San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 29 de abril de 2016

Santa Catalina de Siena y la corona de espinas


En un momento de su vida, Santa Catalina de Siena tuvo una aparición de Jesús, en la que Nuestro Señor tenía dos coronas en sus manos, una de oro y otra de espinas. Jesús le preguntó cuál de ambas quería y Santa Catalina le dijo que quería la de espinas. En su biografía, se relata así el episodio: “En una visión, Jesús se le presentó con dos coronas, una de oro y otra de espinas, ofreciéndole elegir con cuál de las dos se complacería. Ella respondió: “Yo deseo, Oh Señor, vivir aquí siempre conforme a tu pasión, y encontrar en el dolor y en el sufrimiento mi reposo y deleite”. Luego, tomando ansiosamente la corona de espinas, se la colocó sobre la cabeza” [1].
¿Por qué esta elección de Santa Catalina? ¿No hubiera sido mejor que eligiera la corona de oro, puesto que ella, como sabemos, estaba unida en desposorios místicos con Jesús? Es decir, si Santa Catalina era –como lo era- la esposa mística del Rey de los cielos –en una aparición, Jesús en Persona le colocó el anillo esponsal-, y siendo Jesús como es, el Rey de la gloria, ¿no correspondía que una esposa de semejante Rey llevara una corona de gloria y no de espinas?
Para entender el porqué de la elección de Santa Catalina, debemos meditar en su respuesta[2]: “Yo deseo, oh Señor, vivir aquí conforme a tu Pasión y encontrar en el dolor y en el sufrimiento mi reposo y deleite”.
“Deseo vivir aquí conforme a tu Pasión”: en la Pasión, Jesús no llevaba una corona de oro, sino una corona de espinas; luego, al elegir la corona de espinas, Santa Catalina de Siena desea “conformarse” a la Pasión de Jesús, es decir, vivir unida a la Pasión de Nuestro Señor. Esto implica recibir, en esta vida, lo que Jesús recibió en su Pasión: ignominia, humillación, dolor y muerte, lo cual es contrario a la cultura hedonista que impera en nuestros días.
“Encontrar en el dolor y en el sufrimiento mi reposo y mi deleite”: No se trata de querer sufrir por el solo hecho de sufrir; tampoco se trata de una alteración de los valores en Santa Catalina: el “reposo y deleite en el sufrimiento y en el dolor” se deben a que, al unirse a la Pasión de Jesús prefiriendo la corona de espinas y no la de oro, Santa Catalina se une al sacrificio redentor de Nuestro Señor, lo cual quiere decir que el dolor, de tortura del alma y del cuerpo, se convierte en fuente de santificación, tanto personal, como de muchas almas, que por este dolor y santificación, se verán libres de la eterna condenación, lo cual, a su vez, es lo que explica el deleite y el reposo, es decir, la alegría y la paz que sobrevienen al alma, cuando participa de la Pasión de Jesús, y es la salvación propia y de muchas otras almas.
Ahora bien, en otra aparición de Jesús, Nuestro Señor le revela a Santa Catalina que no es la intensidad del dolor lo que posee valor expiatorio, sino el dolor por el pecado, que nace del amor a Dios: cuanto más grande sea el amor –y, si es infinito, mejor- con el que se desea reparar las ofensas propias y ajenas cometidas contra Dios, tanto mayor será la expiación. Es decir, es la magnitud del amor con el que se sufre, y no la intensidad del sufrimiento, lo que posee el valor redentor, y siempre que este amor esté unido al Amor de su Sagrado Corazón. Dice así Jesús a nuestra santa: “Debes saber hija mía, que todas las penas que sufre el alma en esta vida no son suficientes para expiar la más mínima culpa, ya que la ofensa hecha a Mí que soy Bien Infinito, requiere satisfacción infinita. Más si la verdadera contrición y el horror por el pecado tienen valor reparador y expiatorio, lo hacen, no por la intensidad del sufrimiento (que será siempre limitado), sino por el deseo infinito con que se padece, puesto que Dios, que es infinito, quiere infinitos el amor y el dolor; dolor del alma contra la ofensa cometida al Creador y al prójimo”[3].
Entonces, porque es necesaria la expiación de los pecados por el dolor y el amor, unidos a Santa Catalina, le pedimos a Jesús que, si es su Divina Voluntad, y aunque somos indignos, nos conceda la gracia de llevar espiritualmente su corona de espinas, para tener los mismos pensamientos, santos y puros, que Él tiene en su Pasión.





[1] http://www.corazones.org/santos/catalina_siena.htm
[2] Al decir esto, debemos aclarar que es obvio que debemos hacerlo con categorías sobrenaturales, pidiendo la iluminación del Espíritu Santo, porque si nada encontraremos si analizamos su respuesta desde el punto de vista de la mera razón humana, absolutamente insuficiente, por sí misma, de elevarse a lo sobrenatural
[3] Cfr. Santa Catalina de Siena, La Verdad Eterna.

jueves, 28 de abril de 2016

San Luis María Grignon de Montfort y su devoción a María Virgen


         San Luis María Grignon de Montfort es conocido, principalmente, por su gran devoción a la Madre de Dios, María Santísima. Es de su autoría el llamado “Método de Consagración a María”-el cual se encuentra dentro de su "Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen María"-, que tantos y tan grandes santos dio a la Iglesia; sólo por mencionar un ejemplo clamoroso, entre aquellos que se santificaron mediante este método se encuentra San Juan Pablo II, quien declaró que fue esta consagración a la Virgen, realizada con el método de San Luis María, quien cambió su vida, orientándolo por el camino de la santidad y haciéndolo crecer cada vez más en la vida de la gracia. Esta influencia de San Luis María sobre el Papa Juan Pablo II la podemos ver en la gran devoción mariana del Papa, como también en la elección del lema que caracterizaría a su papado: “Totus tuus”, es decir, “Todo tuyo (María)”, lema que se deriva de una frase que repetía constantemente San Luis María: “Soy todo tuyo Oh María, y todo cuanto tengo, tuyo es” y que, a su vez, es el lema de la profesión mariana de la Legión de María. Es decir, podemos decir que a San Luis María de Montfort y a su método de consagración a la Virgen, le debemos por lo menos, un santo de la envergadura de San Juan Pablo II –entre otros grandes santos y dones para la Iglesia-.
Ahora bien, lo que se debe advertir en la devoción mariana de San Luis es que no se trata de un mero pietismo, sino que tiene en sí misma la virtud de llevar a la conversión del corazón y esto del modo más dulce, porque se trata de una conversión mariana, es decir, una conversión que se lleva a cabo a través del conocimiento, amor y consagración de toda la persona, su ser y su existencia, al Inmaculado Corazón de María. Como muestra de lo que decimos, podemos constatar que, precisamente, en dos escritos suyos acerca de la Virgen encontramos -a través de la devoción a María- nada menos que las claves del sentido de nuestro paso por esta vida terrena: la amistad con Dios y la lucha y triunfo contra los enemigos del alma, el demonio, el pecado y nuestras propias pasiones.
         Con respecto al conocimiento y el amor de Dios –que conducen a su amistad-, San Luis María nos hace ver que es la Virgen, Aquella que nos da a conocer a Dios, porque Él quiso venir a través de Ella, como un Niño, para que ninguno tuviera miedo o temor alguno de acercarse a Él (y, en efecto, esto es así: ¿quién tendría miedo o temor de un niño, y sobre todo, de un niño recién nacido, como Dios Hijo en Belén?): Dios vino por María para nacer en Belén y donarse como Pan de Vida eterna –la Eucaristía, el Pan de los fuertes y el Pan de los ángeles-, y así lo hace “en todas partes” –es decir, en la Iglesia-, pero para los “niños”, los que “son como niños” (cfr. Mt 18, 3), es su “Pan”, porque es el alimento con el que María nutre a sus hijos espirituales. Dice así San Luis María: “(…) no hay sitio en que la creatura encontrarle pueda tan cerca y tan al alcance de su debilidad como en María, pues para eso bajó a Ella. En todas partes es el Pan de los fuertes y de los ángeles, pero en María es el Pan de los niños”. Es decir, María da a sus hijos adoptivos a su Hijo Jesús, nutriéndolos con su substancia en la Eucaristía, puesto que en la Eucaristía Jesús es Pan Vivo bajado del cielo, y al darlo a sus hijos adoptivos, Jesús se convierte en “Pan de los niños”. Y al dárnoslo en la Eucaristía, podemos conocer y amar a nuestro Dios, Jesús, el Hijo de Dios encarnado.
         También nos dice San Luis María que es en la Virgen en donde reside el triunfo sobre nuestros más grandes enemigos, que son el demonio, el pecado y nosotros mismos, porque Dios Trino le ha concedido a la Virgen el poder de aplastarlos y vencerlos, al hacerla partícipe de su omnipotencia divina: “Con María todo es fácil. En Ella pongo toda mi confianza, a pesar de que rujan el infierno y el mundo. Por Ella aplastaré la cabeza de la serpiente y venceré a todos mis enemigos, y a mí mismo, para mayor gloria de Dios”.
         Como vemos, en la devoción a María –por otra parte, la más dulce y amable devoción que pueda haber, porque se trata de la devoción a nuestra Madre del cielo- encontramos el sentido de esta vida terrena, que es conocer y amar a Dios y, al mismo tiempo, triunfar sobre nuestros enemigos –espirituales e incluso los materiales o terrenos-.

Al recordarlo entonces en su día, le pidamos a San Luis María Grignon de Montfort que nuestra devoción a María Santísima no se quede en un mero pietismo sentimental, sino que nos conduzca, por intermedio de su Inmaculado Corazón, a crecer cada día más en santidad, en gracia y en amor a Jesús, el Hijo de María y le pidamos también la gracia de conocer a María como la conoce su Hijo Jesús, para amar a María como la ama su Hijo Jesús.

lunes, 25 de abril de 2016

San Marcos Evangelista


El Evangelio de San Marcos deja entrever una profunda credibilidad histórica, al tiempo que demuestra un inapreciable valor teológico: por un lado, Marcos se muestra como un espíritu observador, minucioso, detallista, preciso y exacto -lo cual es invalorable para elaborar un libro de historia, como lo es el Evangelio- desde el momento en que, por ejemplo, es el único que destaca el verdor de la hierba sobre la que Jesús hizo sentar a la muchedumbre hambrienta antes de multiplicar los panes y los pescados por primera vez[1]; por otra parte, también es sumamente valioso desde el punto de vista teológico, desde el momento en que el tema central de Marcos es el de Jesús como Mesías que, a pesar de ser presentado en secreto como tal, da sin embargo todo su fruto: Jesús, siervo humillado por la maldad y la ignorancia de los hombres que él había venido a rescatar, es exaltado por Dios, como ha de serlo todo el que a él se una de corazón y lo siga en el camino, el único que permite comprender esa "Buena Noticia de Jesús, Mesías, Hijo de Dios" que Marcos nos ha trasmitido en un lenguaje popular, muchas veces incorrecto en la forma, pero vivaz y lleno de encanto[2].
Marcos presenta a Jesús que es bien recibido por la gente, pero cuyo mesianismo humilde –no se presenta de modo ostentoso, al modo de los políticos humanos, para quienes, cuantas más gente atraigan, mejor es- y sobrenatural –viene a vencer al pecado, a la muerte y a las potestades sobrenaturales y no a las potencias terrenas, como el imperio romano- se encuentra en las antípodas de las expectativas de un pseudo-mesías terreno y político tal como lo esperaban los judíos, ocasiona pronto la decepción de la masa; Marcos muestra, en su Evangelio cómo, una vez apagado el entusiasmo primerizo de las masas, que esperaban este mesías meramente terreno, el Señor Jesús se retira de Galilea para dedicarse de lleno a la instrucción  de los discípulos, quienes por boca de Pedro confiesan la divinidad de su Maestro: Jesús no es un mesías político, que viene a liberar a Israel de potencias mundanas y su objetivo no es inmanente a la historia, sino trascendente: Jesús es el Hombre-Dios, que ha venido a derrotar a los tres grandes enemigos de la humanidad –el demonio, la muerte y el pecado-, para conducir a los hombres al Reino de Dios. A partir del reconocimiento de Jesús como el Mesías Dios, lo cual sucede en Cesarea, todo el relato de Marcos se orienta a Jerusalén, la ciudad santa, en donde la feroz oposición –humana y preternatural, la del ángel caído- crece hasta desembocar en su detención en el Huerto de los Olivos, las falsas acusaciones, el juicio inicuo y su dolorosa Pasión, la cual llega a su término con su gloriosa Resurrección, en la que Cristo Dios abandona su tumba, glorioso y resucitado, victorioso, de acuerdo con lo que había profetizado de sí mismo.
         En síntesis, la veracidad y objetividad histórica del Evangelio de Marcos, sumado a su visión sobrenatural de Jesús en cuanto Mesías Dios, hace de su lectura un ejercicio apasionado de la fe católica.



[1] https://www.ewtn.com/spanish/Saints/Marcos_evangelista.htm
[2] Cfr. ibidem.

viernes, 22 de abril de 2016

San Jorge y el Dragón


         San Jorge fue un soldado romano, nacido en el siglo III en Capadocia (Turquía) y que falleció a principios del IV. Según algunas versiones de la Tradición, se dice que su padre era militar y que por ese motivo su hijo, siguiendo sus pasos, ingresó al ejército romano, en donde se convirtió y siguió a Jesucristo, dando su vida por Él[1].
Según la narración que de su vida hiciera Santiago de la Vorágine en su obra “La Leyenda dorada”, escrita en el siglo XIII, San Jorge es presentado como un soldado o caballero que lucha contra un ser monstruoso (el dragón) que vivía en un lago y que tenía atemorizada a toda una población situada en Libia. Dicho dragón exigía dos corderos diarios para alimentarse a fin de no aproximarse a la ciudad, ya que desprendía un hedor muy fuerte y contaminaba todo lo que estaba vivo, pero cuando se quedaron sin animales, el dragón exigió que se le entregara cada día una persona viva, y la primera en ser elegida por sorteo, resultó ser la hija del rey. Sin embargo, cuando el monstruo estaba a punto de devorarla, San Jorge la salvó[2], enfrentando al Dragón y derrotándolo.
Según cuenta la Tradición, San Jorge, armado con una poderosa lanza y protegido por una gran armadura, arremetió con su caballo contra el monstruo, atravesando su negro y duro corazón, dándole muerte instantáneamente. De esa manera, tanto la población como la doncella, pudieron desde entonces vivir en paz. Luego, San Jorge murió mártir, en ocasión de las persecuciones de los emperadores Diocleciano y Máximo, a principios del año 300 d. C.
Ahora bien, hay un mensaje de santidad que nos deja San Jorge, y es el siguiente: el Dragón contra el cual lucha San Jorge, es el Demonio; la doncella virgen, es el alma en gracia, a la cual el Demonio, que “anda rugiente como león, buscando a quien devorar” (cfr. 1 Pe 5, 8), quiere precisamente devorar, es decir, destruir en la inocencia de la gracia, para inocularle el veneno pestilente del pecado y de la rebelión contra Dios; la poderosa lanza con la que está armado San Jorge, es la oración, especialmente el Santo Rosario y también la Santa Misa, que desarman y aplastan al Demonio; la armadura que lo protege de los ataques del Demonio, es la fe de la Santa Iglesia Católica, la fe del Credo que rezamos los Domingos, la fe en la que confesamos que Jesucristo, Presente en la Eucaristía, es Nuestro Salvador y Redentor.
         Al recordarlo en su día, le pidamos a San Jorge que interceda por nosotros para que, al igual que él, también nosotros nos revistamos con las armas de la oración y la armadura de la fe, para conservar nuestras almas puras e inmaculadas por la gracia y nuestros cuerpos castos y puros, para que sean “templo del Espíritu Santo”, y nuestros corazones sean altares en donde se adore a Jesús Eucaristía. Por último, si bien no todos estamos llamados al martirio cruento, como San Jorge, sí estamos llamados a dar un testimonio cotidiano, incruento, de nuestra fe en Jesucristo, un testimonio que no exige derramamiento de sangre, pero sí exige amar a Jesús antes que a los hombres.



[1] Cfr. http://www.santopedia.com/santos/san-jorge
[2] Cfr. ibidem.

miércoles, 20 de abril de 2016

Santa Inés de Montepulciano


Santa Inés de Montepulciano, virgen, nació en la Toscana, Italia. Ya a los nueve años de edad manifestó públicamente el amor nupcial recibido de Jesucristo, vistiendo el hábito de vírgenes consagradas; a los quince años, en contra de su voluntad, fue elegida superiora de las monjas de Procene, fundando más tarde un monasterio sometido a la disciplina de santo Domingo, donde dio muestras de una profunda humildad. Luego de toda una vida de gran santidad, murió en el año 1317, acompañada por sus hermanas en religión[1]. En su biografía, escrita por Raimundo de Capua, se detallan no sólo datos biográficos, sino además un gran número de hechos sobrenaturales acaecidos en vida de la santa y, según el mismo biógrafo, confirmados ante notario, firmados por testigos oculares fidedignos y testimoniados por las monjas vivas a las que tenía acceso por razones de su ministerio[2]. El biógrafo de Santa Inés pensaba que la vida de santidad de Inés quedaría avalada por los milagros y es por eso que se dedicó a relatar, de forma cuidadosa y prolija y, sobre todo, documentada –para que nadie piense que eran hechos “inventados” por la pía imaginación del biógrafo-, dichos eventos sobrenaturales. Por ejemplo, el maná –sí, el mismo maná caído del cielo para alimentar al Pueblo Elegido en el desierto, como signo de que Santa Inés se alimentaba del Amor de Dios en la oración- que solía cubrir el manto de Inés al salir de la oración, o el que cubrió el interior de la catedral cuando hizo su profesión religiosa, o la luz radiante que emitía la santa en algunos momentos; no menos asombro causaba oírle exponer cómo nacían rosas donde Inés se arrodillaba y el momento glorioso en que la Virgen puso en sus brazos al niño Jesús (antes de devolverlo a su Madre, tuvo Inés el acierto de quitarle la cruz que llevaba al cuello y guardarla después como el más preciado tesoro)[3].
Ahora bien, lo que hay que decir es que la intención del biógrafo de Santa Inés, Raimundo de Capua, de avalar la vida de santidad documentando los hechos sobrenaturales –reales, que sí sucedieron en verdad, según los testimonios oculares-, es loable, pero también hay que decir que la santidad de Santa Inés –como la de cualquier santo de la Iglesia Católica- no depende ni se fundamenta –sí puede ser aval- en los hechos sobrenaturales, porque alguien puede ser santo, con una gran santidad de vida, pero no realizar milagro alguno durante toda su vida –por ejemplo, el matrimonio Quatrocchi, beatificado por Juan Pablo II, o Santa Josefina Bakhita, entre muchos- y esto por la razón de que la gracia no es “producida” por el hombre, sino que es un don de Dios, y está dentro de los designios de Dios que esta gracia se manifieste o no a través de hechos milagrosos y sobrenaturales. En otras palabras, lo que hace que una persona sea santa, es la gracia -donada por Jesucristo, la Gracia Increada- la cual puede o no manifestarse por medio de milagros, si así lo dispone Dios, porque tampoco es que los milagros son “producidos” según el parecer y la disposición de los santos, aún cuando sean santos de una gran santidad de vida. Entonces, si los milagros o eventos sobrenaturales, como pretendía con las mejores de las intenciones el biógrafo de Santa Inés, no es la medida de la santidad,  ¿cuál es la medida de la santidad, si es que hay alguna? Lo responde otra gran santa, Santa Catalina de Siena, también dominica, que impresionada por sus virtudes, develará lo que había dentro de su alma. Santa Catalina afirmó que fue la presencia del Espíritu Santo en Santa Inés lo que la encendió en el Amor a Jesucristo y le dio la fortaleza divina necesaria para vivir una vida de santidad, es decir, de virtudes heroicas, entre las cuales destaca la humildad. Si hay una medida de la santidad, entonces, basados en Santa Catalina de Siena, podemos decir que esta medida es la humildad, porque la humildad es la virtud que distingue a los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Es tan importante, que es pedida explícitamente a los cristianos por el mismo Jesucristo en el Evangelio: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde corazón” (Mt 11, 29). Y si la humildad es la medida de la santidad, la medida de la anti-santidad, por lo tanto, es la soberbia, pecado angélico por excelencia. Entonces, mucho más que los hechos sobrenaturales –que sí existieron en la vida de Santa Inés y que sí son aval de santidad, pero pueden no estar en un santo-, lo que nos da la medida de la santidad de Santa Inés es la virtud de la humildad, vivida en grado heroico por la santa. Es esto lo que resalta Santa Catalina de Siena en una carta escrita a las monjas hijas de Inés de Montepulciano. Para resaltar la humildad de Santa Inés, Santa Catalina, en su obra “Diálogo”, pone las siguientes palabras en boca de Jesucristo: "La dulce virgen santa Inés, que desde la niñez hasta el fin de su vida me sirvió con humildad y firme esperanza sin preocuparse de sí misma".
“Santa Inés de Montepulciano, intercede ante Nuestro Señor, para que recibamos la gracia de la humildad y así, imitando la mansedumbre y la humildad del Cordero de Dios y participando de su Santa Pasión, alcancemos el Reino de los cielos. Amén”.




[1] http://es.catholic.net/op/articulos/32121/santoralSindicado.html
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

martes, 19 de abril de 2016

San Expedito, mártir del siglo IV a. C., valioso testimonio para los hombres del siglo XXI


         San Expedito fue un soldado romano que vivió en tiempos del emperador Diocleciano, a principios del siglo IV d. C. En un momento determinado, el emperador obligó a todos los oficiales de su ejército a realizar sacrificios a los dioses del panteón romano y a encarcelar y ejecutar a quienes se opusieran. Con esta medida, pretendía hacer renegar a los cristianos de su fe en Jesucristo, el Verdadero y Único Dios.  Puesto que San Expedito había recibido la gracia de la conversión, se negó rotundamente a abandonar su fe en Jesús, por lo que fue martirizado el 19 de abril del año 303 d. C.
Desde su martirio, San Expedito es representado con aquello que recuerda su proceso de conversión y su martirio: aparece sosteniendo una cruz en lo alto, con una palma en la otra mano; con un cuervo aplastado bajo su pie y con el casco romano en el suelo. San Expedito alza en alto la cruz victoriosa de Jesucristo, con la inscripción “Hodie”, que significa “Hoy”, puesto que venció, con la ayuda de la cruz de Jesús, la tentación del Demonio, que lo trataba de convencer de que dejara su conversión para después. Asistido por la gracia santificante que brota de la cruz de Jesús, San Expedito tuvo la sabiduría y la fortaleza divina necesarias para elegir a Jesucristo en vez del Demonio, haciéndolo inmediatamente y sin demoras, y es por esta razón que se convirtió en el “Patrono de las causas urgentes”. Al recibir la gracia de la conversión, en el mismo momento fue tentado por el Demonio para que la aplazara, pero fue la cruz de Jesús la que le dio la fortaleza necesaria para elegir a Jesús (es esta la primera "causa urgente" por la que debemos pedir a nuestro santo su intercesión: la propia conversión y la conversión de los seres queridos y de los pecadores más empedernidos).
         El santo aparece también con su pie aplastando a un cuervo, que es en realidad el Demonio, el cual se le había aparecido bajo la figura de ese animal, pretendiendo tentarlo para que continuara su vida de pagano y para que postergara la decisión de convertirse, dejándola para un incierto futuro. La proposición del Demonio era una falsedad y una temeridad, pues no sabemos si hemos amanecer "mañana"; no sabemos si Dios no nos llamará ante su Presencia para recibir nuestro Juicio Particular dentro de una hora, lo cual quiere decir que debemos estar preparados, en todo momento, para el día de la muerte, para atravesar con toda tranquilidad la comparecencia ante el Sumo Juez, para lo que se necesita, a su vez, estar convertidos o, al menos, haber iniciado el camino de la conversión del corazón a Jesucristo. San Expedito se nos muestra como un gran ejemplo al no cometer la temeridad que le proponía el Demonio -postergar la conversión para un incierto "mañana"-, al tiempo que, asistido por la gracia, dice: "Hodie", "Hoy, hoy mismo comienzo a ser cristiano, a cargar la cruz, a seguir a Jesús, a cumplir sus mandamientos; hoy y no mañana". 
         El casco de la legión en el suelo, indica que San Expedito dejó su servicio en el ejército romano, para comenzar a militar como soldado de Cristo; la palma en su mano derecha indica, a su vez, su condición de mártir, es decir, de aquel que derramó su sangre por proclamar a Jesucristo, el Hombre-Dios, como el Único Salvador de los hombres.

La vida y el ejemplo de santidad de San Expedito, un mártir del siglo IV a. C., son valiosísimos para todos los tiempos, pero lo son en especial para los nuestros, en los que el Demonio no se nos aparece como un cuervo negro, sino bajo múltiples ídolos: ateísmo, agnosticismo, relativismo, materialismo, brujería, magia, ocultismo, sectas, espiritismo, culto a ídolos demoníacos -como el Gauchito Gil, la Difunta Correa, San La Muerte-, música que exalta las pasiones e induce a todo tipo de pecados –como la cumbia, el reggaetón, el rock satánico-, la drogadicción, la satisfacción sensual de las pasiones, etc. El Demonio es como un cocinero perverso, que prepara platos que, en apariencia, son apetitosos, pero que en realidad esconden el veneno del pecado. Lo que pretende el Demonio, a través de estos ídolos, es hacer olvidar al hombre que se encuentra en esta vida sólo de paso, que esta vida es una prueba para ganar el cielo y evitar la eterna condenación en el infierno y que sólo a través de Jesús crucificado podrá salvar el alma. Por estas razones, la vida y el martirio de San Expedito son sumamente actuales y valiosísimas para los hombres del siglo XXI.

viernes, 15 de abril de 2016

San Ezequiel, Profeta


San Ezequiel -598 a. C.- se caracterizó, además de por llevar una vida de santidad, por el hecho de haber recibido numerosas visiones de parte de Dios, todas relativas al Pueblo Elegido. Sin embargo, hay una, en particular, a la cual consideramos que se refiere al Nuevo Pueblo Elegido, los miembros del Cuerpo Místico de Jesús, los bautizados en la Iglesia Católica. ¿De cuál visión se trata? De una visión en la que le dijo el Señor[1]: “Le voy a mostrar cómo será en el futuro la religión verdadera de mi pueblo”. Luego de decir esto, Dios le mostró un río pequeño, en el que, debido a que el agua apenas llegaba hasta las rodillas, era fácil atravesarlo hasta la otra orilla. Pero luego el río comenzó a crecer progresivamente, con lo que el agua llegó primero hasta la cintura, más tarde hasta el cuello, hasta que se hizo imposible atravesarlo, dada la magnitud de la creciente. Las aguas de este río son muy particulares: son refrescantes, cristalinas, y dan vida a todo lo que riegan, como los campos de las orillas, los cuales se llenaron de árboles colmados de frutos exquisitos. La sorprendente vitalidad de las aguas del río se manifiesta todavía con más poder, cuando las aguas llegan al Mar Muerto, llamado así por la gran concentración salina de sus aguas, lo cual hace inviable la vida de cualquier especie marina: al tomar contacto con las aguas del río visto por Ezequiel, las aguas del Mar Muerto cambian y se vuelven aptas para la vida, llenándose inmediatamente de peces. ¿Qué significa esta visión?
El río de aguas cristalinas, que crece paulatinamente hasta desbordar el lecho y que a su paso hace crecer árboles que dan frutos de sabor exquisito, significa la gracia santificante que brota del Corazón traspasado de Jesús: el hecho de ser una creciente que se aumenta cada vez más su caudal, simboliza la inmensidad del don de la gracia, que brota del Corazón de Jesús como de un manantial inagotable y que se derrama sobre el alma de modo incontenible. Se cumple así la palabra de Jesús: “(…) el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna” (Jn 4, 13-14). El que bebe del Costado traspasado de Jesús, sacia su sed de Dios y esta agua que da el Corazón de Jesús, se convierte en el alma en fuente de vida eterna.
La vitalidad del agua de este río, a su vez, simboliza la fuerza de la vida divina contenida en la gracia santificante, la cual, por un lado, hace fructificar al alma en frutos de santidad, los cuales antes estaban ausentes a causa del pecado: el pecado está simbolizado en las orillas del río secas y sin árboles; el estado del alma en gracia santificante, está simbolizado en el crecimiento de árboles que dan frutos exquisitos, los frutos de santidad.
Pero en donde más se nota la potencia de la Vida divina de la cual la gracia hace partícipe al alma, es en su contacto con el Mar Muerto, al cual lo convierte, de un lugar inerte y desolado, en un lugar pleno de vida: el Mar Muerto, sin vida, simboliza al alma muerta a la vida de Dios por el pecado mortal; el Mar Vivo –que es el Mar Muerto cambiado al contacto con las aguas del río-, a su vez, simboliza al alma en estado de gracia santificante, la cual no sólo ya no está más muerta por el pecado, sino que vive con la vida misma de Dios, una vida que antes no tenía porque no se trata de la vida humana, sino de la vida divina, que le concede la gracia santificante.
Finalmente, Dios le explica a Ezequiel la visión, diciéndole que este iba a ser el futuro de la Santa Religión, la cual, a diferencia de la religión del Antiguo Testamento, que no concedía la gracia santificante, en esta sí será concedida a través de los Sacramentos de la Iglesia Católica, para la santidad y salvación de las almas.



[1] https://www.ewtn.com/spanish/Saints/Ezequiel_4_15.htm

jueves, 14 de abril de 2016

Santa Liduvina, Paciente enferma crónica


Santa Liduvina, paciente enferma crónica[1]
         
Vida de Santa Liduvina
         Liduvina nació en Schiedam, Holanda, en 1380. Hasta los 15 años Liduvina era una adolescente como tantas otras, sin más preocupaciones que las propias de su edad y su estado social. Sin embargo, fue a esa edad, la plenitud de la juventud, cuando le sucedió un accidente que cambiaría su vida para siempre: al ir a patinar con sus amigos, resbaló, cayó en el hielo y se fracturó la columna dorsal, lo cual le provocó una sección de su médula, dejándola imposibilitada de caminar para siempre. A partir de entonces, la joven comenzó un verdadero calvario, producto de su estado: vómitos continuos, cefaleas, fiebre intermitente –la alta temperatura corporal le provocaba una sed insaciable, debido a la deshidratación-, dolores corporales –que no se aliviaban con ninguna posición-, eran cotidianos y tan intensos como frecuentes. El cuadro clínico se agravaba debido a dos factores: por un lado, no había modo alguno de reparar el daño medular, puesto que el daño era irreversible, lo que significa que el cuadro era progresivo; por otro lado, los avances médicos eran limitados y no se contaba con los recursos terapéuticos –analgesia, fisiatría, etc.- propios de nuestra época, que podrían haber aliviado su estado clínico.
         Al inicio, Liduvina, postrada en su cama, incapacitada para caminar y para hacer cualquier tarea, lloraba amargamente cuando oía a sus compañeras que corrían y reían despreocupadamente, y le preguntaba a Dios porqué le había permitido un martirio de esa magnitud. Pero un día, su vida cambió, gracias a que el nuevo párroco del pueblo, el Padre Pott, le hiciera ver el valor del sufrimiento ofrecido a Jesucristo crucificado: el Padre colocó un crucifijo frente a la cama de Liduvina y le dijo que de vez en cuando mirara a Jesús crucificado y se comparara con Él y que pensara que, si Cristo sufrió tanto, eso se debía que el sufrimiento –ofrecido a Él- conduce a la santidad.
En ese momento, Liduvina recibió una gracia particular, por la cual ya “no volvió más a pedir a Dios que le quitara sus sufrimientos, sino que se dedicó a pedir a Nuestro Señor que le diera valor y amor para sufrir como Jesús por la conversión de los pecadores, y la salvación de las almas”[2].
Por esta gracia recibida, Santa Liduvina no solo no se entristecía por sus dolores o por no poder movilizarse como antes, sino que llegó a amar de tal manera sus sufrimientos que decía frecuentemente: “Si bastara rezar una pequeña oración para que se me fueran mis dolores, no la rezaría”. Al mismo tiempo, descubrió que su “vocación” era ofrecer sus padecimientos a Jesús crucificado por la conversión de los pecadores, dedicándose a meditar en la Pasión y Muerte de Jesús. Desde entonces, sus sufrimientos –que antes eran causa de dolor e infelicidad-, se le convirtieron en una inagotable fuente de gozo espiritual, además de ser su “red” para convertir a los pecadores, apartándolos así del camino hacia el infierno y ayudándolos a encaminarse hacia el cielo. Santa Liduvina había descubierto dos grandes medicinas que le concedían fuerza, alegría y paz, según ella misma lo afirmaba: la Sagrada Comunión y la meditación en la Pasión de Nuestro Señor.
Con el tiempo, el deterioro físico de Santa Liduvina no hizo otra cosa que empeorar progresivamente: por su postración e inmovilidad, desarrolló grandes escaras –lesiones por decúbito- en la piel, lo cual le producía grandes dolores. Perdió totalmente la visión de un ojo, mientras que el otro se volvió tan sensible a la luz que no soportaba ni siquiera el reflejo de la llama de una vela. La rigidez muscular y la inmovilidad comprendían sus extremidades superiores e inferiores, con excepción de un ligero movimiento que podría hacer con el brazo izquierdo. A esto se le sumaba la extrema pobreza, que hacía casi imposible calefaccionar la habitación en la que se encontraba postrada y es así como el intensísimo frío de los inviernos de Holanda hacía que sus lágrimas se le congelaran en sus mejillas. En el hombro izquierdo se le formó un absceso –colección de pus, producto de una infección- dolorosísimo, a lo que se le sumó una neuritis -inflamación de los nervios aguda-, causante de dolores intensísimos. Era tanto su sufrimiento, que daba la impresión de que ya en vida hubiera comenzado su cuerpo a sufrir la descomposición orgánica propia de los cadáveres. Sin embargo, a pesar de todo esto, nadie la veía triste o desanimada, sino todo lo contrario: feliz por lograr sufrir por amor a Cristo y por la conversión de los pecadores. Además, se daba un hecho sobrenatural, que contradecía su estado clínico: podía percibirse a su alrededor un perfume –cuando en realidad, debía percibirse el olor fétido propio de las escaras infectadas y los abscesos- que, además de suavizar el ambiente, llenaba el alma de deseos de rezar y de meditar.
Se dice que una vez, en los inicios de su estado de postración, Liduvina soñó con Nuestro Señor, el cual le proponía cambiar su estado actual por una estadía en el Purgatorio. Entre la Santa y Nuestro Señor se entabló el siguiente diálogo, diciéndole así Jesús: “Para pago de tus pecados y conversión de los pecadores, ¿qué prefieres, 38 años tullida en una cama o 38 horas en el purgatorio?”. Liduvina respondió: “Prefiero 38 horas en el purgatorio”. En ese momento, sintió que moría, que iba al purgatorio y empezaba a sufrir, tal como lo había pactado con Jesús. Una vez allí, pasaron 38 horas y 380 horas y 3.800 horas, pero su martirio no terminaba, por lo cual, extrañada, le preguntó a un ángel que pasaba por allí: “¿Por qué Nuestro Señor no me habrá cumplido el contrato que hicimos? Me dijo que me viniera 38 horas al purgatorio y ya llevo 3,800 horas”. El ángel fue y averiguó y volvió con esta respuesta: “¿Que cuántas horas cree que ha estado en el Purgatorio?”. Liduvina: “¡Pues 3,800!”. Y el ángel: “¿Sabe cuánto hace que Ud. se murió? No hace todavía cinco minutos que se murió. Su cadáver todavía está caliente y no se ha enfriado. Sus familiares todavía no saben que Ud. se ha muerto. ¿No han pasado cinco minutos y ya se imagina que van 3.800 horas?”. Al oír semejante respuesta, Liduvina se dio cuenta no solo de la severidad de la Justicia Divina, sino de la gravedad del pecado, y dijo: “Dios mío, prefiero entonces estarme 38 años tullida en la tierra”. En ese momento, despertó. Desde entonces, comenzó a cumplirse el pacto entre ella y Jesús, pues realmente estuvo 38 años paralizada y a quienes la compadecían les respondía: “Tengan cuidado porque la Justicia Divina en la otra vida es muy severa. No ofendan a Dios, porque el castigo que espera a los pecadores en la eternidad es algo terrible, que no podemos ni imaginar”.
Además de esta prodigiosa conversión, gracias a la cual convirtió su enfermedad en fuente de santificación personal y para muchos pecadores, Santa Liduvina recibió otra gracia especial, reservada a los grandes santos: sólo se alimentaba de la Eucaristía, lo cual fue confirmado oficialmente no por autoridades eclesiásticas, sino por las autoridades civiles de Schiedam (su pueblo), quienes en  el año 1421, o sea 12 años antes de su muerte, publicaron un documento que decía así: “Certificamos por las declaraciones de muchos testigos presenciales, que durante los últimos siete años, Liduvina no ha comido ni bebido nada, y que así lo hace actualmente. Vive únicamente de la Sagrada Comunión que recibe”.
Santa Liduvina, paralizada y sufriendo espantosamente en su lecho de enferma, recibió de Dios muchos otros dones místicos, como por ejemplo, anunciar el futuro a muchas personas y de curar a numerosos enfermos, orando por ellos. A los 12 años de estar enferma y sufriendo, empezó a tener éxtasis y visiones: mientras el cuerpo quedaba como sin vida, en los éxtasis conversaba con Dios, con María Santísima y con su Ángel de la Guarda. En algunas ocasiones, recibía de Dios la gracia de poder presenciar los sufrimientos que Jesucristo padeció en su Santísima Pasión; otras veces contemplaba los sufrimientos de las almas del purgatorio, como así también podía ver algunos de los goces que nos esperan en el cielo. Lejos de desear terminar los sufrimientos para comenzar a gozar del cielo, Santa Ludovina, después de los éxtasis, se afirmaba cada vez más en su “vocación” de salvar almas por medio de su sufrimiento ofrecidos a Dios. Además, al finalizar cada una de estas visiones, sus dolores no solo no disminuían, sino que aumentaban todavía más, en paralelo con el aumento del amor con el que ofrecía todo a Nuestro Señor crucificado. Hay algo que debemos tener en cuenta con este aspecto de su vida y es que lo que la santificó, no fueron ni las visiones ni los éxtasis, ni la experiencia por anticipado de los gozos del cielo, sino el dolor ofrecido, en mansedumbre y con amor, por manos de la Virgen, a Jesús crucificado.
También tuvo otra gracia, por medio de la cual participó de una de las Bienaventuranzas del Señor: la de sufrir la calumnia por el Reino de los cielos: “Dichosos seréis cuando os injurien, os persigan y digan contra vosotros toda suerte de calumnias por causa mía. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos” (Mt 5, 11-12). Sucedió que trasladaron al santo párroco que tanto la ayudaba y que la había iniciado en la conversión y el camino de la santidad, por otro menos santo y menos comprensivo; este empezó a decir que Liduvina era una mentirosa que inventaba lo que decía. Pero ante esta calumnia, el pueblo se levantó en defensa de Liduvina y las autoridades, para probar lo infundado de estas acusaciones, nombraron una comisión investigadora compuesta por personalidades respetables y muy serias. Los investigadores declararon que ella decía toda la verdad y que su caso era algo extraordinario que no podía explicarse sin una intervención sobrenatural. Y así la fama de la santa no solo no sufrió menoscabo alguno por las calumnias, sino que creció y se propagó mucho más allá de las fronteras de su pueblo natal.
Y para que seamos conscientes de que el Amor de Dios –infinito y eterno- se nos comunica a través de la Santa Cruz de Jesús, lejos de atenuarse sus dolores y sufrimientos, en los últimos siete meses de vida aumentaron con tanta intensidad los dolores de Santa Liduvina, que no pudo dormir ni siquiera una hora a causa de sus padecimientos. Sin embargo, en ningún momento cesaba de elevar su oración a Dios, uniendo sus sufrimientos a los padecimientos de Cristo en la Cruz.
Su muerte ocurrió de tal manera, que ya anticipaba su destino final, el cielo: el 14 de abril de 1433, día de Pascua de Resurrección, poco antes de las tres de la tarde, la Hora de la Misericordia, pasó santamente a la eternidad. Pocos días antes de morir, recibió todavía una gracia más: contempló en una visión que en la eternidad le estaban tejiendo una hermosa corona de premios, pero al mismo tiempo se le decía que aun debía sufrir un poco. Y así sucedió: en esos días llegaron unos soldados, quienes lejos de compadecerse por su estado, la insultaron y la maltrataron. Santa Liduvina, tal como lo había hecho desde su conversión, ofreció todo a Dios con mucha paciencia, luego de lo cual oyó una voz que le decía: “Con esos sufrimientos ha quedado completa tu corona. Puedes morir en paz”.
La última petición que le hizo al médico antes de morir fue que su casa la convirtieran en hospital para pobres. Y así se hizo. Y su fama se extendió ya en vida por muchos sitios y después de muerta sus milagros la hicieron muy popular. Tiene un gran templo en su pueblo natal, Schiedam. Además, tuvo el gran honor de que su biografía la escribiera el escritor Beato Tomás de Kempis, autor del famosísimo libro “La imitación de Cristo”, lo cual es, por este hecho, una garantía de que los hechos relatados fueron reales y no una fábula.
         Mensaje de santidad
         Santa Liduvina, por su enfermedad y por el ofrecimiento que de esta hizo a Jesús, es la Patrona de los enfermos crónicos. Con su vida de santidad, Liduvina nos enseña a aprovechar la enfermedad para pagar nuestros pecados, convertir pecadores y conseguir un gran premio en el cielo. El decreto de Roma al declararla santa dice: Santa Liduvina fue “un prodigio de sufrimiento humano y de paciencia heroica”.
         Con su vida de sufrimientos, Santa Liduvina nos deja un valiosísimo mensaje de santidad: unir los dolores a los dolores de Jesucristo en la cruz y también a los dolores de María Santísima. Ella participó con sus dolores a la Pasión de Jesús y de esa manera, se santificó a sí misma y santificó y convirtió, por su intercesión, a una multitud de pecadores. La Iglesia nos pide a nosotros, sus hijos, que hagamos lo que hizo Santa Liduvina: si estamos enfermos, antes que pedir la gracia de la curación, lo que debemos hacer es ofrecer a Jesús nuestra enfermedad –con todo lo que esto implica, mortificaciones, tribulaciones, además del dolor físico-, para participar de su Pasión redentora. Así lo pide expresamente la Iglesia: “Que los enfermos vean en sus dolores una participación de la pasión de tu Hijo, para que así para que así tengan también parte en su consuelo”[3]. Como podemos apreciar, la enfermedad –física, corporal, mental, moral, espiritual- es un gran tesoro, un grandísimo don ofrecido gratuitamente por el cielo a quienes más ama Dios, porque por ella, Jesucristo atrae al alma hasta la cima del Monte Calvario, donde está Él crucificado y donde está Nuestra Señora de los Dolores, al pie de la cruz. Pero este tesoro fructifica el ciento por uno sólo y únicamente si su dueño, la persona enferma, en vez de renegar de su enfermedad, la ofrece con amor a Jesús, por manos de María Santísima, pidiendo por la conversión de los pecadores –y también ofreciéndolo por las Benditas Almas del Purgatorio-: sólo así, el alma no solamente se llena de paz y de alegría, sino que, haciendo fructificar su dolor, es fuente de conversión y santificación –lo cual quiere decir, amor, alegría y paz- para un gran número de pecadores. Por todo esto, nos damos cuenta de que es un gran error no solo rechazar la enfermedad, sino pedir su curación, aún cuando, desde el punto de vista humano, se tenga la obligación moral de realizar todo lo que esté al alcance, para curar o aliviar la enfermedad y sus síntomas –a causa del Primer Mandamiento, que manda “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”-. Santa Liduvina nos enseña que la enfermedad es un tesoro de valor inestimable, un talento valiosísimo dado por Dios a quienes más ama, pero, al igual que en la parábola de los talentos, este se puede enterrar, dejándolo sin fructificar, lo cual sucede cuando renegamos de la enfermedad, o bien se lo puede hacer rendir “el ciento por uno” y esto sucede cuando lo ofrecemos a Jesucristo por mediación del Inmaculado Corazón de María, pidiendo por la conversión de los pecadores y por las Almas del Purgatorio. Al recordar a Santa Liduvina, le dirigimos entonces esta oración: “Oh Santa Liduvina, Patrona de los enfermos crónicos, alcánzanos de Dios la gracia de aceptar con amor y paciencia nuestros sufrimientos como pago por nuestros pecados y ruega a Nuestra de los Dolores que sepamos ofrecer nuestros padecimientos a Jesús crucificado, para así conseguir, por la Sangre de Jesús derramada en la cruz, la conversión y salvación de muchos pecadores. Amén”.



[1] https://www.ewtn.com/spanish/Saints/Sta_Liduvina_4_14.htm
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. Liturgia de las Horas, I Vísperas en la fiesta de San Antonio Abad.

viernes, 1 de abril de 2016

Las causas de los dolores del Sagrado Corazón de Jesús



En una de sus apariciones, el Sagrado Corazón le confió a Santa Margarita cuál era el dolor que más lo oprimía, y era el desamor de los que deberían amarlo: “He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres, y solo recibe de ellos indiferencias, desprecios y ultrajes”. Ahora bien, si consideramos esto en concreto, ¿a qué se refiere Jesús? Jesús no está hablando de seres imaginarios, sino de seres de carne y hueso, que son los que le provocan su dolor y puesto que somos nosotros, los bautizados, los que tenemos una relación de privilegio con Él a causa precisamente del bautismo, los que le causamos el dolor; somos nosotros los que, descuidando su Presencia Eucarística, le provocamos desprecios, lo tratamos con indiferencia y le cometemos los más horribles ultrajes, renovando así lo sufrido por Él en la Pasión. Toda vez que cometemos, no ya un pecado mortal, sino un pecado venial, e incluso una imperfección, provocamos un gran dolor al Sagrado Corazón; toda vez que cometemos faltas a la obediencia –nadie puede decir que no tiene a nadie que obedecer, desde el momento en que todos los hombres debemos obedecer los Mandamientos de Dios y los preceptos de la Iglesia-; toda vez que rechazamos la Santa Cruz[1], porque la Cruz es el único camino que nos conduce al cielo; toda vez que hacemos esto, provocamos un intenso y agudo dolor al Sagrado Corazón de Jesús, lo ultrajamos, lo despreciamos y le somos indiferentes.
         ¿De qué manera podemos dar consuelo y no dolores al Sagrado Corazón? Evitando todo pecado –recordar el pedido de Santo Domingo Savio en su Primera Comunión: “Morir antes que pecar”- y viviendo en gracia; teniendo en la mente y en el corazón los Mandamientos de la Ley de Dios y los preceptos de la Iglesia y pidiendo a la Virgen la gracia de abrazar la cruz de cada día, para cargarla e ir en pos de Jesús, por el Via Crucis, único camino al cielo. Sólo así daremos alivio y no dolores al Sagrado Corazón.



[1] http://www.corazones.org/santos/margarita_maria_alacoque.htm