San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

domingo, 30 de julio de 2017

Santa Brígida de Suecia


         Vida de santidad[1].
         Santa Brígida era hija de Birgerio, gobernador de Uppland, la principal provincia de Suecia; su madre, Ingerborg, era hija del gobernador de Gotland oriental. A los siete años tuvo una visión de la Reina de los cielos. A los diez, a raíz de un sermón sobre la Pasión de Cristo que la impresionó mucho, soñó que veía al Señor clavado en la cruz y oyó estas palabras: “Mira en qué estado estoy, hija mía”. “¿Quién os ha hecho eso, Señor?”, preguntó la niña. Y Cristo respondió: “Los que me desprecian y se burlan de mi amor”. Desde entonces, la Pasión del Señor se convirtió en el centro de su vida espiritual. Antes de cumplir catorce años, la joven contrajo matrimonio con Ulf Gudrnarsson, quien era cuatro años mayor que ella. Dios les concedió veintiocho años de felicidad matrimonial, tuvieron cuatro hijos y cuatro hijas, una de las cuales es venerada con el nombre de Santa Catalina de Suecia. Durante algunos años, Brígida llevó la vida de una señora feudal en las posesiones de su esposo en Ulfassa, con la única diferencia de que cultivaba la amistad de los hombres sabios y virtuosos.
Hacia el año 1335, la santa fue llamada a la corte del joven rey Magno II para ser la principal dama de honor de la reina Blanca de Namur. Pronto comprendió Brígida que sus responsabilidades en la corte no se limitaban al estricto cumplimiento de su oficio. Magno era un hombre débil que se dejaba fácilmente arrastrar al vicio; Blanca tenía buena voluntad, pero era irreflexiva y amante del lujo. La santa hizo cuanto pudo por cultivar las cualidades de la reina y por rodear a ambos soberanos de buenas influencias. Pero, como sucede con frecuencia, aunque santa Brígida se ganó el cariño de los reyes, no consiguió mejorar su conducta, pues no la tomaban en serio.
Fue en ese tiempo en el que la santa comenzó a experimentar las visiones que habían de hacerla famosa, las cuales versaban sobre las más diversas materias, desde la necesidad de lavarse, hasta los términos del tratado de paz entre Francia e Inglaterra. “Si el rey de Inglaterra no firma la paz -decía- no tendrá éxito en ninguna de sus empresas y acabará por salir del reino y dejar a sus hijos en la tribulación y la angustia”. Pero tales visiones –concedidas por el cielo-, no solo no eran tenidas en cuenta por los cortesanos suecos, sino que, llevados por su mundanidad y paganismo, hacían burla de las mismas, preguntando con sorna: “¿Qué soñó Doña Brígida anoche?”. Por otra parte, la santa tenía dificultades con su propia familia. Su hija mayor se había casado con un noble muy revoltoso, a quien Brígida llamaba “el Bandolero” y, hacia 1340, murió Gudmaro, su hijo menor. Por esa pérdida la santa hizo una peregrinación al santuario de San Olaf de Noruega, en Trondhjem. A su regreso, fortalecida por las oraciones, intentó hacer volver al buen camino a sus soberanos, pero al no lograrlo, les pidió permiso de ausentarse de la corte e hizo una peregrinación a Compostela con su esposo. A la vuelta del viaje, Ulf cayó gravemente enfermo en Arrás y recibió los últimos sacramentos, ya que la muerte parecía inminente. Pero santa Brígida, que oraba fervorosamente por el restablecimiento de su esposo, tuvo un sueño en el que san Dionisio le reveló que no moriría. A raíz de la curación de Ulf, ambos esposos prometieron consagrarse a Dios en la vida religiosa. Según parece, Ulf murió en 1344 en el monasterio cisterciense de Alvastra, antes de poner por obra su propósito. Santa Brígida se quedó en Alvastra cuatro años dedicada a la penitencia y completamente olvidada del mundo. Desde entonces, abandonó los vestidos preciosos: sólo usaba lino para el velo y vestía una burda túnica ceñida con una cuerda anudada. Las visiones y revelaciones se hicieron tan insistentes, que la santa se alarmó, temiendo ser víctima de las ilusiones del demonio o de su propia imaginación. Pero en una visión que se repitió tres veces, se le ordenó que se pusiese bajo la dirección del maestre Matías, un canónigo muy sabio y experimentado de Linköping, quien le declaró que sus visiones procedían de Dios. Desde entonces y hasta su muerte, santa Brígida comunicó todas sus visiones al prior de Alvastra, llamado Pedro, quien las consignó por escrito en latín.
Ese período culminó con una visión en la que el Señor ordenó a la santa que fuese a la corte para amenazar al rey Magno con el juicio divino; así lo hizo Brígida, sin excluir de las amenazas a la reina y a los nobles. Magno se enmendó algún tiempo y dotó liberalmente el monasterio que la santa había fundado en Vadstena, impulsada por otra visión. En dicho monasterio había sesenta religiosas. En un edificio contiguo habitaban trece sacerdotes (en honor de los doce apóstoles y de San Pablo), cuatro diáconos (que representaban a los doctores de la Iglesia) y ocho hermanos legos. En conjunto había ochenta y cinco personas, que era el número de los discípulos del Señor. Santa Brígida redactó las constituciones; según se dice, se las dictó el Salvador en una visión. Pero ni Bonifacio IX en la bula de canonización, ni Martín V, que ratificó los privilegios de la abadía de Sión y confirmó la canonización, mencionan ese hecho y sólo hablan de la aprobación de la regla por la Santa Sede, sin hacer referencia a ninguna revelación privada. En la fundación de santa Brígida, lo mismo que en la orden de Fontevrault, los hombres estaban sujetos a la abadesa en lo temporal, pero en lo espiritual, las mujeres estaban sujetas al superior de los monjes. La razón de ello es que la orden había sido fundada principalmente para las mujeres y los hombres sólo eran admitidos en ella para asegurar los ministerios espirituales. Los conventos de hombres y mujeres estaban separados por una clausura inviolable; tanto unos como las otras, asistían a los oficios en la misma iglesia, pero las religiosas se hallaban en una galería superior, de suerte que ni siquiera podían verse unos a otros. La orden del Santísimo Salvador, que llegó a tener unos setenta conventos, actualmente es pequeña, pero continúa existiendo en distintas partes del mundo. El monasterio de Vadstena fue el principal centro literario de Suecia en el siglo XV.
A raíz de una visión, santa Brígida escribió una carta muy enérgica a Clemente VI, urgiéndole a partir de Aviñón a Roma y establecer la paz entre Eduardo III de Inglaterra y Felipe IV de Francia. El Papa se negó a partir de Aviñón pero, en cambio envió a Hemming, obispo de Abö, a la corte del rey Felipe, aunque la misión no tuvo éxito. Entre tanto, el rey Magno, que apreciaba más las oraciones que los consejos de santa Brígida, trató de hacerla intervenir en una cruzada contra los paganos letones y estonios. En realidad se trataba de una expedición de pillaje. La santa no se dejó engañar y trató de disuadir al monarca. Con ello, perdió el favor de la corte, pero estaba compensada con el amor del pueblo, por cuyo bienestar se preocupaba sinceramente durante sus múltiples viajes por Suecia. Había todavía en el país muchos paganos, y santa Brígida ilustraba con milagros la predicación de sus capellanes.
En 1349, a pesar de que la “muerte negra” hacía estragos en toda Europa, Brígida decidió ir a Roma con motivo del jubileo de 1350. Acompañada de su confesor, Pedro de Skeninge, y otros personajes, se embarcó en Stralsund, en medio de las lágrimas del pueblo, que no había de volver a verla. En efecto, la santa se estableció en Roma, donde se ocupó de los pobres de la ciudad, en espera de la vuelta del Pontífice a la Ciudad Eterna.
Asistía diariamente a misa a las cinco de la mañana; se confesaba todos los días y comulgaba varias veces por semana. El brillo de su virtud contrastaba con la corrupción de costumbres que reinaba entonces en Roma: el robo y la violencia hacían estragos, el vicio era cosa normal, las iglesias estaban en ruinas y lo único que interesaba al pueblo era escapar de sus opresores. La austeridad de la santa, su devoción a los santuarios, su severidad consigo misma y su bondad con el prójimo, su entrega total al cuidado de los pobres y los enfermos le ganaron el cariño de todos aquéllos en quienes todavía quedaba algo de cristianismo. Santa Brígida atendía con particular esmero a sus compatriotas y cada día daba de comer a los peregrinos suecos en su casa, que estaba situada en las cercanías de San Lorenzo in Damaso.
Pero su ministerio apostólico no se reducía a la práctica de las buenas obras ni a exhortar a los pobres y a los humildes. En cierta ocasión, fue al gran monasterio de Farfa para reprender al abad, “un hombre mundano que no se preocupaba absolutamente por las almas”. Hay que decir que, probablemente, la reprensión de la santa no produjo efecto alguno. Más éxito tuvo su celo en la reforma de otro convento de Bolonia. Ahí se hallaba Brígida cuando fue a reunirse con ella su hija, santa Catalina, quien se quedó a su lado y fue su fiel colaboradora hasta el fin de la vida de Brígida. Dos de las iglesias romanas más relacionadas con nuestra santa son la de San Pablo Extramuros y la de San Francisco de Ripa. En la primera se conserva todavía el bellísimo crucifijo, obra de Cavallini, ante el que Brígida acostumbraba orar y que le respondió más de una vez; en la segunda iglesia se le apareció san Francisco y le dijo: “Ven a beber conmigo en mi celda”. La santa interpretó aquellas palabras como una invitación para ir a Asís. Visitó la ciudad y, de ahí partió en peregrinación por los principales santuarios de Italia, durante dos años.
Las profecías y revelaciones de santa Brígida se referían a las cuestiones más candentes de su época. Predijo, por ejemplo, que el papa y el emperador se reunirían amistosamente en Roma al poco tiempo (así lo hicieron el beato Urbano V y Carlos IV, en 1368). La profecía de que los partidos en que estaba dividida la Ciudad Eterna recibirían el castigo que merecían por sus crímenes, disminuyeron un tanto la popularidad de la santa y aun le atrajeron persecuciones. Por otra parte, ni siquiera el Papa escapaba a sus críticas. En una ocasión le llamó “asesino de almas, más injusto que Pilato y más cruel que Judas”. Nada tiene de extraño que Brígida haya sido arrojada de su casa y aun haya tenido que ir, con su hija, a pedir limosna al convento de las Clarisas Pobres. El gozo que experimentó la santa con la llegada de Urbano V a Roma fue de corta duración, pues el Pontífice se retiró poco después a Viterbo, luego a Montesfiascone y aun se rumoró que se disponía a volver a Aviñón. Al regresar de una peregrinación a Amalfi, Brígida tuvo una visión en la que Nuestro Señor la envió a avisar al papa que se acercaba la hora de su muerte, a fin de que diese su aprobación a la regla del convento de Vadstena. Brígida había ya sometido la regla a la aprobación de Urbano V, en Roma, pero el Pontífice no había dado respuesta alguna. Así pues, se dirigió a Montefiascone montada en su mula blanca. Urbano aprobó, en general, la fundación y la regla de santa Brígida, que completó con la regla de san Agustín. Cuatro meses más tarde, murió el Pontífice. Santa Brígida escribió tres veces a su sucesor, Gregorio XI, que estaba en Aviñón, conminándole a trasladarse a Roma. Así lo hizo el Pontífice cuatro años después de la muerte de la santa.
En 1371, a raíz de otra visión, Santa Brígida emprendió una peregrinación a los Santos Lugares, acompañada de su hija Catalina, de sus hijos Carlos y Bingerio, de Alfonso de Vadaterra y otros personajes. Ese fue el último de sus viajes. La expedición comenzó mal, ya que en Nápoles, Carlos se enamoró de la reina Juana I, cuya reputación era muy dudosa. Aunque la esposa de Carlos vivía aún en Suecia y el marido de Juana estaba en España, ésta quería contraer matrimonio con él y la perspectiva no desagradaba a Carlos. Su madre, horrorizada ante tal posibilidad, intensificó sus oraciones. Dios resolvió la dificultad del modo más inesperado y trágico, pues Carlos enfermó de una fiebre maligna y murió dos semanas después en brazos de su madre. Carlos y Catalina eran los hijos predilectos de la santa. Esta prosiguió su viaje a Palestina embargada por la más profunda pena. En Jaffa estuvo a punto de perecer ahogada durante un naufragio. Sin embargo durante la accidentada peregrinación la santa disfrutó de grandes consolaciones espirituales y de visiones sobre la vida del Señor. A su vuelta de Tierra Santa, en el otoño de 1372, se detuvo en Chipre, donde clamó contra la corrupción de la familia real y de los habitantes de Famagusta, quienes se habían burlado de ella cuando se dirigía a Palestina. Después pasó a Nápoles, donde el clero de la ciudad leyó desde el púlpito las profecías de santa Brígida, aunque no produjeron mayor efecto entre el pueblo. La comitiva llegó a Roma en marzo de 1373. Brígida, que estaba enferma desde hacía algún tiempo, empezó a debilitarse rápidamente, y falleció el 23 de julio de ese año, después de recibir los últimos sacramentos de manos de su fiel amigo, Pedro de Alvastra. Tenía entonces setenta y un años. Su cuerpo fue sepultado provisionalmente en la iglesia de San Lorenzo in Panisperna. Cuatro meses después, santa Catalina y Pedro de Alvastra condujeron triunfalmente las reliquias a Vadstena, pasando por Dalmacia, Austria, Polonia y el puerto de Danzig. Santa Brígida, cuyas reliquias reposan todavía en la abadía por ella fundada, fue canonizada en 1391 y es patrona de Suecia y de Europa.
Mensaje de santidad.
Uno de los aspectos más conocidos en la vida de Santa Brígida, es el de las múltiples visiones con que la favoreció el Señor, especialmente las que se refieren a los sufrimientos de la Pasión y a ciertos acontecimientos de su época. Por orden del Concilio de Basilea, el sabio Juan de Torquemada, quien fue más tarde cardenal, examinó el libro de las revelaciones de la santa y declaró que podía ser muy útil para la instrucción de los fieles, aunque esta declaración de Torquemada significa únicamente que la doctrina del libro es ortodoxa y que las revelaciones no carecen de probabilidad histórica. El papa Benedicto XIV, entre otros, se refirió a las revelaciones de santa Brígida en los siguientes términos: “Aunque muchas de esas revelaciones han sido aprobadas, no se les debe el asentimiento de fe divina; el crédito que merecen es puramente humano, sujeto al juicio de la prudencia, que es la que debe dictarnos el grado de probabilidad de que gozan para que creamos píamente en ellas”. Santa Brígida, con gran sencillez de corazón, sometió siempre sus revelaciones al juicio de las autoridades eclesiásticas y, lejos de gloriarse por gozar de gracias tan extraordinarias, que nunca había deseado, las aprovechó como una ocasión para manifestar su obediencia y crecer en amor y humildad. El mensaje de santidad que Santa Brígida de Suecia nos deja es que, si bien sus revelaciones fueron las que la hicieron famosa, lo que la convirtió en santa y la llevó al cielo no fueron ni estas revelaciones ni la fama obtenida por ellas, sino el hecho de vivir de modo heroico las virtudes cristianas, y la garantía de que ello es así, es el haber sido consagrada la santa por el juicio de la Iglesia.
Lo que vale a los ojos de Dios es que el alma, humildemente, se deje iluminar por la gracia divina, a fin de vivir según la voluntad de Dios el espíritu de los misterios de nuestra religión. Es decir, lo que agrada a Dios en un alma, más que las visiones más extraordinarias y el conocimiento de las cosas ocultas –que, por otra parte, es el mismo Dios quien las concede, a quien Él elige-, es la humildad y la sumisión a la gracia. Si alguien posee la inteligencia de un ángel, el don de profecías, de lenguas, y muchos otros dones más, pero no tiene caridad, a los ojos de Dios, es “como un címbalo hueco”.
Forma parte de su mensaje de santidad para nosotros, así como es parte de las virtudes que la santificaron, el hecho de que para la santa la Pasión de Cristo fuera el centro de su vida, de sus afanes, de sus desvelos, de sus fatigas. Como vimos en su biografía, cuando tenía diez años, tuvo un sueño en el que veía a Nuestro Señor crucificado, y con el cual la niña entablaba el siguiente diálogo: “Mira en qué estado estoy, hija mía”, le dijo Jesús. “¿Quién os ha hecho eso, Señor?", preguntó la niña. Y Cristo respondió: “Los que me desprecian y se burlan de mi amor”. Tal como refieren sus biógrafos, desde entonces, “la Pasión del Señor se convirtió en el centro de su vida espiritual”[2]. Que por intercesión de Santa Brígida de Suecia, la Madre de Dios nos obtenga la gracia de que la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo sea plantada en nuestros corazones, y que nuestra vida toda, aun siendo nosotros pecadores como lo somos, participe de la Pasión de Jesús, a fin de que seamos, por la gracia, su imitación viviente.



[1] La biografía más antigua, escrita inmediatamente después de la muerte de santa Brígida por Pedro de Alvastra y Pedro de Skeninge, no fue publicada sino hasta 1871, en la colección Scriptores rerum suecicarum, vol. VI, pte. 2, 185-206. Otras biografías, como la del arzobispo de Upsala, Birgerio, pueden verse en Acta Sanctorum y en las publicaciones de las sociedades suecas. Isak Collijn publicó una edición crítica de los documentos de la canonización, con el título de Acta et Processus canonizationis Beatae Birgittae (1924-1931). Existen numerosas biografías y estudios sobre la santa, particularmente en sueco, sobre todo por lo que se refiere a los personajes que estuvieron relacionados con ella en Suecia y en Roma. Sobre este punto hay que citar la obra de Collijn, Birgittinska Gestalter (1929). La obra de la condesa de Flavigny, Sainte Brigitte de Suéde supone un conocimiento profundo de las fuentes suecas. Es muy difícil demostrar que las Revelaciones no están retocadas por los confesores de Brígida, que las copiaron o las tradujeron al latín. El mejor texto es probablemente el del sueco G. E. Klemming (1857-1874).
Cfr. http://evangeliodeldia.org/main.php?language=SP&module=saintfeast&localdate=20170723&id=12137&fd=0; cfr. Herbert Thurston, SI, Vidas de los santos de A. Butler.
[2] Cfr. ibidem.

jueves, 27 de julio de 2017

San Pantaleón, mártir


         Vida de santidad[1].

San Pantaleón o Pantalaimón (significa en griego “el que se compadece de todos”), murió mártir, alrededor del 305. Nació en Nicomedia, ciudad de Bitinia, y fue venerado en Oriente por haber ejercido como médico sin recibir retribución alguna. Era el hijo de un pagano rico, que se llamaba, Eustorgius de Nicomedia, y fue instruido en el Cristianismo por su madre que era Cristiana, Ebula. Luego se convirtió en extraño al Cristianismo. Estudió medicina y llegó a ser médico del emperador Galerio Maximiano en Nicomedia. Fue en la corte del rey, en donde se vivía en la vanagloria mundana y en el paganismo, en donde cayó en la apostasía, renegando del cristianismo. Sin embargo, regresó al Redil de Cristo gracias a los prudentes consejos del sacerdote Hermolaus. San Pantaleón tenía una gran fortuna, producto de la herencia recibida luego de la muerte de su padre, pero cuando comenzó la persecución de Diocleciano en Nicomedia, el año 303, Pantaleón distribuyó todos sus bienes entre los pobres y se quedó sin nada.
Al poco tiempo y denunciado por algunos médicos que le tenían envidia, fue  delatado a las autoridades, las cuales le arrestaron junto con Hermolaos y otros dos cristianos. El emperador, que deseaba salvar a Pantaleón, le exhortó a apostatar, pero éste se negó a ello y para demostrar la verdad de la fe curó milagrosamente a un paralítico. Luego de sufrir numerosos tormentos, los cuatro fueron condenados a ser decapitados, aunque la ejecución de san Pantaleón se retrasó un día. Precisamente, en su ejecución, las actas de su martirio nos relatan sobre hechos milagrosos, que prueban cómo el Espíritu Santo inhabita en los mártires y hace dulces y livianos los tormentos aplicados por los hombres: los verdugos trataron de matarle de seis maneras diferentes; con fuego, con plomo fundido, ahogándole, tirándole a las fieras, torturándole en la rueda, atravesándole una espada, arrojándole flechas, lanzándolo en medio de tigres y leones para que lo devoraran vivo. Con la ayuda del Señor, Pantaleón salió ileso[2]: el fuego se apagó, la espada se dobló, las fieras salvajes se amansaron ante su voz, etc. Finalmente, el mártir permitió libremente que lo decapitaran, llegando así San Pantaleón al más extremo grado de heroicidad, al derramar su sangre por Cristo, lo cual es, para la Iglesia Católica, un signo inequívoco de santidad[3]. San Pantaleón murió mártir a la edad de 29 años el 27 de julio del 304.

Mensaje de santidad.

Si bien San Pantaleón tuvo un momento de debilidad, que es cuando estuvo en el palacio y se dejó seducir por el paganismo y la vida mundana, sin embargo después, haciendo caso de los consejos de un sacerdote, quien le dijo que morir por Jesús era lo más hermoso que le podía pasar a una persona en esta tierra, porque así se ganaba el cielo, el santo dio su vida por Jesús, reparando así su debilidad para con Jesús y brindando la máxima muestra de amor que un cristiano puede dar por Jesús, que es dar la vida por Él. En otras palabras, llevado por el espíritu mundano, que mira a lo malo como bueno y a lo bueno como malo, San Pantaleón renegó de su fe, pero luego dio su vida y murió por esa fe que un día había negado, reparando su falta y manifestando su amor al Señor. El mensaje de San Pantaleón es que cae en la apostasía, pero se arrepiente, se convierte y da testimonio de Cristo con su propia vida; desprecia los bienes terrenos, pues los reparte entre los pobres, pero ante todo, desprecia su propia vida, con tal de ganar el cielo. En nuestros tiempos, en los que el espíritu mundano y pagano llevan al hombre a olvidarse de los Mandamientos de Dios y de la vida eterna, el ejemplo de fe y de amor a Jesucristo, por encima de todas las cosas, es más válido y actual que nunca, para todos los cristianos.





[2] http://www.corazones.org/santos/pantaleon.htm
[3] Las vidas que contienen estas características legendarias son todas tarde en fecha y sin valor. Con todo el hecho del martirio, por sí mismo parece probar por veneración, por lo cual es un testimonio temprano, entre otros de Theodoret (Graecarum affectionum curatio, Sermo VIII, De martyribus, en Migne, P. G., LXXXIII 1033) Procopius de Caesarea (De aedificiis Justiniani I, ix; V, ix) y el Martyrologium Hieronymianum (Acta SS., Nov., II, 1, 97).   

miércoles, 26 de julio de 2017

San Joaquín y Santa Ana, padres de María Virgen y abuelos del Niño Dios


         Vida de santidad[1].

         Los santos Joaquín y Ana fueron los Padres de la Santísima Virgen María, Madre de Dios y abuelos directos de Jesús, Dios Hijo encarnado. Lo poco que se conoce acerca de los padres de la Virgen María, Joaquín y Ana, es por los denominados “Evangelios apócrifos” -de Mateo y el Protoevangelio de Santiago-, los cuales no forman parte de la Biblia al no haber sido avalados por la Iglesia como parte del canon de las Sagradas Escrituras, debido a que muchos de sus datos contenidos no son fiables, aunque algunos que otros documentos históricos sí lo son. Pasaron sus vidas adorando a Dios y haciendo el bien. La tradición dice que primero vivieron en Galilea y más tarde se establecieron en Jerusalén.
Santa Ana y San Joaquín provenían de la casa real de David, y se caracterizaron por consagrar sus vidas a la oración y a las buenas obras, aunque tenían un pesar en el corazón, y era el no tener hijos, habiendo llegado ya a una edad avanzada. Sufrían mucho por este hecho, ya que la falta de hijos se interpretaba en el pueblo judío como una señal de desagrado divino, como un castigo de Dios para su descendencia. Debido a esto y con una enorme tristeza, Joaquín se retiró al desierto, donde ayunó e hizo penitencia durante cuarenta días. El matrimonio oró fervientemente para que les llegara la gracia de tener un hijo e hicieron una promesa en que dedicaría a su primogénito al servicio de Dios. Ana prometió consagrar el bebé a Dios. En respuesta a sus oraciones y sacrificios, un ángel se le apareció a Ana y le dijo: “El Señor ha mirado tu tristeza y tus lágrimas; tú concebirás y darás a luz, y el fruto de tu vientre será bendecido por todo el mundo”. Joaquín también recibió el mismo mensaje del ángel. Dios había contestado sus oraciones en una forma mucho mejor de lo que ellos jamás podrían haber imaginado.
Esto prueba lo que dice Jesús en el Evangelio, de que “aquello que para los hombres es imposible, es posible para Dios”, pues así los santos Joaquín y Ana vieron premiada su piedad y amor a Dios, con el don de una niña, a la cual habrían de llamarla “María”. A pesar de ser conocedores de las Escrituras, Joaquín y Ana, sin embargo, no sabían hasta qué punto habían sido bendecidos por Dios con esta Niña, porque no se trataba solo de un don de Dios para un matrimonio piadoso: la Niña que nacía del matrimonio de San Joaquín y Santa Ana estaba destinada a ser no una niña buena ni santa, sino mucho más que eso, estaba destinada a ser la Inmaculada Concepción, la Llena de gracia, la siempre Virgen María, la Madre de Dios.
Apenas nació la Niña, sus padres la consagraron a Dios en acción de gracias, y luego la entregaron en servicio al templo de Dios en Jerusalén, cumpliendo así su promesa de consagrar el primogénito al servicio divino.

Mensaje de santidad.

Los santos Joaquín y Ana continuaron su vida de oración hasta que murieron y Dios los llamó a su Reino en el cielo. Son ejemplo de amor esponsal y un modelo de amor y piedad para los matrimonios cristianos, para los padres de familia y para los abuelos, pues confiaron siempre en Dios y nunca abandonaron ni la esperanza ni la oración, aun cuando parecía que, por su avanzada edad, ya no habrían de ser padres. Grande –más que grande, enorme- debió ser la pureza y candor de sus almas y el amor que como esposos profesaban a Dios, como para haber sido elegidos, desde toda la eternidad, para ser los padres de la bienaventurada e inmaculada Madre de Dios, además de abuelos del Niño Dios.

martes, 25 de julio de 2017

Fiesta de Santiago Apóstol


         Vida de santidad.

         Nació en Betsaida; era hijo de Zebedeo y hermano del apóstol Juan. Estuvo presente en los principales milagros obrados por el Señor[1]. Entre otros, fue testigo privilegiado de la Transfiguración del Señor: “Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un alto monte, y se transfiguró en su presencia” (cfr. Mt 17, 1-8), como así también de la sudoración de Sangre del Señor en el Huerto. Fue muerto por el rey Herodes alrededor del año 42: “El rey Herodes se apoderó de algunos fieles de la Iglesia, con el fin de hacerles daño, e hizo morir por la espada a Santiago, hermano de Juan”[2]. Desde el siglo IX, su sepulcro es venerado en Compostela, a donde han acudido hasta nuestros días innumerables peregrinos.

         Mensaje de santidad.

         Además de haber sido testigo privilegiado de los principales milagros del Señor, Santiago, junto con su hermano Juan, es protagonista de uno de los diálogos más emblemáticos de un discípulo de Jesús. La madre de Santiago y Juan se postra ante Jesús y le pide que sus hijos ocupen puestos principales en el Reino. Jesús les hace saber que eso depende del Padre, pero que si ellos quieren seguirlo de verdad, deben estar dispuestos a “beber del cáliz que Él ha de beber”, y a “recibir el Bautismo que Él ha de recibir”. El cáliz al que se refiere Jesús, es el cáliz amargo de la Pasión: la incomprensión de los hombres acerca de su misión mesiánica y su condición de Hombre-Dios, que viene a expiar los pecados de los hombres y a conducirlos al cielo; la traición, de quienes, como Judas Iscariote, amarán más al dinero que a Él; la ceguera, la malicia y la perfidia de quienes lo condenarán a muerte, sabiendo que Él es el Hijo de Dios encarnado. El Bautismo que han de recibir, es el bautismo en su propia sangre, porque así como Él derramará su Sangre en la Pasión y en la Cruz, para la salvación de los hombres, así también ellos deberán derramar su sangre, entregar sus vidas, por el Evangelio. Debido a que debe ser un camino libremente elegido, es que Jesús les pregunta si pueden beber del cáliz y recibir el bautismo, a lo que ellos contestan: “Podemos”, y es por eso que Jesús les concede esa gracia: “Beberéis el cáliz que yo he de beber y que recibiréis el bautismo que yo he de recibir” ().
         Ahora bien, dice la Escritura que nosotros, como católicos, somos “ciudadanos del pueblo de Dios y miembros de la familia de Dios” y, como tales, estamos “edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas” en el edificio espiritual cuya “piedra angular es Cristo Jesús” (cfr. Ef 2, 19-22), lo cual quiere decir que, al igual que los Apóstoles, estamos también llamados, como miembros del Cuerpo Místico de Cristo, a participar de su Pasión en cuerpo y alma. También nosotros, como los apóstoles, como Santiago, debemos aspirar a la gloria del cielo, pero también como los apóstoles y como Santiago, debemos pedir la gracia de participar de la Pasión del Señor, de beber del cáliz de la amargura de su Pasión y de recibir el bautismo de su Sangre, para que su Sangre, cayendo sobre nuestros corazones, nos purifique de toda malicia del pecado y nos plenifique con la luz de su gracia. Al igual que a Santiago, también a nosotros Jesús nos pregunta, desde la Eucaristía, si podemos beber de su cáliz y recibir su bautismo y nosotros, con Santiago y los demás apóstoles, asistidos por el Espíritu Santo y por la Madre de Dios, nuestra Madre del cielo, decimos: “Podemos”.




[1] Cfr. http://www.liturgiadelashoras.com.ar/
[2] Cfr. Liturgia de las Horas, Antífona 3 de las Vísperas de la Fiesta de Santiago Apóstol.

sábado, 22 de julio de 2017

Santa María Magdalena


         Vida de santidad[1].

         Formó parte de los discípulos de Cristo, estuvo presente en el momento de su muerte y, en la madrugada del día de Pascua, tuvo el privilegio de ser la primera en ver al Redentor resucitado de entre los muertos (Mc 16, 9), aunque esto último, que fue la primera entre los discípulos en ver al Señor resucitado, es cierto en sentido relativo, porque de modo absoluto, a quien Jesús se le apareció resucitado antes que a cualquier discípulo, es a su Madre, la Virgen, según la Tradición. El culto a Santa María Magdalena se difundió en la Iglesia occidental sobre todo durante el siglo XII.

Mensaje de santidad.

La vida de Santa María Magdalena refleja, de una forma muy contundente, el poder de la gracia de Jesús para convertir los corazones, ya que la convierte a ella, de pecadora que era, en una imagen suya viviente. También demuestra su vida el inmenso amor de Jesús por los pecadores, porque la libra de dos muertes: de la muerte física, porque Jesús impide que sea lapidada –“El que esté libre de pecados, que arroje la primera piedra”[2]-, y la libra también de la muerte eterna, es decir, la condenación eterna, al exorcizarla y arrojar de ella “siete demonios” (cfr. Lc 8, 1-3) que habían tomado posesión de su cuerpo, como anticipo ya en la tierra de su destino de condenación eterna, si continuaba en su vida pecaminosa.
Lo que se puede observar en la vida de Santa María Magdalena es que experimenta un giro absoluto, es decir, a partir del encuentro personal con Jesús, su corazón se convierte, deja de estar apegado a las cosas terrenas, para volver el rostro del alma a Dios, que es en lo que consiste la santidad. María Magdalena pasa de una vida de pecado, a una vida de gracia y por este motivo, es nuestro modelo para nuestra vida cristiana: desde el encuentro personal con Jesús, Santa María Magdalena no solo no volvió nunca más a su antigua vida de pecado, sino que vivió santamente, viviendo siempre, como discípula de Jesús, en la Ley de Dios y esto como muestra de amor y gratitud hacia Jesús, el Dios Salvador. Es de ella de quien dice Jesús: “Se le ha perdonado mucho, por eso ama mucho”, es decir, luego de recibir la gracia de la conversión por parte de Jesús, gracia que le es otorgada por el Amor que Jesús tiene a todo pecador, María Magdalena devuelve amor santo, casto y puro a Jesús, el Hombre-Dios, que la salva doblemente por Amor.
Es este amor total e incondicional a Jesús, que Nuestro Señor le concede la gracia de ser la primera, entre los discípulos, en aparecerse como resucitado: “Después de su resurrección, que tuvo lugar a la mañana del primer día de la semana, Jesús se apareció primero a María Magdalena, de la que había arrojado siete demonios”. María Magdalena es ejemplo, para nosotros, de un alma agradecida para con el Amor Misericordioso de Dios: ha recibido mucho Amor, al perdonársele sus muchos pecados, y en agradecimiento al Amor demostrado por Jesús concediéndole la gracia de la conversión, María Magdalena da gracias a Jesús, amándolo de forma casta y pura, acompañando a su Maestro en el Calvario y luego acudiendo piadosamente al sepulcro.
Otro aspecto que podemos comprobar en María Magdalena y que nos sirve para nuestra vida diaria, es el trato que la santa tiene con Jesús resucitado: antes de ser iluminada  por Jesús para que lo reconozca como Dios Hijo resucitado, María Magdalena va en busca de un Jesús muerto, no resucitado, por lo que se abandona al llanto y a la tristeza. Sólo cuando Jesús sopla sobre ella su Espíritu, para que lo pueda reconocer resucitado y glorioso, María Magdalena lo reconoce y deja de llorar y de confundirlo con el encargado del huerto, para alegrarse al saber que está vivo y glorioso.
Cuando Jesús se le aparece, María Magdalena se postra en adoración ante Jesús, quien se manifiesta a su alma, iluminándola con su gracia, para que pueda reconocerlo como lo que es: el Hijo de Dios resucitado y glorioso, y no como el “jardinero” o “cuidador del huerto”, con quien la santa lo había confundido. Finalmente, en premio a su amor puro y casto, Jesús no solo se le aparece en primer lugar, sino que le encarga, personalmente, la más hermosa misión que un alma tenga en esta vida: “Ve a mis hermanos y diles: ‘El Señor ha resucitado de entre los muertos’”.
         Muchas almas se parecen a María Magdalena antes de reconocer a Jesús resucitado: así como María Magdalena llora porque piensa que Jesús no ha resucitado –es decir, no cree todavía en las palabras de Jesús, de que habría de resucitar-, así también muchos cristianos, a pesar de que están en la Iglesia, en el fondo de sus almas no creen verdaderamente que Jesús haya resucitado, y mucho menos creen que esté glorioso y vivo en la Eucaristía.
Al igual que María Magdalena, nosotros debemos anunciar al mundo que Jesús no solo ha resucitado y que el sepulcro está vacío, sino que el sepulcro está vacío, sin el Cuerpo muerto de Jesús, porque Jesús está, glorioso y resucitado, vivo, lleno de la gloria de Dios, en el sagrario, en la Eucaristía. Es éste nuestro mensaje al mundo: Jesús no solo ha resucitado, sino que está vivo y glorioso en la Eucaristía.
         Por último, si María Magdalena dice no saber dónde está Jesús -“no sé dónde han puesto a mi Señor”; nosotros podemos decir que sí sabemos dónde está Nuestro Señor Jesucristo: está vivo, glorioso y resucitado, en la Eucaristía.





[1] http://www.liturgiadelashoras.com.ar/
[2] Cfr. Jn 8, 1-7.

jueves, 20 de julio de 2017

Las promesas del Escapulario de Nuestra Señora del Carmen


         La Virgen se le apareció a San Simón Stock en el año 1251, dejándole, como uno de los dones más preciados de la Iglesia universal, el Escapulario. ¿Cuáles son las promesas de la Virgen para el que use el Escapulario? Podemos decir que son tres promesas, una principal y dos secundarias. ¿Cuál es la promesa principal? La promesa principal radica en las palabras mismas de la Virgen a San Simón Stock: “El que muera con este hábito puesto, no se condenará en el Infierno”. La promesa principal, entonces, es que el alma que muera con el Escapulario puesto, no se condenará en el Infierno, no sufrirá los tormentos espirituales y corporales destinados a las almas condenadas y producidos por el fuego espiritual del Infierno, que quema y produce ardor insoportable, no solo al cuerpo, sino también al alma. Esto quiere decir que la Virgen alcanzará, en la hora de la muerte, las gracias necesarias para que el alma no se condene, concediéndole ante todo la gracia de la contrición perfecta del corazón, es decir, el dolor perfecto de los pecados, dolor que es salvífico, ya que abre las puertas del cielo. Según la promesa principal de la Virgen, quien muera con el Escapulario puesto, no morirá en pecado mortal, ya que le concederá las gracias suficientes para no caer en pecado mortal o, en todo caso, si está en pecado mortal, para que alcance la contrición del corazón, que es el dolor perfecto y salvífico por los pecados cometidos.
         La segunda promesa, secundaria, es que si el alma muere con pecados veniales, la Virgen misma irá en persona, a buscar a su hijo, dentro de la primera semana, con lo cual, quien usa el Escapulario, no solo tiene cerradas las puertas del Infierno, sino que, si está en el Purgatorio, no pasará más de seis días en el Purgatorio. Para que nos demos una idea del valor del Escapulario, tenemos que pensar que en el Purgatorio se sufre lo mismo que en el Infierno, porque el alma debe purificarse del amor imperfecto que tuvo a Dios en esta vida, aunque la diferencia con el Infierno es que en el Infierno el alma está desesperada, porque sabe que nunca más saldrá de allí, en cambio en el Purgatorio, sabe que saldrá de allí en algún momento, para entrar al cielo.
         La tercera promesa es consecuencia de las dos primeras: la vida eterna, porque el Escapulario cierra las puertas del Infierno, como dijimos, y abre las puertas del cielo, permitiéndole al alma ganar la felicidad eterna del Reino de los cielos.

         Ahora bien, es necesario saber que usar el Escapulario equivale a estar revestido con el manto de la Virgen –de ahí el color marrón en los escapularios de tela-, con lo cual hay condiciones para usar el Escapulario y ser merecedor de sus promesas. ¿Cuáles son esas condiciones? Detestar el pecado y combatir contra él, estando atentos a no dejarlo crecer en el corazón y, si se ha caído en él, confesarse prontamente. La otra condición es buscar de vivir en gracia, para lo cual el modelo a imitar y a seguir es el Inmaculado Corazón de María. Por último, hacer el propósito de rezar, por lo menos, tres Avemarías por día, al acostarse, pidiendo la gracia de no caer en pecado mortal. Sólo así el alma se vuelve merecedora de las promesas del Escapulario, ya que es un sacramental –un signo establecido por la Iglesia que nos hace desear la gracia- y no un elemento “mágico”, que puede ser usado viviendo en pecado, sin propósito de enmienda. Por estas promesas para el que use el Escapulario, evitando el pecado, viviendo en gracia e imitando a la Virgen, es uno de los dones más grandiosos de la Iglesia, además de ser un signo de amor maternal privilegiado de la Virgen hacia sus hijos.

martes, 11 de julio de 2017

San Benito Abad


Vida de santidad[1].

Nombrado Patrono de Europa, nació en Nursia, región de Umbría, hacia el año 480. Después de haber recibido en Roma una adecuada formación, comenzó a practicar la vida eremítica en Subiaco, donde reunió a algunos discípulos; más tarde se trasladó a Casino. Allí fundó el célebre monasterio de Montecasino y escribió la Regla, cuya difusión le valió el título de patriarca del monaquismo occidental. Murió el 21 de marzo del año 547, pero ya desde finales del siglo VIII en muchos lugares comenzó a celebrarse su memoria el día de hoy.

Mensaje de santidad[2].

San Benito, considerado el “padre del monaquismo occidental”, escribió la Regla para sus monjes, que constituye un camino segurísimo para ir al cielo, para quien la cumple con la mayor perfección posible. Esta regla es válida, sin embargo, también para quienes no son monjes, por lo que también puede ser aplicada y vivida –según el estado de vida de cada uno- por todos aquellos que simplemente desean llevar una vida de santidad.
¿Qué decía San Benito en su Regla?
Ante todo, se puede resumir en una frase: “No antepongan nada absolutamente a Cristo”. Es decir, San Benito nos dice que debemos tener a Jesucristo, el Hombre-Dios, en la mente, en el corazón, y en las obras, y esto no en un momento determinado, sino en todo momento. Dice así San Benito: “Cuando emprendas alguna obra buena, lo primero que has de hacer es pedir constantemente a Dios que sea él quien la lleve a término, y así nunca lo contristaremos con nuestras malas acciones, a él, que se ha dignado contarnos en el número de sus hijos, ya que en todo tiempo debemos someternos a él en el uso de los bienes que pone a nuestra disposición, no sea que algún día, como un padre que se enfada con sus hijos, nos desherede, o, como un amo temible, irritado por nuestra maldad, nos entregue al castigo eterno, como a servidores perversos que han rehusado seguirlo a la gloria”. Nos advierte San Benito que, al emprender una obra buena, debemos siempre dirigirnos a Dios para que no contaminemos la obra buena con la malicia de nuestra soberbia, orgullo y presunción, porque muchas veces podemos hacer una obra buena, pero no para la mayor gloria de Dios, sino para ponernos nosotros en el centro y atribuirnos a nosotros la gloria que sólo le corresponde a Dios. Para evitar este grave error, debemos desde el inicio corregir la intención y obrar de tal manera que quien sea glorificado sea Dios y no nosotros, si es que no queremos perder la vida eterna.
Continúa San Benito: “Por lo tanto, despertémonos ya de una vez, obedientes a la llamada que nos hace la Escritura: Ya es hora que despertéis del sueño. Y, abiertos nuestros ojos a la luz divina, escuchemos bien atentos la advertencia que nos hace cada día la voz de Dios: Hoy, si escucháis su voz, no endurezcáis el corazón; y también: El que tenga oídos oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias. ¿Y qué es lo que dice? Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor. Caminad mientras tenéis luz, para que las tinieblas de la muerte no os sorprendan”. Afirma San Benito que Dios nos llama con su gracia, para que nos “despertemos del sueño” en el que vivimos mientras no vivimos en gracia: cuando no obedecemos la voz de Dios, vivimos como adormecidos por la voz de la Serpiente, que nos conduce por el camino del pecado. Pero Dios nos llama, nos despierta dulcemente con la voz de su Amor, y aquel que escucha su dulce voz, debe hacer lo que Dios dice, y es vivir en el temor de Dios, que es el principio de la Sabiduría que lleva al cielo. El temor de Dios no es miedo a Dios y su castigo, sino un amor a Dios tan fuerte, que el solo hecho de pensar que podemos ofenderlo en su infinita majestad y bondad, lleva al alma a dolerse en el corazón y a hacer el propósito de “morir antes que pecar”, como dicen los santos. Quien vive en el temor de Dios, vive en el Amor de Dios, que es Luz, y así no es sorprendido por las “tinieblas y sombras de muerte”, los demonios, los ángeles caídos.
Continúa San Benito: “Y el Señor, buscando entre la multitud de los hombres a uno que realmente quisiera ser operario suyo, dirige a todos esta invitación: “¿Hay alguien que ame la vida y desee días de prosperidad?” Y si tú, al oír esta invitación, respondes: “Yo”, entonces Dios te dice: “Si amas la vida verdadera y eterna, guarda tu lengua del mal, tus labios de la falsedad; apártate del mal, obra el bien, busca la paz y corre tras ella. Si así lo hacéis, mis ojos estarán sobre vosotros y mis oídos atentos a vuestras plegarias; y, antes de que me invoquéis, os diré: “Aquí estoy””. Es decir, todos buscamos la felicidad, todos deseamos ser felices, pero nos equivocamos cuando la buscamos en las creaturas, sean estas honores mundanos, sean personas, o bienes materiales; la felicidad, es decir, la prosperidad, no está en estas cosas, sino en obrar el bien, guiados por el Espíritu de Dios. Apartarnos del mal, obrar el bien, buscar la paz, eso es lo que Dios pretende de nosotros, para nuestra propia felicidad, porque fuimos hechos para el bien, la verdad, el Amor y la paz, y si no buscamos estas cosas, nunca seremos felices. Pero a aquel que se decide seguir por el camino del Bien, de la Verdad, de la Justicia, de la Paz y del Amor, escuchará en su interior la dulce voz de Dios que le dice: “Aquí estoy” y en esa voz encontrará toda su única y verdadera dicha felicidad.
Dice San Benito: “¿Qué hay para nosotros más dulce, hermanos muy amados, que esta voz del Señor que nos invita? Ved cómo el Señor, con su amor paternal, nos muestra el camino de la vida. Ceñida, pues, nuestra cintura con la fe y la práctica de las buenas obras, avancemos por sus caminos, tomando por guía el Evangelio, para que alcancemos a ver a aquél que nos ha llamado a su reino. Porque, si queremos tener nuestra morada en las estancias de su reino, hemos de tener presente que para llegar allí hemos de caminar aprisa por el camino de las buenas obras”. No hay otro camino, para ser felices en esta vida y en la vida eterna, que el seguir la voz de Dios, que nos insta a obrar las obras buenas y a apartarnos de todo lo malo, porque lo malo no le pertenece, y nadie con un corazón malo y con obras malas, puede entrar en el Reino de los cielos, por lo que es necesario siempre purificar nuestras intenciones y buscar en todo agradar a Dios, tener temor de Él y obrar la misericordia, para poder un día habitar en su morada eterna.
Por último, dice así San Benito: “Así como hay un celo malo, lleno de amargura, que separa de Dios y lleva al infierno, así también hay un celo bueno, que separa de los vicios y lleva a Dios y a la vida eterna. Éste es el celo que han de practicar con ferviente amor los monjes, esto es: tengan por más dignos a los demás; soporten con una paciencia sin límites sus debilidades, tanto corporales como espirituales; pongan todo su empeño en obedecerse los unos a los otros; procuren todos el bien de los demás, antes que el suyo propio; pongan en práctica un sincero amor fraterno; vivan siempre en el temor y amor de Dios; amen a su abad con una caridad sincera y humilde; no antepongan nada absolutamente a Cristo, el cual nos lleve a todos juntos a la vida eterna”. Quien quiera gozar en el cielo de la visión beatífica de la Trinidad y del Cordero, en compañía de María Santísima, de los ángeles y de los santos, debe evitar, aun a costa de su vida, el “celo malo y amargo que lleva al infierno”, es decir, el celo motivado por el deseo de la propia gloria y no la gloria de Dios. Quien ama y adora a Dios Trino en esta vida y desea seguir amándolo y adorándolo en la vida eterna, debe imitar al Cordero, siendo “manso y humilde de corazón”, indulgente con las debilidades de sus prójimos, considerando a los demás como superiores, como nos dice la Escritura, evitando ser jueces de los demás; procurar el bien de los demás y olvidarse del bien propio; vivir la caridad fraterna y no anteponer nada, absolutamente nada, ni la propia vida, a Cristo, el Hombre-Dios.



[1] Cfr. http://www.liturgiadelashoras.com.ar/
[2] De la Regla de San Benito, abad, Prólogo, 4-22; cap. 72, 1-12: CSEL 75, 2-5. 162-163.

viernes, 7 de julio de 2017

Como en el Huerto, también hoy el Sagrado Corazón es abandonado por sus discípulos, nosotros


         En una de sus apariciones Jesús, mostrándole su Sagrado Corazón, le dice a Santa Margarita: “He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres y solo ha recibido de ellos ingratitud, desprecio e indiferencia”. Se trata de un claro reproche de Nuestro Señor hacia sus discípulos. Pero, ¿cuáles de ellos? Porque inmediatamente vienen a la memoria los pasajes de la Escritura relativos al Huerto de los Olivos, en donde se pone de manifiesto, con toda crudeza, el desinterés por Jesús, la frialdad de los corazones de los discípulos y la indiferencia frente a su sufrimiento, todo esto manifestado en el hecho de que los discípulos, ante el pedido de Jesús de que lo acompañen en la oración, en vez de rezar con Él y por Él, pues está por enfrentar a sus enemigos y está comenzando su dolorosa Pasión, se dejan vencer por el sueño y se ponen a dormir.
Es esta imagen la que viene a la mente cuando se recuerdan sus palabras dichas a Santa Margarita: “He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres y solo ha recibido de ellos ingratitud, desprecio e indiferencia”. Y es verdad que la queja de Jesús se dirige a este episodio particular, pero no se limita a ellos, sino que abarca a todos los católicos de todos los tiempos, incluidos nosotros y todos los que vendrán hasta el fin del mundo. Es decir, Jesús no se refería solo al abandono experimentado por Él en el Huerto de los Olivos, cuando los discípulos, en vez de orar como se los había pedido Jesús, se abandonan al sueño, sino que hace referencia a todos los bautizados que, en el transcurso de los tiempos, tendrán para con Él la misma actitud de frialdad, indiferencia, desprecio, hacia Él, actitudes todas basadas en el desamor hacia el Sagrado Corazón. También hoy, en nuestros días, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús es dejado solo y abandonado en los sagrarios, por sus discípulos a los que más ama, los católicos que recibieron el don del bautismo sacramental, que fueron adoptados por Él como hijos suyos muy amados, que recibieron una muestra preferencial del Amor Divino al recibir su Cuerpo y su Sangre en la Comunión y su Espíritu Santo en la Confirmación y sin embargo, a pesar de esta muestra de Amor de predilección por parte de Jesús, los católicos, por quienes Jesús sufrió y derramó su Sangre en la Pasión y dio su vida por salvarlos, se muestran indiferentes hacia su Presencia Eucarística; se muestran ingratos frente a su Presencia Eucarística; se muestran despreciativos hacia su Presencia Eucarística, porque lo dejan solo, lo abandonan en el sagrario, no acuden a recibir el Don de dones, que es su Sagrado Corazón Eucarístico el Día del Señor, el Domingo, no preparan sus corazones por la Confesión Sacramental para recibirlo, no muestran ningún interés en recibir a Jesús Eucaristía, y esto comprende tanto a niños y jóvenes, que abandonan la Iglesia apenas terminada la instrucción catequística, como a adultos y ancianos que literalmente se olvidan de que una vez aprendieron que Jesús estaba vivo, glorioso y resucitado, en la Eucaristía. Pero también comprende a aquellos cristianos que, diciéndose católicos, lo reciben en la Comunión, pero luego no viven de acuerdo a lo que han recibido, es decir, no configuran sus vidas a la vida de Jesús y no buscan de imitarlo en su mansedumbre, en su humildad y en su caridad.

“He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres y solo ha recibido de ellos ingratitud, desprecio e indiferencia”. Las palabras de Jesús se dirigen a todos y cada uno de nosotros, por lo que debemos despertar del sueño en el que nos sumerge nuestra indolencia, nuestra indiferencia, nuestro desamor, y pedir la gracia de reparar, por la adoración al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, por tanta ingratitud, tanto nuestra, como de nuestros hermanos.

martes, 4 de julio de 2017

Santa Isabel de Portugal


         Vida de santidad[1].

Isabel nació en 1271, hija de Pedro III de Aragón, recibiendo en el bautismo el nombre de Isabel en honor de su tía abuela, santa Isabel de Hungría. El nacimiento de la niña fue ya un símbolo de la actividad pacificadora que iba a ejercer durante toda su vida, puesto que, gracias a su venida al mundo, hicieron la paz su abuelo, Jaime, que ocupaba entonces el trono, y su padre. La joven princesa era de carácter amable y de gran inclinación a la piedad y a la bondad. Trataba de imitar todas las virtudes que veía practicar a su alrededor, porque le habían enseñado que era conveniente unir a la oración la mortificación de la voluntad propia para obtener la gracia de vencer la inclinación innata al pecado.
Según la costumbre de la época, contrajo matrimonio muy joven, con el rey Dionisio de Portugal, quien le permitió practicar libremente sus devociones, sin sentirse por ello llamado a imitarla. Isabel se levantaba muy temprano para rezar maitines, laudes y prima antes de la misa; por la tarde, continuaba sus devociones después de las vísperas, aunque estas prácticas de piedad no la distraían de sus deberes de estado. Vestía con modestia, se alimentaba frugalmente y se mostraba siempre humilde y afable con sus prójimos, demostrando así, con estas obras exteriores, el hecho de que vivía consagrada al servicio de Dios. De entre todas las virtudes que la hicieron santa, la que más brilló en Santa Isabel de Portugal fue la caridad, haciendo todo lo necesario para que los peregrinos y los forasteros pobres no careciesen nunca de albergue, encargándose ella misma –a pesar de su condición de reina- de buscar y socorrer a los necesitados; además, a las doncellas que no poseían medios, las proveía de dote.
Fundó instituciones de caridad en diversos sitios del reino; entre ellas se contaban un hospital en Coimbra, una casa para mujeres arrepentidas en Torres Novas y un hospicio para niños abandonados. Sin embargo, como dijimos, a pesar de todas esas actividades, Isabel no descuidaba sus deberes de estado, sobre todo el respeto, amor y obediencia que debía a su marido, cuyas infidelidades y abandono soportaba con gran paciencia. Su esposo Dionisio, aunque era un buen gobernante, no había convertido aún su corazón al señor, siendo esclavo de múltiples vicios y pecados, siendo egoísta y licencioso. Santa Isabel vivía apenada por su esposo, por sus muchos pecados y por el escándalo continuo que con ellos daba a los súbditos, por lo que no cesaba de orar, día y noche, por su conversión. No solo demostraba de esta manera su bondad para con su esposo, sino que además la extendía a los hijos naturales de este, a quienes cuidaba cariñosamente, encargándose de su educación.
Santa Isabel tuvo dos hijos: Alfonso, que sería el sucesor de su padre y Constancia. Alfonso, quien desde muy joven se mostró rebelde, se levantó en armas en dos ocasiones y en ambas, la reina consiguió restablecer la concordia. Sin embargo, y como siempre sucede con los santos, que son calumniados, a imitación de Nuestro Señor, que fue también calumniado, llegaron a oídos del rey rumores falsos de que Isabel apoyaba en secreto la causa de su hijo, por lo que el rey la desterró algún tiempo de la corte. Además de la caridad, la reina poseía un don concedido por Dios, y era el de llevar la paz de Cristo a los corazones enfrentados; entre otras cosas, logró evitar la guerra entre Fernando IV de Castilla y su primo, y entre el mismo príncipe y Jaime II de Aragón.
El rey Dionisio cayó gravemente enfermo en 1324. Isabel se dedicó a asistirlo en su lecho de enfermo y con tal dedicación, que apenas salía de la cámara real más que para ir a misa. Durante su larga y penosa enfermedad, el monarca dio muestra de sincero arrepentimiento, muriendo en la paz del Señor y asistido por los sacramentos em Santarem, el 6 de enero de 1325. Habiendo enviudado, Santa Isabel hizo entonces una peregrinación a Santiago de Compostela, en donde decidió retirarse al convento de Clarisas Pobres que había fundado en Coimbra, aunque su confesor la disuadió de ello, por lo que la santa terminó por profesar en la Tercera Orden de San Francisco. Pasó sus últimos años santamente en una casa que había mandado construir cerca del convento que había fundado. La causa de la paz, por la que había trabajado toda su vida, fue también la ocasión de su muerte. En efecto, la santa murió el 4 de julio de 1336 en Estremoz, a donde había ido en una misión de reconciliación, a pesar de su edad y del insoportable calor. Fue sepultada en la iglesia del monasterio de las Clarisas Pobres de Coimbra. Dios bendijo su sepulcro con varios milagros. La canonización tuvo lugar en 1626.

Mensaje de santidad.

Siendo reina de Portugal, Santa Isabel no solo no hizo nunca ostentación de esta condición, valiéndose de la misma para su propio provecho, sino que, por el contrario, se humilló a sí misma y, sin renunciar a sus riquezas y posesiones –sí lo hizo al final de su vida, cuando entró como religiosa en la Orden de las Clarisas de Estremoz, Portugal-, las administró todas en beneficio de los más necesitados, realizando así innumerables obras de misericordia, tanto corporales como espirituales. Al humillarse en su condición de reina y al consagrarse al servicio de Dios, imitó así a la Virgen, la cual, siendo Reina de cielos y tierra, se humilló a sí misma ante el anuncia del Ángel, llamándose “esclava del Señor” y consagrando toda su vida al servicio de Dios Hijo encarnado.
Además de las obras de caridad, Santa Isabel de Portugal se caracterizó por el don concedido por Dios, de llevar la paz de Cristo a los corazones que estaban enfrentados, consiguiendo que reyes enfrentados hiciesen las paces, haciéndose así merecedora de una de las Bienaventuranzas: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9). Como vimos, fue por la causa de la paz de Cristo por la que murió, ya que falleció cuando se esforzaba por conseguir la reconciliación entre un hijo y un nieto suyos que estaban enfrentados.
En estos tiempos en los que vivimos, en los que predominan los criterios mundanos en vez de los Mandamientos de Dios, y en los que el hombre se postra ante ídolos como el dinero y el poder, y por los cuales comete los más grandes crímenes contra sus hermanos, el ejemplo de caridad cristiana, abnegación, humillación y don de pacificación de Santa Isabel de Portugal son más válidos y actuales que nunca antes.