San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

sábado, 29 de agosto de 2015

San Agustín y el conocimiento de sí mismo que lleva a la santidad


En su libro “Confesiones”[1], San Agustín describe su proceso de conversión, el cual inicia en un camino de introspección interior. Ahora bien, es necesario tener en cuenta que el camino de San Agustín es un camino iniciado, guiado y conducido hasta su término por la gracia santificante y esto es lo que lo diferencia radicalmente de la introspección gnóstica.
Es necesario tener en cuenta esta distinción para no caer en el error de pensar que una y otra introspección son lo mismo: en la gnosis acuariana de la Nueva Era, finaliza en la errónea conclusión de que el hombre es su propio dios; en la otra, se reconoce la diferencia abismal entre el hombre y la creatura. Esta es la verdadera “gnosis”, el verdadero conocimiento de sí: el que proporciona la luz de la gracia: el hombre no es Dios y el hombre y Dios son dos seres absolutamente distintos, aunque el hombre está llamado a participar del Ser divino de un modo radicalmente nuevo y distinto al de las otras creaturas, por medio de la gracia.
Esto se infiere de los escritos de San Agustín, en el Capítulo 7 de las Confesiones. La introspección de San Agustín comienza por la gracia, porque es Dios quien lo conduce a ello. Dice así San Agustín: “Habiéndome convencido de que debía volver a mí mismo, penetré en mi interior, siendo tu mi guía, y ello me fue posible porque tú, Señor, me socorriste” Habiéndome convencido de que debía volver a mí mismo, penetré en mi interior, siendo tu mi guía, y ello me fue posible porque tú, Señor, me socorriste[2]. Es decir, la introspección que finaliza –“debía volver en mí mismo, penetré en mi interior”- en la conversión, se da por la gracia –“ello me fue posible porque Tú, Señor, me socorriste”-.
La introspección iniciada por la gracia, continúa por la gracia, que es luz sobrenatural y es la que permite el verdadero conocimiento: que Dios es Dios y es Creador, y que el hombre es hombre y es su creatura: “Entré y ví con los ojos de mi alma, de un modo u otro, por encima de la capacidad de estos mismos ojos, por encima de mi mente, una luz inconmutable; no esta luz ordinaria y visible a cualquier hombre, por intensa y clara que fuese y que lo llenara todo con su magnitud. Se trataba de una luz completamente distinta. Ni estaba por encima de mi mente, como el aceite sobre el agua o como el cielo sobre la tierra, sino que estaba en lo más alto, ya que ella fue quien me hizo, y yo estaba en lo más bajo, porque fui hecho por ella. La conoce el que conoce la verdad. ¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por ti suspiro día y noche”[3]. La luz participada de la gracia –“una luz que no es la de este mundo”- le permite conocer a la Luz Increada, Dios –“vi, por encima de mi mente, una luz inconmutable”-, y esta luz le permite conocer que Dios es Creador y que el hombre es creatura –“ella fue quien me hizo, y yo estaba en lo más bajo”- y que Dios es su misma eternidad y es Amor, y por ese Dios que es Amor eterno, el alma suspira –“¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad!”-[4].
Conociendo a Dios, que es Amor eterno, el alma desea alimentarse de Él: “Y, cuando te conocí por vez primera, fuiste tú quien me elevó hacia ti, para hacerme ver que había algo que ver y que yo no era aún capaz de verlo. Y fortaleciste la debilidad de mi mirada irradiando con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de temor; y me di cuenta de la gran distancia que me separaba de ti, por la gran desemejanza que hay entre tú y yo, como si oyera tu voz que me decía desde arriba: ‘Soy alimento de adultos: crece, y podrás comerme. Y no me transformarás en substancia tuya, como sucede con la comida corporal, sino que tú te transformarás en mí’”.
Pero el alma no puede unirse a Dios por sí misma, sino que debe transitar por el camino que conduce a Dios, Jesucristo, hombre y Dios, el Mediador entre Dios y los hombres, que se brinda como alimento para el alma en la Eucaristía: “Y yo buscaba el camino para adquirir un vigor que me hiciera capaz de gozar de ti, y no lo encontraba, hasta que me abracé al mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también él, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos, que me llamaba y me decía: Yo soy el camino de la verdad y de la vida, el que mezcla el alimento que yo no podía asimilar, con la carne, ya que la Palabra se hizo carne, para que, en atención a nuestro estado de infancia, se convirtiera en leche tu sabiduría, por la que creaste todas las cosas”[5].
Finalmente, el alma se da cuenta, al conocer al Dios Amor, que lo que amaba antes de la conversión, eran solo creaciones de Dios, pero no Dios mismo, y se lamenta de no haberlo amado antes, declarando su amor por Dios y no deseando otra cosa que Dios: “¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti”.
San Agustín describe, entonces, el verdadero proceso de conversión, iniciado por la introspección, y es que el alma se vuelva a su Dios, lo reconozca como tal, se una a Él por medio de Jesucristo en la Eucaristía y no ame otra cosa que no sea Él, todo lo cual es radicalmente distinto a la falsa gnosis de la Nueva Era.



[1] Libro 7, 10, 18, 27: CSEL 33, 157-163. 225.
[2] Cfr. ibídem.
[3] Cfr. ibídem.
[4] Cfr. ibídem.
[5] Cfr. ibídem.

jueves, 27 de agosto de 2015

Santa Mónica, modelo de madre y esposa


         La mejor semblanza de Santa Mónica, mediante la cual podemos conocer su vida de santidad, es la que realizó San Agustín, su hijo: “Ella me engendró sea con su carne para que viniera a la luz del tiempo, sea con su corazón, para que naciera a la luz de la eternidad”[1]. En esta semblanza San Agustín da las pistas para entender el porqué Santa Mónica es modelo de madre, y por eso nos detendremos en este aspecto de la santa, en su ser modelo de madre. 
      En esta semblanza, San Agustín describe la doble maternidad de Santa Mónica, por la cual lo engendró a la vida terrena, mortal, la que finaliza con la muerte y la maternidad espiritual, mediante la cual Santa Mónica lo engendró para la vida eterna. La primera maternidad de Santa Mónica la describe así San Agustín: “Ella me engendró (…) con su carne para que viniera a la luz del tiempo”, y esto es propio de toda madre –es lo que convierte a una mujer en “madre”-, el concebir y engendrar a sus hijos, en sus cuerpos, para darlos “a luz”, es decir, para que salgan del seno materno y vean, con sus propios ojos, “la luz del tiempo”, la vida terrena. Esto que hizo Santa Mónica es lo que hace toda madre. Pero luego San Agustín describe la otra maternidad de la santa, esta vez, espiritual, y la describe así: “(Ella) me engendró (…) con su corazón, para que naciera a la luz de la eternidad”. Esta segunda maternidad de Santa Mónica, es eminentemente espiritual y no se da en toda madre; se trata de un “engendrar en el corazón” para que el hijo “nazca a la luz de la eternidad”. ¿De qué se trata propiamente? Se trata de un amor materno que trasciende los límites de la maternidad meramente biológica, porque es un amor materno fecundado por la fe en Cristo Jesús; se trata de un amor por el que el hijo es concebido dos veces, la primera, en el cuerpo, y la segunda, en el corazón; por esta segunda concepción, la madre ama más a su hijo que por la primera concepción, la corporal, porque es más fuerte que la primera, al estar este amor maternal espiritual, como decíamos, fecundado por la fe. Por esta segunda concepción, la madre ya no desea para su hijo sólo lo mejor –eso es amar, desear el máximo bien para el otro- en el plano terreno; por esta concepción espiritual, la madre ya no desea sólo para su hijo el éxito mundano, en el tiempo: puesto que se trata de un amor más profundo, desea a su hijo la eterna felicidad, felicidad que trasciende absolutamente el tiempo y el espacio y que es infinitamente más plena que cualquier felicidad temporal y terrena. Santa Mónica, según las palabras de San Agustín, lo engendró doblemente, la primera, de modo corporal, como hace toda madre; la segunda, de modo espiritual, como debería hacer toda madre con sus hijos. Ésta es la razón por la cual Santa Mónica es modelo de madre: porque engendra, por el Amor de Dios, a su hijo, en su corazón y desea para su hijo, no el éxito mundano, que es pasajero y superficial, sino la vida eterna. En esto consiste el verdadero amor, porque si amar es “desear el bien para el otro”, engendrar a un hijo para la vida eterna, es la máxima prueba de amor hacia ese hijo.
         Que a ejemplo de Santa Mónica, toda madre sea capaz de dar a luz a sus hijos, no sólo corporalmente, sino con el corazón, para que sus hijos nazcan a la luz de la eternidad, en donde se encuentra el Amor de los amores, Cristo Jesús.



[1] Confesiones, lib. IX.

lunes, 24 de agosto de 2015

San Bartolomé, modelo de santidad y de seguimiento de Jesucristo


         San Bartolomé es ejemplo de quien, oyendo hablar de Jesucristo como el Mesías, desea conocerlo personalmente, para seguirlo y dar la vida por Él. Según el relato evangélico, San Bartolomé –llamado “Natanael” en el Evangelio[1]- fue llamado por Felipe, inmediatamente después de que Felipe fuera a su vez llamado por Jesús. El Evangelio narra que Jesús llamó a Felipe y éste fue a llamar a San Bartolomé, diciéndole que “habían encontrado al Mesías”: “Felipe se encontró a Natanael y le dijo: ‘Hemos encontrado a aquél a quien anunciaron Moisés y los profetas. Es Jesús de Nazaret’. Natanael le respondió: ‘¿Es que de Nazaret puede salir algo bueno?’ Felipe le dijo: ‘Ven y verás’. (Jn 1, 49)”. Luego de este encuentro, y a pesar de que San Bartolomé dudara, no de Jesús como Mesías, sino del lugar en donde había sido encontrado por Felipe –en efecto, San Bartolomé dice: “¿Es que de Nazaret puede salir algo bueno?”, tal vez debido a que San Bartolomé pensaba que el Mesías, por ser tal, debía nacer en un lugar más importante-, sigue a Felipe con el deseo, puesto por Dios en su corazón, de ver al Mesías. San Bartolomé responde a esta gracia con un corazón puro y lleno de amor por el Mesías, puesto que desea buscar y encontrar al Mesías, de quien ya sabe el nombre, Jesús de Nazaret, no por mezquinos intereses, sino por ser Jesús Quien Es, el Mesías, el Salvador, “Aquél a quien anunciaron Moisés y los profetas”. Esta pureza de corazón de San Bartolomé es reconocida por el mismo Jesús, quien apenas ve a San Bartolomé, lo elogia diciendo: “Ahí tienen a un israelita de verdad, en quien no hay engaño”. La ausencia de engaño, es decir, la ausencia de mentira en San Bartolomé, es un indicio clarísimo de la Presencia del Espíritu de Dios en su corazón, puesto que, así como el amor a la Verdad es señal de la Presencia de Dios en un alma, así también la mentira es señal no sólo de ausencia de Dios y su Espíritu, sino de la presencia del Demonio, llamado “Padre de la mentira” por parte de Jesús (cfr. Jn 8, 44). Luego de este encuentro y de que Jesús alabara su amor por la Verdad, se entabla un diálogo entre San Bartolomé y Jesús, en el que San Bartolomé reconoce a Jesús como al Mesías y en el que Jesús le anticipa algo que está reservado sólo a los grandes santos: ver al Mesías y a los ángeles de Dios subir y bajar alrededor de Él: “Natanael le preguntó: ‘¿Desde cuándo me conoces?’ Le respondió Jesús: ‘Antes de que Felipe te llamara, cuando tú estabas allá debajo del árbol, yo te vi’. Le respondió Natanael: ‘Maestro, Tú eres el Hijo de Dios, Tú eres el Rey de Israel’. Jesús le contestó: ‘Por haber dicho que te vi debajo del árbol, ¿crees? Te aseguró que verás a los ángeles del cielo bajar y subir alrededor del Hijo del Hombre’. (Jn 1, 43)”. A partir del encuentro personal con Jesús de Nazareth, el Mesías, San Bartolomé no lo abandonará nunca más, ni en esta vida, ni en la otra, en donde goza por la eternidad de su contemplación: San Bartolomé dará su vida por Jesús, muriendo mártir en la India, siendo despellejado vivo por predicar el Evangelio[2].
         Como vemos, la vida de San Bartolomé es un maravilloso ejemplo de santidad, a imitar por todo aquel que busque a Jesús como al Mesías, como al Salvador, como al Redentor de la humanidad: San Bartolomé ama a Jesús por ser Él quien ES, el Hombre-Dios encarnado para redimir a los hombres y conducirlos a la bienaventuranza eterna y da la vida por Él. Al recordarlo en su día, pidamos al santo que interceda por nosotros para que, a imitación suya, busquemos a Jesús sin doblez de corazón y que  amemos a Jesús por lo que ES, Dios de majestad infinita, y no por lo que da.




[1] Bartolomé es un sobrenombre o segundo nombre que le fue añadido a su antiguo nombre que era Natanael (que significa “regalo de Dios”) Muchos autores creen que el personaje que el evangelista San Juan llama Natanael, es el mismo que otros evangelistas llaman Bartolomé. Porque San Mateo, San Lucas y San Marcos cuando nombran al apóstol Felipe, le colocan como compañero de Felipe a Natanael; cfr. https://www.ewtn.com/spanish/Saints/Bartolom%C3%A9_8_24.htm
[2] Por este motivo, se lo representa a San Bartolomé sosteniendo su propia piel en sus brazos, a modo de abrigo; cfr. https://www.ewtn.com/spanish/Saints/Bartolom%C3%A9_8_24.htm

viernes, 21 de agosto de 2015

San Pío X y el porqué de rezar con los Salmos


         ¿Por qué rezar con los salmos? Además de los consagrados, ¿puede un laico rezar con los salmos? San Pío X nos da las respuestas a estas preguntas y nos da las razones por las cuales hay que rezar con los salmos y por las cuales un laico también debe rezar los salmos, y no solo los consagrados. San Pío X afirma que los salmos sirven para “suscitar la piedad cristina” ofreciendo por ellos a Dios un tributo de alabanza. Así, se constituye en “voz de la Iglesia” que enseña a los fieles a “alabar a Dios y al Cordero”[1].
        Además, continúa San Pío X, los salmos inducen a cultivar las más altas virtudes”. Con San Atanasio, afirma que los salmos “son como un espejo, en el que los que salmodian se contemplan a sí mismos y sus sentimientos y con estos sentimientos los recitan”. Para reafirmar esta idea, cita a San Agustín, quien sostiene que “lloró” con los salmos, al tiempo que se sentía “inflamado de piedad” a medida que “la verdad” se iba haciendo más clara dentro de sí. Pero luego San Pío X dice que los salmos expresan “esbozado” a Cristo y, con San Agustín, afirma que este Crsito que ora en los salmos agradece, suplica, intercede, adora a Dios: "¿Quién no se sentirá inflamado de amor al descubrir la imagen esbozada de Cristo redentor, de quien san Agustín «oía la voz en todos los salmos, ora salmodiando, ora gimiendo, ora alegre por la esperanza, ora suspirando por la realidad»?". 
      Ahora bien, en la misma línea de San Agustín, podemos afirmar que rezar los salmos implica algo mucho más profundo que el suscitar subjetivamente sentimientos de piedad y es algo mucho más profundo que elevar alabanzas a Dios "con los propios sentimientos", como dice San Atanasio. ¿Por qué decimos esto? Trataremos de explicarlo. Según lo que afirma San Agustín, rezar con los salmos es imitar a Cristo, porque si es que Cristo está esbozado en los salmos, entonces quien reza el salterio imita a Cristo que por los salmos agradece, alaba, adora a Dios, al igual que Cristo, es decir, lo imita. 
      Pero decimos que también significa algo todavía más profundo, desde el momento en que no se trata de solo imitar a Cristo, sino de participar de su propia oración al Padre; es unirse mística, espiritual y sobrenaturalmente a Cristo orante. Es decir, quien reza los salmos, mucho más que verse encendido en deseos de virtud y de piedad, participa místicamente de la oración que Cristo eleva a Dios por medio de los salmos, se identifica con Cristo, hace suyos sus mismos sentimientos y se convierte, por así decirlo –por medio de esta participación a la oración de Cristo- en Cristo que ora al Padre. Y así se constituye en la “voz de la Iglesia” de la que habla San Pío X, porque con los salmos, rezan a Dios el Cuerpo Místico unido a la Cabeza, que es Cristo.
       Estas son entonces las razones por las cuales el cristiano laico -y no solo el consagrado- debe rezar con los salmos: no solo porque le suscitan sentimientos de piedad y deseos de virtud, sino porque la verdad se abre paso en sus almas por la recitación del salterio, y esa verdad es la unión mística y sobrenatural con Cristo Cabeza del Cuerpo Místico, que a través de los salmos eleva su espíritu al Padre.



[1] De la Constitución apostólica Divino afflante Spiritu, del Papa San Pío X; (AAS 3 [1911], 633-635)

jueves, 20 de agosto de 2015

San Bernardo de Claraval y el amor a Dios como forma de corresponder gratuitamente al Divino Amor


         En uno de sus escritos[1], San Bernardo nos ayuda a entender la razón por la cual, en el cumplimiento del Primer Mandamiento de la Ley de Dios: “Amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo”, radica la felicidad del ser humano. En este mandamiento, en el que está resumida y concentrada toda la Ley Nueva, se manda a amar con un triple amor: a Dios, al prójimo y a uno mismo, y esto basta para que el ser humano alcance la plena felicidad, debido a la naturaleza misma del amor, según San Bernardo. El santo afirma que “El amor basta por sí solo, satisface por sí solo y por causa de sí”[2]. Es decir, Dios obra por amor y sólo por amor, y por ese motivo es que “ordena” a su creatura predilecta, el hombre, que si quiere habitar con Él, en el tiempo y en la eternidad, haga lo mismo que Él: que ame. Si el hombre quiere vivir en Dios y de Dios, entonces debe ser Dios, debe convertirse en aquello que ama, y es el Amor de Dios, y para ello, debe amar. “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8), dice el Evangelista Juan: por lo tanto, nadie que no “sea amor”, puede estar en su Presencia, ni en esta vida, ni en la otra. En esta vida, está en Presencia de Dios –Dios inhabita en él- aquél que vive en gracia; en la vida eterna, la gracia se convertirá en gloria y aquél que vivía en gracia, será glorificado en cuerpo y alma e inhabitará en Dios Uno y Trino por la eternidad. Pero esto es solo posible para quien se “convierta” en Dios, es decir, para quien participe del Ser divino trinitario a través del amor, del triple amor que manda el Primer Mandamiento; sólo así podrá estar en la Presencia de Dios, según el axioma filosófico: “lo semejante ama lo semejante”. Si no se es amor en Dios y por su gracia, no puede el alma, ni estar en Presencia de Dios, ni Dios puede inhabitar en esa alma, sólo quien “es Amor” puede hacerlo y para esto es que Dios manda el triple amor del Primer Mandamiento. Ésta es la razón también por la cual el pecado excluye de Dios, puesto que el pecado es malicia y la malicia es incompatible con la santidad y con el Amor de Dios.
         El amor, dice San Bernardo, es lo único con lo cual la creatura puede retribuirle a Dios, que “es Amor” y a su vez, es lo único que lo hace semejante a Dios y es lo único, por lo tanto, que le da felicidad, porque asemeja, en la gratuidad del amor, a Dios, que ama por el solo hecho de que quiere ser amado: “Entre todas las mociones, sentimientos y afectos del alma, el amor es lo único con que la creatura puede corresponder a su Creador, aunque en un grado muy inferior, lo único con que puede restituirle algo semejante a lo que él le da. En efecto, cuando Dios ama, lo único que quiere es ser amado: si él ama, es para que nosotros lo amemos a él, sabiendo que el amor mismo hace felices a los que se aman entre sí”[3].
         Ésta es la razón entonces por la cual el cristiano debe “cumplir” el Primer Mandamiento: porque Dios es Amor y quiere que el hombre “se convierta” en Él, que es Amor; un Amor eterno, inagotable, incomprensible y, sobre todo, gratuito, porque no busca otra cosa que amar y ser amado. Entonces, ¿por qué cumplir el Primer Mandamiento, según San Bernardo? Porque Dios es Amor y me ama gratuitamente y sólo con el triple amor –a Dios, al prójimo y a mí mismo-, no solo corresponderé a ese Amor divino, sino que seré Amor divino. No hay otra razón para “cumplir” el Primer Mandamiento, que la gratuidad del Divino Amor, lo cual se resume en esta frase de San Bernardo: “Amo porque amo; amo por amar”[4], es decir: “Amo a Dios porque amo el Amor; amo por el simple hecho de amar el Amor”.




[1] De los Sermones de san Bernardo, abad, sobre el Cantar de los cantares (Sermón 83, 4-6: Opera omnia, edición cisterciense, 2 [1958], 300-302).
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.

miércoles, 19 de agosto de 2015

San Expedito y su urgente respuesta a la gracia de la conversión


         San Expedito es el “santo de las causas urgentes”: así, en su día, se acercan miles de personas, a lo largo y ancho del país, para obtener algún favor del santo, como por ejemplo, curaciones, salud, trabajo, y muchas otras cosas más, que necesitan de una pronta solución. No está mal pedir esto al santo, pero hay una verdadera “causa urgente”, que por su naturaleza se antepone a cualquier otra causa, por urgente que sea. ¿Cuál es esta “causa urgente”, por la cual tenemos que pedir la intercesión de San Expedito en primer lugar? La verdadera “causa urgente” que se antepone a toda otra “causa urgente”, es la de la propia conversión y la conversión de nuestros seres queridos, porque si no nos convertimos a Dios de todo corazón, aun cuando obtengamos salud, trabajo, y la solución de cualquier otra situación, de nada nos servirá, según las palabras de Jesús: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su alma?” (Mt 16, 26). No hay causa más urgente que la conversión y San Expedito es ejemplo de esto, porque al presentársele la libre opción entre aceptar la gracia de la conversión para dejar su antigua vida de pagano, o continuar libremente con su vida de pagano, eligió, en el acto y sin dudarlo, la gracia de la conversión. Ésta es la verdadera y única “causa urgente” por la cual debemos pedirle al santo, porque así se cumplirán las palabras de Jesús en nuestras vidas: “Preocúpense primero por el Reino de los cielos y lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6, 33), lo cual quiere decir que, si buscamos la conversión del corazón, es decir, si buscamos a Dios, que está en la cruz y en la Eucaristía, con todo el corazón, todo lo demás –todas las “causas urgentes” secundarias-, se nos dará por añadidura, incluso hasta sin pedirlas, porque Dios “sabe qué es lo que necesitamos”.
         A los santos los pone la Iglesia no sólo para que contemplemos sus virtudes, sino para que los imitemos y eso es lo que debemos hacer con San Expedito: imitarlo en su prontitud y celeridad para responder a la gracia de la conversión, sosteniendo la cruz de Jesucristo en lo alto y diciendo: “Hodie! ¡Hoy! ¡Hoy, ya, ahora, dejo mi vida de pagano, mi vida de hombre viejo, mi vida de falta de perdón, de rencores, de resentimientos, de apego a las cosas bajas del mundo, para abrazar la cruz de Jesucristo y unirme a su Sagrado Corazón, para comenzar a vivir la vida nueva de los hijos de Dios, la vida de la gracia! ¡Hoy dejo atrás, para siempre, por el poder de la cruz y de la Sangre de Jesucristo, toda malicia, todo mal deseo, todo mal pensamiento, toda mala palabra, toda mala obra, para ser bañado por la Sangre del Cordero y así vivir con la santidad de Jesucristo!”.

Ésta es la verdadera “causa urgente” que debemos pedir, para nosotros y para nuestros seres queridos; lo demás, se dará por añadidura.

viernes, 14 de agosto de 2015

San Maximiliano Kolbe y la consagración a María como medio para alcanzar la santidad


En sus escritos, San Maximiliano Kolbe da la respuesta al interrogante existencial: ¿para qué estamos en esta vida? Dice San Maximiliano que estamos en esta vida para “santificar y salvar nuestras almas[1]”. ¿De qué manera lo conseguimos? Dando a Dios “la gloria que Él merece (…) la mayor gloria posible”: “En la actualidad se da una gravísima epidemia de indiferencia, que afecta, aunque de modo diverso, no sólo a los laicos, sino también a los religiosos. Con todo, Dios es digno de una gloria infinita. Siendo nosotros pobres criaturas limitadas y, por tanto, incapaces de rendirle la gloria que él merece, esforcémonos, al menos, por contribuir, en cuanto podamos, a rendirle la mayor gloria posible”[2]. ¿En qué consiste esta glorificación de Dios? En la salvación de las almas, salvación obtenida al precio del sacrificio de Jesús en la cruz. Es por eso que el cristiano dará mayor gloria a Dios, cuanto más trabaje y se esfuerce por la salvación de las almas, la propia y las de sus hermanos, y en esto consistirá el “ideal más sublime” que una persona pueda tener en esta vida: “La gloria de Dios consiste en la salvación de las almas, que Cristo ha redimido con el alto precio de su muerte en la cruz. La salvación y la santificación más perfecta del mayor número de almas debe ser el ideal más sublime de nuestra vida apostólica”[3].
         Ahora bien, el mejor camino para glorificar a Dios, por medio de la salvación de las almas, es la obediencia a quienes son “sus representantes en la tierra”, porque la obediencia es la que nos manifiesta cuál es la voluntad de Dios: “Cuál sea el mejor camino para rendir a Dios la mayor gloria posible y llevar a la santidad más perfecta el mayor número de almas, Dios mismo lo conoce mejor que nosotros, porque él es omnisciente e infinitamente sabio. Él, y sólo él, Dios omnisciente, sabe lo que debemos hacer en cada momento para rendirle la mayor gloria posible. ¿Y cómo nos manifiesta Dios su propia voluntad? Por medio de sus representantes en la tierra. La obediencia, y sólo la santa obediencia, nos manifiesta con certeza la voluntad de Dios”[4].
Es decir, Dios, que quiere que “todos los hombres se salven”, quiere obrar a través nuestro su misericordia; quiere mostrar, a través de sus hijos adotpivos, su infinita bondad para con todos, porque a todos los hombres los quiere con Él, pero para eso, necesita –por así decirlo- de nosotros, para manifestar su Amor a los hombres por medio de nuestra vida. Y es aquí en donde se ve la necesidad de la obediencia, porque implica docilidad y humildad, a los superiores, a través de quienes se manifiesta su voluntad. En otras palabras, solo si somos dóciles y humildes a nuestros superiores, podrá Dios manifestar su voluntad en nuestras vidas, la cual será siempre que seamos una imitación y prolongación del Amor de Dios hecho carne, Cristo Jesús. Dice así San Maximiliano: “Dios (…) por medio de sus representantes aquí en la tierra, nos revela su admirable voluntad, nos atrae hacia sí, y quiere por medio nuestro atraer al mayor número posible de almas y unirlas a sí del modo más íntimo y personal”[5]. Por el contrario, un alma indócil y desobediente, al no obedecer a sus superiores, no le puede ser manifestada cuál sea la voluntad de Dios sobre ella, y no puede por lo tanto convertirse en instrumento del Divino Amor, que quiere a través suyo salvar a muchas almas. El alma dócil y obediente, el alma “obra conforme a la voluntad de Dios”, y en eso consiste “la grandeza del hombre”[6].
         La obediencia es “el único camino” para la santificación, porque consiste en la imitación de Cristo que, siendo Dios, se hizo hombre y en su etapa de niñez y juventud, “vivió sujeto y obedeció” a sus padres terrenos, San José y la Virgen: “Éste y sólo éste es el camino de la sabiduría y de la prudencia, y el modo de rendir a Dios la mayor gloria posible (…) Los treinta años de su vida escondida son descritos así por la sagrada Escritura: Y les estaba sujeto. Igualmente, por lo que se refiere al resto de la vida toda de Jesús, leemos con frecuencia en la misma sagrada Escritura que él había venido a la tierra para cumplir la voluntad del Padre”[7].
         El lugar donde se aprende la obediencia por amor, es “el crucifijo”, el “libro más bello y auténtico en donde profundizar este amor”: “El libro más bello y auténtico donde se puede aprender y profundizar este amor (que lleva a sacrificar la propia voluntad) es el Crucifijo”[8].
Por último, el modo más perfecto, según San Maximiliano María Kolbe, de cumplir la voluntad de Dios, es consagrándonos a María Santísima, porque a Ella “Dios le ha confiado toda la economía de la misericordia”, porque su voluntad –la de la Virgen-, es la voluntad de Dios: “(el amor de sacrificio) lo obtendremos mucho más fácilmente de Dios por medio de la Inmaculada, porque a ella ha confiado Dios toda la economía de la misericordia” (…) y porque al consagrarnos a Ella, seremos, como María y en María, instrumentos de la Divina Misericordia: “La voluntad de María (…) es la voluntad del mismo Dios (…) consagrándonos a ella, somos también como ella, en las manos de Dios, instrumentos de su divina misericordia. Dejémonos guiar por María; dejémonos llevar por ella, y estaremos bajo su dirección tranquilos y seguros: ella se ocupará de todo y proveerá a todas nuestras necesidades, tanto del alma como del cuerpo; ella misma removerá las dificultades y angustias nuestras”[9].






[1] Cfr. Gli scritti di Massimiliano Kolbe eroe di Oswiecim e beato della Chiesa, vol 1, Cittá di Vita, Firenze 1975, 44-46. 113-114.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.
[6] Cfr. ibidem.
[7] Cfr. ibidem.
[8] Cfr. ibidem.
[9] Cfr. ibidem.

martes, 11 de agosto de 2015

Santa Clara y la contemplación de Cristo en la Eucaristía, en el Pesebre y en la Cruz




         Santa Clara, en una carta[1] a Santa Inés de Praga, le recomienda que “atienda a la pobreza, humildad y caridad de Cristo”, para obtener la felicidad. Ahora bien, esta contemplación de Jesucristo debe ser realizada, según Santa Clara, en la Eucaristía, en el Pesebre de Belén y en la Cruz del Calvario.
En su carta, Santa Clara, despegándose de las cosas terrenas y elevando su alma a la contemplación de Jesús en la Eucaristía, afirma que la dicha está en Él, en la unión con su Sagrado Corazón, por medio del banquete escatológico, la Santa Misa, y la razón de esto es que Jesús Eucaristía, a quien adoran los ángeles en el cielo, sacia el alma con la bondad divina; Jesús en la Eucaristía es Aquél que resucitará a los muertos a la vida de Dios y hará felices a quien lo contemplen en la visión beatífica: “Dichoso, en verdad, aquel a quien le es dado alimentarse en el sagrado banquete y unirse en lo íntimo de su corazón a aquel cuya belleza admiran sin cesar las multitudes celestiales, cuyo afecto produce afecto, cuya contemplación da nueva fuerza, cuya benignidad sacia, cuya suavidad llena el alma, cuyo recuerdo ilumina suavemente, cuya fragancia retornará los muertos a la vida y cuya visión gloriosa hará felices a los ciudadanos de la Jerusalén celestial: él es el brillo de la gloria eterna”[2].
Luego Clara compara a Jesús, “reflejo de la luz eterna”, con un “espejo”, en el que el alma debe reflejarse cada hora de todos los días, porque al contemplar su Santa Faz, el alma queda adornada con las virtudes de Cristo, siendo convertida en una imagen de Cristo; es decir, Jesús es un espejo que, a la inversa de los espejos de la tierra, que reflejan la imagen propia, sin cambiar para nada el aspecto, Jesús por el contrario, es un espejo en el que el alma debe ver reflejada su rostro en el Rostro de Jesús, pero puesto que es un espejo vivo, que refleja en el alma la imagen de Jesús, y no solo la refleja, sino que la transforma en aquello que refleja, convirtiendo al alma en una prolongación de este espejo, es decir, en una prolongación del mismo Jesús, al infundirle al alma sus virtudes: “(Jesús es) un reflejo de la luz eterna, un espejo sin mancha, el espejo que debes mirar cada día, oh reina, esposa de Jesucristo, y observar en él reflejada tu faz, para que así te vistas y adornes por dentro y por fuera con toda la variedad de flores de las diversas virtudes, que son las que han de constituir tu vestido y tu adorno, como conviene a una hija y esposa castísima del Rey supremo”[3].
Ahora bien, en este divino espejo que es Cristo, brillan de un modo particular la pobreza de la cruz, la humildad del Cordero y la caridad de la Divina Misericordia: “En este espejo brilla la dichosa pobreza, la santa humildad y la inefable caridad, como puedes observar si, con la gracia de Dios, vas recorriendo sus diversas partes”[4].
Lo primero que destaca en este espejo que es Jesús, es la pobreza, que no es otra que la pobreza del Pesebre de Belén, porque siendo Dios, Jesús elige nacer en un pobre pesebre de Belén, en donde comenzó su dolorosa redención de la humanidad; la contemplar la pobreza voluntaria –y las penalidades que se siguen de esta pobreza-, el alma elige para sí misma esta pobreza del pesebre de Belén: “Atiende al principio de este espejo, quiero decir a la pobreza de aquel que fue puesto en un pesebre y envuelto en pañales. ¡Oh admirable humildad, oh pasmosa pobreza! El Rey de los ángeles, el Señor del cielo y de la tierra es reclinado en un pesebre”[5].
Junto a la pobreza, destaca en este espejo la humildad, que es la base de las virtudes de Dios Encarnado, y la humildad que Él pide que imitemos de su Sagrado Corazón –“Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”[6]-; la pobreza y la humildad van juntas en el Hijo de Dios, y por eso mismo, deben ir juntas en el alma que lo contempla: “En el medio del espejo considera la humildad, al menos la dichosa pobreza, los innumerables trabajos y penalidades que sufrió por la redención del género humano”[7].
Por último, lo que el alma debe contemplar en este espejo que es Cristo, es la caridad, el Amor Divino, la Divina Misericordia, que se encarnan en Cristo Jesús y en Él se manifiestan visiblemente, sobre todo, en su sacrificio en cruz: “Al final de este mismo espejo contempla la inefable caridad por la que quiso sufrir en la cruz y morir en ella con la clase de muerte más infamante”[8].
Y quien contemple el dolor de Cristo en la cruz, será revestido de la divina caridad, del Divino Amor: “Este mismo espejo, clavado en la cruz, invitaba a los que pasaban a estas consideraciones, diciendo: ¡Oh vosotros, todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor! Respondamos nosotros, a sus clamores y gemidos, con una sola voz y un solo espíritu: Mi alma lo recuerda y se derrite de tristeza dentro de mí. De este modo, tu caridad arderá con una fuerza siempre renovada, oh reina del Rey celestial”[9].
Quien contemple a Cristo en la Eucaristía, en el Pesebre de Belén y en la Cruz, se sentirá atraído por el “buen olor de Cristo”, y nada deseará, ni en esta vida ni en la otra, que no sea el Amor del Hombre-Dios, Cristo Jesús: “Contemplando además sus inefables delicias, sus riquezas y honores perpetuos, y suspirando por el intenso deseo de tu corazón, proclamarás: ‘Arrástrame tras de ti, y correremos atraídos por el aroma de tus perfumes, esposo celestial. Correré sin desfallecer, hasta que me introduzcas en la sala del festín, hasta que tu mano izquierda esté bajo mi cabeza y tu diestra me abrace felizmente y me beses con los besos deliciosos de tu boca’”[10].
Santa Clara, entonces, nos propone contemplar a Jesucristo -en la Eucaristía, en el Pesebre de Belén y en la Cruz-, como si fuera un espejo en el que debemos ver reflejadas nuestras almas, para quedar no solo revestidos de sus virtudes, sino para amarlo más que a cualquier otra cosa, en esta vida y en la eternidad.



[1] De la Carta de santa Clara, virgen, a la santa Inés de Praga, “scritos de santa Clara, edición Ignacio Omaechevarría. Madrid 1970, pp. 339-341.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.
[6] Cfr. Mt 11, 29.
[7] Cfr. ibidem.
[8] Cfr. ibidem.
[9] Cfr. ibidem.
[10] Cfr. ibidem.

viernes, 7 de agosto de 2015

San Cayetano y el verdadero pan y trabajo


         A San Cayetano lo solemos asociar, generalmente, con una imagen estereotipada: es el santo que da “pan y trabajo”, y ésa es la razón por la cual en su día, acuden a sus santuarios, capillas y lugares de devoción, miles de fieles para solicitarle esta ayuda al santo. Está bien que pidamos esto al santo, pero su mensaje de santidad es infinitamente más rico que el simplemente ser el intercesor para darnos “pan y trabajo”. En todo caso, además del pan y del trabajo materiales y terrenos, debemos pedirle a San Cayetano por “otro pan” y “otro trabajo”, según las palabras de Jesús: “Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que permanece para la vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre” (Jn 6, 27). Claramente, Jesús nos está hablando también de “pan y trabajo”, pero de un pan y de un trabajo que no son de este mundo, sino del Reino de los cielos, porque el pan al cual Él hace referencia, es el “Pan Vivo bajado del cielo”, la Eucaristía, porque es el único Pan que da la vida eterna: “El Pan que Yo les daré es mi Carne para la vida del mundo”. Y para conseguir este Pan celestial, debemos “trabajar” dice Jesús. Ahora bien, ¿en qué consiste este “trabajo” con el cual debemos conseguir el Pan celestial, la Eucaristía? Puede referirse a dos cosas: por un lado, puede referirse al trabajo que como bautizados y católicos debemos hacer en la Iglesia, para que la Eucaristía, la Santa Misa, pueda celebrarse todos los días y así el Pan Eucarístico pueda ser repartido a nuestros hermanos: en las Parroquias, se necesita del trabajo y del esfuerzo, no sólo del párroco y de los sacerdotes, sino también de todos los que están involucrados en las distintas instituciones parroquiales, y es deber de todos cooperar –con tiempo, talento y dinero-, para que la Santa Misa pueda celebrarse, para que el templo pueda sostenerse, para que pueda darse Catecismo a todos, así todos pueden acceder al Pan de Vida eterna.
         El otro tipo de “trabajo” que nos dice Jesús, es el personal, el interior, que consiste en cargar la cruz de todos los días, negarnos a nosotros mismos, y seguir en pos de Jesús, la única manera por la cual no solo viviremos en gracia, sino que la conservaremos y la acrecentaremos, y así nos haremos dignos de alimentarnos con el Pan que da la vida eterna, la Eucaristía.

         Pidamos, entonces, a San Cayetano, “pan y trabajo”, pero no solo el pan y el trabajo terrenos, sino ante todo, que interceda para que Nuestro Señor Jesucristo nos conceda el “Pan de Vida eterna”, la Eucaristía, y nos dé las fuerzas para trabajar en su Viña, que es la Iglesia, de modo que procuremos esta Pan celestial, no solo para nosotros, sino para nuestros hermanos, sobre todo los más necesitados, los más alejados de Jesús.

Las elementos del Sagrado Corazón de Jesús y su significado


         ¿Cuáles son los elementos y del Sagrado Corazón y cuál es su significado?
         Los elementos son: el Corazón, las llamas, el Agua y la Sangre que brotaron de él, la corona de espinas que lo circunda, la cruz en la base, las espinas y la herida abierta de por la lanza y, finalmente, la relación entre los latidos y la corona de espinas.
El Corazón: El Corazón de Jesús no es un corazón más entre tantos: es un Corazón sagrado, por el hecho de ser el Corazón del Hombre-Dios. El Corazón de Jesús es sagrado porque todo Él está santificado por la unión hipostática, personal, del Corazón en la Persona del Hijo de Dios. Al estar unido en la Persona de Dios Hijo, el Corazón de Jesús –y toda su humanidad, Alma y Cuerpo- queda, por este contacto, pleno de la divinidad de la Persona del Verbo de Dios, y ésa es la razón por la cual el Corazón de Jesús es Sagrado, porque en Él inhabita la divinidad. El Corazón de Jesús es el corazón de Dios hecho hombre; es el Corazón de Dios, que se hace hombre para tener un corazón de hombre, pero como el que se hace hombre es Dios, sin dejar de ser Dios, entonces ese corazón se convierte en el Corazón de Dios-Hombre, que ama conjuntamente con amor humano perfectísimo y santificado por la divinidad, y con Amor Divino de la Persona del Verbo de Dios, unido al amor humano perfecto y santificado del Hombre Jesús. Jesús nos da este Sagrado Corazón suyo, pleno del Amor. Al ofrecernos su Sagrado Corazón, Jesús, el Hombre-Dios, nos ofrece la plenitud del Amor Divino y humano que en él inhabita, pero también significa que nos da su Vida, que es la vida misma de Dios Uno y Trino, porque el corazón en el hombre, además de representar la sede del amor, representa la vida misma del hombre, puesto que sin corazón no se puede vivir. Al darnos su Sagrado Corazón, Jesús nos ofrece entonces su Amor Divino y humano y su vida misma, la Vida eterna que brota de su Ser divino trinitario. Con su Sagrado Corazón, Jesús nos da todo lo que ES y todo lo que TIENE.
         Las Llamas: Como el Hijo de Dios espira el Espíritu Santo junto al Padre, tanto como Dios que como Hombre, el Corazón Sagrado de Jesús está inhabitado por el Espíritu Santo y ésa es la razón por la cual el Sagrado Corazón aparece envuelto en llamas: son las llamas del Divino Amor, el Espíritu Santo, que lo abrasan sin consumirlo, así como la zarza ardiente que vio Moisés, estaba envuelta en llamas pero no se consumía. Es el Amor de Dios el que abrasa en el Fuego de su Amor al Sagrado Corazón, y Él está deseoso de abrasar con estas llamas a todas las almas: Jesús quiere amar a todas las almas con el Fuego del Divino Amor; a todos quiere incendiar con estas llamas; a todos quiere ver convertidos en antorchas llameantes, que ardan con el Fuego del Amor Divino, un fuego que no solo no provoca dolor, sino que concede al alma que en este Divino Fuego se ve envuelta, la plenitud de su felicidad, de manera tal que el alma ya nada más quiere ni desea, que no sea al menos una chispa de este Fuego del Divino Amor. Al ofrecernos su Sagrado Corazón, inhabitado por el Espíritu Santo, Jesús nos ofrece, con la Carne de su Corazón empapada en el Divino Amor –así como una esponja está empapada por el agua del mar al ser arrojada en él-, la plenitud del Amor Divino de Dios Uno y Trino, para que el Amor de Dios sea de nuestra posesión personal, a todos y cada uno de los redimidos. Ésa es la razón por la cual quien consume la Carne glorificada del Cordero, Presente en el Pan Eucarístico, recibe de esta Carne, la Vida, el Amor y la Gloria de Dios en los que esta Carne del Cordero está empapada, y esto es lo que explica las palabras de Jesús: “El Pan que Yo daré es mi Carne, para la vida del mundo” (Jn 6, 51). La Carne gloriosa del Sagrado Corazón, empapada en el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, está contenida en la Eucaristía, Pan Vivo bajado del cielo, que alimenta con el Amor de Dios a quien de este Pan, que es Carne glorificada del Cordero, asada en el Fuego del Espíritu Santo, lo comulga con fe y con amor. La Carne gloriosa del Sagrado Corazón de Jesús, envuelta en las llamas del Espíritu Santo, desean consumir y abrasar en el Fuego del Amor Divino a todos los corazones humanos, pero el corazón humano será abrasado en ese Amor sólo si está ávido de ese Amor, así como la madera seca o la hierba seca, al contacto con las llamas, se muestran ávidas del fuego. De la misma manera, nuestros corazones deben ser así, como una madera seca o como un hato de hierbas secas, para que se combustionen al instante, al contacto con la Brasa Ardiente de Amor que es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. De lo contrario, si nuestros corazones son como la roca fría, dura y húmeda, no podrá prender en ellos el Fuego de Amor, el Espíritu Santo.
El Agua y la Sangre que brotaron del Corazón traspasado: El Sagrado Corazón está envuelto en las llamas del Divino Amor, y esas llamas pujan por salir, para incendiar a todos los corazones humanos con el Fuego de este Amor Santo de Dios Trino, pero no puede hacerlo, hasta que no es traspasado por la lanza del soldado romano. Sólo cuando el soldado romano traspasa al Sagrado Corazón, puede el Espíritu Santo, el Fuego del Divino Amor, derramarse sobre las almas y los corazones de los hombres, por medio de la Sangre y el Agua que brotan del Corazón traspasado, como de una fuente inagotable. Quien se acerca al Sagrado Corazón, que está suspendido en la cruz, y se arrodilla ante Él con un corazón contrito y humillado, y pide humildemente, con fe y con amor, que “su Sangre caiga sobre él”, no en un sentido blasfemo e impío, sino para que esta Sangre le lave sus pecados, obtiene del Sagrado Corazón lo que pide, y así el alma se ve bañada por la Sangre y el Agua que brotan de este Corazón Sagrado, quedando no solo limpia de toda mancha de pecado, sino santificada con la santidad misma de Dios, y envuelta toda ella en el Fuego del Divino Amor, comenzando así a arder sin ser consumida, tal como la zarza ardiente de Moisés, figura de los Sagrados Corazones de Jesús y de María, pero también de toda alma en gracia, que vive del Amor de Dios y en el Amor de Dios está envuelta.
         Las espinas: el Sagrado Corazón está envuelto y ceñido por una corona de espinas, gruesas, duras, filosas: son la materialización de nuestros pecados. Las espinas que oprimen al Sagrado Corazón, representan tanto los pecados personales de cada uno, como los pecados de toda la humanidad de todos los tiempos. Si el Sagrado Corazón es la ofrenda de la Trinidad hacia los hombres, la corona de espinas que atenaza y desgarra al Sagrado Corazón, es la ofrenda que a ese mismo Dios Trino hacemos los hombres, a cambio de su Amor. Dios Trino nos da su Amor, contenido en el Sagrado Corazón, y con su Amor, nos da su perdón, su vida divina, su luz y su alegría, y nos lo da sin reservas, para que el Sagrado Corazón sea nuestro único deleite y anhelo, en esta vida y en la otra. Las espinas representan nuestros pecados y es por eso que, al tomar conciencia del dolor moral que le provocamos con nuestros pecados, debemos hacer el propósito de no pecar de más, de huir de las ocasiones próximas de pecado y de vivir en la Presencia de Dios, creciendo en santidad y gracia cada vez más, antes de seguir ofendiendo y lastimando al Sagrado Corazón. Debemos buscar de quitar las espinas propias nuestras y las de nuestros seres queridos, con la penitencia, el ayuno y la oración, para no herir más al Sagrado Corazón.
         La cruz en la base: nos enseña que el Sagrado Corazón está suspendido en la cruz y que por lo tanto, quien desee obtenerlo, debe necesariamente subir a la Cruz para tomar a este Sagrado Corazón, así como un agricultor, recolector de frutas maduras, se sube a un árbol para recoger y cortar una fruta madura y gozar de su dulzor exquisito: el Sagrado Corazón es el fruto más dulce y exquisito del Árbol de la Vida, el Árbol de la Cruz, y quien se sube a este Árbol que es la cruz, para compartir con Jesucristo sus tormentos, dolores y amarguras y hasta su misma propia muerte, podrá tomar de este Árbol más preciado, la cruz, su fruto más exquisito, el Sagrado Corazón, para saborearlo Él solo con fruición y deleite.
         La herida abierta por la lanza: Del Costado traspasado de Jesús fluyen Sangre y Agua y, con ellos, va vehiculizado el Espíritu Santo. La lanzada del soldado romano, cuando Jesús ya estaba muerto en la cruz, es la última crueldad de los hombres hacia el Hombre-Dios; es el último ultraje que los hombres hacen al Hombre-Dios, estando ya Él muerto. Sin embargo, por un misterio incomprensible, ese Corazón traspasado, late con el Amor de Dios, porque la divinidad de Jesús nunca se separó, ni de su Cuerpo Sacratísimo, ni de su Alma Santísima, y es así que, paradójica y misteriosamente, aun estando ya muerto Jesús en la cruz, su Sagrado Corazón, traspasado por la lanza, puesto que late en con el ritmo y la fuerza del Amor de Dios, continúa bombeando Sangre, pero esta vez, no ya hacia su Cuerpo, sino hacia afuera, hacia los hombres, para que la Sangre y el Agua brotados de Él, caigan sobre la humanidad entera y les conceda el perdón de sus pecados y el don de la filiación divina.
         Los latidos del Sagrado Corazón y la corona de espinas: El Sagrado Corazón, si bien está estático en las imágenes, se encuentra dinámico en su realidad, lo que provoca que, al estar circundado por la corona de espinas, esta forme un anillo de punzantes espinas que le provocan inenarrables dolores, tanto en el movimiento de llenado del Corazón –diástole-, como en el movimiento de expulsión de sangre –sístole-: en la fase de llenado, al dilatarse el corazón, sea en sus aurículas como en sus ventrículos, las espinas, duras, gruesas y filosas, se clavan sin misericordia en las paredes cardíacas, mientras que en la fase de expulsión de la sangre, en la sístole, las paredes del Corazón se contraen con fuerza para expulsar la sangre, provocando las espinas otro tipo de dolor lacerante, consecuencia del desgarro que el filo de estas ocasiona en las paredes cardíacas. Puesto que el Sagrado Corazón late con la fuerza y el ritmo del Espíritu Santo, cada latido suyo dice, de parte de Dios  al hombres: “Amor”, mientas que la corona de espinas, puesta por nosotros, representa el odio deicida con el que matamos al Hombre-Dios con nuestra rebelión, con lo que cada latido representa, para el Sagrado Corazón, de parte de los hombres, una muestra de la malicia de sus corazones, que dicen: “Odio”. Al odio deicida de los hombres, Dios responde con el Amor de su Sagrado Corazón, que se dona en su totalidad en la Eucaristía.

         Estos son, entonces, los elementos del Sagrado Corazón y su respectivo significado.

martes, 4 de agosto de 2015

El Cura de Ars y la obligación del hombre: orar y amar


         En estos oscuros días en los que vivimos, días en los que hasta el santo nombre de Dios parece haber desaparecido de la sociedad y de los corazones de los hombres, las enseñanzas del Santo Cura de Ars son un faro de luz en medio de una densa noche oscura. El Cura de Ars decía que el hombre tiene, para con Dios, una “hermosa obligación”: orar y amar[1].
         En su Catequesis sobre la oración, el Cura de Ars comienza diciendo directamente que “el tesoro del hombre está en el cielo”, por lo que hay que mirar directamente al cielo, nuestra meta final: “Consideradlo, hijos míos: el tesoro del hombre cristiano no está en la tierra, sino en el cielo. Por esto nuestro pensamiento debe estar siempre orientado hacia allí donde está nuestro tesoro”[2].
         Luego de hacer elevar la vista –el corazón- hacia el cielo, en donde se encuentra nuestro verdadero y único tesoro que es Dios, el Cura de Ars se detiene a considerar cuál es la obligación del hombre para con Dios. Lejos de considerar a Dios como un ser tiránico, cruel, y hasta sádico, que se complace en la muerte del hombre, tal como lo presenta la propaganda liberal y atea y ciertas exégesis tendenciosas de la Biblia, el Cura de Ars presenta a Dios como un ser de Amor, cuya unión con Él, precisamente, por la oración y el amor, da al hombre aquello que brota de Dios, que Es, en sí mismo, la plenitud de la perfección en el Ser: Amor Puro, que brota de su Ser divino trinitario, y en esto consiste la felicidad del hombre. Para lograr esta felicidad, el Cura sostiene que el hombre debe hacer dos cosas: orar y amar. Orar, porque es el modo de comunicación con Dios; amar, porque el amor con el que el hombre ore y ame a Dios, es connatural a aquello que brota del Ser trinitario divino, como de una fuente inagotable: Amor.
         Dice así el Cura de Ars: “El hombre tiene un hermoso deber y obligación: orar y amar. Si oráis y amáis, habréis hallado la felicidad en este mundo”[3]. La felicidad “en este mundo” no está en las cosas materiales, ni en el éxito mundano, ni en la satisfacción de las pasiones: está en “orar y amar” y esta felicidad es, a su vez, anticipo de la felicidad eterna.
El Cura de Ars afirma que la oración es –produce o conduce a- la unión con Dios, y puesto que Dios es Amor y el Amor de Dios es en sí mismo dulzura, embriaga con esta dulzura a quien a Él se une por la oración, y como al mismo tiempo Dios es luz, quien a Él se une por la oración, además de embriagarse en esta dulzura de su Amor, es iluminado en sus tinieblas espirituales: “La oración no es otra cosa que la unión con Dios. Todo aquel que tiene el corazón puro y unido a Dios experimenta en sí mismo como una suavidad y dulzura que lo embriaga, se siente como rodeado de una luz admirable”[4].
Por la oración y el amor, el hombre se une verdadera, real y metafísicamente con Dios, de manera tal de no ser más dos, sino uno en el Amor –no significa esto que el ser del hombre se mezcle o confunda con el Ser de Dios Trino, lo cual es metafísicamente imposible-; es tan profunda esta unión, que el Cura de Ars la compara a la fusión de dos trozos de cera, como consecuencia de la acción del fuego y esto provoca en el hombre una felicidad imposible de comprender: “En esta íntima unión, Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos en uno solo, que ya nadie puede separar. Es algo muy hermoso esta unión de Dios con su pobre creatura; es una felicidad que supera nuestra comprensión”[5].
Para el Cura de Ars, por la oración, hecha posible por la gracia de Dios, se establece un intercambio de amor entre Dios y el hombre: el hombre le da a Dios su oración, que es “como el incienso”, el cual “agrada a Dios”, y con la miel; por su parte, Dios le da al hombre su Amor y su dulzura: “Nosotros nos habíamos hecho indignos de orar, pero Dios, por su bondad, nos ha permitido hablar con él. Nuestra oración es el incienso que más le agrada. Hijos míos, vuestro corazón es pequeño, pero la oración lo dilata y lo hace capaz de amar a Dios. La oración es una degustación anticipada del cielo, hace que una parte del paraíso baje hasta nosotros. Nunca nos deja sin dulzura; es como una miel que se derrama sobre el alma y lo endulza todo”[6].
Por la oración, el hombre recibe “beneficios”, uno de los cuales es el que sus penas “se fundan, como la nieve al sol”: “En la oración hecha debidamente, se funden las penas como la nieve ante el sol”[7].
Y como la oración produce tanto dulzor en el alma, como consecuencia del Amor de Dios, el hombre obtiene “otro beneficio”, y es que el tiempo “transcurra aprisa”, rápido: “Otro beneficio de la oración es que hace que el tiempo transcurra tan aprisa y con tanto deleite, que ni se percibe su duración. Mirad: cuando era párroco en Bresse, en cierta ocasión, en que casi todos mis colegas habían caído enfermos, tuve que hacer largas caminatas, durante las cuales oraba al buen Dios, y, creedme, que el tiempo se me hacía corto”[8].
el Cura de Ars pone como modelos de oración a los santos, y los compara con nosotros, que muchas veces o no sabemos “qué hacer ni pedir”, o, si hacemos oración, la hacemos de un modo apresurado, como si quisiéramos “deshacernos de Dios”: “Hay personas que se sumergen totalmente en la oración, como los peces en el agua, porque están totalmente entregadas al buen Dios. Su corazón no está dividido. ¡Cuánto amo a estas almas generosas! San Francisco de Asís y santa Coleta veían a nuestro Señor y hablaban con él, del mismo modo que hablamos entre nosotros. Nosotros, por el contrario, ¡cuántas veces venimos a la iglesia sin saber lo que hemos de hacer o pedir! Y, sin embargo, cuando vamos a casa de cualquier persona, sabemos muy bien para qué vamos. Hay algunos que incluso parece como si le dijeran al buen Dios: “Sólo dos palabras, para deshacerme de ti...”[9].
Por último, el Cura de Ars afirma que “si acudiéramos a la oración con fe y con amor”, obtendríamos lo que pedimos: “Muchas veces pienso que, cuando venimos a adorar al Señor, obtendríamos todo lo que le pedimos si se lo pidiéramos con una fe muy viva y un corazón muy puro”[10]
De esta manera, con sus enseñanzas, el Santo Cura de Ars no solo elimina el estereotipo de cierta exégesis, que muestra a Dios como un ser justiciero, tiránico, que sólo está para castigar al hombre, sino que nos muestra el verdadero Ser de Dios: un Dios que "es Amor" (cfr. 1 Jn 4, 8) y que da de ese Amor a quien se le une con fe y con amor, por medio de la oración. Y por parte del hombre, el Cura de Ars nos enseña qué hacer para ser felices, en esta vida y en la eternidad: cumplir con la dulce "obligación" para con Dios, orar y amar.
           



[1] De la catequesis de san Juan María Vianney, presbítero; “Catéchisme sur la priére”: A. Monnin, “Esprit du Curé d'Ars”, París 1899, pp. 87-89.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.
[6] Cfr. ibidem.
[7] Cfr. ibidem.
[8] Cfr. ibidem.
[9] Cfr. ibidem.
[10] Cfr. ibidem.