niño recién nacido en su relación con su madre: movido por el amor filial, el niño confía en su madre y se abandona en sus brazos; todavía más, desea estar en brazos de su madre, si fuera posible, las veinticuatro horas del día. Así como el niño no solo no teme nada malo de su madre y por el contrario, solo se siente seguro y feliz entre sus brazos, de la misma manera el alma que ama a Dios debe abandonarse en sus brazos, tal y como lo hace un niño recién nacido y como lo hacen los niños, que solo esperan bondad y amor de sus madres, así el cristiano, abandonado filialmente en Dios, solo espera de Él lo que Él Es y puede y quiere dar, bondad y amor. El alma que ama a Dios experimenta respecto a Él el verdadero temor, que no es igual a miedo, ya que se funda en el amor, porque ama tanto a Dios, que el solo hecho de pensar que puede llegar a ofenderlo con un acto malvado de su parte, lo hace apartarse inmediatamente de este mal. La confianza en Dios se basa entonces en el amor a Dios: así como un hijo, al amar con toda su capacidad de amor a su madre, no quiere disgustarla en lo más mínimo y por ese motivo no solo evita el mal sino que en todo busca complacer a su madre, con toda clase de obras buenas, así también el alma que ama a Dios, movido por este amor, se aparta de todo mal y busca solo obrar el bien y la misericordia. No le basta con no disgustar a su Padre Dios, sino que desea ser de su agrado, y para ello obra siempre el bien, movido por la gracia.
         El otro interrogante relativo a la infancia espiritual es cómo adquirirla, puesto que quienes ya no están en la edad de la infancia, no pueden, obviamente, regresar a ella. Ante todo, no se trata de adquirir un comportamiento ficticio, anti-natural, en el sentido de pretender tener una edad que no se tiene –la ideología de género, perversión diabólica, sí lo hace-, sino de crecer –paradójicamente-, desde un estado de madurez espiritual, hasta un estado de infancia espiritual. Esto, que parece un contrasentido imposible, es posible para Dios, puesto que es su gracia la que concede la verdadera y única infancia espiritual necesaria para alcanzar el cielo. Por la gracia santificante, el alma –independientemente de su edad biológica, ya que puede ser un niño, un joven, un adulto, un anciano- se hace partícipe de la Inocencia, el Candor, la Pureza Increadas, que caracterizan el Alma glorificada del Señor Jesús. Es la Segunda Persona de la Divinidad, la que posee en sí misma las características propias de la niñez y en un grado infinito: pureza de cuerpo y alma, candor, inocencia, bondad, amor. Solo de esta manera, es decir, participando por la gracia de estas características del Ser divino trinitario que son propias de Jesús, el Hijo de Dios encarnado, puede el alma, a pesar de su edad biológica –puede ser un anciano- “ser como niño”, esto es, ser como el Niño Dios, como Dios que se hace Niño para que los hombres, crecidos en la concupiscencia, adquieran la inocencia y la pureza del Ser trinitario divino. Solo así el niño –aquel que es niño biológicamente- adquiere la madurez y la sabiduría celestial necesarias para crecer espiritualmente y estar así en grado de alcanzar el Reino de los cielos. Ser espiritualmente como niños recién nacidos, por la gracia santificante, es esto lo que Santa Teresita del Niño Jesús afirma cuando dice: “Mi caminito es el camino de una infancia espiritual, el camino de la confianza y de la entrega absoluta”. Como niños recién nacidos, que descansan confiados y alegres en los brazos de su madre, así el cristiano, convertido en niño recién nacido por la gracia, se abandona confiado y con total amor en brazos de su Madre, la Virgen Santísima.


         

sábado, 7 de octubre de 2017

Memoria de los Santos Ángeles Custodios


Los Santos Ángeles Custodios, creados para alegrarse en la contemplación de la gloria de Dios Uno y Trino y su Mesías, el Cordero, han recibido también una misión en favor de los hombres, de modo que con su presencia invisible, pero solícita, los asistan y acompañen[1].
Ángel es una palabra griega que significa mensajero (la misma que está en la raíz de la palabra “eu-angelio”, es decir, “mensaje bueno, propicio”).
El hombre se relaciona con los ángeles por su componente espiritual, el alma, y es así que en las Escrituras se lo asocia más a los ángeles que a los animales, con los cuales comparte la naturaleza corpórea. Esto se puede constatar, por ejemplo, en las distintas traducciones del salmo 8: “[al hombre] lo has hecho poco inferior a los ángeles” (traducción litúrgica); otros dicen: “Apenas inferior a un dios le hiciste” (Biblia de Jerusalén); o también: “lo has hecho poco inferior a Dios” (New American Standard Bible, en inglés el original).
Lo importante de esto es que, en el salmo, escrito por inspiración divina, habla de la excelsitud de un ser humano que a pesar de estar en la tierra sólo puede medirse auténticamente en las realidades divinas –Dios, los ángeles-; es decir, en vez de comparar al hombre con monos o moscas de la fruta, el salmo lo parangona con seres divinos y esto habla ya por sí mismo del amor con el que Dios ha creado al hombre.
Esta posición privilegiada del hombre, que lo acerca a los ángeles e incluso a Dios mismo, ya que lo muestra como hecho “a su imagen y semejanza”, se observa con claridad en el esquema de la Biblia hebrea: Dios está directamente en contacto con el hombre, lo salva, lo “amasa” para crearlo, le infunde su soplo de vida, se enfada con el hombre, se lamenta, se airía, camina a su lado, pero no compite con su poder (“Yo soy Dios, no un hombre”), no puede medirse el poder del hombre con el de Dios ni el de Dios con el del hombre. Deberíamos poder afirmar que para la Biblia Dios es en el hombre, a la vez que su destino trascendente, el origen de su más profunda raíz interior, puesto que es el Creador del acto del ser del hombre, lo cual se manifiesta en la expresión de San Agustín: Dios es “más interior que lo más íntimo mío, superor a lo más alto mío”[2]. Esa doble afirmación forma parte de la “experiencia de Dios” del creyente, la expresa la Biblia con metáforas, como cuando Elías ve la “espalda” de Dios, o Jacob “lucha con ‘Alguien’” en la noche, o como cuando se ve el “rostro de Dios”. De Dios nunca vemos su ser sino un rostro, una manifestación. Aparece luego una nueva expresión, “Melek Yahveh”: el Ángel de Yahveh (el Mensajero de Yahveh), presente en los primeros libros de la Biblia, cuando en el contexto que exige que sea el propio Dios quien habla, el texto dirá que ha sido Melek Yahveh, como por ejemplo, en el relato del “sacrificio de Abraham” (Gn 22), vemos que quien se le dirige es Melek Yahveh, pero luego queda claro que el diálogo se produce con el propio Dios (“ya que no me has negado...”); lo mismo pasa con la revelación de la zarza ardiendo, y en muchos otros relatos. El “ángel” -para esos textos bíblicos- no es otro que el propio Dios, y no un ser separado y distinto; sin embargo no es indiferente que los textos hablen de Melek Yahveh, en vez de hablar directamente de Yahveh, ya que ese “ángel” cumple una función específica: paradójicamente, no la de revelar a Dios, sino la de velarlo, la de no exponerlo tanto. En el Misal Romano, en la Plegaria Eucarística I, se dice, en este mismo sentido, que “el Ángel de Dios” es el que lleva la ofrenda eucarística, esto es, la Hostia ya consagrada, hasta el trono de Dios, y este Ángel de Dios, no es otro que el mismo Dios, en la Persona del Espíritu Santo.
En el Nuevo Testamento, las cosas no cambian muy radicalmente: posiblemente una de las mejores definiciones bíblicas de “ángel”, una de las definiciones más utilizadas por la teología, esté precisamente en carta a los Hebreos, 1,14: “espíritus servidores con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación”. Esta frase está dicha en el contexto de una polémica religiosa, contra aquellos que pretenden poner a los ángeles en un peldaño superior al hombre, y el versículo anterior dirá: “¿A qué ángel dijo [Dios] alguna vez: ‘Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies?’”. La carta a los Hebreos no quiere exaltar a los ángeles, sino por el contrario, volver a situarlos en la posición subordinada que tienen en los textos bíblicos del Antiguo Testamento. Cristo, como verdadero hombre, se dirige a hombres, y es a los hombres a quienes abrió las puertas del Santuario Divino (Heb 9,12).
Para la teología, los ángeles son espíritus puros, individuales, dotados de inteligencia y voluntad, creados por Dios para asistirlo y sobre todo para realizar misiones entre los hombres y para servir al santuario divino en la liturgia eterna (ver, por ejemplo, Apocalipsis). Puesto que toda nuestra experiencia, incluso la que penetra en las realidades espirituales, comienza con los sentidos, con lo corpóreo y físico que nos rodea, poco podemos decir de ellos que no esté en peligro de desvariar y fantasear sobre realidades que se nos escapan. En la cuestión de los ángeles, como en todas las realidades que por su propia definición trascienden nuestras posibilidades de conocimiento natural, lo mejor es siempre mantenernos en la confesión de fe sencilla y poética de la Biblia, sin pretender decir mucho más que lo que ella dice y atenernos también a lo que el Magisterio y la Tradición de la Iglesia nos dicen de ellos. Si no hacemos así, corremos el grave riesgo, como sucede en la actualidad, en el que la angeleología está gravemente contaminada por el gnosticismo acuariano de la Nueva Era, que nos presenta ángeles que no tienen a Jesucristo por Rey ni a la Virgen por Reina, ni nos conducen al camino de la salvación, que es Cristo.
No sabemos en realidad cómo existen y actúan los “ángeles custodios”, y si quisiéramos racionalizarlos teológicamente –es decir, reducirlos al nivel de nuestra razón-, terminaríamos en absurdos antropológicos; pero sí sabemos que Dios envía a sus ángeles para que nos acompañen en este mundo de soledad y dolor, como Rafael acompañó a Tobías. Igual que Rafael, los ángeles presentan a Dios las oraciones de los hombres, las introducen en el coro celestial. A la mirada materialista el hombre le parece “no más que un mono” –la nefasta teoría de Darwin, que afirma que el hombre proviene del mono, para contrarrestar, precisamente, la verdad bíblica de que el hombre ha sido creado por Dios-; sin embargo, Jesús nos advierte que cada hombre, incluso el más pequeño y desvalido, está ya mismo -no sólo cuando muera- ante el rostro de Dios, precisamente a través de su ángel: “Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos” (Mt 18,10). El hombre aparece así, ya como ciudadano de la tierra y por eso desvalido, pero a la vez ya habitante de los cielos, pero cada uno tan valioso y amado personalmente por Dios, que Dios envía a estos espíritus celestiales para que custodien a su creatura amada de manera tal que, protegiéndolo de todo peligro que amenace su vida eterna, lo conduzcan a la feliz unión con Él en el Reino de los cielos.
Con la relación a la historia de su culto, dice así Butler[3]: “Desde los primeros tiempos de la Iglesia, se tributó honor litúrgico a los ángeles. El oficio de la dedicación de la iglesia de san Miguel Arcángel, en la Vía Salaria, y el más antiguo de los sacramentarios romanos, llamado “Leonino”, aluden indirectamente en las oraciones al oficio de guardianes que desempeñan los ángeles. Desde la época de Alcuino (muerto el año 804), existe una misa votiva “ad suffragia angelorum postulanda”, y el mismo Alcuino habla dos veces en su correspondencia de los ángeles guardianes. La misa votiva de los Ángeles solía celebrarse el lunes, como lo prueba el Misal de Westminster, compuesto alrededor del año 1375. En España la tradición dice que también cada una de las ciudades tiene su ángel guardián particular. Así, por ejemplo, un oficio del año 1411 hace alusión al ángel guardián de Valencia. Fuera de España, Francisco de Estaing, obispo de Rodez, obtuvo del Papa León X una bula en la que dicho Pontífice aprobaba un oficio especial para la conmemoración de los Ángeles de la Guarda el l de marzo. También en Inglaterra estaba muy extendida la devoción a los ángeles. El Papa Paulo V autorizó una misa y un oficio especiales, a instancias de Fernando II de Austria, y concedió la celebración de la fiesta de los Santos Ángeles en todo el imperio. Clemente X la extendió como fiesta de obligación a toda la Iglesia de Occidente en 1670, y fijó como fecha de la celebración, el primer día feriado después de la fiesta de San Miguel, lo que luego derivó en el 2 de octubre como fecha fija.
Al recordarlos en su día, no dejemos de dar gracias a Dios por haber puesto a estos seres espirituales, llenos de su amor y de su gracia, para nuestra custodia en esta vida terrena, tan llena de tribulaciones, de peligros, de acechanzas del Enemigo de las almas, que dificultan nuestro peregrinar, por el desierto del mundo, hasta la Jerusalén celestial. Pero precisamente, nuestros Ángeles de la Guarda están para sostenernos en las tribulaciones, para defendernos de las seducciones y perversiones del Ángel caído y, sobre todo, para ayudarnos a perseverar en la gracia y a crecer, cada día más, en el Amor al Rey de los Ángeles, Cristo Jesús, y a la Virgen, Reina de los Ángeles. Que nuestros Ángeles de la Guarda y que el Ángel Custodio de Argentina nos libren de nuestros enemigos, los ángeles caídos, para que así seamos capaces, algún día, por la Misericordia Divina, de llegar al Reino de los cielos, para alabar, amar y adorar, nosotros junto con nuestros Ángeles, a Dios Uno y Trino y al Cordero, por los siglos sin fin.



[2] Conf. III, 11.
[3] Cfr. Herbert Thurston, SI, Vidas de los santos de A. Butler