San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 28 de febrero de 2013

Las espinas del Sagrado Corazón de Jesús



         En sus apariciones a Santa Margarita, el Sagrado Corazón de Jesús aparece envuelto en llamas, las cuales representan el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Pero también se presenta rodeado de espinas, que forman a su alrededor una especie de corona. Teniendo en cuenta que es un Corazón vivo y que por lo tanto se encuentra en movimiento continuo, y teniendo en cuenta que las espinas lo rodean estrechamente, es de suponer que en cada latido, en cada movimiento de contracción-dilatación, de sístole y diástole, las espinas le provoquen un agudo dolor, sobre todo en el momento de la diástole, es decir, en el momento en el que el corazón se relaja, luego de la contracción sistólica, para almacenar nueva sangre en los ventrículos y poder continuar su función de bomba.
         Debido a que las llamas representan al Amor de Dios, el Espíritu Santo, todo el Sagrado Corazón está en Acto continuo de Amor perfecto, simbolizado en los dos movimientos cardíacos: en la diástole, esto es, en el momento de la relajación de las paredes ventriculares, necesario para que ingrese un nuevo torrente sanguíneo, se representa el Amor de Dios que llega, que viene a los hombres, concentrándose en el Sagrado Corazón; en la sístole, en el momento de la contracción de los ventrículos, en donde se expulsa la sangre hacia el cuerpo, simboliza la efusión del Amor de Dios sobre su Cuerpo Místico, la Iglesia. En cada latido del Sagrado Corazón, late el Amor de Dios; cada movimiento del Sagrado Corazón es un movimiento del Amor de Dios hacia los hombres.
         Pero si el Amor está presente en cada latido, lo está también el dolor, puesto que las espinas, que forman una apretada corona alrededor del Corazón, provocan dolor en las dos fases del movimiento del Corazón; en la diástole, en la fase de llenado, porque las espinas se incrustan con fuerza en la pared de los ventrículos; en la sístole, porque el movimiento de contracción de la musculatura ventricular exacerba el dolor producido por la laceración ocurrida en el movimiento anterior. Si el Amor está dado por el Padre, que le dona el Espíritu Santo desde la eternidad, el dolor provocado por las espinas le es proporcionado por los hombres, porque sus pecados, la malicia de sus corazones, se traducen en gruesas espinas que laceran y desgarran al Corazón de Jesús.
         En otras palabras, en cada movimiento cardíaco, en cada diástole y en cada sístole, el Sagrado Corazón experimenta Amor y dolor: el Amor del Padre, que desde la eternidad le ha donado el Espíritu Santo, y que desea ardientemente volcarse sobre toda la humanidad y sobre todo hombre, y el dolor de parte de los hombres, que al Amor incomprensible, inagotable, inabarcable de Dios Trino, responden con indiferencias, desprecios, ingratitudes, postrándose ante vanos ídolos mundanos, despreciando y posponiendo el Amor divino, que se derrama incontenible con la Sangre del Sagrado Corazón traspasado, que se vierte por la herida abierta del costado.
         Desde la Cruz, en la cima del Monte Calvario, en donde agoniza de Amor, el Sagrado Corazón nos pide reparación, penitencias, ofrendas, holocaustos, que se sintetizan en el Primer Mandamiento, “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo”, y en las obras de misericordia espirituales y corporales.
         

jueves, 21 de febrero de 2013

Santa Jacinta Marto




A partir de las visiones y apariciones de la Virgen a los tres pastorcitos en Fátima, Jacinta experimentó, con tan sólo 9 años de edad, un extraordinario crecimiento espiritual: además de rezar todos los días el Rosario y las oraciones que el Ángel les había enseñado, y de experimentar una gran devoción y amor a la Eucaristía, Jacinta demostró tener, cada vez más, una gran sensibilidad y una gran preocupación por el destino eterno de los pecadores, es decir, por aquellos que no vivían en gracia de Dios y nada hacían por cambiar su estado.

Jacinta quedó vivamente impresionada por la visión del infierno que la Virgen María en persona les mostró, en la que los niños pudieron apreciar la gran cantidad de almas que caían en este verdadero lago de fuego. También quedó profundamente impactada por las palabras de la Virgen, quien le dijo que “los pecadores van allí –al lado de fuego- porque no tienen quién rece y haga sacrificios por ellos”.

Con tan sólo nueve años de edad, pero con una gran comprensión e inteligencia sobrenaturales de lo que el cielo le transmitía a través de la Virgen, Jacinta comprendió que su misión en la tierra, con su escasa edad y con el escaso tiempo que le quedaba de vida terrena –la Virgen le había comunicado que pronto la llevaría al cielo, junto a Francisco-, era ofrecerse como víctima por la salvación de los pecadores, y eso es lo que hizo hasta el fin de sus días: rezó e hizo toda clase de mortificaciones y penitencias –como por ejemplo, no tomar agua durante días seguidos, en épocas de mucho calor, o dormir con una cuerda atada, que le provocaba dolor, y a tal punto, que la Virgen misma tuvo que decirle que suspendiera esta penitencia- por la conversión de los pecadores.

El ejemplo de Santa Jacinta Marto es válido para toda época, pero sobre todo para nuestros días, puesto que, por un lado, la impiedad, la apostasía, el materialismo, el egoísmo y toda clase de males, crecen día a día en una sociedad que se aleja cada vez más de Dios y de sus Mandamientos; por otro lado, como consecuencia de este oscurecimiento espiritual, ha aumentado el número de hombres que se encuentran en estado de condenación eterna, lo cual significa que en nuestros días, mucho más aún que en los días de Santa Jacinta Marto, son necesarias la oración y la penitencia por la conversión de los pecadores.

No vemos a la Virgen María, como sí lo hicieron los tres pastorcitos, pero conocemos las apariciones de Fátima, además de tener los ejemplos de santos como Jacinta. Al igual que ella, y siguiendo su ejemplo, además de hacer oración y de ofrecer penitencias y mortificaciones, cada cristiano puede y debe ofrecerse a sí mismo como víctima en la Santa Misa, junto a la Víctima Inmaculada, Jesús en la Eucaristía, por la salvación de los pecadores.

lunes, 18 de febrero de 2013

San Expedito elige la Cruz en vez de la tentación



         Al observar la imagen de San Expedito, notamos que en su mano derecha sostiene, en alto, la Cruz de Cristo, mientras que con su pie derecho, al mismo tiempo, aplasta a un cuervo negro, el Demonio.
         Esto nos indica, visiblemente, cuál fue la elección interior, invisible, de San Expedito: entre la Cruz de Cristo, que significa la negación de sí mismo para imitar a Cristo que lleva la Cruz camino del Calvario, y la tentación ofrecida por el Demonio, representado en el cuervo negro, San Expedito elige la Cruz. A su vez, el santo elige la Cruz porque es fiel a la gracia de la conversión, que le pide el adherirse a Cristo sin demoras, de modo urgente.
         El ejemplo de San Expedito nos ayuda entonces a vivir la Cuaresma con espíritu de penitencia, porque nos enseña a elegir bien: entre la tentación, ofrecida por el Demonio, y la Cruz del Hijo de Dios, ofrecida por Dios Padre, debemos elegir la Cruz de Cristo.
         El mundo de hoy, sometido a las obras del Príncipe de las tinieblas, ofrece múltiples ocasiones de tentaciones, de todo tipo, adaptadas para cada temperamento, para cada carácter, para cada personalidad. El mundo de hoy ofrece las tentaciones bajo un aspecto agradable, multicolor, pleno de sabores, de sensaciones, de licencias de todo tipo, pero que esconden el aguijón venenoso del pecado. Así, el mundo tienta al hombre con asistir al estadio de fútbol el domingo, pero el cristiano debe responder con la Cruz de Cristo, que consiste en asistir a la Iglesia para recibir el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía; el mundo de hoy tienta al hombre con el alcohol, las drogas, la música ensordecedora, los bailes sensuales y lascivos, el erotismo y la pornografía, como medios de corromper al “templo de Dios”, pero el cristiano debe elegir la Cruz de Cristo, que significa vestir con modestia, evitar el alcohol y todo tipo de substancias tóxicas, escuchar música decente, evitar los bailes desenfrenados, para así conservar la pureza del cuerpo, “templo del Espíritu”; el mundo de hoy tienta con el poder, con el dinero, con el placer, y así lleva a hacer “lo que uno quiera”, pero el cristiano debe elegir la Cruz de Cristo, que es obedecer los mandamientos de Dios y no los de Satanás, para así cumplir la Voluntad divina en cada momento de la vida.
Cruz o tentación. La Cruz de Cristo o la tentación de la concupiscencia, que nace del corazón herido por el pecado original, y la tentación del demonio, que las pone a cada paso como trampas mortales para alejarnos para siempre de la vida eterna: lo que cada uno elija, eso le será dado. San Expedito eligió la Cruz de Cristo, y le fue dado participar de la fuerza de la Cruz para vencer a la tentación y al demonio, y luego el cielo en recompensa. Como devotos de San Expedito, pidámosle entonces que interceda para que obtengamos la gracia de elegir siempre la Cruz de Cristo.

El Beato Álvaro de Córdoba y el Via Crucis, el Camino Real de la Cruz



         El mensaje de santidad que nos deja el Beato Álvaro de Córdoba es el mostrarnos el camino a la felicidad, el camino al cielo. Si el mundo nos dice que la felicidad está en la satisfacción del “yo” egoísta, en la búsqueda de placer, en la sensualidad, en el erotismo, en la obtención de bienes materiales, en el desenfreno de las pasiones, el Beato Álvaro de Córdoba, por el contrario, nos enseña que el camino a la felicidad, que es el camino al cielo, está en Cristo, y en Cristo que lleva la Cruz a cuestas, subiendo la cuesta del Monte Calvario. Por este motivo, una de las obras apostólicas de Álvaro de Córdoba fue introducir en Occidente la devoción al Via Crucis, para que aprendiéramos de Jesús cómo llegar al cielo.
El Beato Álvaro de Córdoba nos enseña –porque él lo aprendió a su vez de Jesús- que si queremos alcanzar la felicidad, el único camino posible es el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis; veamos por lo tanto en qué consiste el Via Crucis que nos legó el Beato Álvaro. Ante todo, el Via Crucis no es un mero ejercicio de piedad; se trata de la contemplación de la culminación del misterio de la Pasión de Jesús, contemplación por la cual se alcanza, a través de la fe, la participación en ese mismo misterio de salvación. El Via Crucis es contemplación y participación en el misterio pascual redentor, porque en él se cumple a la perfección el consejo de Jesús: “Si alguien quiere venir en pos de Mí, tome su Cruz de cada día, niéguese a sí mismo, y me siga”. Para seguir a Jesús en el Via Crucis, en el Camino de la Cruz, es necesario querer seguir a Jesús, porque no se lo puede seguir camino del Calvario de modo obligado, a la fuerza, y esto Jesús mismo nos lo dice: “Si alguno quiere seguirme”; para seguir a Jesús en el Via Crucis, hay que tomar la Cruz de cada día, es decir, la tribulación, la enfermedad, las situaciones de angustia, que la Divina Providencia ha elegido como medio para acercarnos, subirnos y hacernos partícipes de la Cruz de Jesús, y esto es lo que Jesús quiere decir cuando dice: “que tome su cruz de cada día”; para seguir a Jesús en el Via Crucis, hay que negarse a uno mismo: “niéguese a sí mismo”, y “negarse a sí mismo” significa luchar contra uno mismo, contra nuestras pasiones desordenadas, contra nuestra tendencia a no obrar “el bien que queremos y obrar el mal que no queremos”; “negarse a sí mismos” es mortificarse uno mismo, rechazando la impaciencia, el trato hosco, áspero, el enojo, la pereza, etc.
Al introducir en Occidente el Via Crucis, el Beato Álvaro de Córdoba nos deja entonces su legado más preciado: el único camino para llegar al cielo, a la felicidad de la bienaventuranza, es el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis.

lunes, 11 de febrero de 2013




¡Te agradecemos de todo corazón, Santo Padre Benedicto XVI, tu servicio a la Santa Madre Iglesia! ¡Que el Espíritu Santo suscite un sucesor con tu misma fe, sabiduría y caridad!

domingo, 10 de febrero de 2013

San Pablo Miki, las torturas de los mártires y el soplo del Espíritu Santo



         Cuando se leen las actas de los mártires, entre muchas otras, hay dos cosas que  sorprenden y provocan asombro y sobresalen por la intensidad del contraste: por una lado, las crudelísimas torturas a las que son sometidos los mártires, torturas que les provocan dolores atroces, y por otro, las increíbles muestras de amor y de caridad sobrenatural, por parte de esos mismos mártires, amor y caridad sobrenatural que se reflejan en dos vertientes: en el perdón a sus enemigos y a sus verdugos, y en el amor a Dios demostrado en medio de inmensos dolores.
         Por ejemplo, en el acta del martirio de los santos Pablo Miki y compañeros, escrita por un autor contemporáneo, se lee: “Una vez crucificados, era admirable ver la constancia de todos, a la que los exhortaban, ora el padre Pasio, ora el padre Rodríguez. El padre comisario estaba como inmóvil, con los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín cantaba salmos en acción de gracias a la bondad divina, intercalando el versículo: “En tus manos, Señor”. También el hermano Francisco Blanco daba gracias a Dios con voz inteligible. El hermano Gonzalo rezaba en voz alta el Padrenuestro y el Avemaría (…) Pablo Miki (…) empezó a manifestar que moría por haber predicado el Evangelio y daba gracias a Dios por un beneficio tan insigne (…) en el rostro de todos se veía una alegría especial (…) Luis, al gritarle a otro cristiano que pronto estaría en el Paraíso, atrajo hacia sí las miradas de todos por el gesto lleno de gozo que hizo con los dedos y con todo su cuerpo. Antonio (…) con los ojos fijos en el cielo”[1].
         Este comportamiento de los mártires, que se observa inalterablemente en todos y cada uno de los mártires a lo largo de toda la historia de la Iglesia, comenzando con el proto-mártir San Esteban, es superior y contrario a lo que dicta la naturaleza humana, y por lo tanto no puede encontrarse en esta naturaleza la explicación a un comportamiento tan llamativo.
         Considerado desde el punto de vista de la naturaleza humana, considerando solamente las características y propiedades de la naturaleza humana, como por ejemplo, el hecho de que el hombre está compuesto por la unión indisoluble de cuerpo y alma, el comportamiento de los mártires debería ser otro absolutamente distinto, puesto que cuerpo y alma sufren de manera atroz: el cuerpo sufre con los tormentos; el alma sufre por la desesperación, el dolor, y la angustia de verse abandonada por todos.
Entonces, considerando solamente la naturaleza humana, puesto que sufren indeciblemente en cuerpo y alma, los mártires deberían gritar de dolor, de rabia y de desesperación y deberían sus cuerpos contornearse espasmódicamente por los dolores lancinantes, debido todo esto a las torturas corporales; por el sufrimiento del alma, los mártires deberían expresar hacia sus verdugos solamente odio, rencor y deseos de venganza, y hacia Dios, deberían estallar en hirientes y horribles blasfemias contra su santo Nombre.
Sin embargo, nada de eso sucede en los mártires; todo lo contrario, el comportamiento de los mártires manifiesta que su naturaleza humana, sus cuerpos y sus almas, no solo están dotados de una fortaleza superior a la naturaleza humana -al demostrar una insensibilidad sobrehumana al dolor y al no solo no blasfemar, sino alabar a Dios-, sino que un Espíritu superior a todo lo creado, hombres y ángeles, a tomado posesión de sus completas personas.
Este Espíritu es el Espíritu Santo, y como es un Espíritu de paz, de amor, de alegría, de bondad, de fortaleza, eso es lo que explica que los mártires reflejen paz –no solo ausencia de desesperación-; amor –manifestado en el perdón a sus verdugos y enemigos-; alegría –porque están contemplando el cielo que se abre para ellos y está listo para recibirlos-; bondad –sólo tienen palabras de consuelo para sus compañeros mártires, y de esperanza para los que quedan en la tierra-; fortaleza –son inmunes e insensibles al dolor propio, pero sensibles al dolor ajeno, puesto que ofrecen sus vidas por sus verdugos y por sus enemigos-.
Puesto que dan sus vidas por amor a Cristo y a su Evangelio, el comportamiento sobrenatural de los mártires se debe a que imitan a Cristo y participan de su Pasión y Muerte en Cruz, pero también se debe a que los asiste el Espíritu Santo en Persona, el cual toma posesión de sus cuerpos y de sus almas: de sus cuerpos, porque eso es lo que explica que las tremendas torturas no los maten antes de tiempo, y no les provoquen los dolores lancinantes que por sí mismas deberían producir; del alma, porque el Espíritu Santo, iluminando sus almas con la luz de la gloria divina, la que habrán de disfrutar para siempre en el cielo, les hace ver y participar de la alegría y del amor divino, de manera que los tormentos psicológicos, morales y espirituales no solo no existen en sus almas, sino que son reemplazados por la visión y delectación anticipada del cielo y sus alegrías, la principal entre todas, la visión beatífica del Ser trinitario y la visión de María Santísima.
Porque están asistidos por el Espíritu Santo, porque el Espíritu Santo ha tomado posesión de sus cuerpos y de sus almas para endulzarles el paso de esta vida a la otra, lo que dicen los mártires en el momento de morir, y que es registrado en las Actas de los mártires, hay que tomarlo como venido del mismo Espíritu Santo.



[1] Cap. 14, 109-110: Acta Sanctorum Februarii 1, 769, Seréis mis testigos.

jueves, 7 de febrero de 2013

Santa Josefina Bakhita y el amor a la Voluntad de Dios



Vista su vida con los ojos del mundo, Josefina Bakhita tenía todo para odiar: secuestrada a los nueve años de edad por negreros esclavistas; vendida como un animal de feria; privada no sólo de su infancia, sino de su adolescencia y de su juventud; humillada; torturada con extrema crueldad –le hicieron 114 incisiones a los trece años para tatuarla y para evitar infecciones le colocaron sal durante un mes, lo cual le provocaba grandes dolores.; privada de su identidad; alejada de su familia y de su patria; tratada como un objeto gran parte de su vida.
         Vista su vida con los ojos del mundo, Josefina Bakhita tenía todo para odiar a muchas personas, comenzando por los negreros que la secuestraron, siguiendo por todos los que la humillaron, y finalizando con sus “amos” que la maltrataron, menos el último, y sin embargo, sus palabras para con esclavistas que arruinaron su vida son: “Si volviese a encontrar a aquellos negreros que me raptaron y torturaron, me arrodillaría para besar sus manos porque, si no hubiese sucedido esto, ahora no sería cristiana y religiosa”.
         Es decir, lejos de odiar, no solo ni siquiera hay el más mínimo rencor hacia sus captores, sino que hay palabras de perdón implícito y, lo más sorprendente, de agradecimiento. Santa Josefina Bakhita contradice al mundo.
¿Cuál es el motivo de este sentir de Bakhita, tan contrapuesto con el mundo? 
         La razón está en sus propias palabras: “Si volviese a encontrar a aquellos negreros que me raptaron y torturaron, me arrodillaría para besar sus manos porque, si no hubiese sucedido esto, ahora no sería cristiana y religiosa”.
         Santa Josefina Bakhita ve, en toda su vida, la Voluntad de Dios, Voluntad que la lleva a la máxima felicidad, que es ser hija de Dios y consagrada: “si no hubiese sucedido esto, ahora no sería cristiana y religiosa”. Para Bakhita, los negreros han sido instrumentos de la Voluntad amorosísima y providente de Dios, que la han llevado a un lugar extraño, sacándola de su ambiente familiar y natural, para que pudiera recibir el don de los dones, el don más grande que un ser humano pueda recibir, y es el ser convertido en hijo adoptivo de Dios; todavía más, para Bakhita había un don del Amor de Dios, destinado para ella, el ser religiosa consagrada, signo de predilección del Amor divino. Si los negreros no la hubieran secuestrado, no habría recibido jamás el bautismo, y no podría haberse ni siquiera enterado que Dios la había amado con amor de predilección desde la eternidad, eligiéndola para ser religiosa. Los caminos de Dios son inescrutables, y para nuestra limitada mente, pueden parecer extraños, como también le parecían a Bakhita, según ella misma lo expresa, cuando dice que “cada día que pasa ama más a Dios”, que “la traído hasta aquí (el Instituto donde fue bautizada y se hizo religiosa) de un modo extraño”. “Extraño”, sí, pero lleno de amor, y de un amor que continúa por la eternidad, tal como lo experimenta ahora Bakhita en los cielos, para siempre.
         Contrariando al mundo, Bakhita muestra amor y agradecimiento a sus captores y a todos los que la humillaron, pero esto no se debe a que Bakhita era “naturalmente buena”. Hay una razón mucho más profunda que explica el amor de Bakhita, y es el participar del Amor de Cristo, derramado con su Sangre en la Cruz. Un amor tan grande como el de Bakhita no tiene explicaciones humanas: se origina en el seno de Dios Trinidad, en el Ser trinitario, en la espiración de Amor mutuo entre el Padre y el Hijo en la Trinidad.
         Este es el motivo por el cual sus palabras: “Si volviese a encontrar a aquellos negreros que me raptaron y torturaron, me arrodillaría para besar sus manos porque, si no hubiese sucedido esto, ahora no sería cristiana y religiosa”, no solo contradicen al mundo, cuyo mandato es la venganza y el rencor, sino que manifiestan el perdón y el Amor de Cristo Dios, perdón y Amor donados sin límites desde la Cruz a toda la humanidad.
         El mensaje de santidad de Santa Josefina Bakhita es entonces, no solo el ver la Voluntad amorosísima de Dios en todos los acontecimientos de la vida, aún y sobre todo aquellos que más dolorosos y extraños puedan ser, sino también la participación en el Amor de Cristo como único medio para amar al prójimo, principalmente si este es enemigo, para así alcanzar el Reino de los cielos.