San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 30 de abril de 2021

San José, Patrono de los trabajadores

 


         El trabajo dignifica al hombre, ya que es un mandato divino en el Génesis: “Ganarás el pan de cada día con el sudor de tu frente”. Dios mismo da el ejemplo, pues Él “trabaja” –es un antropormorfismo, una manera de adecuar el hecho a la capacidad de interpretación del hombre- cuando Él crea el mundo, pues la Sagrada Escritura dice que “Dios creó el mundo y al séptimo día descansó” y el descanso viene luego de, obviamente, una ardua jornada de trabajo.

         Ahora bien, el trabajo ha sido, más que dignificado, santificado por el Hombre-Dios Jesucristo, pues siendo Él Dios en Persona, la Segunda de la Trinidad, quiso encarnarse en una humanidad, la humanidad santísima de Jesús de Nazareth y quiso, a través de esa humanidad, trabajar y como todo lo que Dios hace es santo, santificó el trabajo. Es decir, a partir de Cristo, el trabajo humano se convierte –siempre ofrecido a Dios como un sacrificio por medio de Jesucristo- en un medio de santificación del alma y un medio para alcanzar, meritoriamente, el Reino de los cielos. El hombre que trabaja imita, por un lado, a Dios Padre, quien “trabajó” en la Creación del universo visible e invisible; por otro lado, imita al Hombre-Dios Jesucristo, quien por la Encarnación, debió trabajar para ganar el sustento diario para su familia, ayudando a San José en su labor de carpintería.

         El trabajo, además de ser una virtud, porque con él se cumple el mandato divino de ganar el pan con el sudor de la frente, es también un medio de santificación del alma, pues cuando el trabajo –bien hecho, con la mayor perfección posible, porque no se puede ofrecer a Dios un trabajo hecho con mala gana-, se convierte en un camino para ganar, con méritos, el Reino de los cielos. Trabajar, para el cristiano, tiene una profunda connotación religiosa, pues une al alma a Dios Padre y a Dios Hijo y también a Dios Espíritu Santo, porque esta unión es realizada por el Espíritu Santo, el Espíritu del Amor del Padre y del Hijo.

         Quien no trabaja –no porque no puede, ya que hay gente verdaderamente impedida de trabajar-, se aleja de la Trinidad, comete el pecado capital de la pereza y se acerca e imita al Padre de la pereza, el Demonio, quien en su odio contra Dios y el hombre, incita a éste último a no trabajar, para que precisamente no se parezca a Dios en su trabajo y no gane el Cielo con su trabajo. El perezoso, el que pretende ganar dinero sin trabajar, a costa del trabajo de los demás, no solo es una carga social, pues toda la sociedad debe aportar, forzadamente, para su manutención, sino que además se convierte en un agente de Satanás en el mundo y en un reclutador de futuros habitantes del Infierno, puesto que la pereza es un pecado capital y quien muere en pecado capital, se condena. Por esta razón, no da, absolutamente, lo mismo, trabajar que no trabajar: quien trabaja configura su alma a Dios Trino, posee en su corazón a Dios Hijo y hace méritos para ganar el Cielo; quien no trabaja, configura su alma al Perezoso por antonomasia, el Demonio, expulsa de su corazón a Dios Trino y entroniza al Demonio y se hace acreedor de un lugar fijo en el Infierno. Puede suceder, en algunos casos excepcionales, y por corto plazo de tiempo, que una familia necesite ayuda extra del Estado y de organizaciones no gubernamentales para poder subsistir durante un tiempo; pero si esta ayuda económica se prolonga de generación en generación, de manera que en una familia se dan tres, cuatro o cinco generaciones que no trabajan porque reciben subsidios del Estado, entonces en ese caso hay un deliberado deseo de no trabajar, de vivir sin trabajar, de vivir del dinero y el esfuerzo de los demás –lo cual, además de la pereza, le agrega el pecado del robo- y eso constituye un círculo vicioso que ningún cristiano, que se llame cristiano católico, puede permitirle, por el honor de su condición de católico y de hijo de Dios. El hijo de Dios debe desear parecerse a su Padre adoptivo, Dios Padre y al Hijo de Dios, Cristo Jesús, para ganar el pan con el sudor de su frente, para dignificarse a él y a su familia y para así ganar el Cielo. En este sentido, un ejemplo insuperable de trabajador infatigable, que vivió siempre con lo justo, pero sin que nunca le faltara nada para su familia, la Sagrada Familia de Nazareth, es San José, quien como padre adoptivo de Jesús y como esposo meramente legal de María Santísima, trabajó incansablemente para lograr el sustento de la Sagrada Familia. Según la Tradición, San José trabajó hasta el día de su muerte, pues fue en ocasión de acudir a un pueblo cercano, en medio de una tormenta de nieve, para cumplir un encargo de carpintería, lo que lo enfermó gravemente de neumonía, llevándolo a morir por esta enfermedad, en brazos de Jesús y María.

         No nos dejemos llevar por organizaciones anti-cristianas, como el socialismo, el comunismo ateo, el laicismo, que exaltan al trabajador pero solo para usarlo como propaganda para sus fines políticos, pues no desean la prosperidad del trabajador, sino su esclavización y el uso inhumano de su trabajo en beneficio propio y en cambio, imitemos a San José, Patrono de los trabajadores, para que con nuestro trabajo diario, hecho de cara a Dios y ofrecido a Él como sacrificio en Cristo Jesús, nos ganemos dos cosas: el pan de cada día y el Reino de los cielos.

jueves, 22 de abril de 2021

Santa Catalina de Siena

 


         Vida de santidad[1].

         Catalina nació en Siena, Italia, el 25 de marzo de 1347 y era la vigésimo cuarta hija de Santiago y Lapa Benincasa. A los quince años entró a la Tercera Orden de Santo Domingo, comenzando una vida de penitencia muy rigurosa. A los diecinueve años de edad celebró su matrimonio místico con Cristo. Nuestro Señor se le apareció y le dijo: “Ya que por amor a Mi has renunciado a todos los gozos terrenales y deseas gozarte solo en Mí, he resuelto solemnemente celebrar Mi esposorio contigo y tomarte como mi esposa en la fe”. Entonces Jesús puso un anillo de oro en el dedo de Catalina, y dijo: “Yo, tu creador y Salvador, te acepto como esposa y te concedo una fe firme que nunca fallará. Nada temas. Te he puesto el escudo de la fe y prevalecerás sobre todos tus enemigos”[2].

         Mensaje de santidad.

         Existen varios episodios de la vida de Santa Catalina que nos dejan, cada uno de ellos, un gran mensaje de santidad. Por ejemplo, al Papa, a quien ella llamaba con el nombre de “dulce Cristo en la tierra”, le reprochaba la poca valentía y lo invitaba a dejar Aviñón y regresar a Roma, con estas palabras: “¡Ánimo, virilmente, Padre! Que yo le digo que no hay que temblar”. Por estas valientes y decisivas palabras, dirigidas al Vicario de Cristo, es que el Papa regresó a Roma y así puso fin a la crisis que se había desatado en la Iglesia. Esto nos enseña, por un lado, que aun el Papa necesita consejos y mucho más como en este caso, que provienen del cielo, aunque son transmitidos por un instrumento humano; por otro lado, nos enseña que los enemigos de la Iglesia, que están dentro de Ella y quieren destruirla a toda costa, son también nuestros enemigos y debemos actuar en consecuencia, como lo hizo Santa Catalina, obrando por la oración y la acción, en este caso, dando el consejo espiritual al Santo Padre.

En otra ocasión, a un joven condenado a muerte y a quien ella había acompañado hasta el patíbulo, le dijo en el último instante: “¡A las bodas, dulce hermano mío, que pronto estarás en la vida duradera!”. Con estas palabras, la santa evidencia la gran verdad de nuestra fe católica, que es creer en la vida eterna, la cual comienza una vez atravesado el umbral de la muerte terrena, aunque por supuesto que, para llegar a esta vida eterna, se debe creer en Cristo como Dios Hijo encarnado y estar en estado de gracia en el momento de la muerte. Otro mensaje de santidad, por último, proviene de su condición de religiosa, como consagrada a Dios: Nuestro Señor se le apareció en la celda y le ofreció dos coronas, una de oro y otra de espinas, invitándola a elegir la que quisiera. La santa respondió: “Yo deseo, oh Señor, vivir aquí siempre conformada a tu pasión y a tu dolor, encontrando en el dolor y el sufrimiento mi respuesta y deleite”. Entonces, Santa Catalina eligió la corona de espinas y con decisión la tomó y la presionó con fuerza sobre su cabeza[3]. Esto nos enseña que también nosotros, aunque no se nos aparezca Jesús ofreciéndonos una corona de oro y otra de espinas, debemos elegir llevar la corona de espinas, aunque sea espiritual y moralmente: si Él está en la Cruz coronado de espinas, nosotros no podemos, en esta vida, llevar una corona de oro. En la otra vida, si morimos en gracia, Dios nos concederá la corona de gloria, infinitamente más valiosa que la corona de oro, pero mientras vivamos en esta vida terrena, debemos elegir, como Santa Catalina de Siena, la corona de espinas, para así vivir continuamente unidos a Cristo crucificado.