Estando San Luis Gonzaga en el noviciado, se desató una
epidemia[1] en
el año 1591, sobre toda la población de Roma. En algunos casos, la epidemia era
mortal. San Luis, que era seminarista jesuita, se dedicaba a recorrer las
calles para pedir víveres para los enfermos y luego se dedicó a curarlos él
personalmente, además de prepararlos para la confesión, en el hospital que los
jesuitas, por su cuenta, habían abierto
para atender a los enfermos graves y en el que todos los miembros de la
orden, desde el padre general hasta los hermanos legos, prestaban servicios
personales. Al estar en contacto con los enfermos, como era una enfermedad
contagiosa, San Luis se contagió y contrajo la enfermedad. Luego de tres meses
de estar enfermo con fiebre, San Luis se dio cuenta que estaba llegando la hora
de partir de este mundo, por lo que se dedicó, con sus pocas fuerzas, a
escribirle una carta a su madre, en la que la llama “ilustrísima señora” y en
la que le dice que no llore su muerte, pues él va al cielo, en donde están
todos vivos con Dios y en Dios.
Quienes
asistieron a sus últimos momentos, narran que no apartaba su mirada de un
pequeño crucifijo colgado ante su cama y que en todas las ocasiones en que le era
posible, se levantaba del lecho, por la noche, para besar las llagas de Jesús
crucificado y para besar una tras otra, las imágenes sagradas que guardaba en
su habitación; también oraba mucho, arrodillado en el estrecho espacio entre la
cama y la pared. Le preguntaba a su confesor, San Roberto Belarmino, si creía
que algún hombre pudiese volar directamente, a la presencia de Dios, sin pasar
por el Purgatorio; San Roberto le respondía afirmativamente y, como conocía
bien el alma de Luis, le alentaba a tener esperanzas de que se le concediera
esa gracia, esto es, la de pasar directamente de esta vida al cielo, sin pasar
por el Purgatorio.
En
una de aquellas ocasiones, el joven cayó en un arrobamiento que se prolongó
durante toda la noche, y fue entonces cuando se le reveló que habría de morir
en la octava del Corpus Christi. Durante todos los días siguientes, recitó el “Te
Deum” como acción de gracias. Algunas veces se le oía repetir las palabras del
Salmo 121, 1: “¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la Casa del Señor!”. En
una de esas ocasiones, agregó: “¡Ya vamos con gusto, Señor, con mucho gusto!”. Le
decía a Jesús que tenía muchas ganas de ir al cielo con Él. Al octavo día
parecía estar tan mejorado, que el padre rector habló de enviarle a Frascati.
Sin embargo, Luis afirmaba que iba a morir antes de que despuntara el alba del
día siguiente y recibió de nuevo el viático. Al padre provincial, que llegó a
visitarle, le dijo: “¡Ya nos vamos, padre; ya nos vamos...!”, “¿A dónde, Luis?”,
le preguntó su superior y San Luis contestó: “¡Al Cielo!”.
Finalmente,
San Luis Gonzaga murió a la edad de veintitrés años, con los ojos clavados en
el crucifijo y el nombre de Jesús en sus labios a la medianoche, entre el 20 y
el 21 de junio, repitiendo antes la misma oración de Jesús en la Cruz, antes de
morir: “En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu”.
Fue
canonizado en 1726; el Papa Benedicto XIII lo nombró protector de estudiantes
jóvenes y el Papa Pío XI lo proclamó patrón de la juventud cristiana.
El
mensaje de santidad de San Luis Gonzaga, además de su propia vida, está
plasmado en la carta que le escribe a su madre, a la cual le dice así, entre
otras cosas: “Alegraos, Dios me llama después de tan breve lucha. No lloréis
como muerto al que vivirá en la vida del mismo Dios. Pronto nos reuniremos para
cantar las eternas misericordias”. Es decir, San Luis sabía que estaba por
morir, pero estaba contento porque sabía que iba a seguir viviendo en el cielo,
con Dios y de Dios. En la carta demuestra que ama a Dios por encima de todas
las cosas, que tiene un gran deseo del cielo, que conserva la pureza de su
cuerpo y de su alma para ir directamente al cielo y además demuestra un gran
amor a sus padres, sobre todo a su madre a la cual, como dijimos, no la llama
por su nombre, sino que le da el título de “ilustrísima señora”. Así, San Luis
Gonzaga nos enseña el amor a Dios y al cielo y a conservar la pureza del cuerpo
y alma para estar siempre en gracia y en estado de ir al cielo; además, San
Luis nos enseña el Cuarto Mandamiento, el amor a los padres luego del amor a
Dios.
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