San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

lunes, 23 de agosto de 2010

San Bartolomé




“Verás cosas más grandes todavía” (cfr. Jn 1, 45-51). Jesús ve a Natanael debajo de la higuera, desde una distancia imposible para la naturaleza humana; Natanael se sorprende, y Jesús le dice que “verá cosas más grandes todavía”.
¿Cómo puede ser que Jesús diga lo que dice? ¿Cómo puede ser que, después de verlo a Él, el Cordero de Dios, la luz de Dios, la lámpara de la Jerusalén celestial, el Siervo sufriente de Yahvéh, Dios encarnado, se pueda ver algo “más grande”? ¿Acaso hay algo más grande que ver la gloria de Dios humanada, a la Palabra de Dios en carne humana, al Verbo eterno del Padre revestido de una naturaleza humana, caminando y hablando entre los hombres? ¿Puede haber algo más grande, que ver al Hijo de Dios en Persona, obrando milagros a través de su naturaleza humana? ¿Hay algo más grande que Jesús de Nazareth, el Hijo de María y José, el Hombre-Dios, predicando la llegada del Reino de los cielos a los hombres? ¿Hay algo más grande que ver al Dios Tres veces Santo, realizar milagros, como la conversión del agua en vino, la multiplicación de panes y peces, la resurrección de muertos?
Pareciera que no puede haber cosas más grandes, y sin embargo, sí las hay: “Verás cosas más grandes todavía”.
Es algo más grande que ver al Verbo eterno del Padre, revestido de una naturaleza, el ver, con los ojos de la fe, a ese mismo Verbo, en el misterio eucarístico, glorioso y resucitado, revestido de algo que parece pan, pero que no es pan, porque es su Cuerpo y su Sangre.
Es algo más grande que ver a Jesús de Nazareth obrar milagros, el ver a la Iglesia obrar el milagro más asombroso de todos los milagros, frente al cual la Creación y los milagros más maravillosos de Dios son igual a nada, y es la conversión, en el altar, del pan y del vino, en el Cuerpo y la Sangre de Jesús resucitado.
Más grande que ver al Hombre-Dios predicando la salvación en Palestina, es ver a la Iglesia predicando la salvación y dando el Pan de Vida eterna, no solo a la región de Palestina, sino a todo el mundo.
Hay algo más grande que ver al Dios Tres veces Santo convertir el agua en vino, multiplicar panes y peces, y resucitar muertos, y es el ver a la Iglesia Santa de Dios, la Esposa del Cordero, convertir, por medio del sacerdocio ministerial, el vino del altar en la Sangre de Jesús, multiplicar la Presencia sacramental de Cristo, más que resucitar muertos, convertir un pan inerte y sin vida en Cristo resucitado.
Sí, hay cosas “más grandes” para ver.

viernes, 20 de agosto de 2010

San Bernardo: "Amo porque amo, amo por amar"




Uno de los sermones de San Bernardo abad se titula: “Amo porque amo, amo por amar”[1]. Para nuestro siglo superficial, acostumbrado a banalizar las más grandes verdades y las genuinas muestras de amor, la frase de San Bernardo –“Amo porque amo, amo por amar”, puede parecer cursi, o puede pasar inadvertida, o puede rebajarse al nivel de la pasión humana.
Sin embargo, la frase oculta profundas verdades espirituales.
Cuando San Bernardo dice: “Amo porque amo, amo por amar”, no está refiriéndose de un sentimiento pasajero, banal, superficial, que se identifica con los sentimientos. Está hablando de algo que asemeja al hombre con Dios: el acto creador, y en este caso, el acto creador del espíritu humano, que crea amor, el cual, como aquí, es dirigido a Dios. La capacidad de crear amor es un don inmensamente grande, otorgado por Dios Creador a la criatura, al hombre y al ángel, y es uno de los aspectos que más los asemeja a Dios en cuanto Creador, Omnisciente y Omnipotente.
El acto libre de amor, por parte de la criatura, es algo que Dios Creador, con toda su omnipotencia, no puede hacer. Eso es lo que no pudo hacer el demonio: el demonio no pudo hacer un acto de amor libre, y como Dios no puede crear ese acto de amor si la criatura no lo crea, entonces lo que queda para el corazón angélico es la ausencia del amor, el odio. La razón de la pérdida de la gracia, y la posterior caída y precipitación en el infierno de los ángeles que siguieron a Satanás, fue precisamente su incapacidad, o más bien, su no querer, crear libremente un acto de amor a Dios Trinidad. Si lo hubieran hecho, no se habrían condenado, pero como no lo hicieron, se condenaron.
Lo que caracteriza al infierno y a sus habitantes es precisamente lo que abundaba en San Bernardo: creación de un acto libre de amor a Dios.
Durante un exorcismo, registrado en audio, y transcripto en el libro de Malachi Martin[2], declara uno de los demonios, hablando de quien está ya en el infierno: “...luego el odio… Y el disgusto de odiar. Y el odio de amar así. Y el amor al odio (…)”. En otro pasaje, ya al final del exorcismo, antes de ser expulsados, los demonios dicen: “¡Nos vamos cura! ¡Nos vamos! –Era un millón de voces turbulentas que hablaban como una, plenas de eterno dolor y eterno sufrimiento-. Nos vamos llenos de odio. Y nadie habrá de cambiar nuestro odio”[3].
“Nos vamos llenos de odio (…) Nadie habrá de cambiar nuestro odio”. Lo que hay en las criaturas condenadas en el infierno es odio profundo, que crece a cada instante de la eternidad, y se vuelve cada vez más negro y desesperado.
De esta tenebrosa realidad sobresale y contrasta el valor de la realidad de la frase de San Bernardo: “Amo porque amo, amo por amar”. Un libre acto creador de amor dirigido a Dios y al prójimo, su imagen en esta tierra, es el preludio del eterno éxtasis de amor en la contemplación de Dios Trinidad.
“Amo porque amo, amo por amar”. No se trata de una frase sensiblera. Se trata de un acto libre creado por la capacidad de amar a Dios. La comunión sacramental es un preludio de la contemplación beatífica en la eternidad, por lo tanto, ejercitémonos en el amor a Cristo Eucaristía.


[1] Sermón 83, 4-6: Opera omnia, edición cisterciense
[2] Cfr. Martin, M., El rehén del diablo, Editorial Diana, Mexico 1977, 298.
[3] Ibidem, 302.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Santa Clara eligió la pobreza, junto a San Francisco, para imitar a Cristo pobre en el Pesebre y en la Cruz


  


En el Directorio Franciscano, puede leerse cuál es la última voluntad de San Francisco, en relación a la rama femenina franciscana, en la cual se encontraba Santa Clara de Asís: “Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza del altísimo Señor nuestro Jesucristo y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os doy el consejo de que siempre viváis en esta santísima vida y pobreza. Y protegeos mucho, para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de alguien”.
Como se ve, San Francisco, en su última voluntad, dictada a Santa Clara, hace mucho hincapié en que “no se aparten de la pobreza”. ¿Por qué esta insistencia en vivir la pobreza?
Visto con ojos humanos, la riqueza parece mucho más conveniente que la pobreza, incluso para la difusión del Reino de Dios: por ejemplo, con riqueza material, se poseen medios en mayor cantidad y calidad, se puede llegar a más cantidad de gente, y se pueden hacer muchas obras de beneficencia. Con la pobreza en cambio, todo esto se hace, si no imposible, muy difícil de alcanzar.
Sin embargo, a pesar de las aparentes conveniencias de poseer riquezas materiales, San Francisco recomienda con insistencia a Santa Clara “no apartarse de la pobreza”.
El motivo es que San Francisco recomienda la pobreza material, porque así el cristiano –y mucho más, el alma consagrada, como Santa Clara- se acerca más a Cristo pobre, en su Encarnación y en la cruz.
Cristo es pobre en la Encarnación, porque siendo Dios omnipotente, Dueño absolutamente de todo el universo, riquísimo en la abundancia exuberante de su Ser divino, se vuelve pobre, al asumir nuestra condición humana, tan limitada y tan necesitada de todo. Siendo Él el Dios Todopoderoso, decide encarnarse y asumir una naturaleza humana, que comparada con la inagotable riqueza del Ser divino, es igual a la nada. En la Encarnación, el Hijo de Dios, el Esplendor del Padre, el reflejo de la gloria del Padre, Aquel que fue engendrado entre esplendores celestiales en la eternidad, Aquel que es adorado por los ángeles y por los santos, posee en la Encarnación nada más que un cuerpo y un alma humana, un pobre pesebre hecho por su padre terreno adoptivo, San José, y una delicada manta tejida por su Madre, que es la Madre de Dios, para atenuar un poco el intenso frío de la Noche de Belén. Esos son todos los bienes materiales que posee Cristo Dios en la Encarnación.
Cristo es pobre también en la cruz, porque en la cruz está despojado de todo: no tiene nada, salvo unas pocas posesiones: el madero de la cruz, la inscripción “Éste es el Rey de los judíos”, tres clavos de hierro, una corona de gruesas espinas, un poco de tela para cubrir sus partes íntimas. Ésos son todos los bienes de Cristo en la cruz, no tiene más, y tampoco quiere más, porque con estos escasos bienes materiales, Cristo entrará en la gloria del Padre, y desde allí viene en cada Eucaristía para llevarnos con Él.
Cristo pobre en la Encarnación, Cristo pobre en la cruz. Santa Clara eligió la pobreza, no para ejercitarse en la virtud, ni para perfeccionarse en la carencia de todo. Santa Clara eligió la pobreza, junto a San Francisco, para ser pobre junto a Cristo pobre en Belén, y pobre en la Cruz.

viernes, 6 de agosto de 2010

Santa Lucía y el martirio


En la Iglesia hay gente que está en el cielo, y que murió por Jesús. A esa gente se les llama “mártires”. Un mártir entonces es alguien que dio su vida por Jesús, y ahora está en el cielo.

Uno de esos mártires es Santa Lucía. Era una joven que había nacido en la ciudad donde vive el Papa, que se llama Roma. Ella, desde muy chica, sin decir nada a nadie, había hecho la promesa a Dios de vivir la pureza. Entonces, le dijo a su novio que ya no iba a ser más novia, porque le daba su cuerpo y su alma a Jesús. Su novio se enojó mucho, y la demandó al gobernador. Entonces el gobernador la llevó presa y le dijo que tenía que renunciar a Jesús y que tenía que creer en los dioses que el creía, pero Santa Lucía le dijo que no, que antes que decirle “no” a Jesús, prefería morir.

Y ahí el gobernador se enojó mucho, y mandó a sus soldados que la llevaran a la cárcel, pero el Espíritu Santo hizo que Santa Lucía estuviera firme como una roca, y no pudieron moverla ni siquiera un poquito, y eso que eran muchos. Los soldados la empujaban y la empujaban, y hacían mucha fuerza, y muchos se caían cansados de tanto hacer fuerza, pero Santa Lucía no se movía. También le pasaron una cuerda por el cuello y por los pies, pero no pudieron moverla, y después ataron la soga a unos bueyes, que son como unos toros grandes, y tampoco pudieron moverla.

El jefe de los soldados se ponía cada vez más enojado, y entonces hizo que prepararan un fuego, con mucha leña, y que le agregaran aceite, para que el fuego fuera más grande, y la pusieron en medio del fuego, pero Santa Lucía no se quemó nada, porque hizo esta oración: “Yo oraré a Jesucristo para que el fuego no me moleste”. Rezó esta oración, y el fuego no le hizo nada. El fuego terminó siendo nada más que cenizas, y Santa Lucía seguía de lo más bien, sin haberse quemado ni un pelo.

Ella sufrió todo eso porque le habían dicho que hiciera algo malo: que no creyera en Jesús, pero como estaba llena del Espíritu Santo, dijo que antes prefería morir que hacer algo malo, como no creer en Jesús. Santa Lucía no quería hacer nada malo –las cosas malas se llaman “pecado”-, porque el pecado hace que Jesús sufra todavía más en la cruz, y como Santa Lucía amaba mucho a Jesús en la cruz, no quería hacerlo sufrir. Y así fue que ella prefirió la muerte antes que cometer el pecado de decir que no creía en Jesús.

A nosotros, seguramente, nunca nos van a tirar flechazos –aunque muchos de nuestros amigos, y nosotros mismos, seamos bastante indios-, ni tampoco van a calentar una olla gigante para hervirnos en aceite, como a las papas fritas. Pero puede pasar que alguien, un amigo, o un conocido, o alguien más grande, nos proponga alguna vez hacer algo malo, algo que no le gusta a Jesús, un pecado, o también puede pasar que pasen un programa en televisión que sea malo.

¿Qué hacemos ahí?

Si alguien –un amigo del barrio, un compañero de escuela, un grande- nos dice que hagamos algo malo, ahí nos acordemos de Santa Lucía, que prefirió sufrir mucho en su cuerpo, y hasta prefirió la muerte, antes que hacer algo malo, un pecado, porque el pecado hace que Jesús sufra más en la cruz.

miércoles, 4 de agosto de 2010

El Santo Cura de Ars




En nuestro trato con Dios, la relación es siempre desigual: Dios es Todopoderoso, Omnisciente, infinitamente sabio, inmensamente majestuoso; Dios es la “fuente de toda santidad”, como dice el Misal Romano[1], y como tal, está lleno de gloria, de vida, de luz y de bondad divina. Por nuestra parte, nosotros somos, según la definición de los santos de la Iglesia Católica, “nada más pecado”. Delante de Dios, que es el Acto de Ser, somos la nada, somos el “no ser”, tal como le dijera Jesús un día a Santa Catalina de Siena.
Vistas así las cosas, nos encontramos en una enorme desventaja frente a Dios, a la hora de pedir algún favor. Si Dios es lo que es, no tiene en absoluto ni necesidad ni obligación para con nosotros; por lo tanto, no tiene necesidad ni obligación de escuchar nuestras peticiones. Por otra parte, si nos escucha, ¿qué podemos ofrecerle a Él, que es el Creador del universo, tanto del visible como del visible? Si queremos conseguir de Dios un favor, ¿qué podríamos ofrecerle a cambio a Dios, si a Él le pertenece el universo visible, con sus infinitas galaxias y planetas? ¿Qué podríamos darle, como don nuestro, a Él, que es el Rey y el Creador del universo invisible, es decir, de los ángeles?
Si hipotéticamente llegáramos a recolectar todo el oro del mundo, toda la plata del mundo, todas las piedras preciosas del mundo, eso sería igual que nada, delante de su infinita majestad. No tenemos nada para ofrecerle, que sea digno de Él.
Sin embargo, eso es verdad, pero hasta cierto punto.
Gracias a Jesús, tenemos algo para ofrecer a Dios, que es digno de Él: su Pasión, que es algo que nos pertenece como algo propio, de modo que podemos ofrecerla en canje a Dios por algún favor. Se cuenta que un día, durante un sermón, el Santo Cura de Ars dijo un ejemplo de un sacerdote que al celebrar una Misa por su amigo muerto, después de la Consagración oró de la manera siguiente: “Eterno y Santo Padre, hagamos un cambio. Tú posees el alma de mi amigo en el Purgatorio; yo tengo el Cuerpo de Tu Hijo en mis manos. Líbrame Tú a mi amigo, y yo Te ofrezco a Tu Hijo, con todos los meritos de Su Pasión y Muerte”. Maravilloso trueque, por el cual el Santo Cura de Ars nos enseña a ofrecer algo que es nuestro, la Pasión de Jesús.
También Santa Teresa de Ávila, en su “Moradas del castillo interior”, nos enseña lo mismo: “…una persona estaba muy afligida delante de un crucifijo, considerando que nunca había tenido qué dar a Dios ni qué dejar por Él: díjole el mismo Crucificado, consolándola, que Él le daba todos los dolores y trabajos que había pasado en su Pasión, que los tuviese por propios, para ofrecer a su Padre”[2].
Ofreciendo la Pasión de su Hijo Jesús, Dios Padre no podrá negarnos nada de lo que le pidamos. Como la Eucaristía es la renovación sacramental del sacrificio en cruz de Jesús, la Eucaristía nos pertenece como algo propio, y es algo que podemos dar a Dios, a cambio de algún favor: “Dios Uno y Trino, te pido por la conversión y salvación eterna de aquellos a quienes amo, y a cambio te ofrezco la Divina Eucaristía”. Y Dios Trinidad no podrá decirnos que no.
[1] Cfr. Misal Romano, Plegaria Eucarística II.
[2] Cfr. Moradas Sextas, 5, 6.