San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

miércoles, 26 de junio de 2013

San Josemaría Escrivá: “Si la Misa te parece larga es que tu amor es corto”


“Si la Misa te parece larga es que tu amor es corto”. La frase de San Josemaría Escrivá es breve pero profunda y va al centro del centro de la religión católica, la Santa Misa: “Si la Misa te parece larga es que tu amor es corto”. Si la frase se puede aplicar en cualquier tiempo y época, es inmensamente válida para nuestros tiempos. ¿Por qué? Porque nuestros tiempos están caracterizados por la velocidad, el vértigo, el apuro, la rapidez, la instantaneidad. Todo debe ser hecho así: rápido, veloz, inmediato. Si se escucha un tema musical, hay que adelantarlo antes de que termine; lo mismo, si se ve una película. Si se adquiere un producto tecnológico, como un celular, una computadora, una notebook, ya se está pensando en adquirir la próxima, porque la que compramos, en poco tiempo, quedará desactualizada. Desde que nos levantamos, hasta que nos acostamos, todo está regido por la velocidad, y cuanto menos tiempo insuma una actividad, mejor, porque así tenemos tiempo para otra más. Y esto que sucede con las cosas y con el ámbito laboral, sucede también con las personas, no solamente con las desconocidas, con las que nos encontramos a cada momento, sino también y ante todo con la propia familia.
Ahora bien, lo peor de todo, la gota que rebalsa el vaso, es cuando trasladamos esta actitud de poner un velocímetro a todo, a la Santa Misa, cuando asistimos a la Santa Misa pretendiendo que sea “corta”, llegando a la misma habiendo ya comenzado, en vez de llegar antes para meditar en el gran misterio al cual estamos por asistir; saliendo apenas termina, sin hacer acción de gracias; pretendiendo que la homilía del sacerdote sea “breve” y “divertida”, sin tener en cuenta que el aprovechamiento de la Santa Misa se debe a la acción de la gracia y no a los instrumentos humanos, y que con estas pretensiones, lo más seguro es que la gracia divina que Jesús me concede en cada Santa Misa y en cada Eucaristía sea despreciada por mí.

Esto es lo que motiva la frase de San Josemaría: “Si la Misa te parece larga, es porque tu amor es corto”. Si amáramos la Misa como lo que es, la renovación sacramental del sacrificio de la Cruz, la Presencia amorosa de Jesucristo donando su vida por nosotros, por todos y cada uno de nosotros, donándonos su Sagrado Corazón, vivo y palpitante de amor, en cada Eucaristía, nunca pretenderíamos que la Misa fuera “corta”, o “divertida”. Por el contrario, si amáramos la Misa, preferiríamos que fuera larga, porque cuanto más tiempo se está con el Amado, más gracia, alegría y amor se recibe de Él. Así, San Josemaría podría decirnos: “La Misa te parece corta, porque tu amor es grande”.

lunes, 24 de junio de 2013

San Juan Bautista, mártir del misterio divino



         Cuando se lee el párrafo del Evangelio que narra la muerte de Juan el Bautista, se piensa que dio su vida por el matrimonio y, específicamente, por el matrimonio cristiano, puesto que es su firme oposición al concubinato lo que le vale ser decapitado. El hecho es así, efectivamente, pero su testimonio no se detiene en la defensa del matrimonio monogámico: Juan el Bautista da su vida por el misterio de Dios Uno y Trino, misterio que se hace visible en la Encarnación del Hijo de Dios, y misterio que se manifiesta al mundo a través del matrimonio monogámico.
         Es decir, Juan el Bautista muere por defender el matrimonio monogámico y por oponerse al concubinato, pero muere también por algo infinitamente más grande, que es aquello que fundamenta al matrimonio, y es el misterio de Dios Trino y el misterio de la Encarnación de Dios Hijo. Es de este misterio celestial y sobrenatural de donde el matrimonio obtiene sus características de unidad, indisolubilidad y fidelidad en el amor. En otras palabras, el matrimonio es uno e indisoluble porque Dios es Uno y Trino, y es indisoluble y los esposos se deben la fidelidad en el amor porque la Segunda Persona de ese Dios Uno y Trino, Dios Hijo, se encarnó y se unió en nupcias místicas a la naturaleza humana, y esta unión la hizo en el Amor de Dios, en el Espíritu Santo.
Por este motivo, cuando se defiende al matrimonio monogámico –y mucho más, cuando se da la vida por él, como en el caso de Juan el Bautista-, no se está defendiendo un mero orden moral, aun cuando este sea nuevo y sobrenatural, como en el caso del cristianismo: se está defendiendo un “gran misterio”, el misterio de la Trinidad y el misterio de la Encarnación, misterio del cual el matrimonio es una manifestación visible en medio de los hombres. El matrimonio no puede ser de otra manera que uno e indisoluble, porque una e indisoluble es la naturaleza divina de Dios Trino, y la fidelidad de los esposos no tiene otro fundamento que el Amor divino, porque es el Amor el que une a las Tres Divinas Personas en los cielos, y es el que une en la tierra al Verbo de Dios con la naturaleza humana en la Encarnación. La unidad, la fidelidad conyugal, el amor de los esposos terrenos, constituyen una manifestación “ad extra” de la unidad y el Amor que reina entre las Tres Personas divinas, y entre el Hijo de Dios y la humanidad. El adulterio, el concubinato, representan los amores impuros del hombre, que se aleja de Dios para amar creaturas que no son Dios, y en esto consiste su falta más grave.
Por esta razón, el concubinato, el adulterio, la infidelidad esponsal, la ausencia de amor, no solo son faltas contra el matrimonio y el amor esponsal, sino que ante todo son faltas contra el Amor divino, que en los cónyuges y a través de ellos, quiere difundirse entre los hombres.

La muerte de Juan el Bautista no es, entonces, solo por defender el matrimonio monogámico, ya que si fuera solo por eso, no sería considerado mártir. Juan el Bautista ofrenda su vida por el misterio de la Trinidad y por el misterio de la Encarnación, misterios que se reflejan en el amor conyugal, fiel e indisoluble, hasta la muerte de cruz, de los esposos cristianos.

viernes, 21 de junio de 2013

San Luis Gonzaga y el paso a la vida eterna


         Toda la vida de San Luis Gonzaga, pero sobre todo su muerte, es un ejemplo para el cristiano, y mucho más en nuestros días, en donde se banaliza el paso a la otra vida, al elaborarse las más peregrinas ideas acerca de ellas. La muerte de los santos es un preciosísimo testimonio, valga la paradoja, de vida eterna, de la existencia de la vida eterna, porque los santos, en la instancia de la muerte, ven con toda claridad el destino de eternidad en los cielos al cual están próximos a ingresar.
         A diferencia de la muerte de quien no cree en la vida eterna, la muerte del santo es ya un anticipo de la vida eterna, y por eso su muerte nunca es, paradójicamente, signo de mera muerte, sino signo de la vida divina, eterna y celestial, la vida que Jesús nos consiguió al precio de su Sangre derramada en la Cruz.
         Es por este motivo que vale la pena detenernos en los últimos momentos de la vida terrena de San Luis Gonzaga, porque nos hablan de la existencia de los cielos eternos, cielos a los cuales ingresa un alma que muere en estado de gracia. Es tan preclara la muerte de los santos, que más que muerte, puede llamársele: “atravesar el umbral que conduce a la vida eterna”. La muerte de los santos se convierte en una verdadera catequesis acerca de la muerte y de la vida eterna.
         La muerte cristiana y ejemplar de San Luis Gonzaga fue así: en el año 1591, se desencadenó en Roma una epidemia mortal que acabó con gran parte de la población. Los jesuitas, orden a la que pertenecía San Luis Gonzaga, abrieron un hospital en el que todos los miembros de la orden, desde el padre general hasta los hermanos legos, prestaban servicios personales.
Luis iba de puerta en puerta con un zurrón, mendigando víveres para los enfermos; luego, se encargó del cuidado de los moribundos, tarea a la que se entregó de lleno,  limpiando las llagas, haciendo las camas, preparando a los enfermos para la confesión. Ejerciendo esta obra de misericordia corporal –una de las que pide la Iglesia, socorrer a los enfermos, necesaria para entrar en los cielos-, era muy probable que contrajese la enfermedad que diezmaba a la población, cosa que efectivamente sucedió en muy poco tiempo. Su estado se agravó de tal manera, que Luis supo que su vida terrena estaba por finalizar, y para comunicar esta noticia a su madre, le escribió una carta, a modo de despedida, en la que, entre otras cosas, le decía así: “Alegraos, insigne señora, Dios me llama después de tan breve lucha. No lloréis como muerto al que vivirá en la vida del mismo Dios. Pronto nos reuniremos para cantar las eternas misericordias”. 
Le dice: “Dios me llama después de una tan breve lucha: la “breve lucha” es esta vida, este paso por la vida terrena, la cual es siempre lucha: “lucha es la vida del hombre en la tierra”; es una lucha contra enemigos mortales, el demonio, el mundo y la carne, y es una lucha que solo puede vencerse con las armas del cielo: la Santa Cruz, el Rosario, la Eucaristía, la Confesión sacramental. Los santos, como San Luis Gonzaga, han usado estas armas con eficacia, constancia, perseverancia y amor, y por eso han vencido en la lucha, han vencido, han merecido la corona de la victoria, y luego de la muerte, Dios les concede el premio a su triunfo, que es el triunfo de Cristo, y este premio es la vida eterna.
En la carta a su madre, le habla ya de la eternidad en la que está por ingresar: “no lloréis como muerto al que vivirá en la vida del mismo Dios”. Quien muere en gracia, pasa a la vida, y la vida eterna, porque es la vida de Dios mismo y, como dice la Escritura, “Dios es un Dios de vivos, y no de muertos”, y por eso, el que muere en Dios, recibe de Dios su vida, que es eterna, feliz, pacífica, agradable y amorosa. Aunque muera la vida terrena, “no se puede llorar como muerto al que vivirá la vida del mismo Dios”, porque está vivo en Dios, y vive para siempre con la vida misma de Dios. Aunque la muerte del justo provoque dolor y llanto, está vivo en Dios y de Dios recibe, para siempre, su vida, su Amor, su dicha, su paz y su felicidad.
Finalmente, San Luis endulza la separación que provoca la muerte recordándole que también ella habrá de morir y que, por la misericordia de Dios, se reencontrarán en el cielo: “Pronto nos reuniremos para cantar las eternas misericordias”. Para el cristiano, para el que muere esperando en la Misericordia Divina, la muerte no es nunca una separación final, sino temporaria; la separación durará el tiempo que durará la vida terrena de aquel que todavía no ha muerto, y cuando este muera, se producirá el reencuentro en Cristo. 
En sus últimos momentos no pudo apartar su mirada de un pequeño crucifijo colgado ante su cama, y esta fijación de su vista en el crucifijo se hizo más intensa a medida que se acercaba su final, de manera tal que murió con los ojos clavados en el crucifijo y el nombre de Jesús en sus labios, alrededor de la medianoche, entre el 20 y el 21 de junio de 1591, al llegar a la edad de veintitrés años y ocho meses.
Así nos enseña San Luis Gonzaga a morir: con los ojos clavados en el crucifijo –muy similar a la muerte de Santa Juana de Arco-, porque quien contempla a Cristo crucificado, recibe de Él la curación del alma, esto es, la conversión, aun cuando no reciba la curación corporal –esta curación estuvo prefigurada en la serpiente de bronce levantada en alto por Moisés en el desierto-; quien así muere, contemplando a Cristo crucificado, al cerrar los ojos corporales por la muerte física, abre sus ojos espirituales en la vida eterna, y comienza así la alegría inimaginable que significa contemplar cara a cara a Dios Uno y Trino.


jueves, 13 de junio de 2013

San Antonio de Padua y la Adoración Eucarística


         Uno de los milagros más conocidos de San Antonio de Padua, protagonizados en vida, es el de la mula que se arrodilla para adorar la Eucaristía. Recordémoslo brevemente: Boncino, un hombre sin fe –negaba la Presencia real de Jesús en la Eucaristía- desafió a San Antonio de la siguiente manera: para probar que Jesús no estaba en la Eucaristía, dejaría sin alimentos a su mula por tres días, pasados los cuales, la dejaría libre en la plaza pública. Allí, se ubicarían en una misma línea, San Antonio, con la custodia y la Eucaristía, y el dueño de la mula, con fardos de alfalfa. Su teoría era simple, pero plausible: debido a que Jesús no está en la Eucaristía, porque no es Dios, la mula, al ser soltada luego de tres días sin comer, se encontraría con dos alimentos: un poco de pan, de forma circular, y fardos de alfalfa. Sin dudar ni un instante, el instinto del animal la llevaría hacia la alfalfa, ya que no se sentiría atraída por el pan. Este hecho demostraría que Jesús ni es Dios ni está Presente en la Eucaristía, porque si estas dos verdades fueran realidad, la mula debería dirigirse a la Eucaristía y reconocer a su Creador, Presente en ella.
         Como sabemos, San Antonio aceptó el desafío, de modo tal que, a los tres días de haber hecho ayunar a la mula, acudió a la plaza llevando en procesión solemne al Santísimo Sacramento del altar. Llegó al lugar donde se encontraba el dueño de la mula, quien a su vez había colocado los fardos de alfalfa. Cuando soltaron la mula, en vez de suceder lo que la mente racionalista de Boncino había pergeñado en contra de las verdades de fe, la mula, que había pasado efectivamente tres días sin comer y por lo tanto se encontraba famélica, en vez de dirigirse a la alfalfa, como lo esperaba su dueño, se dirigió, sin vacilar, en dirección a San Antonio de Padua. Una vez delante del santo, que mantenía en alto a la custodia con Jesús sacramentado, la mula, obedeciendo al mandato del santo, que le ordenó que doblara sus patas delanteras en señal de adoración a su Creador, Presente con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía, dobló efectivamente sus patas delanteras y se postró en adoración ante la Hostia consagrada.
         Todos los presentes, una multitud que se había congregado precisamente para ver el resultado de la “contienda” entre San Antonio y Boncino, quedaron admirados por el prodigio, y comenzaron a entonar cánticos eucarísticos. El mismo Boncino, que había prometido deponer su actitud incrédula, racionalista y agnóstica, cayó de rodillas ante Jesús Eucaristía, y a partir de entonces se convirtió en un ferviente devoto del Santísimo Sacramento del altar.
         ¿Qué nos enseña este hermoso milagro?
Una enseñanza que nos deja es que constatamos, con gran pena, que es cierta la afirmación de Santa Teresa de Ávila: “el Amor no es amado”, porque mientras una mula, es decir, un animal irracional, es capaz de doblar sus patas delanteras ante el Santísimo Sacramento del altar al mandato de San Antonio, una inmensa multitud de fieles católicos, de todas las edades y condiciones sociales, no solo son incapaces de doblegar sus mentes ante la Verdad revelada de la Presencia real de Jesús en la Eucaristía –lo cual les imposibilita doblar luego sus rodillas en señal externa de adoración que acompaña a la adoración interior, del corazón-, sino que se inclinan y postran ante los modernos y falsos dioses que el neo-paganismo ha diseminado por doquier: el fútbol, la política, el cine, el ocultismo, el ateísmo, el materialismo, el culto al dinero y al poder, etc. etc.
Otra enseñanza es que estamos llamados a ser, como San Antonio de Padua, custodias vivientes de la Eucaristía que proclamen al mundo, con obras más que con palabras, que Jesús está Presente con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en el Santísimo Sacramento del altar. Y que, al igual que la mula del milagro de San Antonio, doblamos nuestras rodillas al comulgar, en señal de adoración a la Presencia real de Jesús en la Eucaristía.
          

viernes, 7 de junio de 2013

Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, fuente inagotable del Amor divino


         Si Jesús es Dios Hijo y en cuanto Dios Hijo, es la Sabiduría Divina, ¿no sería más adecuado que se manifestara como la “Inteligencia Suprema del Universo”, o algún título parecido? ¿Por qué elige el Corazón para su manifestación? ¿Acaso no es un atributo inferior en el hombre, toda vez que se identifica al corazón con la sensibilidad?
La respuesta nos la dan dos de los más grandes doctores de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino y San Agustín, para quienes el corazón, en el hombre, es el símbolo del amor, pero no solo es el símbolo, sino también es la sede del amor, con lo cual quieren significar que el corazón es “el todo del hombre”.
Veamos de qué manera.
Dice Santo Tomás que el corazón es “el principio de todas nuestras acciones”, y San Agustín, por su parte, afirma que es “el principio de todos los actos de nuestra vida”, y el motivo es que el corazón es la sede del amor y es el amor –a alguien, a algo- lo que constituye el motor, el impulso, que nos empuja a conseguir aquello que amamos; el amor es como un peso que hace inclinar el alma entera y la hace dirigir hacia un fin determinado[1]. Para Santo Tomás y para San Agustín, el amor, cuya sede es el corazón, es el motor de nuestras acciones, y así, según sea aquello que amemos, así será nuestro movimiento, el movimiento de todo nuestro ser, de toda nuestra alma, de todas nuestras potencias, dirigidos a conseguir aquello que amamos. No en vano el mandamiento más importante está formulado en este sentido: “Amarás a Dios con toda tu alma, con todo tu ser, con todo tu corazón”. Es decir, amarás a Dios con todo tu amor o, lo que es lo mismo, con todo lo que eres y con todo lo que tienes: con todo tu ser, con toda tu inteligencia, con todo tu amor, con todas tus obras. El amor es un motor que pone en funcionamiento al ser mismo y, con el ser, todas las potencias del alma que del ser emanan. El amor es el motor y al mismo tiempo el combustible, sin el cual el movimiento del hombre hacia un fin es imposible. Solo cuando el hombre experimenta amor -por algo o por alguien-, es capaz de moverse a sí mismo. Por supuesto que muchas veces ama algo o alguien que solo le provoca daño y en lo cual jamás encontrará su felicidad, porque no es el objeto adecuado para su amor, pero lo que nos interesa considerar aquí es que, más allá de que el objeto de su amor sea adecuado o no, le conceda felicidad o no, el amor será siempre el motor y el combustible de su movimiento, y determinará todo en el hombre: sus pensamientos, sus deseos, sus palabras y su obrar. El amor, cuya sede es el corazón, y por lo tanto está simbólicamente representado en el corazón en cuanto órgano físico, es una fuerza dinámica cuya energía se imprime a todo el ser del hombre y lo pone en movimiento, haciéndolo obrar en la dirección necesaria para obtener aquello que ama, y lo hace con tanta intensidad, que nada lo detiene y ningún sacrificio es obstáculo para conseguir lo que ama, incluso es capaz de sacrificarse hasta la muerte.
El amor es como un foco o punto central en el hombre, en donde todo converge: la inteligencia, la voluntad, los afectos, los sentimientos. Todo pasa por el amor: la inteligencia contempla su objeto, la imaginación lo embellece, la memoria solo conserva recuerdos buenos, la voluntad solo desea lo que ama, las potencias operativas se disponen a conseguir aquello que ha sido contemplado en el amor.
Este es el motivo por el cual se dice que “el amor lo es todo para el alma, como el corazón lo es todo para el cuerpo”[2]. Esto es lo que lleva a San Agustín a afirmar que el hombre es lo que ama: “Amas la tierra, eres tierra; sois dioses, si amáis a Dios”[3].
         Llegados aquí, podemos entonces responder a las preguntas del inicio: si el corazón –y el amor, cuya sede es- es “el todo del hombre”, lo es también en el Hombre-Dios y tanto más en Él, que en cuanto Dios,  “es Amor” (1 Jn 4, 16). El hombre es imagen de Dios, y si en el hombre el corazón y el amor lo es todo, así también en Dios, cuya imagen refleja. Jesús se manifiesta como el Sagrado Corazón porque en Él todo es Amor, Amor Puro, Perfecto, en Acto Puro de Ser; Amor eterno, Amor inagotable, incomprensible, celestial, Amor que ama con locura a la humanidad toda, Amor por la humanidad que no vacila en dar la vida en el santo sacrificio de la Cruz, para salvarla y conducirla a sí mismo; Amor que se hace Carne gloriosa y resucitada en cada Eucaristía; Amor que se dona todo entero, sin reservas, en la Sangre que brota del Sagrado Corazón traspasado por la lanza y que se recoge, cada vez, en el cáliz de la Santa Misa, para ser libado por los corazones que aman a Dios Uno y Trino.
         Al manifestarse como el Sagrado Corazón, Dios Hijo nos revela que todo lo que Él es, Amor en Acto Puro de Ser, lo ha llevado a dar la vida en la Cruz por nuestra salvación y por nuestro amor y que nada más que nuestro amor y nuestra salvación quiere para nosotros. Es por eso que le dice a Santa Margarita: “He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres”, pero luego también el amargo reproche: “y solo ha recibido de ellos ingratitud, indiferencia, desprecios y ultrajes”. Amemos al Sagrado Corazón –“el Amor no es amado”, decía Santa Teresa de Ávila-, y de manera tal, que al menos de nosotros no tenga que quejarse de la frialdad y dureza del corazón de los hombres; amemos al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús con todas las fuerzas de nuestro pobre corazón, y que el Amor del Sagrado Corazón sea el motor, el combustible, el impulso y la fuerza que ponga en movimiento todo nuestro ser, en el tiempo y en la eternidad.




[1] Amor meus, pondus meum; quocumque feror, amore feror. (S. Agustín Confes. 13, 10).
[2] Diligcs Dominum, etc... Diligcs proximum, etc... in his duobus mandatis universa lex pendet et prophetae. (S. Mat 22, 37.39.405 Hoc est enim omnis horno. (Eccl. 12, 13).
[3] Terra diligis? terra cris. Deum diligis? Deus cris. Non audeo dicere ex me, Scriptu­ram audiamus. (Ps. 81,6; Ego dixi; Dii estis, et Filii Altissimi omnes. (S. Agustín, in Epist la Sti Joan., tract. II, n. 14, t. 111, p. 1997).

miércoles, 5 de junio de 2013

San Bonifacio, obispo y mártir


         “No seamos perros mudos, no seamos centinelas silenciosos, no seamos mercenarios que huyen del lobo, sino pastores solícitos que vigilan sobre el rebaño de Cristo, anunciando el designio de Dios a los grandes y a los pequeños, a los ricos y a los pobres, a los hombres de toda condición y de toda edad, en la medida en que Dios nos dé fuerzas, a tiempo y a destiempo”[1].
         Si bien se trata de una carta con indicaciones acerca de la actuación de los presbíteros, los consejos de San Bonifacio son válidos para todo cristiano, sea laico, sacerdote o religioso, por lo que analizaremos, a la luz de la fe, su contenido.
         “No seamos perros mudos”: un perro se caracteriza por su fidelidad a su patrón y la mejor forma que tiene de demostrar su fidelidad es el advertir, co sus ladridos, la inminencia de un peligro. De esta manera el dueño, que está descansando o haciendo alguna tarea en el hogar, al ser alertado por los ladridos del perro, se pone en guardia para repeler el ataque del ladrón. En nuestro caso, se trata del ataque del Perro infernal, que pretende ingresar en las casas, es decir, en los corazones de los hombres, para destruirlos con sus dentelladas rabiosas y así quitarle la vida de la gracia. Un cristiano debe “ladrar” con todas sus fuerzas, es decir, debe advertir a sus hermanos acerca de la Presencia del Perro del Infierno, Satanás, que busca descargar su rabia y su odio contra Dios, en los hombres, creados a su imagen y semejanza. El cristiano actúa como un perro mudo toda vez que mira para otro lado cuando se comete una injusticia, o cuando calla ante el mal, o cuando no dice una palabra en defensa de la Iglesia, del Papa, de los sacerdotes, o cuando incluso dentro de la misma Iglesia permite el mal, la mentira, la corrupción en todas sus formas. “No seamos perros mudos”, nos advierte San Bonifacio, por eso debemos “ladrar”, denunciando la inmoralidad reinante y defendiendo los derechos de Dios a ser conocido, respetado, amado y adorado por toda la humanidad.
         “No seamos centinelas silenciosos”. Un centinela está ubicado en una posición de altura, de privilegio, para precisamente poder alertar a la plaza fuerte sobre la incursión de los enemigos, para lo cual debe gritar, con todas sus fuerzas, alertando a los demás, para que se preparen a repeler el artero ataque enemigo. Si un centinela ve venir al enemigo, y calla, comete el pecado de traición, porque todos aquellos que debían ser alertados, quedan desprevenidos y a la merced de sus enemigos. Hoy, cuando las huestes enemigas buscan penetrar en la fortaleza de las almas para incendiarlo y destruirlo todo, el cristiano, en su estado de vida, cualquiera sea, debe ser como un centinela, que alerte los inminentes peligros que se abaten sobre las almas, el más insidioso de todos, el gnosticismo de la Nueva Era o New Age, gravísimo error según el cual no se necesita de la gracia de Cristo Dios para la salvación. El cristiano debe combatir, con los medios espirituales a su alcance –oración, sacramentos, penitencia, sacrificios, misericordia- el error gnóstico que amenaza la vida eterna de cientos de miles de almas.
         “No seamos mercenarios que huyen del lobo”. Al mercenario no le interesan las ovejas, sino su salario, el dinero, y por eso cuando ve venir el lobo, huye, sin importarle la suerte del rebaño. El mercenario trabaja por el dinero y no por Dios; de ahí la advertencia de Jesús: “No podéis servir a Dios y al dinero”. El buen pastor, el buen cristiano, por el contrario, ama a Dios y por Dios y en Dios, ama a las almas, sin importarle el dinero y cuando viene el lobo, le hace frente, porque ama a las almas en Dios y las ama con el Amor de Dios, y por eso arriesga su vida para salvarlas. Hoy en día el Lobo infernal, del demonio, ronda el rebaño haciendo estragos en él, destrozando las almas por medio de las sectas, el ocultismo, la brujería, la magia, la religión wiccana, el tarot, el yoga, el reiki y cientos de prácticas gnósticas más.
         Dice San Bonifacio que debemos “anunciar los designios de Dios a los grandes y a los pequeños, a los ricos y a los pobres, a los hombres de toda condición y de toda edad, en la medida en que Dios nos dé fuerzas a tiempo y a destiempo”: a todos debemos anunciar que Cristo Dios es nuestro Salvador y que sólo a Él debemos adorar y servir en esta vida, y a nadie más, y este anuncio es tanto más perentorio cuanto que en nuestro tiempo la secta luciferina de Acuario, la Nueva Era, pretende conseguir la iniciación luciferina y la consagración de Satanás a la humanidad, para lo cual elabora, promociona, difunde, apoya, por todos los medios posibles, la exaltación del ocultismo, de la magia, de la brujería y de toda abominación similar, disfrazándola de libros, revistas, publicaciones, películas o series “familiares”, como Harry Potter, Los hechiceros de Waverly Place, Sabrina, la bruja adolescente, Crepúsculo, Avatar, etc. Si el cristiano no denuncia esta situación, en el medio en el que se desempeña, la familia, el estudio, el trabajo, el barrio, etc., se convierte en un perro mudo, en un centinela silencioso, en un mercenario que huye ante el Lobo infernal, asociándose a este en su tarea de acechar y capturar almas para su reino de tinieblas.
         Finalmente, San Bonifacio murió a manos de los paganos, según el relato que de su muerte hace Alan Butler: “San Bonifacio hizo los arreglos para una confirmación en masa, en la víspera de Pentecostés, en un campamento levantado sobre la planicie de Dokkun, en la ribera del riachuelo Borne (Alemania). En el día señalado, el santo estaba leyendo dentro de su tienda, en espera de los nuevos convertidos, cuando una horda de hostiles paganos apareció de repente con evidente intención de atacar el campamento. Los pocos cristianos que se encontraban ahí rodearon a san Bonifacio para defenderle, pero éste no se los permitió. Les pidió que permanecieran a su lado, los exhortó a confiar en Dios y a recibir con alegría la posibilidad de morir por la fe. En eso estaba, cuando el grupo fue atacado brutalmente por la horda furiosa. San Bonifacio fue uno de los primeros en caer, y todos sus compañeros sufrieron la misma suerte. El cuerpo del santo fue trasladado finalmente al monasterio de Fulda, donde aún reposa. También se atesora ahí el libro que estaba leyendo el santo en el momento del ataque. Se afirma que el mártir levantó en alto aquel libro, para que no sufriera tanto daño como él mismo y, en efecto, las pastas de madera del pequeño volumen tienen muescas causadas por los cuchillos y algunas manchas que se supone sean las de la sangre del mártir”[2].
         Hoy nos enfrentamos a un paganismo inmensamente más peligroso y dañino, el neo-paganismo de la Nueva Era, New Age o Conspiración de Acuario y su peligrosidad radica en que, a diferencia del paganismo pre-cristiano, este nuevo paganismo ha conocido y rechazado a Cristo, con lo cual ha cerrado definitivamente las puertas de la salvación para aquellos que se inscriben en sus filas. Las almas de nuestros prójimos están en grave peligro y ese es el motivo por el cual las palabras, el mensaje y la vida de santos como San Bonifacio, son una ayuda del cielo para nuestro ser y obrar: debemos ser y obrar como perros que alerten con sus ladridos la presencia del Lobo infernal; debemos ser y obrar como centinelas atentos a las incursiones de las huestes enemigas, las numerosísimas sectas de la Nueva Era; debemos ser y obrar como pastores solícitos que alerten a las ovejas sobre el demonio, que anda “como león rugiente buscando devorar las almas” (cfr. 1 Pe 5, 8), y esto, como dice San Bonifacio, con la fuerza de la gracia santificante de Jesucristo, y en todo momento, a tiempo y a destiempo.

        






[1] San Bonifacio, Cartas de San Bonifacio; Carta 78: MGH, Epistolae 3, 352, 354.
[2] Cfr. Vidas de los Santos de Butler; cfr. http://www.eltestigofiel.org/lectura/santoral.php?idu=1907

domingo, 2 de junio de 2013

San Carlos Lwanga y compañeros mártires


         En un siglo dominado por las sectas, en donde se deja cada vez más de lado al único y verdadero Dios en pos de los ídolos, San Carlos Lwanga y sus compañeros mártires constituyen un luminoso ejemplo de cómo es preferible dejar la vida en pos del Cordero, antes que rendir culto idolátrico al neo-paganismo de la Nueva Era.
En efecto, los mártires ugandeses murieron en la hoguera al oponerse a las costumbres paganas, las cuales permitían todo tipo de excesos morales y de aberraciones contra la naturaleza. En este sentido, el paganismo es aquello que se opone radicalmente al cristianismo, porque no solo no hay que negarse a uno mismo, sino que se deben exaltar las pasiones y las peores perversiones de la naturaleza humana caída a causa del pecado original. En el paganismo, se exalta el propio yo y sus pasiones hasta el punto de caer en la idolatría de sí mismo: nada se niega, ninguna pasión queda satisfecha, y el yo ególatra se envanece al adorarse a sí mismo, colocándose en el puesto que le corresponde a Dios. El hombre se convierte así en su propio centro, en su propio dios, y es él quien dictamina qué está bien y qué está mal, y como su conciencia está oscurecida por el pecado, se inclina siempre hacia la perversión. En consecuencia, para el paganismo, todo exceso está permitido, porque lo que establece qué es el bien y qué es el mal es la propia conciencia, pero como conciencia del hombre sin la gracia es solo oscuridad, todo en el paganismo es oscuridad, tinieblas, aberración y perversión moral.
No en vano Jesús nos recomienda en el Evangelio negarnos a nosotros mismos, cargar la Cruz y seguirlo todos los días (cfr. Mt 16, 24-28), porque solo de esta manera, en la negación de nuestras pasiones, en el cargar la Cruz todos los días en el seguimiento de Jesús, puede el hombre viejo, contaminado con el pecado original, subir al Calvario para allí morir crucificado, de modo que pueda nacer el hombre nuevo, el hombre regenerado por la gracia santificante de Jesucristo, el hombre que vive las virtudes naturales y sobrenaturales en su máxima plenitud y en este seguimiento de Jesús, hasta dar la vida, es en donde reside el testimonio más valioso de los mártires y santos como San Carlos Lwanga y compañeros.
Sin embargo, lo más grave, dañino y peligroso en el paganismo no es la aberración moral, sino el hecho de la desviación y perversión espiritual que esto supone: ser pagano, o neo-pagano, o wiccano, es en el fondo ceder a la trampa del gnosticismo, trampa tendida por el Tentador, Satanás, que de esta manera hace caer al hombre en su mismo y odioso pecado, la auto-idolatría de sí mismo. El paganismo o neo-paganismo wiccano es una imitación y prolongación, en el tiempo y en la historia humana, del gesto de soberbia rebelión iniciada en los cielos por el demonio, rebelión que le valió el perder la gracia para siempre. Es en esto en lo que radica la malicia del paganismo –de todas las épocas y particularmente el de nuestra época, el neo-paganismo de la Nueva Era-: desplazar a Dios del corazón y de la propia vida para erigirse en un dios propio, imitando y convirtiéndose en aliado del Dragón o Serpiente Antigua, Satanás.

La contemplación de su ejemplo de vida y de amor a Cristo nos hace ver que a quien lo sigue por el Camino Real de la Cruz, hasta dar la vida por Él, Jesús le da el ciento por uno en esta vida y la vida eterna en los cielos: ellos murieron quemados vivos en la hoguera por no postrarse a los ídolos paganos, y en recompensa ahora arden en el fuego del Amor divino, adorando al Cordero en los cielos por la eternidad.