San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

lunes, 29 de abril de 2019

Santos Felipe y Santiago



          San Felipe

          Vida de santidad[1].

          Según el evangelio, Felipe nació en Betsaida en Galilea. Luego de llamar a San Pedro y a San Andrés para que pertenecieran al grupo de apóstoles, Jesús llamó a San Felipe. Él a su vez fue quien llamó a Natanael o Bartolomé y lo llevó a donde Jesús. Fue elegido por Jesús como uno de los Doce Apóstoles. Otra intervención de Felipe es cuando unos griegos extranjeros quisieron hablar con el Divino Maestro y le pidieron a Felipe que los llevara hacia Él. En la Última Cena fue Felipe quien le dijo a Jesús: “Señor: muéstranos al Padre”, y Jesús le respondió: “Felipe, quien me ve a Mí, ve al Padre”. El día de Pentecostés, Felipe recibió junto con los otros apóstoles y la Virgen María, al Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego. Luego de Pentecostés se fue a evangelizar a Bitinia, en el Asia Menor (cerca del Mar Negro). Un autor del siglo II, Papías, afirma que San Felipe logró el milagro de resucitar a un muerto. Con respecto a su muerte, San Clemente de Alejandría dice que en una persecución contra los cristianos murió crucificado.

          Mensaje de santidad.

          Algo que se destaca en su vida es el llevar a los demás a Jesús, además de querer ver al Padre. En efecto, vemos cómo Felipe es quien lleva a Natanael adonde se encuentra Jesús y es también quien lleva a los griegos también para que vean a Jesús. Al igual que Felipe, entonces, también nuestra tarea como cristianos es llevar a los demás a Jesús, diciéndoles que “hemos encontrado al Maestro” y que el Maestro, es decir, Jesús, está en la Eucaristía. Para nosotros, llevar a alguien a Jesús es llevarlo a la Eucaristía, por lo que nuestro apostolado debe ser eminentemente eucarístico. Pero también debemos saber que, para poder llevar a otros adonde está Jesús, debemos nosotros primero ir con Jesús, adonde Él vive, que es en el sagrario; debemos hacer adoración eucarística para que, sabiendo dónde está Jesús -en el sagrario, en la Eucaristía-, seamos capaces de llevar a los demás ante Jesús en el sagrario. El otro aspecto que destaca en San Felipe es su deseo de ver al Padre, ya que es él quien le dice a Jesús: “Señor, muéstranos al Padre”. También nosotros debemos tener deseos de querer ver al Padre, Origen Increado de la Santísima Trinidad. Una forma de cumplir este deseo es por medio de la comunión eucarística, porque si bien es cierto que, aunque comulguemos, no por eso veremos al Padre sensiblemente, visiblemente, sí es verdad que, por la comunión eucarística, seremos llevados al Padre porque Jesús, por la Eucaristía, nos dona al Espíritu Santo, que es quien nos lleva al seno del Padre. Llevar a los demás ante Jesús Eucaristía y ser llevados al Padre por el Espíritu Santo que se nos dona en la comunión eucarística, es una forma de imitar a este gran santo que es Felipe.

          Santiago el Menor[2].

          Vida de santidad.

Se le llama “el Menor” para diferenciarlo del otro apóstol, Santiago el Mayor (que fue martirizado poco después de la muerte de Cristo). Era de Caná de Galilea y si bien en el Evangelio es llamado “el hermano de Jesús”, esto no se debe a que fuera hijo de la Virgen María, la cual no tuvo sino un solo Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, sino que se debe a que en la Biblia se le llaman “hermanos” a los que provienen de un mismo abuelo: a los primos, tíos y sobrinos (y probablemente Santiago era “primo” de Jesús, hijo de alguna hermana de la Santísima Virgen). El decir que alguno era “hermano” de Jesús no significa que María tuvo más hijos, sino que estos llamados “hermanos”, eran simplemente familiares: primos, etc.
San Pablo afirma que una de las apariciones de Jesús Resucitado fue a Santiago y en el libro de Los Hechos de los Apóstoles se narra cómo en la Iglesia de Jerusalén era sumamente estimado este apóstol a quien llamaban “el obispo de Jerusalén”. San Pablo cuenta que él, la primera vez que subió a Jerusalén después de su conversión, fue a visitar a San Pedro y no vio a ninguno de los otros apóstoles, sino solamente a Santiago. Cuando San Pedro fue liberado por un ángel de la prisión, corrió hacia la casa donde se hospedaban los discípulos y les dejó el encargo de “comunicar a Santiago y a los demás”, que había sido liberado y que se iba a otra ciudad (Hech 12,17). Y el Libro Santo refiere que la última vez que San Pablo fue a Jerusalén, se dirigió antes que todo “a visitar a Santiago, y allí en casa de él se reunieron todos los jefes de la Iglesia de Jerusalén” (Hech 21,15). San Pablo en la carta que escribió a los Gálatas afirma: “Santiago es, junto con Juan y Pedro, una de las columnas principales de la Iglesia”. Cuando los apóstoles se reunieron en Jerusalén para el primer Concilio o reunión de todos los jefes de la Iglesia, fue este apóstol Santiago el que redactó la carta que dirigieron a todos los cristianos (Hechos 15).
A su vez Hegesipo, historiador del siglo II dice: “Santiago era llamado “El Santo”: la gente estaba segura de que nunca había cometido un pecado grave. Jamás comía carne, ni tomaba licores. Pasaba tanto tiempo arrodillado rezando en el templo, que al fin se le hicieron callos en las rodillas. Rezaba muchas horas adorando a Dios y pidiendo perdón al Señor por los pecados del pueblo y por esta razón la gente lo llamaba también: “El que intercede por el pueblo”. Muchísimos judíos creyeron en Jesús, movidos por las palabras y el buen ejemplo de Santiago y fue por esto que el Sumo Sacerdote Anás II y los jefes de los judíos, un día de gran fiesta y de mucha concurrencia le dijeron: “Te rogamos que, ya que el pueblo siente por ti grande admiración, te presentes ante la multitud y les digas que Jesús no es el Mesías o Redentor”. Esto implicaba renegar de la fe en Jesucristo, pero Santiago no cedió a las presiones y sí se presentó ante el gentío, pero para afirmarles la fe en Jesucristo Salvador: “Jesús es el enviado de Dios para salvación de los que quieran salvarse. Y lo veremos un día sobre las nubes, sentado a la derecha de Dios”. Al oír esto, los jefes de los sacerdotes se llenaron de ira y decían: “Si este hombre sigue hablando, todos los judíos se van a hacer seguidores de Jesús”. Y lo llevaron a la parte más alta del templo y desde allá lo echaron hacia el precipicio. Santiago no murió en el acto, sino que rezaba de rodillas diciendo: “Padre Dios, te ruego que los perdones porque no saben lo que hacen”.
El historiador judío, Flavio Josefo, dice que a Jerusalén le llegaron grandes castigos de Dios, por haber asesinado a Santiago que era considerado el hombre más santo de su tiempo.
Este apóstol redactó uno de los capítulos de la Sagrada Escritura que “Carta de Santiago”, en donde, entre otras cosas, se pronuncia en contra de quienes se dicen religiosos, pero calumnian con la lengua: “Si alguien se imagina ser persona religiosa y no domina su lengua, se equivoca y su religión es vana”. Y a los que poseen riquezas materiales, les dice: “Oh ricos: si no comparten con el pobre sus riquezas, prepárense a grandes castigos del cielo”. También aconseja la oración en tiempos de prueba y el llamado al sacerdote en la enfermedad, para recibir la Unción de los enfermos: “Si alguno está triste, que rece. Si alguno se enferma, que llamen a los presbíteros y lo unjan con aceite santo, y esa oración le aprovechará mucho al enfermo”. A Santiago le corresponde una frase que define la identidad de la fe católica, en contraposición con la fe luterana o protestante: “La fe sin obras, está muerta”. Se contrapone a la fe protestante, porque ellos afirman que para salvarse no hacen falta las buenas obras, sino solamente la fe. Pero la Iglesia Católica, basada entre otras cosas en esta frase del Apóstol Santiago, enseña que, sin buenas obras, la fe queda muerta.

          Mensaje de santidad.

          Podemos destacar tres elementos de su vida, además de su Carta: su constante oración y bondad -el que ama a sus hermanos ora por ellos- y su defensa de Jesucristo en su condición de Hombre-Dios y Redentor de los hombres, además de su defensa de una fe que necesita de obras para ser una fe viva. Puesto que los Apóstoles son “columnas de la Iglesia”, esto significa que son para nosotros ejemplos de vida y de santidad, de modo que debemos esforzarnos para imitarlos. En el caso de Santiago el Menor, lo que tenemos para imitar es su vida de oración, procurando nosotros hacer oración constante y diaria -principalmente, Santa Misa, Santo Rosario y Adoración Eucarística-; otro aspecto a imitar es su bondad o más bien su caridad, que es bondad divina, es decir, amor de Dios, sobre todo para con el prójimo más necesitado; otro elemento es la defensa de Jesús como Salvador de los hombres, que en nuestro caso equivale a decir que en la Eucaristía está la salvación de la humanidad, porque en la Eucaristía está Cristo, el Salvador de los hombres; por último, debemos imitar a este santo realizando obras de misericordia -tanto espirituales como corporales-, para que así nuestra fe no sea una fe muerta, sin obras, sino una fe viva en Jesús muerto y resucitado por nuestra salvación.

San Atanasio



Ícono de San Atanasio (izquierda) y San Cirilo de Alejandría.


          Vida de santidad[1].

          Nació en Egipto, Alejandría, en el año 295 y estudió derecho y teología. Luego de retirarse por un tiempo para realizar vida ermitaña, regresó a la ciudad, en donde se dedicó totalmente al servicio de Dios. Precisamente, San Atanasio se caracterizó por servir a Dios de un modo particular: enfrentándose a Arrio, un sacerdote católico que, apostatando de la verdad, proclamaba la herejía de que “Cristo no era Dios por naturaleza”. Debido a que se trataba de una herejía de suma gravedad, se organizaron concilios ecuménicos para enfrentar este error. El primer Concilio se celebró en Nicea, ciudad del Asia Menor. Atanasio, que por ese entonces era diácono, acompañó a este concilio a Alejandro, obispo de Alejandría, sosteniendo la verdad católica con doctrina recta y gran valor. Finalmente, el Concilio excomulgó a Arrio y condenó su doctrina arriana.
          Al poco tiempo falleció el patriarca de Alejandría y San Atanasio fue elegido como patriarca de la ciudad; sin embargo, fue desterrado de la misma por el complot de los arrianos en su contra, quienes no cejaron hasta expulsarlo de la ciudad. Regresó a la ciudad en 336, siempre combatiendo la herejía arriana y fue nuevamente expulsado de la misma en el año 342, dirigiéndose entonces a Roma. Sin abandonar nunca la verdad de la doctrina católica acerca de la Encarnación del Verbo, regresó nuevamente a Alejandría, ocho años más tarde, aunque debió refugiarse en el desierto para evitar que sus enemigos lo apresaran. Vivió con los anacoretas durante seis años en el desierto, para luego regresar a Alejandría, aunque a los cuatro meses tuvo que huir de nuevo. Después de un cuarto retorno, se vio obligado, en el año 362, a huir por quinta vez; finalmente, pudo regresar definitivamente a su sede, falleciendo el 2 de mayo del año 373. Escribió numerosas obras, como, por ejemplo, lo que se conoce como el Credo de San Atanasio.

          Mensaje de santidad.

          Además de su vida de santidad, el gran mérito de San Atanasio fue mantenerse incólume, a pesar de las persecuciones -tuvo que huir cinco veces de su ciudad-, en la fe católica acerca de Jesucristo, la cual afirma que es la Segunda Persona de la Trinidad encarnada. No es indiferente ser partidario o no de la herejía arriana, puesto que esta atenta contra la médula de la fe católica, al negar la naturaleza divina de Jesucristo y, por lo tanto, niega que Él sea la Segunda Persona de la Trinidad encarnada. Para Arrio, Jesús fue una creatura, excelente y santa, sí, pero creatura al fin y al cabo: él no concebía que Jesús no fuera creado, sino engendrado desde la eternidad, en el seno del Padre, tal como lo enseña la recta doctrina católica. Si no se cree en esta verdad, quien crea en esta herejía arriana se aleja radicalmente de la fe en Cristo. Ahora bien, la herejía arriana tiene consecuencias en la fe eucarística: si Cristo no es Dios, entonces no prolonga su Encarnación en la Eucaristía, por lo que la Eucaristía pasa a ser un trocito de pan bendecido en una ceremonia religiosa. Es decir, la herejía arriana es tan grave que no solo atenta contra la fe en Cristo, sino que atenta contra la verdad de la Eucaristía: en efecto, si Cristo no es Dios por naturaleza, entonces el Verbo no se encarnó y si no se encarnó, no prolonga su encarnación en la Eucaristía, tal como ocurre. Pidamos a San Atanasio para que nunca reneguemos de esta verdad, que él defendió con su vida: Cristo es Dios Hijo, la Segunda Persona de la Trinidad, que se encarnó en el seno de María Virgen y que prolonga su Encarnación en la Eucaristía.

Santa Catalina de Siena y su imitación de Cristo


Resultado de imagen para jesus da dos coronas a santa catalina
          Un cierto día, estando Santa Catalina en su celda, se le apareció Jesús, portando dos coronas en sus manos: una de oro y otra de espinas. Se las mostró a Santa Catalina y le dijo que eligiera cuál corono quería llevar, que la que ella eligiese, Él se la daría. Santa Catalina, sin dudar un instante, eligió la corona de espinas, mientras decía: “Yo deseo, Oh Señor, vivir aquí siempre conforme a tu pasión, y encontrar en el dolor y en el sufrimiento mi reposo y deleite”. 
          Es decir, Jesús le ofrecía una corona de oro y si la Santa la hubiera elegido, la habría elegido legítimamente, porque Jesús no da cosas vanas. Si hubiera elegido la corona de oro, con toda probabilidad, la santa habría sido reconocida entre las grandes cortes y habría recibido en vida el homenaje que de todos modos se le tributó luego de haber transitado por esta vida. Sin embargo, la Santa optó por elegir la corona de espinas. ¿Por qué razón? Ella misma lo dice: “deseo vivir conforme a tu pasión y encontrar en el dolor y en el sufrimiento mi reposo y mi deleite”. Hay dos razones entonces: vivir conforme a la Pasión del Señor, por un lado y, por otro, encontrar en el dolor y en el sufrimiento el reposo y el deleite.
          La respuesta y la elección de Santa Catalina son ejemplo para todos los cristianos de todos los tiempos, incluidos los nuestros: al igual que la santa, no debemos buscar acomodarnos al mundo y vivir según las reglas del mundo, sino que debemos vivir imitando y también participando de la Pasión Redentora de Jesucristo. También, al igual que la santa, debemos huir de una concepción hedonista de la vida, que busca rechazar el dolor y el sufrimiento a toda costa. Así, vemos que incluso católicos practicantes, cuando tienen una enfermedad, buscan deshacerse de esa enfermedad, acudiendo a cuanto pseudo-sanador encuentren y haciendo todo tipo de terapia de la Nueva Era, con tal de deshacerse del dolor. Ésa no debe ser la actitud del cristiano, frente al sufrimiento y el dolor. Además de hacer los tratamientos correspondientes según la medicina tradicional y convencional, el cristiano debe unirse espiritualmente a la Pasión del Señor, para participar de la misma. 
         El dolor y el sufrimiento tienen valor cuando se los asocia al dolor y al sufrimiento de Cristo Crucificado y de la Virgen al pie de la cruz. Santa Catalina de Siena elige la corona de espinas porque ha comprendido, iluminada por la gracia, el valor de participar de los dolores de Jesús en la Pasión. Al recordarla en su día, le pidamos a la Santa para que nosotros elijamos no el mundo y sus comodidades, representados en la corona de oro, sino participar de Cristo y su Pasión redentora, representada en la corona de espinas y le pidamos a la santa que nos ayude a elegir siempre la corona de espinas.

viernes, 5 de abril de 2019

El Sagrado Corazón se queja de las ingratitudes y desamores de los cristianos



         En la tercera gran revelación, que ocurrió durante la fiesta de Corpus Christi de 1674, el Sagrado Corazón le reveló a Santa Margarita “las maravillas de su puro amor y hasta qué exceso había llegado su amor para con los hombres, de quienes no recibía sino ingratitudes”[1]. En esta aparición, que es más brillante que las demás, según la descripción de Santa Margarita, quien lo describe así: “Jesucristo mi Amado se presentó delante de mí todo resplandeciente de Gloria, con sus cinco llagas brillantes, como cinco soles y despidiendo de su sagrada humanidad rayos de luz de todas partes pero sobre todo de su adorable pecho, que parecía un horno encendido”[2], además de hacerle algunas peticiones y revelarle que le concederá la gracia del dolor de su Costado traspasado, el Sagrado Corazón se muestra como un “amante apasionado de los hombres, que se queja del desamor de los suyos y, como si fuera un divino mendigo, nos tiende la mano el Señor para solicitar nuestro amor”[3].
         Es decir, en esta aparición, el Sagrado Corazón se queja de las “ingratitudes” y del “desamor” de los suyos, que no somos otros que nosotros, los cristianos, además de presentarse como un “mendigo de amor”, que viene a mendigar nuestro miserable amor, aun teniendo Él el amor de los querubines y serafines que se postran ante Él y lo aman y adoran de día y de noche.
         Somos ingratos y desamorados con el Sagrado Corazón, cada vez que preferimos los viles placeres del mundo, antes que el más pequeño grado de gracia; somos ingratos y desamorados con el Sagrado Corazón de Jesús, cada vez que preferimos los atractivos y manjares del mundo, antes que el banquete celestial que nos prepara el Padre en cada Santa Misa, compuesta por manjares celestiales: la Carne del Cordero, el Pan Vivo bajado del cielo y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna; somos ingratos y desamorados con el Sagrado Corazón cuando preferimos el amor mísero de las creaturas y cuando mendigamos el amor de estas, antes de venir a beber del Amor Infinito de Dios, que se derrama incontenible desde la Eucaristía; somos ingratos y desamorados para con el Sagrado Corazón de Jesús, cada vez que, teniendo que cargar la cruz, en vez de abrazar la cruz –que puede ser bajo la forma de una enfermedad, una tribulación-, dejamos de lado la cruz y corremos para que alguien nos la quite y no dudamos en aliarnos con los enemigos de Dios –brujos, hechiceros, chamanes-, con tal de no tener tal o cual enfermedad, es decir, con tal de no llevar la cruz.
         El Sagrado Corazón se queja de las ingratitudes y desamores de los cristianos, ingratitud y desamor que llegan al extremo de convertirse en pecados, que se materializan en la corona de espinas que laceran y lastiman, a cada latido, al Sagrado Corazón.
         Hagamos el propósito de no solo no ser ingratos y desamorados, sino de acudir a rendirle amor, honor y adoración al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, adorándolo en la Adoración Eucarística y recibiéndolo en la Comunión Eucarística con todo el amor del que seamos capaces, para así reparar por nuestras ingratitudes y desamores y por las de nuestros hermanos.



[1] https://www.corazones.org/santos/margarita_maria_alacoque.htm
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.