San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 30 de junio de 2016

Santos Protomártires Romanos


         Algunos de los aspectos que se destacan en el martirio de estos santos es, por un lado, la calumnia propagada por Nerón por la cual los culpaba de un delito cometido por él -esto es, el incendio de Roma- y, por otro lado, la extrema crueldad demostrada por sus verdugos a la hora de darles muerte. Según narran historiadores paganos, como Cornelio Tácito[1], a algunos mártires se los rociaba de pies a cabeza con brea para luego prenderles fuego, quedando así convertidos en antorchas humeantes, y esto sin importar si se trataban de niños, mujeres, hombres; otro método era el arrojarlos a la arena del circo, revestidos con pieles de animales, para ser destrozados por las bestias salvajes[2], o bien crucificarlos para que murieran en medio de atroces dolores[3]. Tertuliano es quien describe también el grado de animosidad de la población, mayoritariamente pagana, en contra de la minoría cristiana,: “Los paganos atribuyen a los cristianos cualquier calamidad pública, cualquier flagelo. Si las aguas del Tíber se desbordan e inundan la ciudad, si por el contrario el Nilo no se desborda ni inunda los campos, si hay sequía, carestía, peste, terremoto, la culpa es toda de los cristianos, que desprecian a los dioses, y por todas partes se grita: ¡Los cristianos a los leones!”[4]. Esta animosidad era a su vez azuzada por las calumnias de Nerón, que inculpó falsamente a los cristianos de haber incendiado a Roma, un crimen del que él fue el único autor, expresándose así el historiador Tácito: “Como corrían voces que el incendio de Roma había sido doloso, Nerón presentó como culpables, castigándolos con penas excepcionales, a los que, odiados por sus abominaciones, el pueblo llamaba cristianos”[5]. Fueron estas dos situaciones las que, convergiendo, desencadenaron una de las más brutales persecuciones a los cristianos en la historia de la Iglesia, una persecución que se extendió a lo largo de casi tres años, desde el 64 d. C. hasta el 67 d. C.
         ¿Cuál fue la reacción de los cristianos, tanto a las calumnias de Nerón, como a la animosidad sedienta de sangre de los paganos?
         Los cristianos no se organizaron en milicias, no planificaron una revuelta contra el gobierno, no idearon una revolución, no respondieron a las calumnias con más calumnias, no atentaron contra la vida de quienes los perseguían, no se organizaron para conspirar ilícitamente contra la autoridad establecida, aun cuando esta era la que los perseguía injustamente. Esto es lo que NO hicieron. ¿Cuál fue la respuesta positiva de los cristianos, amenazados de muerte? Respondieron con mansedumbre y humildad, porque no solo no complotaron contra el injusto tirano que los condenaba a muerte sin delito alguno –al contrario, su fe en Jesucristo, el Hombre-Dios, era un acto de justicia, puesto que adoraban y honraban al Único Dios verdadero, Jesús de Nazareth-. Hubieran cometido un acto de injusticia e impiedad si, por el contrario, en vez de adorar a Jesucristo lo hubieran rechazado para postrarse ante los ídolos paganos y ofrecerles incienso y sacrificios, siendo como son, los ídolos de los paganos, “demonios”, tal como lo enseña la Escritura: “Los ídolos de los gentiles son demonios” (cfr. 1 Cor 10, 20). Pero los protomártires se mantuvieron firmes en la fe en Jesucristo como el Dios Mesías, encarnado en una naturaleza humana, que por el sacrificio en cruz redimió a los hombres, les concedió la filiación divina, les abrió las puertas del cielo y los hizo herederos del Reino de Dios. Frente a la violenta persecución, los protomártires se organizaron pacíficamente en grupos que, reuniéndose en las catacumbas, sólo querían seguir adorando a su Dios y Señor, Jesús de Nazareth, que había dado la vida por ellos en la cruz y por quien ellos ahora tenían la oportunidad de ofrendar sus vidas en testimonio de su divinidad. Los cristianos protomártires de Roma reaccionaron con mansedumbre y humildad, entregándose serena y pacíficamente a sus perseguidores, manifestando así que participaban de la mansedumbre, la humildad y la santidad del Rey de los mártires, Cristo Jesús, el Cordero de Dios. Y lo que hacía posible que estos mártires entregaran sus vidas con amor y alegría por el Nombre de Cristo Jesús, era la Presencia del Espíritu Santo en sus almas, Espíritu que les concedía la fortaleza sobrehumana misma del Cordero y que les permitía afrontar su martirio plenos de dicha y de amor por Jesús. Es este el signo sobrenatural de los Santos Protomártires Romanos, perseguidos, torturados y asesinados en los inicios del cristianismo. Y es este también el signo sobrenatural de los cientos de miles de mártires que, en estos nuestros últimos tiempos ofrendan sus vidas por Jesucristo, principalmente en el genocidio que se lleva a cabo, en el siglo XXI, en Oriente. La única diferencia de estos mártires contemporáneos con los de los tiempos de Nerón, es que no son asesinados por las bestias del circo y sus afilados dientes y garras, sino que sucumben bajo las balas de los AK-47 y Kalashnikov empuñados por bestias humanas que actúan bajo nombres como ISIS, EI, Daesh, Al Qaeda.



[1] Cfr. Libro XV de los Annales.
[2] Cfr. http://es.catholic.net/op/articulos/31952/primeros-mrtires-de-la-santa-iglesia-romana-santos.html
[3] https://www.aciprensa.com/recursos/santos-protomartires-de-la-iglesia-romana-2687/
[4] http://es.catholic.net/op/articulos/31952/primeros-mrtires-de-la-santa-iglesia-romana-santos.html
[5] http://es.catholic.net/op/articulos/31952/primeros-mrtires-de-la-santa-iglesia-romana-santos.html

miércoles, 29 de junio de 2016

Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo


Santos Apóstoles Pedro y Pablo.

         Jesucristo nombra a Pedro como su Vicario en la tierra, constituyéndose así el Papa como el punto central de la Iglesia y el fundamento o piedra basal sobre la que se edifica el edificio de la Iglesia. De hecho, el nombre “Pedro” deriva de “piedra”, y es esto lo que Jesús quiere significar cuando, al cambiarle el nombre de Simón por Pedro, le dice: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16, 18). El Papa se constituye así en la piedra fundamental o basal sobre la cual se construye la Iglesia, la cual, mediante el Papa, descansa en el Hombre-Dios -que es la Roca de la cual participa Pedro como roca- y en el Espíritu Santo[1], que es el Alma de la Iglesia. El objetivo de Jesucristo, al instituir el Papado, es unir a todos los miembros de la Iglesia en sí mismo –en Cristo-, mediante la unidad de la fe[2]. Es decir, el Papa, en cuanto Vicario de Cristo, es el garante de que el Cuerpo Místico de Cristo, los bautizados en la Iglesia Católica, se encuentren unidos por una misma fe, basada en la Revelación del Hombre-Dios. Esta condición del Papa de ser garante de la unidad de los católicos en la fe está revelada en el diálogo registrado entre Jesucristo y Pedro: cuando Pedro reconoce en Cristo al “Mesías de Dios” y Jesucristo le dice: “Bienaventurado eres, Pedro, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre del cielo” (Mt 16, 17). Es decir, la recta fe acerca de Jesucristo en cuanto Hombre-Dios, en cuanto Segunda Persona de la Trinidad, encarnada en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía y que es el Salvador de los hombres en virtud de su sacrificio en cruz, está asegurada por el ministerio del Papa, porque su función esencial es, precisamente, la de “confirmar en la fe” a los bautizados. Pero además, puesto que en el Papa deposita Cristo la plenitud de la condición de Pastor de la Iglesia, por medio del Papa los bautizados se aseguran no solo la unidad en la fe, sino que, unidos por esta fe común, forman una comunidad –la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo- en la que los bautizados reciben la vida bienaventurada y eterna[3], por medio de los sacramentos. Es decir, así como un cuerpo no cesa en su función vital mientras está unido a su cabeza, así el Cuerpo Místico de Cristo, organismo vivo y vivificante, animado por su Alma que es el Espíritu Santo, necesita que Pedro, de una manera u otra, esté presente en persona –de ahí la necesidad de la sucesión de Pedro- para comunicar a los fieles, de forma ininterrumpida, la vida de Cristo –por medio de los sacramentos, que producen la gracia santificante-. Por último, a través del Papa en cuanto Vicario de Cristo, la Iglesia tiene la firme convicción de su triunfo sobre las fuerzas del Infierno, ya que Pedro es el depositario de la promesa de victoria final sobre su enemigo mortal, el Demonio: “Las puertas del Infierno no prevalecerán sobre ella (mi Iglesia)” (Mt 16, 18). Ahora bien, el Papa, Vicario de Cristo, cumple su función y es asistido por el Espíritu Santo, en tanto y en cuanto él mismo, en cuanto persona humana, adhiere libremente y en su totalidad, al depósito de la Fe de la Iglesia, contenido en su Magisterio bimilenario.




[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 584.
[2] Cfr. Scheeben, ibidem.
[3] Cfr. X. León-Duffour, Vocabulario de Teología Bíblica, Editorial Herder, Barcelona 1993, voz “Pedro, 670ss.

martes, 28 de junio de 2016

San Ireneo, obispo y mártir


San Ireneo vivó en un tiempo –el siglo II d. C.- en el que la Iglesia estaba amenazada por la gnosis –significa “conocimiento”-, una doctrina que afirmaba que la fe que enseñaba el Magisterio de la Iglesia era solamente un conjunto de símbolos adaptados a la mente de los sencillos, incapaces de comprender cosas difíciles; por el contrario, los iniciados, los intelectuales -se llamaban “gnósticos”- sí podían, en virtud de pertenecer a la gnosis, comprender lo que se encontraba oculto detrás de estos símbolos: estos “cristianos gnósticos”, iniciados en la verdadera religión, serían los que formarían un cristianismo de élite, intelectualista[1], reservado para los más capaces intelectualmente hablando.
         Pero, ¿qué sostiene, en concreto, la gnosis?
Se puede definir al gnosticismo como una amalgama –sincretismo- de creencias provenientes de Grecia, Persia, Egipto, Siria, Asia Menor, etc., con marcada influencia del idealismo platónico. Los integrantes de las sectas gnósticas –llamados a sí mismos “gnósticos”, es decir, los “conocedores”, quienes se jactaban de poseer conocimientos reservados sólo a los integrantes de las sectas gnósticas; estos conocimientos secretos provenían de los apóstoles y habían sido revelados sólo a ellos, los gnósticos, que por lo mismo, eran iluminados, los únicos en poseer la verdad acerca de la salvación. Se distinguía así dos niveles de conocimientos: uno superficial, el enseñado por la Iglesia Católica, destinado a los más incapaces intelectual y espiritualmente, y uno propiamente gnóstico, destinado al puñado de iluminados que conocían “la verdad” en cuanto a la salvación. Puesto que se llamaban a sí mismos “cristianos gnósticos”, provocaban gran confusión entre los fieles desprevenidos, y esa fue la razón por la cual la Iglesia se vio en el deber de confrontar los errores del gnosticismo para así diferenciar el cristianismo auténtico del falso cristianismo gnóstico, cuyas erróneas doctrinas falsificaban radicalmente el Evangelio. Entre los numerosos escritores cristianos de los primeros siglos que combatieron el gnosticismo están: San Ireneo, Orígenes, Justino, Hipólito y San Agustín[2].
         Ahora bien, de todos los errores, el principal error gnóstico estriba en la concepción errónea acerca de Jesús de Nazareth: para los gnósticos, “Jesús no es ni dios ni hombre sino un ser espiritual que solo aparentó tomar cuerpo y vivir entre nosotros para darnos los conocimientos secretos necesarios para liberarnos de la prisión que es nuestro cuerpo.  Por lo tanto, nos salvamos al adquirir conocimiento y no por la obra de redención de Cristo. Se trata de auto-divinización. Jesús estaba asociado al dios bueno. La mayoría creían que Jesús era un auténtico mediador entre nosotros y nuestra verdadera vida, más allá de la materia, en el dios bueno. Niegan la muerte expiatoria de Jesús (ya que no tenía verdadero cuerpo propio y porque no hace falta la redención cuando se tienen los conocimientos gnósticos). Rechazan la resurrección del cuerpo”[3].
         Es decir, el gnosticismo afirma que la materia es mala, que Jesús no es Dios, que no hay resurrección de los cuerpos, que Jesús no tuvo un cuerpo real. Todo esto afecta profundamente la fe central de la Iglesia, que afirma lo exacto opuesto a la gnosis: Dios ha creado la materia y por lo tanto, esta es buena; Jesús es Dios, es la Segunda Persona de la Trinidad; Jesús se encarnó en un cuerpo real; Jesús resucitó; Jesús prolonga su Encarnación en la Eucaristía, en donde se encuentra con su Cuerpo –real, material- glorificado y divinizado, al haber sido asumido por la Persona Segunda de la Trinidad, el Verbo de Dios.
         Contra el gnosticismo, que afecta sensiblemente la fe en la Presencia real en la Eucaristía de Jesús, es que escribió San Ireneo: “Si la carne no se salva, entonces el Señor no nos ha redimido con su sangre, ni el cáliz de la eucaristía es participación de su sangre, ni el pan que partimos es participación de su cuerpo. Porque la sangre procede de las venas y de la carne y de toda la substancia humana, de aquella substancia que asumió el Verbo de Dios en toda su realidad y por la que nos pudo redimir con su sangre, como dice el Apóstol: Por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados”[4]. San Ireneo hace hincapié en la realidad de la materia y también en la realidad del Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en la Eucaristía, contra los errores gnósticos que negaban sea la materia, sea la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, sea la realidad de su Carne gloriosa en la Eucaristía. Por eso es que dice que “la sangre proviene de las venas y de la carne y de toda la substancia humana” –está afirmando la realidad de la materia y del Cuerpo humano de Jesucristo-, al tiempo que afirma la Encarnación –Dios, Espíritu Puro, asume un cuerpo humano, sin dejar de ser Dios-, al hablar de “aquella substancia” –la naturaleza humana- que “asumió el Verbo de Dios” –divinidad de Jesucristo- y “por la cual nos pudo redimir con su sangre”. Es decir, San Ireneo afirma claramente, contra el error gnóstico, que Jesucristo tuvo un cuerpo material, corpóreo, real; que era Dios –el Verbo de Dios- y que por el don de su Cuerpo y su Sangre –su substancia humana glorificada- que se nos entrega en la Eucaristía –la Eucaristía, en sus accidentes, es materia-, nos salva.
Continúa luego San Ireneo, refiriéndose al cáliz, que contiene la Preciosísima Sangre del Señor, y el pan, que contiene su Cuerpo Sacratísimo, haciendo hincapié en que ambos “provienen de la creación material”, para contrarrestar el error gnóstico acerca de que la materia es “mala” porque fue creada por un “demiurgo malo”: “Y, porque somos sus miembros y quiere que la creación nos alimente, nos brinda sus criaturas, haciendo salir el sol y dándonos la lluvia según le place; y también porque nos quiere miembros suyos, aseguró el Señor que el cáliz, que proviene de la creación material, es su sangre derramada, con la que enriquece nuestra sangre, y que el pan, que también proviene de esta creación, es su cuerpo, que enriquece nuestro cuerpo”[5]. La materia no es mala, porque ha sido creada por Dios Creador y todo lo que hace Dios, lo hace bien y bueno; por lo tanto, el vino y el pan materiales, son los soportes materiales adecuados para la transubstanciación en la Sangre y el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo.
Luego, hace hincapié en la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Palabra eternamente pronunciada del Padre, que es recibido, en cuanto Palabra de Dios, por las substancias inertes del pan y del vino, produciéndose la transubstanciación, esto es, la conversión  milagrosa de la substancia del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Redentor, nada de lo cual sería posible si los gnósticos tuvieran razón: “Cuando la copa de vino mezclado con agua y el pan preparado por el hombre reciben la Palabra de Dios, se convierten en la eucaristía de la sangre y del cuerpo de Cristo y con ella se sostiene y se vigoriza la substancia de nuestra carne, ¿cómo pueden, pues, pretender los herejes que la carne es incapaz de recibir el don de Dios, que consiste en la vida eterna, si esta carne se nutre con la sangre y el cuerpo del Señor y llega a ser parte de este mismo cuerpo?”[6].
Y esta materia –Carne y Sangre del Redentor- unida a su divinidad –es la Persona Segunda de la Trinidad-, conjugadas en la Eucaristía, se convierten en alimento espiritual admirable para el hombre, a la par que por esta Eucaristía, es incorporado al Cuerpo sacramentado del Redentor, quedando tan unido a sus entrañas, que el hombre que se alimenta de la Eucaristía viene a ser “hueso de los huesos” del Redentor y “carne de su carne”, nada de lo cual sucedería ni sería posible, de ser cierto el error gnóstico de que Jesús es un fantasma: “Por ello bien dice el Apóstol en su carta a los Efesios: Somos miembros de su cuerpo, hueso de sus huesos y carne de su carne. Y esto lo afirma no de un hombre invisible y mero espíritu –pues un espíritu no tiene carne y huesos–, sino de un organismo auténticamente humano, hecho de carne, nervios y huesos; pues es este organismo el que se nutre con la copa, que es la sangre de Cristo y se fortalece con el pan, que es su cuerpo”.
Y el alma que se alimenta de la Eucaristía, como es la Eucaristía el Verbo de Dios Encarnado, que continúa y prolonga su Encarnación en el Pan del altar, recibe la vida eterna en germen, vida que luego se desarrollará en su plenitud cuando el cuerpo del hombre, hecho de materia, sea depositado en la tierra para luego resucitar: “Del mismo modo que el esqueje de la vid, depositado en tierra, fructifica a su tiempo, y el grano de trigo, que cae en tierra y muere, se multiplica pujante por la eficacia del Espíritu de Dios que sostiene todas las cosas, y así estas criaturas trabajadas con destreza se ponen al servicio del hombre, y después cuando sobre ellas se pronuncia la Palabra de Dios, se convierten en la eucaristía, es decir, en el cuerpo y la sangre de Cristo; de la misma forma nuestros cuerpos, nutridos con esta eucaristía y depositados en tierra, y desintegrados en ella, resucitarán a su tiempo, cuando la Palabra de Dios les otorgue de nuevo la vida para la gloria de Dios Padre. Él es, pues, quien envuelve a los mortales con su inmortalidad y otorga gratuitamente la incorrupción a lo corruptible, porque la fuerza de Dios se realiza en la debilidad”[7].
Al recordar a San Ireneo, obispo y mártir, le pidamos que interceda para que Nuestro Señor nos conceda una fe inmaculada e íntegra en su Presencia Eucarística.




[1] http://www.corazones.org/biblia_y_liturgia/oficio_lectura/pascua/3_jueves_pascua.htm
[2] http://www.corazones.org/diccionario/gnosticismo.htm
[3] Cfr. http://www.corazones.org/diccionario/gnosticismo.htm
[4] San Ireneo, Tratado contra las herejías, Libro 5, 2, 2-3: SC 153, 30-38.
[5] Cfr. ibidem.
[6] Cfr. ibidem.
[7] Del tratado de san Ireneo, obispo, contra las herejías
Libro 5, 2, 2-3: SC 153, 30-38.

viernes, 24 de junio de 2016

Solemnidad del Nacimiento de San Juan Bautista


Nacimiento de San Juan Bautista.

         La vida de San Juan Bautista es modelo de vida para todo cristiano, puesto que todo cristiano comparte su misión; todo cristiano está llamado a ser un “Juan Bautista” en el desierto sin Dios en el que se ha convertido el mundo contemporáneo.
         Es llamado “Precursor del Señor” porque su misión principal fue anunciar al mundo la Venida del Mesías, Dios, Encarnado y Redentor de los hombres y preparar los caminos delante de Él, es decir, llamar a la conversión de los corazones para que el Mesías y Salvador fuera recibido. Esta misión la comenzó ya a cumplir en el seno de su madre, Santa Isabel, cuando ante la Visitación de María Santísima, e iluminado por el Espíritu Santo, “saltó de gozo” (cfr. Lc 1, 41) en el vientre de Isabel al escuchar la voz de María y al saber, por vía sobrenatural, que el Niño en el seno de la Virgen, antes que su primo o pariente biológico, era el Dios Mesías, Salvador del mundo.
         El anuncio de la Llegada del Mesías continúa luego con la prédica en el desierto, en donde la austeridad de vida –viste con pieles de camello y se alimenta de langostas y miel silvestre-, acompañada de la oración y la penitencia, anuncian al hombre que la llegada del Mesías se acompaña de un cambio de vida, originada en una profunda conversión del corazón, el cual debe despegarse de las cosas terrenas si es que quiere elevarse al cielo.
         El testimonio del Mesías llega, en San Juan Bautista, al extremo del martirio, al ordenar el rey Herodes que Juan sea decapitado, cumpliendo así el deseo de su amante, Herodías. Aunque parezca que Juan el Bautista muere en defensa del matrimonio tradicional y por oponerse a la convivencia irregular –le había advertido repetidas veces a Herodes que “no estaba bien tomar la esposa del hermano”-, el Bautista muere sin embargo dando testimonio de un matrimonio místico, unas bodas esponsales celestiales, misteriosas, entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, de quienes los esposos –cristianos- son prolongación en la sociedad. Juan el Bautista no muere por el matrimonio tradicional y por condenar el adulterio: muere dando testimonio de Aquel por el cual el matrimonio tradicional se vuelve sacramento. El matrimonio de los esposos terrenos –varón y mujer- se injerta en el matrimonio místico entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa y es de este del cual obtiene sus características: fidelidad, unidad, unicidad, fecundidad de la prole, indisolubilidad. En otras palabras, el matrimonio de los esposos católicos toma sus características de la unión esponsal mística entre el Esposo celestial, Jesucristo, y la Esposa del Cordero, la Iglesia. Admitir el concubinato como válido, legitimar la convivencia prematrimonial aprobando el adulterio, es el equivalente a que Cristo –el Cristo de la Iglesia Católica, esto es, la Persona Segunda de la Trinidad encarnada en una naturaleza humana y que prolonga su Encarnación en la Eucaristía- pudiera ser desplazado de los sagrarios y tabernáculos, para colocar allí a ídolos pertenecientes a otras religiones o, lo que es lo mismo, que el Cristo Eucarístico fuera llevado fuera de la Iglesia Católica, para introducirlo en otras iglesias e incluso sectas. Así como el matrimonio cristiano y su fidelidad son reflejo y prolongación de la fidelidad de la unión esponsal mística entre Cristo y la Iglesia, así también, el adulterio o concubinato de los esposos terrenos, es un signo de esta Iglesia apóstata sin Cristo, o de un Cristo que se acomoda a otras iglesias, además de la católica. En otras palabras, si el matrimonio fiel es prolongación del matrimonio místico de Cristo y su Iglesia, el adulterio es signo de un Cristo con otra Iglesia, que no es su Esposa, o de una Iglesia, la Esposa, sin Cristo, porque lo ha rechazado a este y en su lugar ha entronizado a ídolos -imagen de los adúlteros- en lugar de su verdadero Esposo, Cristo Jesús en la Eucaristía.
         Es por esta verdad por la que Juan el Bautista da su vida, y todo cristiano está llamado a imitarlo en la proclamación y defensa de la verdad de Jesucristo, el Hombre-Dios, que unido en matrimonio místico con la Iglesia Esposa, es la Fuente de la santidad de la Iglesia y del matrimonio de los cristianos, en cuanto Él es la santidad Increada misma.
         El cristiano, en nuestros días, está llamado a cumplir la misma misión del Bautista: anunciar, en el desierto del mundo y de la historia humana, al Mesías Dios, Cristo Redentor, llevando una vida de oración y austeridad, como el Bautista, y proclamando la santidad del matrimonio cristiano en cuanto reflejo y prolongación de la unión esponsal mística entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. Todo cristiano está llamado a ser, en el desierto de la vida, un nuevo Juan Bautista, que anuncie con su austeridad y santidad de vida la Presencia del Cordero de Dios, Jesús en la Eucaristía.



martes, 21 de junio de 2016

San Luis Gonzaga


Nació el año 1568 cerca de Mantua, en Lombardía, hijo de los príncipes de Castiglione. Su madre lo educó cristianamente y muy pronto dio indicios de su inclinación a la vida religiosa: a los siete años, además de las oraciones matinales y vespertinas, comenzó a recitar el oficio de Nuestra Señora. La entrega a Dios, por manos de María, a tan temprana edad, y con tanto fervor y amor, llevó a su director espiritual, San Roberto Belarmino y a tres de sus confesores, que nunca, en toda su vida, cometió un pecado mortal[1]. Debido a su condición de perteneciente a la nobleza, debía presentarse con frecuencia en la corte del gran ducado, en donde, según un historiador, debía tratar con individuos que “formaban una sociedad para el fraude, el vicio, el crimen, el veneno y la lujuria en su peor especie”. Sin embargo, San Luis Gonzaga, en vez de sucumbir a la tentación de “ser uno más” en la perversión, degradándose en su hombría y en su condición de hijo de Dios, no solo se mantuvo en su estado de gracia, sino que lo acrecentó notablemente, “negándose a sí mismo” para “seguir a Cristo” día a día, por medio de la virtud y en la castidad.
El círculo en el que se movía San Luis Gonzaga, lleno de perversión y lujuria, correspondería, en nuestros días, a los grupos de jóvenes que se intercambian videos eróticos por el sistema de mensajería instantánea, a través de los celulares: el santo no aceptaría ni siquiera pasivamente formar parte de ese grupo, es decir, no aceptaría formar parte de ese grupo ni siquiera con la condición de recibir dichos videos pero no compartirlos a su vez; lo que haría San Luis Gonzaga, sería directamente no formar parte del grupo. También evitaría las conversaciones y las bromas de doble sentido, puesto que constituyen la ocasión próxima para pecar mortalmente, sino son ya en sí mismas, pecado mortal.
San Luis Gonzaga, para no ceder a la tentación, se sometía voluntariamente a una rigurosa disciplina, realizando ayunos, rezando y pidiendo la gracia de la santa pureza, todo con el fin de no solo no pecar mortalmente, sino de imitar a Jesús, el Cordero Inmaculado, en su pureza, porque la pureza, tanto corporal como espiritual –es decir, la pureza de la fe-, es una expresión, en el alma humana, de la perfección del Ser trinitario de Dios, que es la Pureza en sí misma.
De esta manera, con su lucha ascética y mística por no solo combatir la tentación de la impureza, sino por imitar a Jesucristo en su pureza inmaculada, San Luis Gonzaga ofrece, a los jóvenes de nuestros días, el verdadero ejemplo del varón, porque es varón verdaderamente no quien se deja arrastrar por cuanta tentación se le cruce, sino que es varón –hombre viril-, quien, asistido por la gracia, tiene como horizonte de su alma imitar la pureza de cuerpo y alma de los Sagrados Corazones de Jesús y María.
San Luis Gonzaga es ejemplo también de caridad –amor sobrenatural- heroica al prójimo, y sobre todo al prójimo más necesitado, porque precisamente murió luego de contagiarse auxiliando a los afectados por una peste que asoló Roma en el año 1591. En nuestros días, en donde el individualismo más crudo, fruto del materialismo, el ateísmo, el hedonismo y el relativismo, se traducen en el egoísmo más desenfrenado, que lleva a la persona a pensar sólo en sí misma y a olvidarse de Dios y de su prójimo.
Por último, frente a la cultura de la muerte en la que vivimos hoy, mediante la cual se elimina la vida humana en sus inicios –aborto- y en su final –eutanasia, incluso para niños-, San Luis Gonzaga es ejemplo de cómo la muerte, sufrida en unión a Cristo Jesús, es sólo un umbral que conduce al Reino de los cielos, en donde espera una eternidad de gozo y alegría inimaginables, para quien muere en estado de gracia santificante. En efecto, nuestro santo les decía a quienes se apenaban por su estado de agonía: “Alegraos, Dios me llama después de tan breve lucha. No lloréis como muerto al que vivirá en la vida del mismo Dios. Pronto nos reuniremos para cantar las eternas misericordias”. Y en sus últimos momentos, no apartó ni por un instante su mirada de un pequeño crucifijo colgado ante su cama. El día de su muerte -anticipado por el mismo Luis, quien dijo que habría de morir antes que despuntara el alba del siguiente-, se verificó el siguiente diálogo entre San Luis Gonzaga y el padre provincial de los jesuitas, orden a la que pertenecía: “-¡Ya nos vamos, padre; ya nos vamos...! -¿A dónde, Luis? -¡Al Cielo! -¡Oigan a este joven! -exclamó el provincial- Habla de ir al cielo como nosotros hablamos de ir a Frascati (un poblado cercano, N. del R.)”.
Entre las diez y las once de aquella noche se produjo un cambio en su estado y fue evidente que el fin se acercaba. Con los ojos clavados en el crucifijo y el nombre de Jesús en sus labios, expiró alrededor de la medianoche, entre el 20 y el 21 de junio de 1591, al llegar a la edad de veintitrés años y ocho meses. El Papa Benedicto XIII lo nombró protector de estudiantes jóvenes y el Papa Pio XI lo proclamó patrono de la juventud cristiana.
Nacido en el siglo XVI, San Luis Gonzaga es ejemplo inigualable de virtudes y modelo de vida cristiana caracterizada por el amor a Dios, la pureza de cuerpo y alma y el deseo de la vida eterna en el Reino celestial. San Luis Gonzaga contrarresta así los grandes males que amenazan a la juventud en nuestros días: la satisfacción hedonista de las pasiones, el ateísmo y la ausencia de sentido de la vida, anteponiendo la castidad, la fe en el Hombre-Dios Jesucristo y el motivo para vivir esta vida, ganar el Reino de los cielos por amor a Dios.



[1] Cfr. http://www.corazones.org/santos/luis_gonzaga.htm; Benedictinos, monjes de la abadía de San Agustin en Ramsgate. The Book of Saints. VI edition. Wilton: Morehouse Publishing, 1989;  Butler, Vida de Santos, vol. IV.  México, D.F.: Collier’s International - John W. Clute, S.A., 1965; Sgarbossa, Mario y Giovannini, Luigi. Un Santo Para Cada Dia. Santa Fe de Bogota: San Pablo. 1996.

miércoles, 15 de junio de 2016

Santo Ángel de Portugal


         Es el Ángel Custodio de la Nación portuguesa, lo cual es acorde a la doctrina católica, que sostiene que, además del Ángel Custodio personal, destinado por Dios a cada persona que nace en este mundo, los grupos humanos, como la familia y la Nación, también tienen su Ángel de la Guarda.
         El Ángel Custodio de Portugal se apareció y presentó como tal en las apariciones previas de la Virgen en Fátima, Portugal, en el año 1916, y como preparación a estas.
         La Primera Aparición del Ángel[1] es narrada así por Sor Lucía: “Fuimos esa vez a la propiedad de mis padres, que está abajo del Cabeço, mirando hacia el este. Se llama Chousa Velha. Como a mitad de mañana comenzó a lloviznar y subimos la colina, seguidos de las ovejas, en busca de una roca que nos protegiera. Así fue como entramos por primera vez en el lugar santo. Está en la mitad de una arboleda de olivos que pertenece a mi padrino, Anastasio. Desde allí uno puede ver la aldea donde yo nací, la casa de mi padre y también Casa Velha y Eira da Pedra. La arboleda de pinos, que en realidad pertenece a varias personas, se extiende hasta estos lugares. Pasamos el día allí, a pesar de que la lluvia había pasado y el sol brillaba en el cielo azul. Comimos nuestros almuerzos y comenzamos a rezar el rosario. Después de eso, comenzamos a jugar un juego con guijarros. Pasaron tan solo unos segundos cuando un fuerte viento comenzó a mover los árboles y miramos hacia arriba para ver lo que estaba pasando, ya que era un día tan calmado. Luego comenzamos a ver, a distancia, sobre los árboles que se extendían hacia el este, una luz más blanca que la nieve con la forma de un joven, algo transparente, tan brillante como un cristal en los rayos del sol. Al acercarse pudimos ver sus rasgos. Nos quedamos asombrados y absorbidos y no nos dijimos nada el uno al otro. Luego él dijo: “No tengáis miedo. Soy el ángel de la paz. Orad conmigo”. Él se arrodilló, doblando su rostro hasta el suelo. Con un impulso sobrenatural hicimos lo mismo, repitiendo las palabras que le oímos decir: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro, y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman”. Después de repetir esta oración tres veces el ángel se incorporó y nos dijo: “Orad de esta forma. Los corazones de Jesús y María están listos para escucharos”. Y desapareció. Nos dejó en una atmósfera de lo sobrenatural que era tan intensa que estuvimos por largo rato sin darnos cuenta de nuestra propia existencia. La presencia de Dios era tan poderosa e íntima que aún entre nosotros mismos no podíamos hablar. Al día siguiente, también esta atmósfera nos ataba, y se fue disminuyendo y desapareció gradualmente. Ninguno de nosotros pensó en hablar de esta aparición o hacer ningún tipo de promesa en secreto. Estábamos encerrados en el silencio sin siquiera desearlo”.
La Segunda Aparición del Ángel –en la que este los regaña por su falta de oración-, en el verano de 1916, sucedida mientras los tres niños estaban jugando en el jardín  cerca del pozo detrás de la casa de los Santos en Aljustrel, es descripta así por Sor Lucía: “De repente vimos al mismo ángel cerca de nosotros. ¿Qué están haciendo? ¡Tenéis que rezar! ¡Rezad! Los corazones de Jesús y María tienen designios Misericordiosos para vosotros. Debéis ofrecer vuestras oraciones y sacrificios a Dios, el Altísimo”. Pero, ¿cómo nos debemos sacrificar? Pregunté. En todas las formas que podáis, ofreced sacrificios a Dios en reparación por los pecados por los que Él es ofendido, y en súplica por los pecadores. De esta forma vosotros traeréis la paz a este país, ya que yo soy su ángel guardián, el Ángel de Portugal. Además, aceptad y soportad con paciencia los sufrimientos que Dios os enviará”. Lucía nos dice: “Las palabras del ángel se sumieron en lo profundo de nuestras almas como llamas ardientes, mostrándonos quien es Dios, cuál es su Amor por nosotros, y cómo Él quiere que nosotros le amemos también, el valor del sacrificio y cuanto Le agrada, cómo Él lo recibe para la conversión de los pecadores. Es por eso que a partir de ese momento comenzamos a ofrecerle aquellos que nos mortificaran”.
La Tercera y última Aparición del Ángel es relatada así, también por Sor Lucía: “Después de haber repetido esta oración –“Dios mío, yo creo, espero…”- no sé cuántas veces, vimos a una luz extraña brillar sobre nosotros. Levantamos nuestras cabezas para ver qué pasaba. El ángel tenía en su mano izquierda un cáliz y sobre él, en el aire, estaba una Hostia de donde caían gotas de sangre en el cáliz. El ángel dejó el cáliz en el aire, se arrodilló cerca de nosotros y nos pidió que repitiésemos tres veces: “Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, te adoro profundamente, y te ofrezco el preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en todos los tabernáculos del mundo, en reparación de las ingratitudes, sacrilegios e indiferencia por medio de las cuales Él es ofendido. Y por los méritos infinitos de su Sagrado Corazón y por el del Inmaculado Corazón de María, pido humildemente por la conversión de los pobres pecadores”. Después se levantó, tomó en sus manos el cáliz y la hostia. La hostia me la dio a mí y el contenido del cáliz se lo dio a Jacinta y a Francisco, diciendo al mismo tiempo, “Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo terriblemente agraviado por la ingratitud de los hombres. Ofreced reparación por ellos y consolad a Dios”. Una vez más él se inclinó al suelo repitiendo con nosotros la misma oración tres veces: “Oh Santísima Trinidad…”, etc. y desapareció. Abrumados por la atmósfera sobrenatural que nos envolvía, imitamos al ángel en todo, arrodillándonos postrándonos como él lo hizo y repitiendo las oraciones como él las decía”.       
Estas maravillosas apariciones del Ángel de Portugal sirvieron de preparación a los niños, para las apariciones de la Virgen, que se sucederían poco tiempo después. ¿Qué enseñanzas deja el Ángel de Portugal con sus apariciones?
Podemos decir, a grandes rasgos, que estas enseñanzas son: conocimiento de la Presencia de Dios, oración, sacrificio, mortificación y penitencia, reparación, adoración eucarística.
         Presencia de Dios: las apariciones del Ángel provocó en los niños una experiencia muy intensa, percibida incluso físicamente, de la Presencia divina, a diferencia de las apariciones de la Virgen, en donde experimentaban más bien “expansión, libertad” y serenidad. Así lo expresa Sor Lucía: “No sé por qué,  pero las apariciones de la Virgen produjeron en nosotros efectos muy diferentes que los de las visitas del ángel. En las dos ocasiones sentimos la misma felicidad interna, paz y gozo, pero en vez de la posición física de postrarse hasta el suelo que impuso el ángel, nuestra Señora trajo una sensación de expansión y libertad, y en vez de este aniquilamiento en la presencia divina, deseábamos solamente exultar nuestro gozo. No había dificultad al hablar cuando nuestra Señora se apareció, había más bien por mi parte un deseo de comunicarme”[2].
         ¿A qué se debe esta diferencia? Una posible explicación podría ser que los ángeles, seres puramente espirituales, al no poseer materia, irradian la santidad divina que colma su ser angélico, sin mediación, es decir, sin el “obstáculo” o más bien “freno” de la materia[3]. Cuando se aparece la Virgen, aunque su gloria es mayor a la del más alto serafín, su naturaleza humana cubre esta gloria, así como pasó con la naturaleza de nuestro Señor, aún después de su Resurrección. También podría ser que la intención divina fuera precisamente hacerles experimentar con intensidad la santidad de Dios, a través de las apariciones del ángel[4].
Oración: a pesar de ser niños de corta edad al momento de las apariciones, la invitación a la oración es la primera indicación que les da el Ángel de Portugal: “No tengáis miedo. Soy el ángel de la paz. Orad conmigo”. Se postra y reza la primera de las oraciones de reparación que enseña a los niños y es la oración a Dios Uno  –“Dios mío, yo creo”, etc.-, repite él mismo la oración tres veces, y luego vuelve a decirles: “Orad de esta forma”. Y les dice a los niños algo que los invita a orar: que “los corazones de Jesús y María están listos para escucharos”. En la Segunda Aparición, y a pesar de que, por ser niños, está justificado que estuvieran haciendo lo que estaban haciendo, que era jugar, es decir, una actividad inocente y propia de la infancia, el Ángel les reprocha el hecho de que no estén rezando: “¿Qué están haciendo? ¡Tenéis que rezar! ¡Rezad!”. En la Tercera Aparición, y antes de darles la Comunión del Cuerpo y Sangre del Señor que traía el mismo Ángel, les enseña la oración de reparación a la Dios Uno y Trino: “Santísima Trinidad…”, etc. Es decir, en las tres Apariciones, el Ángel del Portugal les enseña a orar y los insta a orar a los niños.
Sacrificio, mortificación y penitencia: en nuestros tiempos, dominados por el materialismo y el hedonismo, en donde el placer sensual es la meta a alcanzar por parte del hombre, puede resultar extraño que se pida a unos niños que hagan sacrificios, mortificación y penitencia, y sin embargo, es esto lo que el Ángel de Portugal les pide a los niños en la Segunda Aparición: “Debéis ofrecer vuestras oraciones y sacrificios a Dios, el Altísimo”. Y ante la pregunta de Lucía de cómo debían hacer los sacrificios, le responde: “En todas las formas que podáis, ofreced sacrificios a Dios (…) Aceptad y soportad con paciencia los sufrimientos que Dios os enviará”. La razón de este pedido: la conversión de los pecadores y la reparación.
Reparación: la primera oración enseñada por el Ángel a los niños, es una oración de reparación: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro, y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman”. En la Segunda Aparición, cuando les reprocha el hecho de estar jugando en vez de rezar, los anima a rezar y a “ofrecer sacrificios a Dios en reparación por los pecados” con los que los hombres lo ofenden, además de suplicar por los pecadores. Además de la oración y los sacrificios voluntarios, los niños deberán “soportar con paciencia los sufrimientos que Dios les habría de enviar”, y estos sufrimientos deberían ser ofrecidos, obviamente, también para reparar. En la Tercera Aparición, en la oración de adoración a la Santísima Trinidad, el Ángel les enseña a ofrecer la Eucaristía –el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo- para reparar por las “ingratitudes, sacrilegios e indiferencias”: “(…) en reparación de las ingratitudes, sacrilegios e indiferencia por medio de las cuales Él es ofendido”. También la Comunión Eucarística –realizada en estado de gracia, con fe y con amor- se puede ofrecer en reparación: “Después se levantó, tomó en sus manos el cáliz y la hostia. La hostia me la dio a mí y el contenido del cáliz se lo dio a Jacinta y a Francisco, diciendo al mismo tiempo, “Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo terriblemente agraviado por la ingratitud de los hombres. Ofreced reparación por ellos y consolad a Dios”.
Adoración Eucarística: el Ángel de Portugal les enseñó a los niños a adorar a Dios, no solo en cuanto Uno, sino en cuanto Uno y Trino, esto es, en las Tres Personas de la Santísima Trinidad. Esta enseñanza se dio en la Tercera Aparición, cuando les dio de comulgar el Cuerpo y la Sangre del Señor. La particularidad es que, para enseñarles a adorar a la Santísima Trinidad, se postra ante la Eucaristía, diciendo: “Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, te adoro profundamente, y te ofrezco el preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en todos los tabernáculos del mundo…”. La razón es que es Jesús, la Segunda Persona de la Trinidad, la que está Presente en la Eucaristía con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, y es esta Eucaristía la que se ofrece en adoración y reparación a la Santísima Trinidad.
Conocimiento de la Presencia de Dios, oración, sacrificio, mortificación y penitencia, reparación, adoración eucarística. Estas son las maravillosas enseñanzas del Ángel de Portugal, dejadas a los niños Pastorcitos y a nosotros.




[1] Cfr. http://webcatolicodejavier.org/VFapariciones.html
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.

lunes, 13 de junio de 2016

San Antonio de Padua


         San Antonio de Padua afirmaba: “El gran peligro del cristiano es predicar y no practicar, creer pero no vivir de acuerdo con lo que se cree”[1]. Si nos llevamos de esta frase de este gran santo –frase que, por otra parte, es absolutamente verdadera-, podemos afirmar entonces que la Cristiandad –entendido este concepto no como una civilización, que es inexistente, sino como el conjunto de los individuos que pertenecen a la Iglesia Católica en virtud del bautismo sacramental- se encuentra, no en un grave, sino en un gravísimo peligro.
         En efecto, nunca antes, en la historia de la Iglesia, se verificó una situación como la que vivimos en la actualidad, esto es, el abandono masivo de la fe por parte de los bautizados. Si es un peligro “predicar y no practicar; creer pero no vivir de acuerdo con lo que se cree”, podemos decir, sin temor a equivocarnos, que la situación actual es peligrosísima, pues un porcentaje muy alto de cristianos católicos no es que “predique y no practique”, sino que “no practica y no predica”, es decir, no es que no vive de acuerdo con lo que se cree, sino que lisa y llanamente no cree –en el depósito de fe de la Iglesia y en su verdad central, la Encarnación del Verbo de Dios y la prolongación de esa Encarnación en la Eucaristía- y, al no creer, no practica porque no cree y por lo tanto, no vive según lo que debería creer. Esto es fácilmente comprobable: basta hacer una ligera estadística acerca del porcentaje de niños y adolescentes que continúan asistiendo a la Iglesia sin la “obligación” impuesta por el cursado de Catecismo de Primera Comunión y Confirmación; lo mismo puede decirse de los adultos en relación a la Misa  Dominical y la Confesión sacramental: un porcentaje sumamente alto ha reemplazado la Misa por pasatiempos y la Confesión por el psicólogo -si es que alguna vez asistieron a Misa o se confesaron-. La situación es tal, que con frecuencia vienen a la mente las palabras del Señor: “Cuando vuelva el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?” (Lc 18, 8). Es decir, cuando se cumpla la Parusía, cuando Jesús regrese glorioso en su Segunda Venida, ¿quedará alguien con fe en su Presencia Eucarística en la tierra? Porque la fe católica se cimienta en la fe eucarística: si no se cree en la Presencia real, verdadera y substancial de Jesús, Segunda Persona de la Trinidad hecho hombre, en la Eucaristía, se está fuera de la fe católica.
         Ahora bien, esta constatación nos lleva a preguntarnos: ¿está todo perdido? No, y para fundamentar nuestra respuesta, recurrimos a nuestro santo, San Antonio de Padua, conocido, además de por su santidad de vida, por los numerosos milagros realizados en vida. Precisamente, uno de sus milagros más clamorosos fue un milagro eucarístico. Sucedió que San Antonio retó a un singular duelo a un hereje, llamado Bonvillo, quien negaba pertinazmente la Presencia real de Nuestro Señor en la Eucaristía. Nuestro santo le dijo que no diera alimento alguno a su mula durante tres días, al cabo de los cuales, él ofrecería al animal abundante forraje fresco, pero al mismo tiempo, se colocaría al lado del forraje, sosteniendo en alto la custodia con la Eucaristía: si el animal se dirigía al forraje, habría ganado Bonvillo, pero si se dirigía a la Eucaristía, habría ganado San Antonio. Llegado el día, y en la plaza pública, luego de tres días de privar a su mula de todo alimento, Bonvillo la dejó libre, pensando que el animal, desesperado por el hambre, se encaminaría directamente al forraje y dejaría de lado a San Antonio con la custodia. Sin embargo, no sucedió así: apenas fue liberado, el animal fue directamente adonde se encontraba San Antonio y éste, al llegar el animal, le ordenó que doblara sus patas en señal de reconocimiento y adoración al Dios de la Eucaristía, Cristo Jesús. La mula, apenas escuchó la orden de San Antonio, dobló sus patas delanteras e inclinó su cabeza, respetuosamente, ante la Presencia de Jesús Eucaristía. Todos los circunstantes, incluido el hereje Bonvillo, quien se convirtió y pidió perdón por sus dudas de fe, reconocieron el milagro, alabando y glorificando a Dios, que de esta manera prodigiosa, mediante la postración de un ser irracional, confirmaba que la enseñanza de la Iglesia es verdad: Jesús, el Hijo de Dios, está vivo, glorioso y resucitado, en la Eucaristía.
         Entonces, no todo está perdido: si Nuestro Señor Jesucristo, Presente en la Eucaristía en Persona, oculto en lo que parece ser pan pero ya no lo es, en virtud de la transubstanciación producida por las palabras de la consagración, obró el milagro de que una bestia irracional, como una mula, doblara sus patas en señal de reconocimiento y adoración a su Presencia sacramental, ¿no podría Jesús hacer un milagro similar, para que la ingente multitud que hoy se postra ante ídolos, se conviertan e, iluminados por el Espíritu Santo en sus inteligencias y encendidos sus corazones en el Amor de Dios, doblen sus rodillas ante su Presencia en la Eucaristía? Es decir, si un animal irracional dobló sus rodillas ante el Dios de la Eucaristía, ¿no podrán hacerlo los niños, jóvenes y adultos, que además de seres racionales, son hijos de Dios? “Nada es imposible para Dios” (Lc 1,37).
        



[1] http://www.corazones.org/santos/antonio_padua.htm

jueves, 9 de junio de 2016

San Efrén de Siria, Diácono y Doctor de la Iglesia


Diácono y Doctor de la Iglesia[1], llamado “el Arpa del Espíritu Santo”, a pesar de no contar con grandes estudios, poseía un conocimiento sobrenatural de los misterios de la fe. Atraído desde joven por la Verdad Encarnada, Jesucristo, se decidió a combatir las falsas doctrinas gnósticas que surgían por todas partes y que se introducían, como una hiedra venenosa, en el corazón mismo de la Iglesia. Con sus composiciones e himnos, no solo logró combatir y erradicar el error gnóstico de la liturgia, sino que la enriqueció con la descripción del sublime misterio del Hombre-Dios Jesucristo. Precisamente, el error gnóstico consiste en el rebajar el misterio de la Segunda Persona de la Trinidad, encarnada en la Humanidad de Jesús de Nazareth, al nivel de lo que puede la limitada razón humana comprender.
San Efrén, iluminado por el Espíritu Santo, contempló el misterio de Dios Trino y la Encarnación de la Persona del Verbo en Jesús de Nazareth, y volcó esta contemplación en innumerables escritos, en himnos y composiciones litúrgicas. Valga como ejemplo de lo que decimos, el siguiente comentario que San Efrén hiciera acerca del aposento donde tuvo lugar la Ultima Cena: “¡Oh tú, lugar bendito, estrecho aposento en el que cupo el mundo! Lo que tú contuviste, no obstante estar cercado por límites estrechos, llegó a colmar el universo. ¡Bendito sea el mísero lugar en que con mano santa el pan fue roto! ¡Dentro de ti, las uvas que maduraron en la viña de María, fueron exprimidas en el cáliz de la salvación! ¡Oh, lugar santo! Ningún hombre ha visto ni verá jamás las cosas que tú viste. En ti, el Señor se hizo verdadero altar, sacerdote, pan y cáliz de salvación. Sólo Él bastaba para todo y, sin embargo, nadie era bastante para Él. Altar y cordero fue, víctima y sacrificador, sacerdote y alimento...”.
¿Qué es lo que veía San Efrén en el Cenáculo de la Última Cena?
Decía así: “¡Oh tú, lugar bendito, estrecho aposento en el que cupo el mundo! Lo que tú contuviste, no obstante estar cercado por límites estrechos, llegó a colmar el universo”. El Cenáculo es “lugar bendito”, porque “lo que él contuvo –-, llegó a colmar el universo”. Pero nosotros podríamos agregar que el Cenáculo es bendito porque contuvo a Aquel que, donándose a sí mismo con su Ser divino trinitario en los estrechos límites de la apariencia de pan, es más grande que los universos y que los cielos eternos, porque ése es Cristo Jesús, el Hombre-Dios, Dios Creador del universo, Redentor de los hombres y Santificador de la Iglesia.
San Efrén ve en el cáliz de la Última Cena no un poco de vino, sino el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, el fruto santo de la Vid Verdadera, Cristo Jesús, exprimido en la vendimia de la Pasión: “¡Dentro de ti, las uvas que maduraron en la viña de María, fueron exprimidas en el cáliz de la salvación!”. Para San Efrén, Jesús es la Vid celestial que, plantada en la tierra fértil, el seno virgen de María Santísima, al ser exprimido y triturado en la Pasión, dio como fruto un Vino exquisito, la Sangre del Cordero de Dios que, brotando de su Corazón traspasado, se derrama en el Cáliz del altar eucarístico, para luego ser derramado sobre las almas y los corazones de los que aman a Dios con un Amor puro y santo.
Por último, dice San Efrén del Cenáculo de la Última Cena: “En ti, el Señor se hizo verdadero altar, sacerdote, pan y cáliz de salvación. Sólo Él bastaba para todo y, sin embargo, nadie era bastante para Él. Altar y cordero fue, víctima y sacrificador, sacerdote y alimento...”. Es decir, el Cenáculo es un “lugar bendito” porque en él tuvo lugar el Prodigio de los prodigios, el Milagro de los milagros, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor; en el Cenáculo fue inmolado, por el Sacerdote Sumo y Eterno, el Hijo de Dios humanado, la Víctima Pura y Santa, el Cordero de Dios como Víctima, en el Altar tres veces santo de su Humanidad beatísima.
San Efrén no ve lo que vería una mente racional y gnóstica, alejada del misterio del Hombre-Dios; no ve solo un aposento en el que un líder religioso, fundador de una nueva religión, cena por última vez con sus discípulos, antes de ser entregado a sus enemigos para morir crucificado. San Efrén ve el misterio de la Última Cena, ve en ese Cenáculo, al interior del Sagrado Corazón de Jesús; San Efrén ve en el Cenáculo no sólo la Última Cena, sino la Primera Misa y el Misterio del Santo Sacrificio del Calvario anticipado sacramentalmente. San Efrén no era gnóstico, sino santo.



[1] Cfr. http://evangeliodeldia.org/main.php?language=SP&module=saintfeast&localdate=20160609&id=12088&fd=0

viernes, 3 de junio de 2016

El Sagrado Corazón late en la Eucaristía


En el siglo diecisiete, Nuestro Señor Jesucristo se apareció a Santa Margarita María de Alacoque, en Paray-le-Monial, Francia, para dar inicio a una nueva devoción a su Corazón en la Iglesia. Su Corazón estaba rodeado de llamas, coronado de espinas, con una herida abierta de la cual brotaba sangre y, del interior de su corazón, salía una cruz. En la aparición, Jesús le dijo: “He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres, y en cambio, de la mayor parte de los hombres no recibe nada más que ingratitud, irreverencia y desprecio, en este sacramento de amor”.
¿Por qué se queja Jesús de los hombres?
Para saber la respuesta, podemos meditar en sus palabras, pero también podemos contemplar su Sagrado Corazón: las llamas simbolizan al Espíritu Santo, el Amor de Dios, que inhabita en el Sagrado Corazón y que es la Causa de la muerte en cruz de Jesús y del don de sí mismo a los hombres; la cruz en la base del Corazón, es para significar que el Corazón de Jesús es el fruto santo del Árbol de la Vida eterna, la Santa Cruz, y que todo el que quiera saborear este fruto exquisito, que deleita el alma con el sabor exquisito del Ser divino, lo único que tiene que hacer es subir al Árbol de la Cruz e introducir su mano en el Costado traspasado del Salvador, así como cuando alguien se sube a un árbol con frutos deliciosos, para deleitarse en ellos; la Sangre y el Agua que brotan de la herida abierta por la lanza significan, como dice San Buenaventura, los sacramentos de la Iglesia con su “virtud de conferir la vida de la gracia”, para que los sacramentos fueran, “para los que viven en Cristo como una copa llenada en la fuente viva, que brota para comunicar vida eterna”[1]. Por último, las espinas que atenazan al Sagrado Corazón y lo estrechan fuertemente, provocándole agudísimos dolores a cada latido, sin darle descanso en su dolor, ni en la contracción ni en la relajación del Corazón, es decir, a cada momento, a cada instante, representan los pecados de los hombres, y no sólo de los discípulos que, en el Huerto de Getsemaní, llevados por el desamor, la frialdad y la indiferencia ante el sufrimiento del Sagrado Corazón, se pusieron a dormir en vez de orar con Él, tal como Jesús se los había pedido: la corona de espinas representan a todos los hombres de todos los tiempos, cuyos pecados personales se materializan y forman duras, gruesas y filosas espinas que se introducen y desgarran, en cada latido, al Sagrado Corazón.
“He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres, y en cambio, de la mayor parte de los hombres no recibe nada más que ingratitud, irreverencia y desprecio, en este sacramento de amor”. Puesto que el Sagrado Corazón de Jesús late en la Eucaristía, el reproche de Jesús se dirige también a los cristianos que, habiendo recibido toda clase de dones, favores y gracias de parte de Jesús, lo dejan abandonado en el sagrario y lo desairan en la Santa Misa –sobre todo la dominical-, prefiriendo los falsos y pasajeros placeres del mundo, antes que deleitarse con el Fruto exquisito del Árbol de la Cruz, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.
Jesús se queja por la “ingratitud, irreverencia y desprecio” a su Corazón, “sacramento de amor”. Ese mismo Corazón, sacramento de amor, late en la Eucaristía, esperando nuestra reparación, nuestra acción de gracias, nuestra adoración, nuestro amor. Reparemos, con la Adoración Eucarística, las ofensas al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, cometidas por nosotros mismos y por nuestros hermanos.



[1] Cfr. Opúsculo 3, El árbol de la vida, 29-30. 47: Opera omnia 8, 79.

jueves, 2 de junio de 2016

San Justino y el amor a la Verdad que salva, Cristo Jesús


         ¿Qué fue lo que llevó a San Justino a dar su vida por Jesucristo? Su amor a la Verdad, porque San Justino buscó siempre la verdad, la que hace brillar el alma con la Divina Sabiduría, disipando las tinieblas del error y la ignorancia. Y como la Verdad de Dios Encarnada es Jesucristo, al buscar a la Verdad, sin saberlo, San Justino buscaba al Hijo de Dios Encarnado, la Verdad y Sabiduría de Dios en Persona. Al responder al Alcalde que finalmente lo enviaría a ser decapitado, San Justino proclamaba, en pocas palabras, la verdad de fe de la religión católica, verdad que salva las almas: “La religión cristiana enseña que hay uno solo Dios y Padre de todos nosotros, que ha creado los cielos y la tierra y todo lo que existe. Y que su Hijo Jesucristo, Dios como el Padre, se ha hecho hombre por salvarnos a todos. Nuestra religión enseña que Dios está en todas partes observando a los buenos y a los malos y que pagará a cada uno según haya sido su conducta”[1]. Basta saber esto para entrar en el Reino de los cielos, aunque para poder entrar es necesario sellar con la propia sangre el testimonio de lo que se cree, como lo hizo San Justino, aunque en nuestros días el testimonio martirial sea de otro tipo: no cruento, sino incruento, y todos los días, pues todos los días el mundo trata de imponer su error, para alejarnos de la Verdad Encarnada, Jesucristo, Verdad que es Camino al Padre y Vida eterna para el alma (cfr. Jn 14, 6).
         Que San Justino interceda por nosotros, en estos tiempos nuestros signados por la confusión, el error y la ignorancia acerca de las verdades elementales de la verdadera y única fe en Jesucristo, el Hombre-Dios, Dios Hijo Encarnado que se dona con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía, para que también nosotros, como él, seamos capaces de dar testimonio cotidiano de la Verdad en Persona, Jesús de Nazareth.



[1] https://www.ewtn.com/spanish/Saints/Justino_6_1.htm