San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 30 de mayo de 2013

Santa Juana de Arco, arquetipo de héroe y santo, modelo de amor a Dios y a la Patria



Santa Juana de Arco nació en día de la Epifanía de 1412, cerca de Champagne, Francia. Se caracterizó por su gran bondad y por su laboriosidad en el hogar, pero nunca aprendió a leer ni a escribir.
Los vecinos de la familia, en el proceso de rehabilitación de la santa, dejaron testimonios conmovedores de la piedad y ejemplar conducta de la joven. Tanto los sacerdotes que la conocieron como sus compañeros de juegos, atestiguaron que le gustaba ir a orar a la Iglesia, que recibía con frecuencia los sacramentos, que se ocupaba de los enfermos y era particularmente bondadosa con los peregrinos, a los que más de una vez, cedió su lecho. Según uno de los testigos “era tan buena, que todo el pueblo la quería”.
Santa Juana era todavía muy niña cuando Enrique V de Inglaterra invadió Francia, asoló Normandía y reclamó la corona de Carlos VI. Francia se hallaba en aquel momento dividida por la guerra civil entre los partidarios del duque de Borgoña y el duque de Orleáns, de suerte que no había podido organizar rápidamente la resistencia. Por otra parte, después de que el duque de Borgoña fue traidoramente asesinado por los hombres del delfín, los borgoñeses se aliaron con los ingleses, que apoyaban su causa. El duque de Bedford, regente del monarca inglés, prosiguió vigorosamente la campaña y las ciudades cayeron, una tras otra, en manos de los aliados. Entre tanto, Carlos VII, o el delfín, como se insistía en llamarle, consideraba la situación perdida sin remedio y se entregaba a frívolos pasatiempos en su corte.
A los catorce años de edad, Santa Juana tuvo la primera de las experiencias místicas que habían de conducirla por el camino del patriotismo hasta la muerte en la hoguera. Primero oyó una voz, parecía hablarle de cerca, y vio un resplandor; más tarde, las voces se multiplicaron y la joven empezó a ver a sus interlocutores, que eran, entre otros, San Miguel Arcángel, Santa Catalina y Santa Margarita. Poco a poco, le explicaron la abrumadora misión a la que el cielo la tenía destinada: ¡Ella, una simple campesina debía salvar a Francia! Para no despertar la cólera de su padre, Santa Juana mantuvo silencio. Pero, en mayo de 1428, las voces se hicieron imperiosas y explícitas: la joven debía presentarse ante Roberto de Baudricourt, comandante de las fuerzas reales, en la cercana población de Vaucouleurs. Santa Juana consiguió que un tío suyo que vivía en Vaucouleurs, la llevase consigo. Pero Baudricourt se burló de sus palabras y despidió a la doncella, diciéndole que lo que necesitaba era que su padre le diese unas buenas nalgadas.
En aquel momento, la posición militar del rey era desesperada, pues los ingleses atacaban Orleáns, el último reducto de la resistencia. Santa Juana volvió a Domrémy, pero las voces no le dieron descanso. Cuando la joven respondió que era una campesina que no sabía ni montar a caballo, ni hacer la guerra, las voces le replicaron: "Dios te lo manda."  Incapaz de resistir a este llamamiento, Santa Juana huyó de su casa y se dirigió nuevamente a Vaucouleurs. El escepticismo de Baudricourt desapareció cuando recibió la noticia oficial de una derrota que Santa Juana había predicho; así pues, no sólo consintió en mandarla a ver al rey, sino que le dio una escolta de tres soldados. Santa Juana pidió que le permitieran vestirse de hombre para proteger su virtud. 
Los viajeros llegaron a Chinon, donde se hallaba en monarca, el 6 de marzo de 1429; pero Santa Juana no consiguió verle sino hasta dos días después. Carlos se había disfrazado para desconcertar a Santa Juana; pero la doncella le reconoció al punto por una señal secreta que le comunicaron las voces y que ella transmitió sólo al rey. Ello bastó para persuadir a Carlos VII del carácter sobrenatural de la misión de la doncella. Santa Juana le pidió un regimiento para ir a salvar Orleáns. El favorito del rey, la Trémouille, y la mayor parte de la corte, que consideraban a Santa Juana como una visionaria o una impostora, se opusieron a su petición. El rey decidió enviar a Santa Juana a Poitiers a que la examinara una comisión de sabios teólogos.
Al cabo de un interrogatorio que duró tres semanas por lo menos, la comisión declaró que no encontraba nada que reprochar a la joven y aconsejó que el rey se valiese, prudentemente, de sus servicios. Santa Juana volvió entonces a Chinon, donde se iniciaron los preparativos para la expedición que ella debía encabezar. El estandarte que se confeccionó especialmente para ella, tenía bordados los nombres de Jesús y de María y una imagen del Padre Eterno, a quien dos ángeles le presentaban, de rodillas, una flor de lis. La expedición partió de Blois, el 27 de abril. Santa Juana iba al a cabeza, revestida con una armadura blanca.
A pesar de algunos contratiempos, el ejército consiguió entrar en Orleáns, el 29 de abril y su presencia obró maravillas. Para el 8 de mayo, ya habían caído los fuertes ingleses que rodeaban la ciudad y, al mismo tiempo, se levantó el sitio. Santa Juana recibió una herida de flecha bajo el hombro. Antes de la campaña, había profetizado todos estos acontecimientos, con las fechas aproximadas. La doncella hubiese querido continuar la guerra, pues las voces le habían asegurado que no viviría mucho tiempo. Pero La Trémouille y el arzobispo de Reims, que consideraban la liberación de Orleáns como obra de la buena suerte, se inclinaban a negociar con los ingleses. Sin embargo, se permitió a Santa Juana emprender una campaña en el Loira con el duque de Alencon. La campaña fue muy breve y dio el triunfo aplastante sobre las tropas de Sir John Fastolf, en Patay. Santa Juana trató de coronar inmediatamente al delfín. El camino a Reims estaba prácticamente conquistado y el último obstáculo desapareció con la inesperada capitulación de Troyes.
Los nobles franceses opusieron cierta resistencia; sin embargo, acabaron por seguir a la santa a Reims, donde, el 17 de julio de 1429, Carlos VII fue solemnemente coronado. Durante la ceremonia, Santa Juana permaneció de pie con su estandarte, junto al rey. Con la coronación de Carlos VII terminó la misión que las voces habían confiado a la santa y también su carrera de triunfos militares.
Santa Juana se lanzó audazmente al ataque de París, pero la empresa fracasó por la falta de los refuerzos que el rey había prometido enviar y por la ausencia del monarca. La santa recibió una herida en el muslo durante la batalla y el duque de Alencon tuvo que retirarla casi a rastras. La tregua de invierno que siguió, la pasó Santa Juana en la corte, donde los nobles la miraban con mal disimulado recelo. Cuando recomenzaron las hostilidades, Santa Juana acudió a socorrer la plaza de Compiegne, que resistía a los borgoñones. El 23 de mayo de 1430, entró en la ciudad y ese mismo día organizó un ataque que no tuvo éxito. A causa del pánico, o debido a un error de cálculo del gobernador de la plaza, se levantó demasiado pronto el puente levadizo, y Santa Juana, con algunos de sus hombres, quedaron en el foso a merced del enemigo. Los borgoñeses derribaron del caballo a la doncella entre una furiosa gritería y la llevaron al campamento de Juan de Luxemburgo, pues uno de sus soldados la había hecho prisionera. Desde entonces hasta bien entrado el otoño, la joven estuvo presa en manos del duque de Borgoña. Ni el rey ni los compañeros de la santa hicieron el menor esfuerzo por rescatarla, sino que la abandonaron a su suerte. Pero, si los franceses la olvidaban, los ingleses en cambio se interesaban por ella y la compraron, el 21 de noviembre, por una suma equivalente a 23,000 libras esterlinas, actualmente. Una vez en manos de los ingleses, Santa Juana estaba perdida. Estos no podían condenarla a muerte por haberles derrotado, pero la acusaron de hechicería y de herejía. Como la brujería estaba entonces a la orden del día, la acusación no era extravagante. Además, es cierto que los ingleses y los borgoñeses habían atribuido sus derrotas a conjuros mágicos de la santa doncella.
Los ingleses la condujeron, dos días antes de Navidad, al castillo de Rouen. Según se dice sin suficiente fundamento, la encerraron, primero, en una jaula de acero, porque había intentado huir dos veces; después la trasladaron a una celda, donde la encadenaron a un poyo de piedra y la vigilaban día y noche. El 21 de febrero de 1431, la santa compareció por primera vez ante un tribunal presidido por Pedro Cauchon, obispo de Beauvais, un hombre sin escrúpulos, que esperaba conseguir la sede arquiepiscopal de Rouen con la ayuda de los ingleses. El tribunal, cuidadosamente elegido por Cauchon, estaba compuesto de magistrados, doctores, clérigos y empleados ordinarios. En seis sesiones públicas y nueve sesiones privadas, el tribunal interrogó a la doncella acerca de sus visones y "voces", de sus vestidos de hombre, de su fe y de sus disposiciones para someterse a la Iglesia. Sola y sin defensa, la santa hizo frente a sus jueces valerosamente y muchas veces los confundió con sus hábiles respuestas y su memoria exactísima. Una vez terminadas las sesiones, se presentó a los jueces y a la Universidad de Paría un resumen burdo e injusto de las declaraciones de la joven. En base a ello, los jueces determinaron que las revelaciones habían sido diabólicas y la Universidad la acusó en términos violentos.
En la deliberación final el tribunal declaró que, si no se retractaba, debía ser entregada como hereje al brazo secular. La santa se negó a retractarse a pesar de las amenazas de tortura. Pero, cuando se vio frente a una gran multitud en el cementerio de Saint-Ouen, perdió valor e hizo una vaga retractación. Digamos, sin embargo, que no se conservan los términos de si retractación y que se ha discutido mucho sobre el hecho. La joven fue conducida nuevamente a la prisión, pero ese respiro no duró mucho tiempo.
Ya fuese por voluntad propia, ya por artimañas de los que deseaban su muerte, lo cierto es que Santa Juana volvió a vestirse de hombre, contra la promesa que le habían arrancado sus enemigos. Cuando Cauchon y sus hombres fueron a interrogarla en su celda sobre lo que ellos consideraban como una infidelidad, Santa Juana, que había recobrado todo su valor, declaró nuevamente que Dios la había enviado y que las voces procedían de Dios.
Según se dice, al salir del castillo, Cauchon dijo al Conde de Warwick: “Tened buen ánimo, que pronto acabaremos con ella”. El martes 29 de mayo de 1431, los jueces, después de oír el informe de Cauchon, resolvieron entregar a la santa al brazo secular como hereje renegada. Al día siguiente, a las ocho de la mañana, Santa Juana fue conducida a la plaza del mercado de Rouen para ser quemada en vida. Cuando los verdugos encendieron la hoguera, Santa Juana pidió a un fraile dominico que mantuviese una cruz a la altura de sus ojos. Murió rezando. Invocaba al Arcángel San Miguel, al cual siempre le había tenido gran devoción e invocando el nombre de Jesús tres veces, entregó su espíritu al Señor. La santa no había cumplido todavía los veinte años. Sus cenizas fueron arrojadas al río Sena. Más de uno de los espectadores debió haber hecho eco al comentario amargo de Juan Tressart, uno de los secretarios del rey Enrique: “¡Estamos perdidos! ¡Hemos quemado a una santa!”.
Veintitrés años después de la muerte de Santa Juana, su madre y dos de sus hermanos pidieron que se examinase nuevamente el caso, y el Papa Calixto III nombró a una comisión encargada de hacerlo. El 7 de julio de 1456, el veredicto de la comisión rehabilitó plenamente a la santa. Más de cuatro siglos y medio después, el 16 de mayo de 1920, Juana de Arco fue solemnemente canonizada por el Papa Benedicto XV[1].
Mensaje de santidad de Santa Juana de Arco

En un siglo caracterizado por la ideología atea y globalista, que busca hacer desaparecer el amor a Dios y a la Patria, Santa Juana de Arco es un precioso y valioso ejemplo de cómo amar, hasta el extremo de dar la vida, tanto a Dios como a la Patria: a Dios, por ser Él quien es, Dios de majestad infinita; a la Patria, por ser la Patria un regalo del Amor divino.
Pero esta muestra de amor a Dios y a la Patria no surge en Santa Juana por sí misma, sino que le es dada, como un don, por el cielo, y su mérito está en su docilidad a la gracia, aun cuando el camino que se le presentaba era el del sacrificio de la propia vida y el ser acusada de sacrílega y blasfema, hasta el punto de perder la vida por falsas acusaciones luego de un juicio inicuo.
Santa Juana ama a su Patria, a la cual rescata con la ayuda sobrenatural del cielo, y la prueba de la ayuda del cielo está en que cuando el cielo no la ayuda, fracasa en sus empresas militares, y ahí es cuando es capturada.
Santa Juana ama a Dios y a sus ángeles y santos y da testimonio público de Jesucristo, porque cuando recibe las locuciones de San Miguel Arcángel y de los santos, se muestra dócil a ellos y obedece a sus órdenes, obediencia mediante la cual obtiene resonantes triunfos sobre sus enemigos. La lucha contra los enemigos terrenos de la Patria, que amenazan su existencia, representa la lucha contra los enemigos del alma, las “siniestras potestades de los aires”, que amenazan la vida del alma buscando la eterna condenación.
Santa Juana enarbola con amor y valentía el estandarte que el cielo le manda confeccionar: los nombres de Jesús y de María y una imagen del Padre Eterno, a quien dos ángeles le presentan, de rodillas, una flor de lis. El estandarte, que flamea victorioso al viento, es una representación del corazón de Santa Juana: por acción de la gracia, en el corazón de Santa Juana de Arco inhabitan Jesús y María, y ella misma está representada en la flor de lis, cuya belleza y aroma agradan a Dios Padre y a sus ángeles.
Santa Juana de Arco no sabía leer ni escribir, pero sin embargo poseía la sabiduría venida de lo alto, pues sabía discernir entre el Bien y el mal y su alma pura y cristalina por la acción de la gracia santificante, era capaz de escuchar las voces del cielo, voces que la guiaron, por el camino del amor y de la fidelidad a Dios y a la Patria, a lo más alto del cielo.
Santa Juana cumplió fielmente la misión que Dios le encomendó: ser en la tierra la conductora de un ejército victorioso, y para eso le envió como instructor y guía al Príncipe de la Milicia celestial, San Miguel Arcángel, cuya protección siempre invocó, hasta momentos antes de espirar.
Santa Juana imitó a Jesús, ya que dio la vida por Dios, por su Patria y por sus compatriotas, cumpliendo con su gesto las palabras de Jesús: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos”. También como Jesús, que siendo Dios en Persona y por lo tanto Tres veces Santo, fue acusado falsamente de estar inspirado por Beelzebul, Santa Juana, estando en estado de gracia santificante, fue acusada falsamente de hechicería y brujería, pero al igual que Jesús, que triunfó sobre el infierno en la Cruz, así Santa Juana triunfó sobre sus enemigos, “las potestades siniestras de los aires”.
Santa Juana siguió fielmente el camino de la Cruz, en la imitación de Jesús, porque compartió con Jesús el amargo sabor del abandono y de la traición de aquellos mismos por quienes daba su vida, participando de esta manera de la traición que sufrió Jesús a manos de Judas Iscariote, ya que de la misma manera a como Jesús fue vendido por treinta monedas de plata, así Santa Juana fue comprada por 23.000 libras esterlinas, pero así como Jesús fue reconocido como el Hijo de Dios, Tres veces Santo, luego de su muerte, al dar la lanzada el soldado romano y exclamar: “Verdaderamente, este era el Hijo de Dios”, así también Santa Juana, luego de ser quemada en la hoguera, fue reconocida como santa, tal como lo expresó Juan Tressart, secretario del Rey Enrique: “¡Hemos quemado a una santa!”.
Se mantiene fiel en todo momento a Jesús y a la Iglesia, y por esa fidelidad, se muestra capaz de vencer a los enemigos de su Patria y liberarla, pero también por esa fidelidad soporta la traición y el juicio inicuo que la conducen a la hoguera, y por esa fidelidad a Cristo y a su Iglesia en la hora de la prueba, de la tribulación y del dolor, es premiada con la corona de la gloria eterna en los cielos. Santa Juana es así ejemplo de amor a Dios y a la Patria, y constituye un glorioso arquetipo de héroe y de santo para todas las generaciones.
Santa Juana se mantiene fiel a Jesucristo hasta la muerte, porque pide al verdugo morir elevando sus ojos a Cristo crucificado, y expira luego de invocar su nombre por tres veces, para luego pasar a la vida eterna y seguir entonando el dulce Nombre de Jesús, Dios Tres veces Santo.


[1] Cfr. Alan Butler, Vidas de los Santos de Butler, Vol. II, Collier’s International, México 1964.

martes, 21 de mayo de 2013

Santa Rita de Casia, Patrona de los imposibles y abogada de los casos desesperados




         Santa Rita de Casia es conocida como la “Santa Patrona de lo imposible y abogada de los casos desesperados” debido a que en su vida “logró” objetivos que parecían inalcanzables, teniendo en cuenta su estado y su condición de mujer, puesto que la mujer no era considerada en sus derechos en ese entonces. ¿Por qué es llamada así? ¿Cuáles fueron las “causas imposibles” que logró que sean posibles? ¿En dónde radicó el éxito para que lograra todo lo que lo logró?
Para responder a las respuestas, hay que tener en cuenta primero todo aquello que logró Santa Rita, repasando su biografía[1].
Desde niña, dio muestras de extraordinaria piedad y de amor a la oración, concibiendo ya desde entonces el deseo de ingresar en el convento de las Agustinas de Casia para consagrarse a Dios. Pero sus padres decidieron casarla y como amaba mucho a sus padres, les obedeció humildemente, por amor, convencida de que con la obediencia demostraba el amor a sus padres y a Dios. Sin embargo, su esposo resultó ser un hombre brutal, violento y disoluto, con un temperamento iracundo que aterrorizaba a sus vecinos. Rita soportó durante dieciocho años, con increíble paciencia, sus insultos e infidelidades. Los sufrimientos de Rita aumentaban todavía más, al comprobar que a medida que sus hijos crecían, emprendían la misma senda errónea de su esposo. Sin embargo, la tristeza y la tribulación nunca fueron más fuertes que su amor a la Cruz y a la oración, por lo que no pasaba un día sin que Santa Rita elevara sus oraciones pidiendo la conversión de su esposo y de sus hijos. Un día, la gracia santificante tocó el corazón de su esposo, quien le pidió perdón por todo lo que la había hecho sufrir. Días más tarde, su esposo murió a causa de una pelea o de una venganza, quedando su cuerpo todo cubierto de heridas. Su dolor aumentó al enterarse que sus hijos habían jurado vengar a su padre. La santa suplicó fervorosamente a Dios que no permitiese que sus hijos se convirtieran en asesinos, y Dios escuchó  su oración, puesto que enfermaron gravemente al poco tiempo y murieron antes de llevar a cabo su venganza. Rita, que los asistió tiernamente en su enfermedad, consiguió que, antes de morir, perdonasen a sus enemigos.
         Al quedar sola en el mundo, Santa Rita decidió retomar la vocación de su infancia, la vida religiosa, y por ello pidió la admisión al convento, pero se le negó la entrada aduciendo que las constituciones no permitían el ingreso de mujeres viudas. Rita insistió por tres veces, recibiendo otras tantas la misma respuesta por parte de la priora, y otras tantas recibió la misma respuesta, hasta que en 1413 hicieron una excepción con ella y le concedieron el hábito religioso.
En el convento, vivió con la misma sumisión y humildad con que había vivido en su familia como hija y en su matrimonio como esposa. Jamás cometió la más mínima falta contra las reglas del convento. Su superiora, para probarla, le mandó una vez que regara una vid seca; la santa no solo obedeció aquella vez, sino que la regó todos los días. Hacía mucha penitencia, y era muy caritativa con las religiosas enfermas. Con su ejemplo y sus palabras consiguió la conversión de muchos cristianos tibios, y todo cuanto decía o hacía estaba fundado en el gran amor a Dios que experimentaba. Desde niña había sido especialmente devota de la Pasión; como religiosa, fue arrebatada muchas veces en éxtasis, mientras contemplaba los misterios dolorosos de la vida del Señor. En 1441, la santa asistió a un fervoroso sermón que San Jacobo de la Marca pronunció sobre la coronación de espinas. Poco después, estando la santa arrodillada en oración, sintió un agudo dolor en la frente, como si una de las espinas de la corona se le hubiera clavado la herida supuró y comenzó a despedir un hedor tan fuerte, que la santa no podía estar en presencia de las demás, debiendo retirarse a lugares apartados en el convento. La herida desapareció temporalmente, por pedido de la santa a Dios, para poder acompañar a sus hermanas en la peregrinación que hicieron a Roma en el año jubilar de 1450, pero reapareció apenas Rita volvió al convento, de modo que se vio obligada a vivir prácticamente recluida hasta su muerte. La santa continuó practicando la penitencia y soportó con mucha paciencia otras enfermedades que le sobrevinieron. Según la tradición, en su lecho de muerte la santa pidió que le trajesen una rosa del jardín; como no era la estación de las rosas, pensaban no encontrar ninguna, pero para sorpresa del convento, en el jardín había un rosal en flor. Le preguntaron si quería otra cosa, y la santa dijo que sí, que quería también dos higos y, para mayor sorpresa, encontraron dos higos en una higuera sin hojas. Murió el 22 de mayo de 1457.

Mensaje de santidad

Una vez conocida su biografía, estamos en condiciones de responder a las preguntas del inicio. Estas son las cosas “imposibles” que logra Santa Rita:
Logra entrar en un convento, siendo mujer casada.
         Logra la conversión de su esposo, un hombre violento y poco religioso.
         Logra la conversión de sus hijos, dominados por la sed de venganza.
         Logra que la paz de Dios reine en los corazones violentos.
         Logra la conversión de muchos cristianos tibios.
         A causa de su herida punzante, dolorosa y purulenta, logra vivir recluida dentro del mismo convento, imitando así a Cristo, que por amor a nosotros sufrió la cárcel, la reclusión y el rechazo de los hombres. Con su amor a la Pasión, amor ya presente en ella desde su niñez, amor que en Santa Rita es inalterable a lo largo de toda la vida, nos enseña que es verdad aquello de: "el amor es más fuerte que la muerte", porque este amor a Cristo crucificado fue más fuerte que todas las tribulaciones que tuvo que pasar, ya sea en su condición de mujer casada como de religiosa. Y este amor "más fuerte que la muerte", es el que ahora y para siempre le da la vida eterna en los cielos.
         Finalmente, y lo más importante, logra entrar en el Reino de los cielos, aun siendo ella una pecadora (los más grandes santos, sin la gracia, son los más grandes pecadores).
         ¿La causa de que Santa Rita logre todas estas cosas imposibles? La gracia santificante de Jesucristo y el don de responder fielmente a esta gracia por medio de la humildad, la caridad y el amor a la oración.
         Roguemos por lo tanto a Santa Rita que interceda por la conversión de nuestros seres queridos -así como ella intercedió por sus seres queridos y estos se convirtieron y se salvaron- y, además, por lo que parece imposible: la propia conversión del corazón.



[1] Cfr. Alan Butler, Vidas de los Santos de Butler, Volumen II, 351ss.

jueves, 16 de mayo de 2013

San Pascual Bailón




         San Pascual Bailón nació en el año 1592. Hermano religioso de la Orden de los Frailes Menores Descalzos y Patrono de los Congresos Eucarísticos Internacionales, se caracterizó por su gran caridad hacia los hermanos en religión y hacia los pobres, y por su cumplimiento a la perfección de su condición de hermano religioso. Testimonia así a su favor el P. Jiménez, provincial de los alcantarinos: “No recuerdo haber visto jamás una sola falta en el hermano Pascual, aunque viví con él en varios de nuestros conventos y fuimos compañeros de viaje en dos ocasiones. Ahora bien, el cansancio y la monotonía de los viajes dan fácilmente ocasión de descuidarse un poco en la virtud…”[1].
         Pero la característica más sobresaliente de San Pascual era su devoción al Santísimo Sacramento. Ya antes de entrar como religioso, siendo un joven y pobre pastor, cuando no podía asistir a Misa, se arrodillaba a hacer oración durante horas, con la mirada fija en el santuario de Nuestra Señora de la Sierra, donde se celebraba el santo sacrificio. Cincuenta años más tarde, un anciano pastor, que había conocido a Pascual en esa época, fue testigo de que más de una vez, en esas ocasiones, los ángeles llevaron el Santísimo Sacramento al pastorcito con la hostia suspendida sobre un cáliz para que pudiese verla y adorarla[2] (un hecho similar a la Tercera Aparición del Ángel de Portugal en Fátima).
         Una vez ya en el convento, Pascual se destacó también por su amor a la Santa Misa y a la Eucaristía. Sus hermanos en religión lo llamaban “el Santo del Santísimo Sacramento”, porque acostumbraba pasar largas horas arrodillado ante el tabernáculo, con los brazos en cruz. Cuando tenía un momento libre, se dirigía a la capilla y su mayor alegría era ayudar a una misa tras otra, desde muy temprano.
         Llevado por su amor a la Eucaristía, San Pascual compuso oraciones para después de la comunión. Una vez, el beato Juan de Ribera, arzobispo de Valencia, quedó tan impresionado por la profundidad sobrenatural de estas oraciones, que mandó a pedir una reliquia del santo. Cuando le llevaron la reliquia, el beato le dijo al P. Jiménez, biógrafo de San Pascual: “Padre provincial, las almas sencillas nos están robando el cielo. No nos queda más que quemar todos nuestros libros”. El P. Jiménez le contestó: “Señor, los culpables no son los libros sino nuestra soberbia; eso es lo que deberíamos quemar”.
         San Pascual sufrió también la hostilidad de parte de los protestantes. Había sido enviado a Francia a llevar un mensaje muy importante a un superior de una orden, en pleno apogeo de las guerras de religión. San Pascual cumplió su misión, pero en su viaje de regreso fue apedreado y hostilizado por los hugonotes, recibiendo una herida en el hombro que lo hizo sufrir el resto de su vida.
         San Pascual murió en el convento de Villarreal, un domingo de Pentecostés, a los cincuenta y dos años de edad. Expiró con el nombre de Jesús en los labios, en el momento mismo en el que las campanas anunciaban el momento de la consagración en la misa[3].
         Mensaje de santidad
         San Pascual Bailón era sumamente pobre en su vida como laico, apenas sabía leer y escribir, y en su vida como religioso lego –nunca fue sacerdote- nunca ocupó cargos de importancia en los conventos. Sin embargo, su amor y devoción a la Santa Misa y al Santísimo Sacramento del altar transformaron su vida de un modo inimaginable: su pobreza se convirtió en riqueza, porque Jesús lo hizo heredero del Reino de los cielos, cuya riqueza principal, Jesús en la Eucaristía, supera todo lo que el ángel y el hombre puedan imaginar; su condición de cuasi-analfabeto, que apenas sabía leer y escribir, se convirtió en la más grande sabiduría celestial, sabiduría que rebaja a los más grandiosos tratados humanos a la nada, porque compuso sus conocidas oraciones al Santísimo Sacramento, oraciones caracterizadas no solo por su hermosura literaria, sino por reflejar el amor a Cristo Jesús en el que se enciende el corazón por la comunión eucarística, y la sabiduría celestial que el mismo Cristo Jesús comunica a quien lo recibe con fe y con amor, como San Pascual; si en la tierra nunca ocupó cargos de importancia en la Iglesia Peregrina, el Amor al Santísimo Sacramento lo convirtió, en la Iglesia Triunfante, la Iglesia que adora al Cordero en los cielos, en uno de sus más brillantes y destacados miembros, con tanta luz, gracia, amor y sabiduría, que fue nombrado luego de su muerte Patrono de los Congresos Eucarísticos y de las cofradías del Santísimo Sacramento. Por último, San Pascual amaba el Santo Sacrificio del altar, la Santa Misa, sacrificio en el cual Cristo renueva sacramental e incruentamente su Muerte en Cruz para la salvación de los hombres, y por eso fue que San Pascual murió en el momento de la consagración, en el momento de la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, porque en ese momento Jesús, en premio a su devoción y amor a la Misa, lo llevó a los cielos, en donde San Pascual vive en la eterna alegría que produce la adoración y contemplación cara a cara de Aquel a quien en esta vida adoraba y contemplaba oculto en la Eucaristía, detrás de las apariencias sacramentales del pan y del vino, de Cristo Jesús.


[1] Cfr. Alan Butler, Vidas de los Santos de Butler, Volumen II, México2 1950, 322.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Santa Gema Galgani



A pesar de poseer una salud frágil y quebradiza, Santa Gema se caracterizó por el cumplimiento perfecto de su deber de estado, en la imitación de Cristo, lo cual supone vivir las virtudes cristianas de modo heroico. Santa Gema vivió a la perfección la imitación de Cristo –espíritu de sacrificio, abnegación, amor al prójimo-, y esto fue lo que le valió la santidad. Con respecto a esto, así declara Cecilia Gianinni, la madre de familia que recibió a Santa Gemma en su hogar, al quedar esta huérfana de madre y de padre: “Puedo declarar bajo juramento que durante tres años y ocho meses en que Gema estuvo con nosotros, nunca supe del menor problema en nuestra familia por su causa, y nunca noté en ella el mínimo defecto. Repito: ni el menor problema ni el mínimo defecto”. Además de cumplir sus deberes de estado a la perfección, Santa Gema oraba continuamente, constituyendo la oración su actividad favorita.
Además de este aspecto de santificación en la vida ordinaria y cotidiana, viviendo heroicamente en la imitación de Cristo y sus virtudes, Santa Gemma Galgani era una mística y recibió innumerables dones sobrenaturales, entre los cuales se encuentran los estigmas de Cristo. Ella misma relata así este admirable suceso: “En ese momento Jesús apareció con todas sus heridas abiertas, pero de estas heridas ya no salía sangre, sino llamas. En un instante estas llamas me tocaron las manos, los pies y el corazón. Sentí como si estuviera muriendo, y habría caído al suelo de no haberme sostenido mi Madre en alto, mientras todo el tiempo yo permanecía bajo su manto. Tuve que permanecer varias horas en esa posición. Finalmente Ella me besó en la frente y desapareció, y yo me encontré arrodillada. Yo aún sentía un gran dolor en las manos, los pies y el corazón. Me levanté para ir a la cama, y me di cuenta de que la sangre estaba brotando de aquellas partes donde yo sentía el dolor. Me las cubrí tan bien como pude, y entonces, ayudada por mi Ángel, fui capaz de ir a la cama...”.
Muchos fueron testigos de este milagro de los estigmas, los cuales se hicieron presentes con frecuencia la mayor parte del resto de su vida. Un testigo declaró: “La sangre salía (de Santa Gema) de sus heridas en gran abundancia. Cuando ella se levantaba, fluía al suelo, y cuando estaba en cama no sólo mojaba las sábanas, sino que saturaba el colchón entero. Yo medí algunos de estos arroyos o estanques de sangre, y eran de entre sesenta y setenta centímetros de largo y más o menos cinco centímetros de ancho”.
¿Por qué recibe Santa Gema los estigmas? ¿Cuál es el sentido sobrenatural de estas heridas de Jesús? Una clave para responder estas preguntas, se encuentran en su Ángel custodio, quien se le aparecía y con el que conversaba y rezaba con frecuencia. El Ángel le dijo una vez, hablando de la agonía de Jesús: “Mira lo que Jesús ha sufrido por los hombres. Considera sus heridas una por una. Es el Amor el que las abrió todas. Ve lo execrable (horrible) que es el pecado, ya que para expiarlo, tanto dolor y tanto amor han sido necesarios”. En Jesús, las heridas o estigmas son el producto de dos fuerzas celestiales que actúan en conjunto sobre su Humanidad Santísima: la ira divina, que descarga sobre Jesús el castigo que merecíamos todos y cada uno de los hombres, a causa del pecado, y el Amor divino, que es quien lleva a Jesús no solo a soportar tan atroces dolores, sino a ofrecerlos a la Justicia Divina a cambio de la salvación de toda la humanidad. Porque Jesús está inhabitado por el Amor divino, es que de sus heridas ya no sale sangre, sino llamas, porque esas llamas representan al Amor divino que envuelve la Humanidad Santísima de Jesús, Amor que se comunica a través de su Sangre derramada por sus heridas abiertas. A su vez, en Santa Gema, los estigmas significan un don de Jesús hacia ella, don por medio de la cual la hace partícipe de su Pasión redentora. En Santa Gema, los estigmas significan una participación física, espiritual y mística, a la Pasión de Jesús, Pasión por la cual llega a los hombres la salvación, el perdón y la misericordia divina. Si bien están causados por el Amor de Dios, los estigmas son dolorosos, y el místico experimenta en carne propia el dolor de Jesús, aunque en ínfima proporción, porque nadie puede soportar semejante intensidad de dolor; con solo probar una infinitésima porción del dolor de Jesús, la persona sería aniquilada por el dolor, tanto físico, como moral y espiritual. Al recibir los estigmas, Santa Gema acepta, por amor, participar de la Pasión redentora de Jesús, con lo cual, además de salvar almas, concede alivio –mínimo, pero alivio al fin- a los atroces dolores de Jesús, al tiempo que calma su ardiente sed de Amor.

Mensaje de santidad

Los estigmas están reservados, por la Divina Piedad, a solo unos pocos santos elegidos desde la eternidad, lo cual significa que el ejemplo de Santa Gema, para el común de los cristianos, está en que la imitemos en el cumplimiento perfecto del deber de estado, cumplimiento que exige a la vez un amor perfecto a Jesús, porque se trata de imitarlo en su perfección, por amor a Él. 

martes, 14 de mayo de 2013

San Isidro Labrador y la adoración eucarística




         Nació en Madrid, España, en el año 1130. Debido a la escasez de recursos, sus padres no pudieron enviarlo a la escuela, por lo que se preocuparon ellos mismos de darle educación, al mismo tiempo que le enseñaron aquello que sería lo más valioso para San Isidro, puesto que le valdría la vida eterna: le enseñaron el horror al pecado y el amor a la oración[1].
         Desde muy joven, comenzó a trabajar como labrador en la casa de un rico hacendado, Juan de Vargas, en donde se desempeñaría en ese oficio hasta su muerte. Con su esposa, que luego también sería santa y sería llamada “Santa María de la Cabeza” -porque se acostumbraba sacar la reliquia de su cabeza en procesión en tiempos de sequía-, tuvo un solo hijo, el cual murió siendo niño; desde entonces, hicieron voto de vivir en perfecta continencia para mejor servir a Dios.
         Existe una anécdota, en la vida de San Isidro, proporcionada por su empleador, Juan de Vargas, la cual contribuyó a la fama de santidad que ya tenía. San Isidro acostumbraba a levantarse muy temprano para ir a Misa, y ya en el trabajo, conversaba con Dios, con su ángel de la guarda y con los santos del cielo. Los días de fiesta los pasaba visitando al Santísimo en las distintas iglesias de Madrid y sus alrededores, visita que hacía también cotidianamente. Precisamente, fueron estas visitas al Santísimo, realizada todos los días antes de ir a trabajar, las que le valieron la acusación de parte de sus compañeros de trabajo: lo acusaron ante su patrón de que llegaba tarde a trabajar. Juan de Vargas quiso comprobar personalmente si era verdad aquello de lo que se lo acusaba, y se puso a espiarlo. Comprobó, efectivamente, que San Isidro llegaba tarde al trabajo, debido a sus visitas al Santísimo, y se dispuso por lo tanto a reprocharle su proceder. Sin embargo, con gran admiración, vio que una yunta de bueyes blancos, conducidos por un desconocido, araba el campo al lado del arado de San Isidro, realizando en tiempo y forma el trabajo que San Isidro debía estar haciendo. Minutos después, la yunta de bueyes y el misterioso personaje desaparecieron, comprendiendo Juan de Vargas en ese momento que el cielo mismo se encargaba de hacer el trabajo que debía hacer San Isidro y que no lo hacía en ese momento por estar adorando a su Dios en el Santísimo Sacramento del altar.
         San Isidro amaba mucho también a los pobres, a quienes invitaba con frecuencia a comer, reservándose para él los restos de comida. Amaba también a los animales y una anécdota lo demuestra: en un frío día de invierno, vio una bandada de pájaros acurrucados en la rama de un árbol, y comprendió que no habían encontrado nada para comer. Ante la burla de sus compañeros, sacó las semillas que llevaba en su bolsa, y les dio la mitad de lo que llevaba, y continuó su camino. Al llegar al lugar donde debía sembrar, comprobó que la bolsa estaba llena; además, la semilla produjo el doble de esperado. Murió el 15 de mayo de 1130.

         Mensaje de santidad

San Isidro Labrador nos muestra que la pobreza material no es incompatible con la riqueza espiritual, puesto que naciendo, viviendo y muriendo pobre, fue en la vida más feliz que muchos ricos con posesiones materiales, ya que vivió en permanente estado de gracia, y fue por lo tanto capaz de alcanzar la riqueza que no se corrompe, la vida eterna en los cielos. Siendo pobre materialmente, San Isidro sin embargo no codició nunca los bienes materiales de su amo rico; por el contrario, los tuvo en nada, en comparación con el bien incomparable de la gracia santificante. Supo “atesorar tesoros en el cielo”, como nos pide Jesús, esto es, la oración, la adoración eucarística, el amor a Dios y al prójimo, y así se convirtió en santo, que vale más que todas las riquezas del mundo juntas. También nos enseña a cumplir el mandamiento que dice: “Amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 34-34), porque San Isidro hacía visitas a las iglesias para adorar a Jesús Dios, presente en el Santísimo Sacramento del altar para cumplir con el deber de amar a Dios, lo cual está antes incluso que el deber de trabajar, y la anécdota con los bueyes nos enseña que cuando se cumple este deber de amar a Dios por encima de todas las cosas, Dios mismo se ocupa de hacer nuestro trabajo[2], y esto constituye un gran ejemplo para los adoradores eucarísticos: la Santa Misa y la adoración eucarística están antes que todo. 
Otra enseñanza que nos deja San Isidro es el amor a los pobres, ya que siendo él mismo pobre, no se excusó en su pobreza para no atender a los más necesitados, ya que les daba de su propia comida, reservándose para sí los restos. En recompensa, Jesús le abrió las puertas al Banquete de bodas del Cordero, en donde la fiesta y la alegría son continuas por la visión de la Trinidad, y se come el manjar exquisito de los cielos, el Pan de Vida eterna, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, y la Carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo.
        
        



[1] Cfr. Alan Butler, Vidas de los Santos, Volumen II, México2 1968, Ediciones Clute, 310ss.
[2] Hay anécdotas similares con otros santos, como por ejemplo, con Santa Catalina de Siena.

domingo, 5 de mayo de 2013

Santo Domingo Savio: Antes morir que pecar



         Santo Domingo Savio, alumno de Don Bosco, expresó un deseo el día de su Primera Comunión: “Morir antes que pecar”. A su corta edad, no más de diez años, el niño expresaba la característica fundamental de la santidad: estar dispuestos a morir antes que cometer un pecado. Esta determinación se basa en la profunda apreciación de la vida de la gracia: la gracia es algo tan alto y valioso, que es preferible perder la vida terrena, antes que cometer un pecado mortal, pues este hace perder la gracia y, con la gracia, la vida eterna. La firme determinación de Santo Domingo Savio no es consecuencia de su carácter natural, ni se debe a que el niño era de mente lúcida, a la vez que poseía un temperamento fuerte y decidido, puesto que la valoración de la gracia que hace se equipara a la de los grandes santos y sobre todo a la de los mártires, quienes precisamente se convirtieron en mártires, porque eligieron la muerte corporal antes que perder la vida eterna por el pecado.
         ¿De dónde podía venir este aprecio por la gracia? Sin ninguna duda, venía de la Virgen, porque Santo Domingo Savio había fundado, con escasos doce años de edad, la “Compañía de María Inmaculada”, la mayoría de cuyos integrantes estuvo presente cuando Don Bosco fundó, dos años después, la Congregación Salesiana[1]. Este hecho, la devoción a la Virgen por parte de Domingo, es lo que explica el aprecio del santo a la vida de la gracia, porque la devoción a la Virgen es una consecuencia de la libre adhesión del alma a la invitación de la Virgen a consagrarse a su Inmaculado Corazón. En otras palabras, el hecho de que Santo Domingo prefiera morir antes que pecar, demostrando una apreciación y valoración sobrenatural de la vida de la gracia, y funde la Compañía de María a los doce años, indica que su corazón pertenece a María y que se ha consagrado a Ella en cuerpo y alma, respondiendo a la invitación maternal de María, e indica además que, perteneciendo a María y siendo hijo suyo, es Ella quien le comunica la valoración y el amor por la gracia, amor y valoración que no se explican por ninguna causa humana o creatural. La Virgen le concede tan alta vivencia de la vida de la gracia, que Domingo prefiere perder la vida terrena antes que cometer un pecado mortal, porque el pecado mortal, aunque conserva la vida corpórea, hace perder la vida de la gracia y, con ella, la vida eterna.
         Como todo santo, Domingo Savio es ejemplo para el cristiano, y lo es ante todo en su devoción mariana y en la determinación suya de morir antes que cometer un pecado mortal o venial deliberado.
Ahora bien, este deseo del santo está expresado en la oración del “Pésame” que rezamos cada vez que nos confesamos, cuando decimos: “…antes querría haber muerto que haberos ofendido”. No se trata de una frase hecha, ni de una expresión genérica; claramente, expresamos el pesar por no “haber muerto”, es decir, por no haber perdido la vida corporal, antes que pecar, antes que “haber ofendido a un Dios tan bueno y tan grande”. La conmemoración de Santo Domingo debe llevar entonces a renovar el dolor de los pecados, la apreciación de la vida de la gracia, y aquello que decimos a Cristo, oculto en el sacerdote ministerial, en el momento de confesarnos sacramentalmente. Y para que este deseo de morir corporalmente antes que pecar no quede en una mera expresión de deseos, sino que se convierta en un programa de vida, en un camino de santidad y en una puerta abierta al cielo, como lo fue para Santo Domingo Savio, es conveniente pedir esta gracia, todos los días, a la Virgen: “María, Auxiliadora de los cristianos, concédeme la gracia de morir antes que cometer un pecado mortal o venial deliberado”.


[1] Cfr. Butler, Vidas de los Santos, Voumen I; http://www.corazones.org/santos/domingo_savio.htm

jueves, 2 de mayo de 2013

El Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús


         En la primera revelación, el 27 de diciembre de 1673, Jesús le dice a Santa Margarita María de Alacquoque: “Mi Divino Corazón está tan apasionado de Amor por los hombres (…) que, no pudiendo ya contener en Sí Mismo las Llamas de Su Ardiente Caridad, le es preciso comunicarlas (…) y manifestarse a todos para enriquecerlos con los preciosos Tesoros que (…) contienen las Gracias santificantes y saludables necesarias para separarles del abismo de perdición. Te he elegido como un abismo de indignidad y de ignorancia, a fin de que sea todo Obra Mía”.
         Le revela que su Corazón está “apasionado de Amor por los hombres”, y que quiere “comunicar y manifestar” las “Llamas de Ardiente Caridad” que “contienen gracias santificantes” que “los separarán del abismo de perdición”.
         Podríamos decir que en esta declaración de Amor de Jesús, hay algo que Jesús no dice, pero que está contenido, y ese algo supera infinitamente el solo hecho de concedernos gracias santificantes que evitan nuestra eterna condenación. Es verdad que la gracia santificante actúa en el alma haciéndole ver la realidad y el horror del pecado y del castigo que éste atrae, que es la eterna condenación en el infierno. Pero el Amor del Sagrado Corazón no se limita a simplemente concedernos el rechazo de la malicia del pecado y la detestación del infierno; eso sería, y es, muy poco. Hay algo que Jesús no dice, pero que está implícito en el don de su Sagrado Corazón Eucarístico que arde en las llamas del Amor divino, y ese algo es la transformación del alma, por la gracia santificante, en una imagen viviente suya.
         Una señal de esto que decimos se encuentra en la siguiente experiencia de Santa Margarita: “Me pidió después el corazón y yo Le supliqué que lo tomase. Lo tomó y lo introdujo en Su Corazón adorable, en el cual me lo mostró como un pequeño átomo que se consumía en aquel Horno encendido. Lo sacó de allí, cual si fuera una llama ardiente en forma de corazón y lo volvió a colocar en el sitio de donde lo había tomado, diciéndome: “He ahí, mi muy amada, una preciosa prenda de Mi Amor, el cual encierra en tu pecho una pequeña centella de Sus Vivas Llamas para que te sirva de corazón y te consuma hasta el postrer momento, y cuyo ardor no se extinguirá ni enfriará”.
         Esto es entonces aquello que Jesús no dice en primera instancia, pero que está contenido en su revelación: la gracia santificante, que viene al alma por el Sacramento de la Confesión, no solo destruye el pecado, sino que convierte al alma en una imagen viviente del Hijo de Dios, de modo que Dios Padre no puede hacer otra cosa que amar al alma como ama con el mismo Amor con el cual ama a su Hijo Jesús, el Espíritu Santo. Es esto lo que está representado en el intercambio que hace Jesús, tomando el corazón de Santa Margarita y dándole a cambio una llama de su Sagrado Corazón en forma de corazón: el alma arde en el Amor de Dios porque ha sido transformada en una imagen de Jesús. Tan pronto como el alma recibe la gracia, se convierte de enemiga que era por el pecado, en hija de Dios, al ser destruido el pecado por la gracia, y de esa manera no solo se aplaca la justa ira de Dios, sino que se cambia en Amor de predilección, porque el alma se vuelve un miembro viviente de su Hijo y se convierte en una imagen de su Hijo[1]. Contra el fruto venenoso del pecado, solo cabe un único remedio, la Sangre del Hombre-Dios, con su poder y fruto, la divina gracia. El hombre debe beber la Sangre del Hombre-Dios como medicina, para así lavar las manchas de la malicia del pecado, que son al alma lo que la lepra al cuerpo. Cuando el alma recibe el torrente inagotable de gracia que fluye del Costado abierto de Cristo, no solo queda lavada de sus pecados, sino que recibe una nueva vida, la vida de la gracia, la vida del Hombre-Dios Jesucristo. El poder infinito de la gracia no solo destruye la obra de malicia del pecado, que era despojar al hombre de su amor hacia Dios, de modo que se formaba un abismo entre el hombre y Dios, sino que atrae hacia el hombre el Amor de Dios, reuniendo al hombre con Dios y a Dios con el hombre.
Ahora bien, si el Sagrado Corazón se le apareció a Santa Margarita en el año 1647, ¿eso quiere decir que quienes vivimos en el siglo XXI hemos quedado fuera de sus promesas? De ninguna manera, porque si a Santa Margarita se le apareció, pero no se le dio en comunión, a nosotros no se nos aparece sensiblemente, de modo que pueda ser captado por los sentidos, pero sí se nos da todo Él en la Eucaristía, porque ahí se encuentra el Sagrado Corazón Eucarístico en Persona, y por este motivo, es en la comunión eucarística en donde el Sagrado Corazón quiere que lo recibamos: “Tengo sed, pero una sed tan ardiente de ser amado por los hombres en el Santísimo Sacramento, que esta sed Me consume y no hallo a nadie que se esfuerce según Mi Deseo en apagármela, correspondiendo de alguna manera a Mi Amor”.
El alma que recibe al Sagrado Corazón Eucarístico con fe y con amor, se esfuerza por saciar la sed de Amor que consume al Sagrado Corazón.



[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, The glories of Divine Grace, TAN Books Publishers, Illinois 2000, 178.

miércoles, 1 de mayo de 2013

San Atanasio, Doctor de la Iglesia



         Nació en el año 297 en Alejandría, Egipto. Se opuso a Arrio, un sacerdote de la Iglesia Alejandría, quien sostenía heréticamente que el Verbo de Dios, o Logos, no era eterno, sino que había sido creado en el tiempo por el Padre y, por consiguiente, sólo podía llamarse Hijo de Dios en sentido figurado[1]. En otras palabras, Arrio negaba la divinidad de Jesucristo, con lo cual se niega también todo el misterio de la Eucaristía. San Atanasio asistió con su obispo al Concilio de Nicea, en donde se fijó la doctrina de la Iglesia, se excomulgó a Arrio y se promulgó el Credo de Nicea. Toda su vida posterior fue un testimonio de la divinidad de Jesús y una ratificación de la profesión de fe en el Credo de Nicea. Precisamente, por defender la divinidad de Jesucristo, fue perseguido por los herejes, fue desterrado cinco veces de Alejandría, vivió diecisiete años en el exilio, sufrió numerosas calumnias y acusaciones falsas, incluidas un homicidio inexistente, y sobrevivió a numerosos intentos de asesinato, aunque los últimos siete años de su vida ejerció su ministerio episcopal sin ser perturbado por sus enemigos. A la muerte del emperador Joviniano regresó a Alejandría, en donde murió el 2 de mayo del año 373, rodeado y venerado por su pueblo[2].
         La importancia de San Atanasio en su combate contra la herejía del arrianismo no se aprecia en su totalidad si antes no se considera en qué consiste el organismo sobrenatural de los misterios del cristianismo, y para hacerlo, citamos a un renombrado teólogo, Matthias Scheeben: “El carácter eminentemente sobrenatural del cristianismo reside en que Dios, que es la Vida Increada en sí misma –vida que por ser vida de Dios consiste en conocer y amar en Acto Puro de Ser-, comunica de esta vida divina interiormente, produciendo las Personas divinas del Hijo y del Espíritu Santo al comunicarles la divina naturaleza, pero también esa comunicación interior de la divina naturaleza se prolonga y se copia ad extra, fuera de la Trinidad[3]. La comunicación interior de la divina naturaleza se prolonga, al asumir el Hijo de Dios una naturaleza creada y haciendo a ésta –en su Persona, y como perteneciente a ella- partícipe de la unión substancial y de la unidad que Él mismo tiene con el Padre. Pero no solamente esta naturaleza humana, sino todo el linaje humano tiene que unirse del modo más íntimo con Dios. Por esto el Hijo humanado de Dios se une en su humanidad con nosotros del modo más íntimo y substancial, formando con nosotros un solo cuerpo, así como Él mismo es un sol espíritu con el Padre. Y así como Él mediante su espiritual unidad de esencia con el Padre tiene una misma naturaleza, una misma vida con él, de un modo análogo quiere que mediante la unidad del cuerpo con nosotros participemos de su divina naturaleza; y quiere derramar sobre nosotros la gracia y la vida, con toda plenitud, la misma vida que recibió del Padre y depositó en su humanidad. De esta manera el Hijo de Dios, saliendo de su Padre, entra del modo más real e íntimo en el linaje humano, mediante la prolongación de su procesión eterna; y así nosotros entramos en la unión más perfecta, continuada, con el Padre, fuente primera de la vida divina; y por consiguiente surge en nosotros una copia perfecta de la unidad substancial del Hijo con el Padre; y la participación que así alcanzamos de la divina naturaleza se muestra como copia de la comunidad de naturaleza y vida –comunidad condicionada por la suprema unidad substancial- entre el Hijo de Dios y su Padre”[4].
         Continúa Scheeben: “De esta manera, por medio de la Eucaristía, se verifica, se termina y se sella la unidad real del Hijo de Dios con todos los hombres, y los hombres son incorporados por completo, del modo más íntimo, real y substancial, para participar como miembros también de su cuerpo. El concepto de nuestra incorporación real y substancial a Cristo es el concepto fundamental de todo el misterio eucarístico.  Esto es posible por el hecho de que Jesús de Nazareth es Dios, es el Logos, que es Dios Hijo, que se ha encarnado, ha asumido una naturaleza humana y le ha comunicado de su divinidad, y como prolonga y continúa su encarnación en la Eucaristía, al unirnos con Él por la comunión eucarística, recibimos de Él la naturaleza divina que Él recibió del Padre”.
         Si Cristo no es Dios, toda su Pasión y Muerte no pasan de ser meros ejemplos de gran estoicismo y hasta de santidad, pero estoicismo y santidad de un hombre bueno y santo, pero de ninguna manera el mismo Dios en Persona.
Si Cristo no es Dios, entonces los arrianos tienen razón, al sostener que en el Huerto de Getsemaní Cristo simplemente sufrió temor, angustia, terror, pena, pero no modificó en nada nuestro temor, nuestra angustia, nuestro terror y nuestra pena. Pero como Cristo es Dios, como lo sostiene San Atanasio, Cristo Jesús, sufriendo humanamente, destruyó con el poder de su divinidad no solo el temor, la angustia, el terror y la pena, sino hasta la misma muerte, porque es obra de la divinidad, dice San Atanasio, entregar y la vida y recobrarla a voluntad, como hizo Cristo: “Porque el hombre no muere voluntariamente, sino por obra de la naturaleza y contra su voluntad; pero el Señor, que es inmortal puesto que no tiene carne mortal, podía, a voluntad, como Dios que es, separarse del cuerpo y volver a tomarlo... Así, pues, dejó sufrir a su cuerpo, pues para ello había venido, para sufrir corporalmente y conferir con ello la impasibilidad y la inmortalidad a la carne; para tomar sobre sí ésas y otras miserias humanas y destruirlas; para que después del Él todos los hombres fueran incorruptibles como templos del Verbo”[5].
También en la doctrina eucarística se puede apreciar la importancia de San Atanasio en su combate contra la herejía arriana: si Cristo no fuera Dios, tal como lo pretendía Arrio, entonces la Eucaristía sería sólo un pancito bendecido en una piadosa ceremonia religiosa, y nada más, y no nos comunicaría la vida divina del Hombre-Dios, y nosotros no nos uniríamos a Él en su Cuerpo, para ser llenados por su Espíritu y así entrar en comunión de vida y amor con Dios Padre. Si Cristo no es Dios, como sostenía equivocadamente Arrio, entonces la Eucaristía no nos da la vida eterna, ni nos comunica el Amor de Dios, el Espíritu Santo, ni nos haría un solo cuerpo y un solo espíritu con Cristo Jesús. No sería la carne del Cordero de Dios, ni el Pan Vivo bajado del cielo, ni el Pan de Vida eterna, y no valdría la pena dar la vida por ella. Sin embargo, como lo afirma San Atanasio, Jesús es Dios, y porque Él es Dios, está en Persona en la Hostia Santa, por lo que sí vale la pena dar la vida por la Eucaristía.



[1] Cfr. Alban Butler, Vidas de los Santos de Butler, Volumen II, 198, México2 1968, 198.
[2] Cfr. Butler, ibidem, 200.
[3] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 505.
[4] Cfr. Scheeben, ibidem, 505-506.
[5] Cfr. Butler, ibidem, 202.