San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 27 de agosto de 2020

Santa Mónica

 Santa Mónica, madre de San Agustín | Reina del Cielo


         Si queremos saber algo acerca de la vida de santidad de Santa Mónica, debemos recurrir a su hijo San Agustín, puesto que él habla de su madre en uno de sus escritos llamados “Confesiones”. Dice así San Agustín acerca de su madre: “Noche y día mi madre oraba y gemía con más lágrimas que las otras madres derramarían junto al féretro de sus hijos”. La oración y el llanto de Santa Mónica duraron treinta años y por eso nos podemos preguntar la razón y la respuesta es que era la vida que llevaba su hijo, San Agustín: durante treinta años, San Agustín vivió una vida mundana, alejada del cristianismo, puesto que todavía no conocía a Cristo; pero además de esto, San Agustín entraba en una secta y salía para entrar en otra. En otras palabras, Santa Mónica lloraba por su hijo porque, como a toda madre le preocupaba la salud de su hijo, pero en este caso, le preocupaba ante todo su salud espiritual, porque ella, siendo ferviente cristiana como era, sabía que su hijo vivía en pecado mortal, no solo por su mundanidad, sino porque en su afán de búsqueda de la Verdad, no atinaba a encontrar la Única Verdad Absoluta y el Único Camino al cielo, Cristo Jesús y su Cruz.

         Pasados los treinta años en llanto y desolación, haciendo oración, penitencia y ayunos por la conversión de su hijo, Santa Mónica vio por fin el fruto de sus lágrimas y oraciones, ya que su hijo no solo se convirtió al catolicismo, sino que se convirtió en uno de los más grandes santos de la historia. Al poco tiempo, la madre de San Agustín enfermó gravemente y las palabras que entonces le dijo a San Agustín también son fuente de inspiración para nosotros los cristianos. Una vez más, recurrimos al mismo San Agustín, quien dice así: “Y mientras hablábamos e íbamos encontrando despreciable este mundo con todos sus placeres, ella dijo: “Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?”[1].

Santa Mónica, al ver a su hijo convertido al catolicismo, ya no deseaba nada de este mundo y sus falsos atractivos; sólo quería ir al Cielo, para gozar de la visión de la Trinidad y del Cordero. Aprendamos la lección que nos brinda Santa Mónica y que para nosotros sea también nuestra única prioridad y preocupación, la conversión propia del alma y la de nuestros seres queridos y la de todo prójimo, para luego gozar de la visión beatífica del Cordero de Dios en el Cielo.



[1] Cfr. Confesiones, Libro 9, 10, 23--11, 28: CSEL 33, 215-219.

miércoles, 19 de agosto de 2020

San Bernardo de Claraval

 


         Como homenaje a este gran santo, haremos una breve reflexión sobre una de sus homilías[1].

         Para el día de la Epifanía, San Bernardo contempla al Niño del Pesebre, el Niño Dios, y escribe así: “Ha aparecido la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre. Gracias sean dadas a Dios, que ha hecho abundar en nosotros el consuelo en medio de esta peregrinación, de este destierro, de esta miseria”. El Niño del Pesebre, el Niño Dios, es la Bondad Increada, que “ha aparecido” en nuestra tierra, para consolarnos en medio del destierro.

         Para San Bernardo, la Bondad de Dios, que se materializa en la Humanidad Santísima del Niño de Belén, ya existía desde la eternidad, puesto que ese Niño es en realidad no un niño humano, sino la Segunda Persona de la Trinidad, encarnada en una naturaleza humana: “Antes de que apareciese la humanidad de nuestro Salvador, su bondad se hallaba también oculta, aunque ésta ya existía, pues la misericordia del Señor es eterna”.

Ahora bien, esta Bondad Increada de Dios, dice San Bernardo, estaba “prometida” a los hombres, pero como Dios es por naturaleza invisible, no podía ser vista y por esta razón, muchos no creían en ella: “¿Pero cómo, a pesar de ser tan inmensa, iba a poder ser reconocida? Estaba prometida, pero no se la alcanzaba a ver; por lo que muchos no creían en ella”.

Esta Bondad de Dios, que también es Paz Increada en Sí misma, fue anunciada por medio de los profetas, pero una vez más, el creer en ella era difícil para el hombre, a pesar del anuncio de los profetas, porque los hombres, a causa del pecado original, en vez de paz en sus almas, experimentaban la aflicción y la angustia: “Efectivamente, en distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios por lo profetas. Y decía: Yo tengo designios de paz y no de aflicción. Pero ¿qué podía responder el hombre que sólo experimentaba la aflicción e ignoraba la paz? ¿Hasta cuándo vais a estar diciendo: “Paz, paz”, y no hay paz? A causa de lo cual los mensajeros de paz lloraban amargamente, diciendo: Señor, ¿quién creyó nuestro anuncio?”.

Pero desde la Encarnación, dirá San Bernardo, la Bondad de Dios y la Paz de Dios, encarnadas en el Niño de Belén, tendrán que ser creídas por los hombres, porque las verán con sus propios ojos, al contemplar al Niño de Belén: “Pero ahora los hombres tendrán que creer a sus propios ojos, y que los testimonios de Dios se han vuelto absolutamente creíbles. Pues para que ni una vista perturbada puede dejar de verlo, puso su tienda al sol”.

Con la Encarnación del Hijo de Dios, la paz de Dios ya no es simplemente anunciada, sino que es enviada a los hombres, en la Persona del Hijo de Dios: “Pero de lo que se trata ahora no es de la promesa de la paz, sino de su envío; no de la dilatación de su entrega, sino de su realidad; no de su anuncio profético, sino de su presencia”.

En ese Niño se contiene toda la Misericordia Divina, la cual es derramada en su totalidad en la Pasión y como ese Niño es Dios, al derramarse la Misericordia de su Corazón en la Pasión, se derrama con ella y en ella la misma divinidad: “Es como si Dios hubiera vaciado sobre la tierra un saco lleno de su misericordia; un saco que habría de desfondarse en la pasión, para que se derramara nuestro precio, oculto en él; un saco pequeño, pero lleno. Y que un niño se nos ha dado, pero en quien habita toda la plenitud de la divinidad”.

No puede ser de otra forma, puesto que en el Niño de Belén “habita la plenitud de la divinidad”, divinidad que vino en carne mortal, para que al manifestarse en su Humanidad, se revelase su Divinidad y su Bondad: “Ya que, cuando llegó la plenitud del tiempo, hizo también su aparición la plenitud de la divinidad. Vino en carne mortal para que, al presentarse así ante quienes eran carnales, en la aparición de su humanidad se reconociese su bondad”.

Al manifestarse la divinidad en la humanidad del Niño de Belén, se manifiesta también su Bondad, porque la encarnación supone que Dios en Persona ha asumido nuestra humanidad, la de todo hombre, no solo la de Adán, para salvarnos: “Porque, cuando se pone de manifiesto la humanidad de Dios, ya no puede mantenerse oculta su bondad. ¿De qué manera podía manifestar mejor su bondad que asumiendo mi carne? La mía, no la de Adán, es decir, no la que Adán tuvo antes del pecado”.

Al encarnarse, Dios se humilla a sí mismo y así manifiesta inequívocamente su misericordia: “¿Hay algo que pueda declarar más inequívocamente la misericordia de Dios que el hecho de haber aceptado nuestra miseria?”.

Siendo eterna en sí misma, la Palabra de Dios se manifiesta en una humanidad que es finita y mortal, dando así muestras de un amor infinito y eterno por los hombres que, siendo en sí mismos tan poca cosa, ven sin embargo a su Dios manifestado en la pobre humanidad: “¿Qué hay más rebosante de piedad que la Palabra de Dios convertida en tan poca cosa por nosotros? Señor, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder?”.

De la Encarnación de la Palabra y de su posterior Pasión y muerte en Cruz, deben deducir los hombres cuánto sufrió Dios encarnado por nuestro amor, para que inicie y crezca en nosotros el amor por la divinidad que inhabita en la humanidad del Niño de Belén: “Que deduzcan de aquí los hombres lo grande que es el cuidado que Dios tiene de ellos; que se enteren de lo que Dios piensa y siente sobre ellos. No te preguntes, tú, que eres hombre, porqué has sufrido, sino por lo que sufrió él. Deduce de todo lo que sufrió por ti, en cuánto te tasó, y así su bondad se te hará evidente por su humanidad. Cuanto más bueno se hizo en su humanidad, tanto más grande se reveló en su bondad; y cuanto más se dejó envilecer por mí, tanto más querido me es ahora. Ha aparecido –dice el Apóstol– la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre”.

Al contemplar al Niño de Belén y la divinidad que en Él inhabita y que se nos derrama sin límites en la Pasión, debe crecer en nosotros el amor de Dios, al ver cuán grande es la manifestación de su Bondad para con nosotros, porque por su humanidad derramó, desde la Cruz, su divinidad sobre nuestras almas: “Grandes y manifiestos son, sin duda, la bondad y el amor de Dios, y gran indicio de bondad reveló quien se preocupó de añadir a la humanidad el nombre Dios”.



[1] Oficio de Lectura, 29 de Diciembre; En la plenitud de los tiempos vino la plenitud de la divinidad;  De los sermones de san Bernardo, abad; Sermón 1 en la Epifanía del Señor, 1-2.