San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

domingo, 30 de diciembre de 2012

La Sagrada Familia de Nazareth, único modelo para la familia católica



         Luego de celebrar el Nacimiento del Niño Dios, Nacimiento que convierte al matrimonio legal –la relación entre María y José no era la de esposos, sino la de hermanos- en familia, la Iglesia nos conduce a la contemplación de la Sagrada Familia de Nazareth, pues esta Familia Santa es modelo y fuente de santidad para toda familia católica. Toda familia, pero principalmente la familia católica, tiene una misión para cumplir en este mundo, una misión que no es para un destino intramundano, sino suprahumano, y para alcanzar ese destino, necesita tener como único modelo y ejemplo a la Sagrada Familia de Nazareth.  
         La familia, la única familia posible, la constituida por el padre-varón, la madre-mujer y los hijos, tiene una misión en la tierra, y esa misión no consiste, ni remotamente, en alcanzar objetivos meramente humanos y terrenos; la misión de la familia católica, misión dada por Dios Uno y Trino, no consiste en que sus miembros sean simplemente “buenos ciudadanos”, ni se limita a meramente dar un buen ejemplo de honestidad, de trabajo, de estudio, de sacrificio. Todo esto se por supuesto en una familia católica, pero no consiste en esto su misión, la cual tiene un objetivo infinitamente más alto, misterioso y sublime. Si la misión de la familia católica se redujera a que sus miembros sean buenos ciudadanos, honestos trabajadores, padres ejemplares, hijos modélicos, estaría quedándose en el punto de partida, y nunca llegaría a la meta, porque todas estas cosas son buenas, pero meramente humanas. La familia católica está llamada a un destino que supera infinitamente todo horizonte humano, y todo lo que se pueda siquiera imaginar, porque está llamada a un destino de eternidad. Todos los integrantes de la familia están llamados a un destino de gloria eterna; están llamados a ser ciudadanos de la Jerusalén celestial, están llamados a adorar al Cordero de Dios en los cielos, en esta vida y en la otra, y sólo cuando la familia alcance este punto de llegada, puede decirse que ha cumplido su objetivo, el objetivo dado por Dios.
Pero la familia no puede alcanzar este objetivo tan alto si, en su peregrinar por la tierra, sus integrantes olvidan este destino eterno y en vez de elevar los ojos a Cristo crucificado, único Camino al Cielo, se inclinan hacia las cosas del mundo, olvidando su destino de eternidad. De esta manera, la familia, en vez de convertirse a Cristo, se convierten al mundo, el cual los aleja cada vez más de la Cruz, y esto sucede cuando la familia prefiere la televisión a la oración, la música y el entretenimiento a la meditación y a la lectura de la Palabra de Dios, y cuando el televisor y la computadora ocupan el centro de su vida y de su atención.
No existe una vía alternativa, no hay un camino intermedio: o la familia católica tiene por centro a Cristo crucificado y resucitado, o tiene por centro al mundo y sus fines mundanos y terrenos, que no son los fines de Dios.
La única manera por la cual la familia católica pueda llegar a cumplir su cometido, que es la salvación eterna de todos sus integrantes, es la contemplación de la Sagrada Familia de Nazareth, y ése es el motivo por el que la Iglesia nos conduce a su contemplación. Sólo en la contemplación e imitación de las virtudes de la Sagrada Familia, podrá la familia católica cumplir el designio que Dios tiene para ella: la de ser “Iglesia doméstica”, según los Padres de la Iglesia, y la de ser una comunidad de vida y de amor, una comunidad santificada y santificante, en donde la santidad de sus miembros resplandezca en medio de la oscuridad del mundo.
En la Sagrada Familia todo es santo, porque la Madre de esta Familia, es la Madre de Dios; el Hijo, es Dios Hijo encarnado; el Padre adoptivo del Niño y Esposo meramente legal de María –su trato con Ella es un trato de hermanos-, es San José, el varón casto y justo, elegido por Dios Padre para reemplazarlo en la tierra en su función paterna. Así como en la Familia Santa de Nazareth todo es santo, así también en la familia católica, todos sus integrantes deben al menos iniciar el camino de la santidad –no podemos, de ninguna manera, pensar que somos “santos”, ya que eso sería muestra de soberbia y sería algo que no es cierto, puesto que se alcanza la santidad plena sólo en la otra vida-, y caminar por el camino de la santidad, significa vivir en gracia santificante, recurriendo con frecuencia al sacramento de la confesión, y obrar la misericordia.
Para lograr ser una comunidad santificada y santificante, que transmita al mundo el Amor de Cristo, la familia debe contemplar e imitar a cada uno de los miembros de la Sagrada Familia: a la Virgen María, modelo de esposa, de madre amantísima, de ama de casa, de sostén familiar, de amor materno. En sus funciones maternas, la madre es la columna vertebral de la familia, y la Virgen es el modelo único e insuperable para toda madre cristiana.
San José, en su condición de padre casto y de varón justo, que dedica los esfuerzos de su vida a la manutención de la familia y a la educación de su Hijo adoptivo, es el modelo para todo padre de familia, en la fidelidad conyugal y en el amor a los hijos.
Jesús, el Niño Dios, con su amor humano-divino a sus padres, amor que se manifiesta en la obediencia filial, en el trato respetuoso y afectuoso, en la sumisión basada en el amor, en la colaboración en las tareas hogareñas, en el don de la sonrisa y de la ternura hacia sus padres, es el modelo para todo hijo, en el cumplimiento del Cuarto Mandamiento: “Honrarás padre y madre”.
Sólo de esta manera, contemplando a la Familia Santa de Nazareth, podrá la familia católica ser una comunidad santificada y santificante, y sólo así podrá alcanzar no los objetivos mundanos de las familias que no conocen a Cristo, sino el objetivo más alto que familia alguna pueda alcanzar: la comunión de vida y amor con la Familia Divina, las Tres Personas de la Santísima Trinidad, en los cielos.

sábado, 29 de diciembre de 2012

San Juan, Apóstol y Evangelista


27 de diciembre


            Vida y milagros de San Juan, Apóstol y Evangelista[3]
            El apóstol Juan era hermano de Santiago el Mayor, y ambos hijos de Zebedeo y de Salomé, mujer israelita, buena y piadosa, fiel seguidora de Jesús en sus catequesis del Reino. Habían nacido en Betsaida.
            Según refiere el Evangelio, Jesús, “pasando junto al lago de Galilea… vio a Santiago, el hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban remendando las redes, y al punto los llamó. Ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, le siguieron” (Mc 1, 16-20).
            San Juan, llamado “el discípulo amado” (Jn 19, 26) es, de entre todos los discípulos, el que más cercano se encuentra a Jesús, y el que lo acompaña en todo momento, hasta la agonía de la Cruz, si bien huye acobardado cuando apresan a Jesús en el Huerto de los Olivos. En el Monte Tabor, es testigo junto a Pedro y Santiago de la Transfiguración de Jesús, realizada por el Señor para que cuando lo contemplaran cubierto de golpes y de sangre, coronado de espinas y flagelado, y no lo reconocieran a causa de esto, recordando la luz de su divinidad, tuvieran valor para seguirlo por el Camino Real de la Cruz. En la Última Cena, recuesta su cabeza en el pecho del Salvador, y escucha los latidos de su Sagrado Corazón; lo acompaña al Huerto, aunque al igual que Pedro y Santiago, no es capaz de “velar una hora”; huye cuando apresan a Jesús; luego regresa y se queda al pie de la Cruz, junto a la Virgen, y es el destinatario del don de Jesucristo, su Madre, por lo que nace al pie de la Cruz como hijo de María. Luego, en la Resurrección, al correr más rápido que Pedro, llega primero al sepulcro, siendo testigo del sepulcro vacío, confirmación de la resurrección de Jesús.
            Es reconocido también como el autor del Apocalipsis y de tres cartas, en las que manifiesta que Jesús es el Mesías y que creer en Él es “caminar en la luz”. Sin embargo, sólo ama a Dios y es discípulo de Cristo el que ama a su hermano.

            Mensaje de santidad de San Juan, Apóstol y Evangelista
            El mensaje de santidad de San Juan Evangelista se desprende de su cercanía con Jesús, cercanía que lo lleva a recibir mayor luz del Espíritu Santo, con la cual conoce los secretos del Sagrado Corazón. Por eso su mensaje de santidad es el transmitirnos su conocimiento de Jesús, y es al inicio de su Evangelio en donde nos dice quién es Él: no es ni un hombre santo, ni siquiera el más santo de todos los hombres, ni un profeta, ni un rabbí hebreo más: es Dios encarnado, es el Hombre-Dios. Para apreciar mejor su mensaje de santidad, meditamos el primer versículo de su Evangelio: “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios” (Jn 1, 1). De entre todos los evangelistas, Juan es el único que aplica el nombre de Verbo a Jesucristo, por eso su evangelio es llamado “el evangelio del Hijo de Dios”, en contraposición a los otros evangelistas, que presentan a Jesús como el “Hijo del hombre”[4].
Para San Juan el Logos o Verbo no es un mero instrumento de la divinidad, sino que es Dios Creador: “...por quien todo fue hecho...” (...); y no es solamente la primera surgente de la vida creada, sino también la surgente de la vida divina, el Verbo es la vida misma de Dios: “el Verbo de Vida” (1Jn 1, 1). El Verbo de Juan es Verbo divino, procede de las profundidades insondables de la mente del Padre, y está envuelto en la luz y en la gloria del Padre, y por eso es luz y luz divina procedente por generación de la luz divina, es la luz en quien se deposita el ser mismo de Dios[5]: “Luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, generado, no creado, de la misma substancia del Padre” (Jn 20, 31). El Verbo es la luz del conocimiento del Padre que se irradia en el esplendor de una imagen infinita, y a este conocimiento divino se lo designa como EsplendorPalabraImagen[6], Verbo. La Sagrada Escritura llama a este acto de conocimiento por el cual el Padre produce su Verbo “emanación de la claridad omnipotente de Dios”, “candor de la luz eterna y espejo sin mancha de la majestad divina e imagen de la divina bondad” (Sab 7, 25-26).
Entonces, para Juan, el Verbo es el mismo Dios viviente en persona, Espíritu Puro, procedente del Padre, poseedor de la misma substancia divina del Padre, idéntica con el ser divino del Padre, al cual posee originariamente[7]; es luz generada eternamente por la luz del Padre. Pero también es Hombre verdadero, ser compuesto de materia, poseedor de una naturaleza humana concreta: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. El Verbo Eterno se encarna y se hace Hombre, se hace Dios-Hombre, y ese Hombre-Dios, imagen de la gloria del Padre, procedente de la eternidad misma del seno del Padre y  a la vez generado en el tiempo en el seno de la Virgen Madre, es Jesucristo. Contemplando a Jesucristo en su carne, en su humanidad, contemplamos al Verbo,  y en el Verbo, al Padre.
El Verbo, que es Espíritu Puro y Luz pura, se hace carne y opaca su luz ocultándola bajo la carne. Y al contemplar a Cristo en su encarnación, surge la pregunta del porqué y de cuál es la relación que conmigo tiene su encarnación.
La Persona divina que habita a la vez con su Ser divino en el seno del Padre, desde la eternidad, y en el seno de María, en el tiempo, es Jesucristo, Hijo de Dios, y se ha encarnado para hacer del hombre hijo de Dios. Dice San Ireneo: “El Verbo se hizo hombre para que el hombre, recibiendo al Verbo y recibiendo la gracia de la filiación, fuese hijo de Dios” (Apud. Theodoret. dial. 1). Los Santos Padres dicen que el Hijo de Dios se hizo Hijo del hombre, para hacer de los hijos de los hombres hijos de Dios, y por ese motivo la encarnación del Verbo no es ni debe ser indiferente para mí.
La encarnación del Verbo no es mera retórica ni un dogma puramente especulativo, sino el fundamento de nuestra filiación divina y de nuestra divinización: a quienes creen en Él, les ha dado el poder de ser hijos de Dios, de ser parte orgánica, real, de su Cuerpo Místico. El Verbo se encarna para comunicarme su vida divina, su filiación divina, para que yo sea hijo de Dios con la misma filiación divina con la cual Él es Hijo de Dios en la eternidad, y esto es un misterio de la caridad divina que sobrepasa infinitamente nuestra capacidad de comprensión. El Verbo generado en la eternidad se manifiesta generado en el tiempo naciendo como la Cabeza Mística de un Cuerpo Místico, el Cristo Total, que debe continuar naciendo hasta el fin de los tiempos. Nosotros estamos en el término de la generación última y final del Cristo Total, del Cristo integrado por sus miembros adoptivos, como la última fibra de un tejido de carne en la cual una mano omnipotente ha envuelto la substancia inmaterial del Verbo de Dios[8]. Y como miembros del Cristo Total –porque para esto hemos sido hechos hijos de Dios-, ofrendamos con Él y en Él a Dios Trino el sacrificio de adoración más perfecto, que le da gloria infinita, el sacrificio del altar, como anticipo de la adoración que como hijos de Dios le tributaremos en la eternidad.
“Y miré, y vi que en medio del solio y de los cuatro animales, y en medio de los ancianos, estaba un Cordero como inmolado, el cual tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete espíritus de Dios enviados a toda la tierra. (...) Y, cuando hubo abierto el libro, los cuatro animales y los veinticuatro ancianos se postraron ante el Cordero, teniendo todos cítaras y copas de oro, llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos. Y cantaban un cántico nuevo, diciendo: ‘Digno eres, Señor, de recibir el libro y abrir sus sellos: porque tú has sido entregado a la muerte, y con tu sangre nos has rescatado para Dios de todas las tribus, y lenguas, y pueblos, y naciones. Y nos has hecho, para nuestro Dios, reyes y sacerdotes. Y reinarán sobre la tierra’ (Ap 5, 6-10).
En el gran acto de adoración del cielo, también nosotros, aunque pobres y débiles, como miembros del Cuerpo Místico, como hijos de Dios, tenemos nuestro lugar. Como miembros de su Cuerpo suben nuestras oraciones, que se mezclan al incienso y a los perfumes de las copas de oro[9]. Porque estamos en presencia del Verbo Viviente, el Cordero Inmolado, el Cristo Eucarístico, nuestro sacrificio del altar, y nuestras oraciones, realizados en el tiempo, se unen a las oraciones de los santos y de los ángeles en la eternidad.
Ni Cristo es un maestro de moral, ni nosotros hemos sido hechos hijos de Dios para portarnos bien, para ser buenos ciudadanos: el Verbo se ha encarnado y nos ha dado el poder de ser hijos de Dios para adorar a Dios con todo nuestro ser y con toda nuestra vida, mediante el sacrificio del Verbo Encarnado, en el tiempo y en la eternidad.



[1] Cfr. Arranz Enjuto, o. c., 58.
[2] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 464.
[3] Cfr. Arranz Enjuto, o. c., 102.
[4] Cfr. Ivan KologrivofIl Verbo di Vita, Libreria Editrice Fiorentina, Firenze 1956, 17.
[5] Cfr. Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 71.
[6] Cfr. Scheeben, Los misterios, 66.
[7] Cfr. Scheeben, Los misterios, 66.
[8] Cfr. M. de la Taille, S. J., Esquisse du  Mysére de la Foi, Paris 1924, 271 ; cit. en Ivan Kologrivoffop. cit.
[9] Cfr. Merton, Thomas, Il Pane Vivo, Edizioni Garzanti, Firenze 1958, 46-47.

San Esteban, protomártir


26 de diciembre


            Vida y milagros de San Esteban, protomártir[1]
            Sabemos de la vida de San Esteban por lo que de él se relata en Hechos de los Apóstoles, capítulo 6: se dice de él que estaba “lleno de gracia y de poder” y que realizaba “grandes prodigios y signos” ante el pueblo. Debido a que sus adversarios no podían vencerlo en las disputas, al estar asistido por el Espíritu Santo, sus enemigos sobornaron a falsos testigos para que dijeran: “Nosotros hemos oído a este decir palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios” He 6, 11). El pueblo, prestando oídos a la calumnia, se amotina ante Esteban y lo lleva ante el Sanedrín, el cual siguió acusándolo de que hablaba contra el templo y contra las tradiciones mosaicas. Entonces todo el Sanedrín vio su rostro como el rostro de un ángel. Continuó preguntándole el sumo sacerdote y San Esteban le hizo un largo discurso sobre Abraham, la Alianza y Moisés.
            Mientras lo escuchaban, se consumían de rabia. En un momento determinado, San Esteban dijo: “Veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios” (He 7, 56). Dicho esto, todos a una se abalanzaron sobre Esteban, lo arrastraron fuera de la ciudad y lo apedrearon. Mientras, él decía: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Y añadió, estando de rodillas: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”.

            Mensaje de santidad de San Esteban, protomártir
            El mensaje de santidad de San Esteban es el mensaje del martirio, porque es el primer mártir de la Iglesia de Cristo, y por eso su nombre, “protomártir”. San Esteban es mártir porque derrama su sangre por Cristo y, al igual que Cristo, perdona a sus enemigos, a los que le quitan la vida: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”.
            Por esto mismo, para apreciar un poco más el mensaje de santidad de San Esteban, meditamos brevemente acerca del martirio.
El mártir continúa la Pasión de Cristo
            Cuando se recuerda a un mártir, por lo general, se evoca su vida y, por supuesto, su muerte, y se piensa, con razón, que el mártir es un ejemplo de vida cristiana, puesto que es el testigo de Cristo por excelencia. Se piensa también que el mártir es aquél que vivió en grado de perfección heroica las virtudes, tanto las naturales como las sobrenaturales, y que por esto es ejemplo que perdura en la Iglesia: el mártir es aquél a quien hay que imitar en el ejercicio de las virtudes.
Son sus virtudes lo que se considera, por lo general, cuando se evoca la muerte del mártir: valentía, cuando un mártir afronta la muerte, y derrama su sangre y entrega su vida por confesar del nombre de Cristo; fe sobrenatural, cuando un mártir no solo no reniega de Cristo, sino que dona su vida por confesar su fe en Cristo como el Hombre-Dios; fortaleza sobrehumana, cuando soporta torturas sobrehumanas; perseverancia sobrenatural, cuando se ve la firme voluntad del mártir de profesar la fe en Cristo, a pesar de que le va la vida en ello.
Por lo general, se considera en el mártir su aspecto humano, de heroicidad; es decir, se considera al mártir como lo que es: un ejemplo de cómo una persona humana puede vivir las virtudes en grado heroico, hasta dar la vida por esas virtudes.
Todo esto está bien, y es esto lo que hay que considerar en la evocación de la memoria del mártir, pero hay algo más, en la vida y muerte del mártir, mucho más profundo y misterioso, que un gran ejemplo de cómo practicar virtudes.
La heroicidad en la práctica de las virtudes –que es lo que le granjea  al mártir la entrada al cielo-, es sólo un aspecto de la realidad del mártir: es, por así decirlo, su aspecto más humano. Hay algo en el mártir, en su muerte martirial, que sobrepasa infinitamente a la naturaleza humana -y es lo que le da el carácter propiamente martirial-, y es la presencia de lo divino y sobrenatural: el mártir, más que un instrumento asociado a la Pasión de Cristo, participa de tal manera de su Pasión, que puede decirse que el mismo Cristo quien, en el mártir, continúa su Pasión. El mártir es algo más que un ejemplo de virtudes: el mártir imita, continúa y prolonga, la Pasión de Cristo[2]; puede decirse que, en la muerte del mártir, si bien es la persona humana del mártir la que muere, es también, al mismo tiempo, el mismo Cristo quien, en la persona humana del mártir, continúa su Pasión; en el derramamiento de sangre del mártir, miembro del Cuerpo Místico de Cristo, es Cristo quien continúa derramando su sangre, como muestra de su amor misericordioso por la humanidad. Es por esto que, en cada mártir que muere, entregando su vida y derramando su sangre, la Iglesia ve al mismo Cristo que continúa, en el signo de los tiempos, entregando su vida y derramando su sangre.
            Es esta dimensión del misterio la que resalta la Iglesia con el color litúrgico: el color litúrgico rojo, utilizado en la conmemoración de los mártires, simboliza, más que la sangre derramada por el mártir, la Sangre del propio Cristo, Rey de los mártires, que con ella cubrió su cuerpo, vistiéndose de color rojo púrpura en el supremo martirio del Calvario. Por eso, al celebrar a los mártires, que derramaron su sangre por Cristo, no se puede pasar por alto al mismo Cristo, Rey de los mártires, a quien los mártires imitan y continúan, en el tiempo y en la historia humana, en su Pasión de amor.
            Todo cristiano está llamado al martirio -aunque no necesariamente cruento, porque la muerte cruenta es proporcionalmente escasa-, y es el martirio o testimonio de confesar, día a día, en todo ámbito, más con las obras que con las palabras, que Cristo, Rey de los mártires, entrega su vida y derrama su sangre en el Santo Sacrificio del altar, la Santa Misa.


miércoles, 19 de diciembre de 2012

San Expedito y el poder de la Cruz de Cristo



         Cuando San Expedito recibe la gracia de la conversión, inmediatamente el demonio, que se le aparece bajo forma de un cuervo repelente y apestoso, trata de disuadirlo de la decisión que ha tomado, y busca presentarle falsas razones para postergar la conversión: por un lado, le presenta la virtud y la negación de sí mismo, que es en lo que consiste la Cruz, como algo fastidioso, pesado, costoso, inútil; al mismo tiempo, le presenta sus venenos, las tentaciones, como algo bueno y apetitoso, escondiendo precisamente el veneno: el deseo carnal, la lujuria, la ira, la venganza, la pereza espiritual y física, la avaricia, la embriaguez, la curiosidad vana, la envidia.
         Es decir, al darse cuenta el demonio que San Expedito ha decidido comenzar a vivir y a cumplir los mandamientos de la Ley de Dios, le contrapone sus mandamientos, los mandamientos de Satanás: al mandamiento: “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”, el demonio le contrapone: “Ámate egoístamente a ti mismo, sin que te importen ni Dios ni el prójimo”; al mandamiento: “No tomarás el Nombre de Dios en vano”, el demonio dice: “Jura en falso, usa el nombre de Dios para tu propia conveniencia y, si es posible, hasta para ganar dinero” (esto es lo que hacen las sectas); al mandamiento: “Santificarás las fiestas”, que es principalmente el precepto de la Misa dominical, el demonio le contrapone: “Viernes, Sábado y Domingo, son días de descanso, de relajación y de fiesta; vé y diviértete, baila, toma alcohol, descansa, olvídate de Dios y de su Misa”; al mandamiento que dice: “Honrarás padre y madre”, el demonio dice: “No tengas respeto por tus padres, levántales la voz, enójate con ellos, trátalos mal, y si necesitan algo, que se las arreglen solos”; al mandamiento que dice: “No matarás”, el demonio dice: “No te preocupes por la vida ajena; sé favorable al aborto y a la eutanasia, odia la vida humana y busca su destrucción, y si no puedes tú destruirla personalmente, asesina la vida de otros lentamente, por medio de la droga, el alcohol, las adicciones de todo tipo”; al mandamiento: “No cometerás actos impuros”, el demonio dice: “Comete actos impuros, mira toda la pornografía que quieras, deléitate en la impureza, en las imágenes lascivas, en la sensualidad, en el erotismo; vístete según la moda indecente, y cuanto más indecente, mejor; no prives a tus ojos de nada de lo que  te pidan; ingresa por tu vista cuanta imagen erótica y lasciva quieras, y también con tus pensamientos y con tu imaginación, para que el cuerpo, que fue creado para ser templo del Espíritu de Dios, se convierta en la cueva preferida de uno de mis demonios más grandes, Asmodeo, el demonio de la lujuria”; al mandamiento que dice: “No robarás”, el demonio le contrapone lo siguiente: “Roba, hurta, aprópiate de todo lo que no es tuyo; no tengas temor en desear con avaricia, con codicia, y si no puedes apropiarte de las cosas ajenas de buenas maneras, utiliza las formas violentas, el atraco y el asalto; no importa que te digan que nada material te llevarás a la otra vida; acuérdate de la frase de Aquél que murió en la Cruz: “Donde esté tu tesoro estará tu corazón”, ¿acaso no hay algo más lindo que pegar el corazón a los bienes materiales, al dinero, al oro y a la plata? Si te aferras a ellos con todo tu corazón, ¡serán tuyos para siempre en el infierno! Eso sí, no podrás disfrutarlos mucho, porque en el infierno todo está envuelto en llamas ardientes que provocan mucho dolor, ¡pero eso a ti que te importa! ¡Roba el dinero que no es tuyo, aprópiate de todos los bienes que puedas, y serás mi compañero para siempre en el lago ardiente!”; al mandamiento que dice: “No levantarás falso testimonio ni mentirás”, el demonio le contrapone: “¿Alguien se hizo rico diciendo la verdad? ¿Acaso no mienten todos? ¿Por qué no mentir, empezando con “mentiras piadosas”, que siempre son mentiras, para terminar con mentiras cada vez más grandes? Cuantas más mentiras digas, más amigo mío serás, que fui llamado por el Crucificado: “Príncipe de la mentira”; miente, calumnia, perjudica a tu prójimo con la lengua, y así una vez que estés en el infierno, te convencerás de su verdad y del poder de la mentira: ¡es tan poderosa, que abre las puertas de mi morada infernal!”; al mandamiento que dice: “No consentirás pensamientos ni deseos impuros”, el demonio le contrapone: “Piensa todas las impurezas que quieras, y deséalas, pero no sólo las carnales, sino también las espirituales, aquellas que tienen dentro el veneno del error y de la herejía, y hazte fiel seguidor de ídolos: el Gauchito Gil, la Difunta Correa, San La Muerte, o si no te van estos, hazte seguidor de ídolos de la televisión, del fútbol, de la política, del cine, como Messi, Harry Potter, Lady Gaga, y tantos otros, total, al final de tu vida, ninguno de ellos estará presente para salvarte”; al mandamiento: “No codiciarás los bienes ajenos”, el demonio dice: “Codicia y apetece todo lo que no te pertenece; codicia lo que no necesitas, acumula toda clase de bienes; envidia lo que los otros poseen; todo eso te hará imposible subir a la Cruz, ¡y así, con todos estos bienes codiciados y mal habidos, te precipitarás en el lago de fuego, y entonces me gozaré de tu dolor para siempre”.
El demonio entonces le presenta a San Expedito sus mandamientos, contraponiéndolos a los mandamientos de Dios, pero San Expedito dice que “no” a todos los engaños de Satanás, y dice que “sí” a la gracia de la conversión, y esto de modo inmediato, sin dudar un solo instante.
¿De dónde saca, San Expedito, toda la fuerza necesaria y toda la luz que necesita para descubrir y vencer los engaños del demonio? De la Cruz de Cristo, y éste es el motivo por el cual San Expedito alza en alto la blanca Cruz de Cristo, al tiempo que dice: “Hodie”, es decir, “Hoy”, y al tiempo que aplasta la cabeza del demonio, que se le aparece en forma de cuervo.
         De la Cruz de Cristo emana una fuerza poderosísima, que vuelve invencible al hombre en su lucha contra el ángel caído, y le permite vencer el sueño de la pereza y del desgano, para hacer la obra de la salvación, para cumplir con su deber de estado y todavía más, para obrar obras de misericordia con las cuales abrir las puertas del cielo; de la Cruz de Cristo emana una sabiduría celestial, que da al hombre la misma inteligencia de Dios, inteligencia que le permite ser “astuto como serpiente”, para vencer las malignas astucias de la Serpiente Antigua, el Dragón rojo, Satanás; de la Cruz de Cristo emana un Amor celestial, que le permite al hombre vencer el odio egoísta que quema el corazón como un tizón encendido, y encender a su vez su corazón con el Amor del Espíritu Santo, Amor que es fuego de Amor divino, que enciende en llamas pero que no solo no provoca dolor, sino que concede al hombre la paz, la alegría, el amor y la bondad de Dios. San Expedito enarbola el Victorioso Estandarte ensangrentado de la Cruz, y es así como sale victorioso frente a todas las insidias del demonio.
         Al recordar a San Expedito en su día, recordemos cómo lleva en su mano derecha la Cruz de Cristo, Cruz que le da la fuerza misma de Dios Trino, para aplastar con su pie la cabeza del cuervo repelente, el demonio.

jueves, 13 de diciembre de 2012

San Isaías y la advertencia del Adviento



Al ambiente festivo de las lecturas anteriores correspondientes al tiempo de Adviento, la Iglesia introduce una lectura que no solo no tiene nada de festivo, sino que se corresponde más bien a un lamento: es el lamento de Yahveh que se duele amargamente por la suerte de su Pueblo Elegido. “Así dice el Señor, tu Redentor, el Santo de Israel: Yo soy el Señor tu Dios, que te enseña para tu beneficio, que te conduce por el camino en que debes andar. ¡Si tan sólo hubieras atendido a mis mandamientos! Entonces habría sido tu paz como un río, y tu justicia como las olas del mar. Sería como la arena tu descendencia, y tus hijos como sus granos; nunca habría sido cortado ni borrado su nombre de mi presencia” (48, 17-19). Llama la atención que el Señor se dirija en estos términos, que más que reproches, son un triste lamento, que surge en el mismo Dios cuando comprueba el extravío de aquél a quien Él amaba con locura. El lamento de Yahvéh es el lamento de un padre o de una madre que no encuentra consuelo al recordar los malos pasos de su hijo descarriado: “¡Si tan sólo hubieras atendido a mis mandamientos!”. Es decir, Yahvéh, frente al Pueblo Elegido, que lo cambiado a Él, el Dios de majestad infinita, que tantas maravillas ha obrado en su favor, para postrarse ante los ídolos de los gentiles, y que ha hecho del oro su dios, se queja amargamente, al comprobar la increíble ceguera de su Pueblo: “¡Si tan solo hubieras atendido a mis mandamientos!”. Luego continúa con una serie de beneficios, de dones, de sucesos alegres, que le habrían acaecido al Pueblo, si este hubiera escuchado y seguido sus Mandamientos: “Entonces habría sido tu paz como un río, y tu justicia como las olas del mar. Sería como la arena tu descendencia, y tus hijos como sus granos; nunca habría sido cortado ni borrado su nombre de mi presencia”. Como se puede ver, las consecuencias de este apartamiento, son terribles, puesto que quien se aparta “es cortado y borrado su nombre” de la “presencia” de Yahveh.
Ahora bien, si bien el Mesías se dirige, a través de San Isaías, a aquellos israelitas que, en vez de adorar a Dios, se construyen sus propios ídolos a medida, debido a que  también se aplica al tiempo de Adviento y de Navidad, el reproche y el lamento están dirigidos a los cristianos, principalmente a aquellos que convierten a la Navidad en una festividad pagana: son aquellos para quienes Papá Noel y no el Niño Dios, es el dueño y centro de la Navidad; son aquellos que piensan que festejar la Navidad es atiborrarse de manjares terrenos, de bebidas alcohólicas, de festejos trasnochados; son aquellos para quienes Navidad es sinónimo de consumismo, de alegría pagana, de sensualidad carnal, de música cumbia y rock y no de villancicos.
Pero para quienes ven en el Niño de Belén al Mesías Redentor, para quienes la fiesta principal de Navidad es la Santa Misa de Nochebuena, para quienes el manjar celestial está antes y es más importante que el manjar terreno; para quienes en Navidad se deleitan con la Carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo, con el Pan Vivo bajado del cielo, y con el Vino de la Alianza Nueva y Eterna; para quienes se alegran en la Virgen, Madre de Dios, ensalzándola y alabándola y dando gracias a Dios por su Maternidad virginal; para quienes adoran al Dios Niño, que del seno eterno del Padre viene a este mundo a través del seno virgen de la Madre, para nacer en un humilde pesebre, para ellos, no hay reproches, sino dulces palabras de amor: “Porque has atendido mis mandamientos, entonces tu paz es como un río, y tu justicia, como las olas del mar. Será como arena tu descendencia, y tus hijos como granos; nunca será cortado ni borrado su nombre de mi presencia”.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

San Isaías y la esperanza de la Iglesia en Adviento



         A través del Profeta Isaías, Dios se dirige a su Pueblo, al cual llama: “gusanito” o “lombriz”: “Tú eres un gusano, Jacob, eres una lombriz, Israel” (cfr. Is 41, 13-20), y esto para hacer significar tanto la extrema indefensión del Pueblo Elegido frente a sus enemigos, como la incapacidad de hacer algo sin la ayuda divina. Si bien esta revelación se da en el contexto del exilio y de los continuos asedios que sufre el Pueblo Elegido, la caracterización de “lombriz” o “gusanito” le corresponde a todo hombre, puesto que frente a su enemigo mortal, el demonio, el hombre es menos que un gusano, y sin la ayuda divina, nada puede hacer, tal como lo dice Jesús en el Evangelio: “Sin Mí nada podéis hacer” (Jn 15, 5).
         Y si esta caracterización vale para todo hombre y en todo tiempo, es válida con mucha mayor razón para los miembros de la Iglesia en Adviento, puesto que en este tiempo litúrgico la Iglesia espera la llegada de su Mesías, de su Salvador, el cristiano descubre que el mundo, sin la Presencia de Dios, es un erial, un desierto poblado de chacales, un bosque incendiado, una manantial sin agua, un prado agostado, y por eso clama por su venida, porque ante tanta desolación y maldad, se siente impotente, como un “gusano”, como una “lombriz”.
         Pero si el hombre es descripto por el mismo Dios como “gusano”, resulta que este Salvador viene al mundo también como “gusano”, y como un “gusano escarnecido”, tal como lo describe el Salmo 22, en donde se contempla al Salvador en el Via Crucis:  “Mas yo soy gusano, y no hombre; oprobio de los hombres y despreciado del pueblo; los que me ven  me escarnecen” (6-7); el mismo profeta Isaías, cuando ve al Redentor en la Pasión, lo describe como “sin aspecto hermoso”, de “apariencia desfigurada”, y con un aspecto tan lastimoso, que quienes lo contemplan “dan vuelta el rostro” (cfr. Is 52, 14ss), horrorizados por el estado al que ha quedado reducido el Salvador a causa de la maldad del corazón humano.
         La descripción de “gusano” con la cual Dios mismo llama a su Pueblo Elegido, no  termina allí, porque Dios en Persona viene a rescatarlo: “Tú eres un gusano, Jacob, eres una lombriz, Israel, pero no temas, Yo vengo en tu ayuda”, y ese “venir en ayuda”, es la Encarnación del Hijo de Dios en el seno virgen de María y su posterior manifestación como Niño de hombre. Paradójicamente, el Dios omnipotente, que viene a rescatar a su creatura, el hombre, que frente a sus enemigos es como un “gusano”, y frente a su majestad divina es como “una lombriz”, viene Él también en la figura de “gusano” y de “lombriz”, porque viene como Niño humano, como si fuera el fruto de las entrañas del hombre. Pero no es fruto de hombre: proviene desde la eternidad, de las entrañas del Ser eterno de Dios Padre, es Dios como su Padre, y proviene desde el tiempo, por su encarnación, de las entrañas del ser creatural e inmaculado de la Virgen Madre, y es de la raza humana, como su Madre. El Niño que viene a rescatar al hombre, adopta la figura de un hijo de hombre, es decir, de un “gusanito”, de una “lombriz”, pero es Dios omnipotente, todopoderoso, que viene oculto en la frágil humanidad de un Niño recién nacido.
         La acción restauradora del Mesías, el Niño de Belén, es descripta por boca del profeta Isaías, por el mismo Dios, con la figura de un desierto que florece, en el que surge el agua pura y fresca de manantial, y en el que los árboles frondosos, las flores y los vergeles, sustituyen para siempre a la tierra seca y árida del desierto: “Haré brotar ríos en las cumbres desiertas y manantiales en medio de los valles; convertiré el desierto en estanques, la tierra árida en vertientes de agua. Pondré en el desierto cedros, acacias, mirtos y olivos silvestres; plantaré en la estepa cipreses, junto con olmos y pinos, para que ellos vean y reconozcan, para que reflexionen y comprendan de una vez que la mano del Señor ha hecho esto, que el Santo de Israel lo ha creado”.
          Es la descripción de la acción de la gracia en el alma del hombre, gracia santificante que es traída por el Niño de Belén, el Mesías Salvador, que al hacer participar al hombre de la vida divina, provoca en el hombre una transformación, de ser creatural en ser divinizado, divinización que lo convierte en un ser de belleza extraordinaria, belleza que sólo pálida y lejanamente puede ser descripta por la figura del desierto que se convierte en paraíso terreno, en vergel florecido. Es esta la esperanza de la Iglesia en Adviento: la Llegada del Mesías que, con aspecto de Niño humano, divinizará al hombre con su gracia santificante, convirtiéndolo de “gusano” o “lombriz” en hijo adoptivo de Dios.

lunes, 10 de diciembre de 2012

San Isaías y la esperanza del Adviento



         Contemplando al Niño de Belén, el Mesías, que ha venido para cancelar la deuda que el hombre tenía para con Dios, Isaías dice: “¡Consuelen, consuelen a mi Pueblo, dice su Dios! Hablen al corazón de Jerusalén y díganle a voces que su lucha ha terminado, que su iniquidad ha sido quitada, que ha recibido de la mano del Señor el doble por todos sus pecados”. El Niño Dios, nacido en Belén, ha venido para cancelar definitivamente la deuda que toda la humanidad había contraído con Dios a causa del pecado original; con su Sangre, que será derramada en la Cruz, la culpa del hombre ha sido perdonada, y esto es motivo de consuelo y de alivio para el Pueblo de Dios, porque ya no pesa más sobre él la pesada mano de la Justicia divina; con el Niño de Belén, Dios ha retirado la mano de su Justicia, y le ha tendido su mano abierta, la mano que ofrece el perdón, la paz y la reconciliación.
Para recibir a este Niño Dios, que trae la paz y el perdón de Dios; para recibir a este Niño que es el perdón divino encarnado porque es la misericordia divina materializada, el hombre necesita purificar su corazón, porque el Ser trinitario del Niño de Belén es puro, purísimo, inmaculado, perfectísimo, y delante de Él no puede comparecer un corazón turbio, con doblez, con imperfecciones, con impurezas, y es por esto que Isaías pide enderezar senderos, rellenar valles y abajar montañas, es decir, convertir el corazón, para comparecer delante de nuestro Dios, y para contemplar su gloria, que se hace visible, como un Niño, para Navidad: “Una voz proclama: ¡Preparen en el desierto el camino del Señor, tracen en la estepa un sendero para nuestro Dios! ¡Que se rellenen todos los valles y se aplanen todas las montañas y colinas; que las quebradas se conviertan en llanuras y los terrenos escarpados, en planicies! Entonces se revelará la gloria del Señor y todos los hombres la verán juntamente, porque ha hablado la boca del Señor”.
Pero también Isaías anuncia que la llegada del Mesías, con su gracia santificante, “hace nuevas todas las cosas”, y la primera cosa que hace nueva es el hombre mismo, que sin Dios es como la hierba, que por la mañana está fresca, y por la tarde se seca; el hombre sin Dios y sin su gracia, es como la flor de los campos, que por la mañana está fresca y floreciente, pero al atardecer se pone marchita y mustia; el hombre en la tierra, lugar de destierro, su paso por ella, y los días de su existencia, son como la hierba que a la madrugada está verde y rozagante, pero con el paso del día y el calor del sol se va marchitando hasta secarse por completo: así es el hombre, que en su juventud está sano y vigoroso, y su musculatura y sus huesos son fuertes, pero a medida que pasan los años declina cada vez más, hasta llegar a la época de la senectud en que perece: “Una voz dice: ‘¡Proclama!’. Y yo respondo: “¿Qué proclamaré?”. (Proclama que) “Toda carne es hierba y toda su consistencia, como la flor de los campos: la hierba se seca, la flor se marchita cuando sopla sobre ella el aliento del Señor. Sí, el pueblo es la hierba.
Si el hombre y sus días en la tierra es como “hierba que se marchita”, porque camina, desde que nace, hacia la muerte, no es así el Mesías, el Niño de Belén, la Palabra de Dios hecha Niño, porque Dios es eterno, Él es su misma eternidad: “La hierba se seca, la flor se marchita, pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre”. La Palabra de Dios, encarnada en el Niño de Belén, es eterna, estable, inmutable, y aunque existe desde la eternidad, es por siempre joven y fresca, como agua cristalina y pura, y ha venido para comunicar al hombre marchito y perimido de esta su juventud divina, para que el hombre que envejece en la tierra sea para siempre, eternamente joven en el cielo. 
Es este el mensaje que la Iglesia –y por lo tanto, todo bautizado- debe transmitir en Adviento, el mismo mensaje que anunciaba Isaías al Pueblo Elegido: señalar a los hombres, “con toda la fuerza de la voz”, “sin temor”, desde lo alto de las montañas, desde lo alto del cielo, desde los satélites creados por el hombre, a toda la tierra, a los hombres que habitan en la tierra, a los que vuelan por el espacio, a los que viajan bajo tierra, a los que surcan los océanos y bucean en las profundidades del mar, que nuestro Dios, el Dios Salvador, está ahí, en el Pesebre de Belén, en la pequeña humanidad de un pequeño Niño recién nacido; en Adviento, la Iglesia –y todo bautizado- grita al mundo, con toda la potencia de su voz, señalando al Niño del Pesebre: “¡Aquí está nuestro Dios!”. Es esto lo que Isaías quiere decir cuando dice: “Súbete a una montaña elevada, tú que llevas la buena noticia a Sión; levanta con fuerza tu voz, tú que llevas la buena noticia a Jerusalén. Levántala sin temor, di a las ciudades de Judá: “¡Aquí está tu Dios!”.

domingo, 9 de diciembre de 2012

San Isaías y la alegría del Adviento



         Al contemplar la Llegada del Mesías -Isaías ve al Niño de Belén en visión, cientos de años antes de su Nacimiento-, San Isaías (cfr. 35, 1-10) expresa la alegría que éste traerá a la tierra, y expresa esa alegría en las figuras del desierto y de la tierra reseca que reciben el agua y en las flores que adornan la estepa: “Regocíjense el desierto y la tierra reseca, alégrese y florezca la estepa!”.
         Sin embargo, no contento con esta llamada a la alegría, San Isaías insiste todavía con más alegría y con cantos de júbilo: “¡Sí, florezca el narciso, que se alegre y prorrumpa en cantos de júbilo!”.
         Ahora bien, la alegría de San Isaías es tanto más festiva, cuanto que se trata de una alegría no conocida por el hombre, porque es la alegría por la llegada del Mesías, Mesías al cual no se lo conoce, y por lo tanto no se conoce la alegría que Él trae. Las alegrías representadas en las alegorías de la tierra reseca que recibe agua, y del prado florido, son solo eso, alegorías que sólo de un modo lejano permiten formar una idea acerca de cómo es en sí misma la alegría que trae el Mesías, puesto que es la alegría misma de Dios; aún más, es Dios, que es “Alegría infinita”.
         ¿Cuál es el motivo de tanta alegría? El motivo es que la Llegada del Mesías significará para la humanidad apartada de Dios -que sin Dios es, precisamente, como el desierto árido, como la tierra reseca y como el prado agostado-, una renovación en lo más profundo de su ser, una renovación tan profunda, que significará ante todo una re-creación, porque el Mesías traerá la gracia santificante, que al infundir la vida divina en el hombre, será para este como una nueva creación, así como el agua pura y cristalina da vida nueva al prado que muere y agoniza por la sequía.
         Así como la tierra sin lluvia, agostada, no permite que el prado florezca, así también la humanidad sin Dios, la humanidad caída en el pecado original, agoniza por haber perdido el contacto con la fuente de la vida, que es Dios mismo. Precisamente, el Mesías habrá de reestablecer ese contacto, habrá de inundar los valles resecos, las almas agostadas, sin la Presencia de Dios, con la gracia santificante, la cual penetrará en lo más profundo del ser del hombre, concediéndole una vida nueva, la vida absolutamente sobrenatural del Ser trinitario, haciéndolo partícipe de todas sus felicidades inabarcables, de sus alegrías inconcebibles, de sus gozos inimaginables, y éste es el motivo de la alegría por la llegada del Mesías, alegría a la cual invita San Isaías de modo insistente, y es también el motivo por el cual la Iglesia en Adviento invita a la alegría: porque el Mesías que viene y alegra el corazón del hombre al infundirle la vida divina del Ser trinitario, es el Niño Dios que nace en Belén, el Niño que extiende sus brazos en el Pesebre, para luego extenderlos en la Cruz y donar su Sangre como Vino de la Alianza Nueva Eterna, Vino que “alegra el corazón del hombre” con una alegría eterna e infinita.
         Dice Isaías: “…prorrumpa en cantos de júbilo. Le ha sido dada la gloria del Líbano, el esplendor del Carmelo y del Sarón. Ellos verán la gloria del Señor, el esplendor de nuestro Dios”. Este párrafo se dirige a la Iglesia, porque es la Iglesia quien contempla, en el Niño de Belén, “la gloria del Señor, el esplendor de nuestro Dios”, porque el Niño de Belén es Dios Hijo en Persona, que brilla con esplendor eterno, porque Él en sí mismo es “Luz eterna de Luz eterna”, tal como recita la fe de la Iglesia en el Credo; es por esto que quienes contemplan al Niño de Belén, “contemplan la gloria del Señor, el esplendor de nuestro Dios”.
         Isaías anima también a los desanimados y a los débiles, porque serán fortalecidos con la fuerza misma del Mesías: “Fortalezcan los brazos débiles, robustezcan las rodillas vacilantes; digan a los que están desalentados: “¡Sean fuertes, no teman; ahí está su Dios! Llega la venganza, la represalia de Dios; Él mismo viene a salvarlos”. Es el Niño de Belén el Dios omnipotente, de cuya fortaleza recibirán participación, y al señalarlo al Niño de Belén, dirán: “¡Ahí está nuestro Dios!”.
         Isaías describe la acción de la gracia que viene a traer el Niño Dios, el Mesías, que viene a los hombres como un Niño: ya desde el Pesebre, el Niño Dios abre los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos, a todo aquel que con corazón contrito y humillado se acerca a adorarlo: “Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos; entonces, el tullido saltará como un ciervo y la lengua de los mudos gritará de júbilo”. Será la gracia santificante, que brota del Niño de Belén como de su fuente inagotable, la que hará brotar fuentes de agua en el desierto, es decir, vida divina en los corazones de los hombres: “Porque brotarán aguas en el desierto y torrentes en la estepa; el páramo se convertirá en un estanque y la tierra sedienta en manantiales”; es decir, el hombre, de corazón árido y desértico, será capaz de amar, por medio de la gracia santificante, con el mismo Amor divino del Mesías que viene como Niño.
        Pero este Mesías pacífico, que viene como Niño en Belén, causa de la alegría de los hombres, es también el Vencedor del infierno, y ante su solo Nombre santo, Satanás y sus legiones de ángeles caídos, se estremecen de terror y se sumergen en lo más profundo del Averno; el Niño de Belén derrota para siempre al ángel carroñero, el Príncipe de la mentira, el Falso e inventor de toda falsedad, y con su gracia expulsa al Gran Chacal del corazón del hombre, adonde había construido su pestilente madriguera: “…la morada donde se recostaban los chacales será un paraje de cañas y papiros”.    
         Éste Niño será el “Camino Santo”, el único camino que conducirá a la humanidad a su salvación, camino que surgirá en el corazón del hombre, por acción de la gracia, el mismo corazón que antes de la Venida del Mesías, era guarida de chacales, cueva de demonios: “Allí (en la morada donde se recostaban los chacales, convertida por la gracia en paraje de cañas y papiros) habrá una senda y un camino que se llamará “Camino Santo”, y este “Camino Santo” es el Niño de Belén, quien ya de adulto, antes de subir a la Cruz, se llamará a sí mismo “Camino, Verdad y Vida”.
         Este Camino Santo no será recorrido por los impuros ni por los necios, porque es camino de santidad, y la santidad del Ser divino participa de su pureza inmaculada a quien recorre el Camino Santo, Cristo Jesús, y tampoco será recorrido por los necios, porque los necios son los que dicen: “No hay Dios”, mientras que el que recorre este Camino Santo, no solo cree en el Hijo de Dios, sino que está deificado por la gracia.
         Por este Camino Santo “no habrá ningún león ni penetrarán en él las fieras salvajes”, es decir, no lo transitarán ni los hombres malvados, aliados del Príncipe de la mentira, ni los ángeles caídos podrán siquiera acercársele.
         Pero sí será transitado por los justos, por los que cargan la Cruz cada día en el seguimiento de Cristo Jesús, que marcha Camino del Calvario: “Por allí caminarán los redimidos, volverán los rescatados por el Señor”.
Finalmente, los que contemplen y adoren al Mesías en el Pesebre de Belén, se alegrarán con una alegría desconocida, la alegría misma de Dios, porque serán conducidos a la Jerusalén celestial, en donde iniciará un gozo imposible de ser imaginado, que no tendrá fin, “Porque el Cordero que está en medio del trono los apacentará y los guiará a los manantiales de las aguas de la vida. Y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos” (Ap 7, 17): “Y entrarán en Sión con gritos de júbilo, coronados de una alegría perpetua; los acompañarán el gozo y la alegría, la tristeza y los gemidos se alejarán”.
Es en esta alegría, vislumbrada, contemplada y cantada por el profeta Isaías, de la cual participa la Iglesia en Adviento, porque espera la Llegada de su Mesías, el Niño Dios, en un humilde pesebre, para Navidad.
        

jueves, 6 de diciembre de 2012

San Isaías, profeta del Adviento



         El profeta Isaías anuncia así la Llegada del Mesías: “¿No falta poco, muy poco tiempo, para que Líbano se vuelva un vergel y el vergel parezca un bosque?” (29, 17-24). El profeta suspira por un tiempo, que ya es cercano, pues “falta poco”, en el que el desierto, representado en el Líbano, se vuelva un vergel, y el vergel, islote florido del desierto, se convierta en bosque, y con esto quiere el profeta significar la Llegada del Mesías, porque su Presencia obrará maravillas en los hombres: en los alejados de Dios –simbolizados el desierto-, el Mesías infundirá su temor, y hará que estos vuelvan sus corazones a Dios; en los que ya tienen presencia de Dios –simbolizados en el vergel-, infundirá su Sabiduría y su Amor, de manera tal de quienes ya conocen y aman a Dios, lo conocerán y amarán todavía más, encendiéndose en el deseo de estar con Él para siempre. Es esto lo que quiere decir, cuando al final dice: “Los espíritus extraviados llegarán a entender y los recalcitrantes aceptarán la enseñanza”: el Mesías tendrá piedad de los que están lejos de Dios, y les concederá la gracia del regreso a su conocimiento y amor. Y como este Mesías, cuya Llegada anuncia Isaías, no es otro que el Niño de Belén, cuya llegada para Navidad anuncia la Iglesia, porque este Niño de Belén, con su gracia santificante, que brota del Él como de su fuente inagotable, perdonará los pecados de los hombres con la Sangre de su Cruz y encenderá sus corazones en el más grande Amor de Dios, con el fuego del Espíritu Santo, convirtiendo a los malos en buenos y a los buenos en santos.
         Isaías también dice: “En aquel día, los sordos oirán las palabras del libro, y verán los ojos de los ciegos, libres de tinieblas y de oscuridad”: son los sordos y ciegos que serán curados por el Niño de Belén, aún antes de comenzar su vida pública; oirán los sordos y hablarán los mudos, pero no sólo los afectados en sus sentidos, sino ante todos los sordos y ciegos espirituales oirán la Voz del Salvador y proclamarán sus maravillas, en el tiempo y en la eternidad.
         Luego agrega: “Los humildes se alegrarán más y más en el Señor y los más indigentes se regocijarán en el Santo de Israel”: son los que, con el corazón contrito y humillado, reconociéndose indigentes espirituales, necesitados de todo lo que Dios da, luz, amor, paz, alegría, se acercarán al Pesebre de Belén y adorarán a su Dios que se les manifiesta como un pequeño Niño recién nacido. Los humildes e indigentes, a diferencia de los pastores, que ofrecen al Señor sus pertenencias, sus ovejas, con su leche para que se alimente, y su lana para que se abrigue, y a diferencia de los Reyes Magos, que ofrendarán de sus riquezas, oro, incienso y mirra, al Rey de reyes, los humildes e indigentes nada material tendrán para ofrendar al Niño Dios, sólo su pobre corazón, hecho de nada más pecado, corazón que dejarán como ofrenda insignificante a los ojos de los hombres, pero valiosa a los ojos de Dios, y éste será el homenaje de su humilde adoración al Rey de reyes, el Niño de Belén.
         Isaías también habla acerca de quienes odian al Niño, los demonios, los ángeles rebeldes y caídos, y los hombres pervertidos, que libremente dejaron contaminar sus corazones con la ponzoña del mal, del orgullo, de la violencia, de la lujuria y de la lascivia, y que no aceptan que un Dios venga a ellos como Niño, a convertir sus corazones; estos tales, como dice Isaías, desaparecerán ante su vista: “Porque se acabarán los tiranos, desaparecerá el insolente, y serán extirpados los que acechan para hacer el mal, los que con una palabra hacen condenar a un hombre, los que tienden trampas al que actúa en un juicio, y porque sí no más perjudican al justo”. Isaías canta al Niño de Belén, que con su Encarnación y Nacimiento y Manifestación epifánica comienza la derrota del Príncipe de las tinieblas, Satanás, el Príncipe del mal, del odio, de la maldad, el inventor de la corrupción, de la muerte y del pecado; derrota que alcanzará su culmen en el triunfo de la Cruz, cuando con el madero ensangrentado venza para siempre al Enemigo de la raza humana, cuando su Madre, la Virgen, aplaste con su talón, con la fuerza de Dios Trino, la cabeza del astuto dragón y temible serpiente, para que nunca más pueda hacer daño a los hombres.
         Finaliza en este párrafo hablando el Mesías en Persona, por boca de Isaías: “En adelante, Jacob no se avergonzará ni se pondrá pálido su rostro. Porque, al ver lo que hago en medio de él, proclamarán que mi nombre es Santo, proclamarán santo al Santo de Jacob y temerán al Dios de Israel”. Y esto no es otra cosa que la Santa Misa, la renovación incruenta del sacrificio del Calvario, sacrificio para el cual nace el Niño de Belén, sacrificio por el cual los hombres cantarán y glorificarán al  Dios Tres veces Santo, en el triple amén de la doxología eucarística; es en la Misa en donde los hombres glorificarán al Niño de Belén, que significa “Casa de Pan”, porque el Niño  que nace en la Casa de Pan, que es Belén, nace para ofrendarse como Pan de Vida eterna, que da la gloria divina y la vida eterna a los hombres.

martes, 4 de diciembre de 2012

San Isaías y el Adviento



         Escrito centenares de años antes del Nacimiento del Redentor, el libro del Profeta Isaías describe las esperanzas del Pueblo Elegido ante la Llegada del Salvador, y por eso mismo posee la esencia del espíritu de Adviento¨.
         Isaías (25, 6-10a) dice que “El Señor de los ejércitos ofrecerá a todos los pueblos sobre esta montaña, un banquete de manjares suculentos, un banquete de vinos añejados, de manjares suculentos, de vinos añejados, decantados”, y esto no es otra cosa que el Niño Dios, que naciendo en Belén, Casa de Pan, se ofrecerá a sí mismo en el Banquete Eucarístico como Pan de Vida eterna, como Carne de Cordero, asada en el fuego del Espíritu Santo, y como Vino de la Nueva Alianza, que da la vida eterna.
         Será el Niño de Belén quien, extendiendo sus bracitos en el Pesebre para abrazar a quien se acerca a contemplarlo, “destruirá la Muerte para siempre”, como dice el Profeta Isaías, cuando ya adulto extienda sus brazos en la Cruz para derrotar definitivamente a la muerte, al demonio y al pecado.
         Isaías dice que “el Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros, y borrará sobre toda la tierra el oprobio de su pueblo”, y quien haga esto será el Niño nacido en Belén, quien con su Sangre derramada en la Cruz quitará el oprobio del pecado y, más que enjugar las lágrimas, hará sonreír, con gozo eterno,  a los que se dejen salvar por Él, al concederles la alegría de ser hijos de Dios, la gracia que brota de su Corazón traspasado como de una fuente inagotable.
         Isaías profetiza que “en esos tiempos” se dirá: “Ahí está nuestro Dios, de quien esperábamos la salvación: es el Señor, en quien nosotros esperábamos: ¡alegrémonos y regocijémonos de su salvación!”, y quien viene a salvarnos es el Niño de Belén, y por Él y por la salvación que nos trae, nos alegramos en su espera en Adviento; el Niño al que esperamos que nazca para Navidad, al cual esperamos con ansias en Adviento, es el Señor, el Redentor del mundo, el Emmanuel, Dios con nosotros, que viene a derrotar a las tinieblas del infierno y a iluminarnos desde el Pesebre y desde la Eucaristía con su luz, la luz eterna del Ser divino, como anticipo de la vida eterna en los cielos.