San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

domingo, 29 de noviembre de 2020

San Andrés, Apóstol

 



Vida de santidad[1].

San Andrés nació en Betsaida, población de Galilea, situada a orillas del lago Genesaret. Andrés tiene el honor de haber sido el primer discípulo que tuvo Jesús, junto con San Juan el evangelista. Los dos eran discípulos de Juan Bautista, y este al ver pasar a Jesús (cuando volvía el desierto después de su ayuno y sus tentaciones) exclamó: “He ahí el cordero de Dios”. Andrés se sorprendió al oír semejante elogio y se fue detrás de Jesús (junto con Juan Evangelista), Jesús se volvió y les dijo: “¿Qué buscan?”. Ellos le dijeron: “Señor: ¿dónde vives?”. Jesús les respondió: “Venga y verán”. Y se fueron y pasaron con Él aquella tarde. Nuca jamás habría de olvidar Andrés el momento y la hora y el sitio donde estaban cuando Jesús les dijo: “Vengan y verán”. Esa llamada cambió su vida para siempre. Andrés se fue luego donde su hermano Simón y le dijo: “Hemos encontrado al Salvador del mundo” y lo llevó a donde Jesús.

El día del milagro de la multiplicación de los panes, fue Andrés el que llevó a Jesús el muchacho que tenía los cinco panes, además, Andrés presenció la mayoría de los milagros que hizo Jesús y escuchó todos sus maravillosos sermones, viviendo junto a Él por tres años. En Pentecostés, Andrés recibió junto con la Virgen María y los demás Apóstoles, al Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego, y en adelante se dedicó a predicar el evangelio con gran valentía y obrando milagros y prodigios.

Una tradición muy antigua cuenta que el apóstol Andrés fue crucificado en la provincia de Acaya, en Grecia: se afirma que lo amarraron a una cruz en forma de X y que allí estuvo padeciendo durante tres días, los cuales aprovechó para predicar e instruir en la religión a todos los que se le acercaban. Dicen que cuando vio que le llevaban la cruz para martirizarlo, exclamó: “Yo te venero, oh cruz santa, porque me recuerdas la cruz donde murió mi Divino Maestro. Mucho había deseado imitarlo a Él en este martirio. Dichosa hora en que tú al recibirme en tus brazos, me llevarán junto a mi Maestro en el cielo”. La tradición coloca su martirio en el 30 de noviembre del año 63, bajo el imperio de Nerón.

         Mensaje de santidad.

         Tal vez el episodio más significativo en la vida de Andrés Apóstol sea su encuentro personal con Jesús, cuando después de preguntarle a Jesús dónde vivía, Jesús les dice: “Vengan y verán” y van detrás de Él. Después de este encuentro personal con Jesús, comienza para Andrés una nueva etapa de su vida, que culminará en los cielos, puesto que dará su vida por Jesús, muriendo crucificado como Él. El encuentro con Jesús enciende en Andrés el deseo de comunicar a los demás la gran noticia de Jesús y es por eso que va a decírselo a su hermano Simón: “Hemos encontrado al Salvador”.

         En todo esto, Andrés es nuestro ejemplo de vida y de apostolado: como Andrés, nosotros preguntamos a la Iglesia: “¿Dónde vive Jesús?” y la Iglesia nos responde: “Vayan al sagrario y verán”. Al ir al sagrario, encontraremos a Jesús en Persona, oculto en las apariencias de pan y de vino y desde la Eucaristía, Jesús nos infundirá su Espíritu Santo, que hará que deseemos comunicar a los demás la alegre noticia de haber encontrado al Salvador del mundo en la Eucaristía. Entonces, parafraseando a Andrés, luego de ir adonde se encuentra Jesús Eucaristía y luego de hacer adoración eucarística, saldremos en busca de nuestros hermanos para decirles, igual que Andrés: “Hemos encontrado al Salvador del mundo, Cristo Dios, y está en la Eucaristía”. Por último, no sabemos si hemos de morir mártires como Andrés, porque eso es una gracia particular que Dios da a cada uno, pero sí debemos, como Andrés, abrazar la Santa Cruz de Jesús cada día y decirle a la Cruz: “Yo te adoro, oh Cruz Santa, porque me recuerdas donde murió mi Divino Maestro. Recíbeme en tus brazos, amada Cruz, para que seas tú la que me lleves al cielo”. Entonces, éste es el mensaje de santidad que nos deja Andrés: amor a Cristo Dios en la Eucaristía y amor a la Santa Cruz, camino seguro que conduce al cielo.

        

sábado, 28 de noviembre de 2020

San Francisco Javier y su sobrenatural deseo de proclamar a Cristo Dios

 



         Vida de santidad[1].

Francisco nació cerca de Pamplona (España) en el castillo de Javier, en el año 1506. Siendo muy joven, fue enviado a estudiar a la Universidad de París, y allá se encontró con San Ignacio de Loyola, cuya amistad transformó por completo a Javier, encaminándolo por el camino de la santidad, del seguimiento de Cristo. El santo formó parte del grupo de los siete primeros religiosos con los cuales San Ignacio fundó la Compañía de Jesús. Ordenado sacerdote, colaboró con San Ignacio y sus compañeros en enseñar catecismo y predicar en Roma y otras ciudades. Un poco más tarde, San Ignacio le pidió a Javier que fuera a misionar a la India, a lo que obedeció inmediatamente. Puede decirse que con San Javier empezaron las misiones de los jesuitas, las cuales se caracterizarían por llevar innumerable cantidad de almas a Dios.

Llegado a destino, Francisco Javier, solamente con el libro de oraciones como único equipaje, recorrió India, Indostán, Japón y otras naciones. Además de bautizar por centenares y millares, obró numerosos milagros de curación corporal, al punto que la gente lo consideraba en santo en vida. Se estableció en la ciudad portuguesa de Goa, en la India y allí puso su centro de evangelización, dando clases de Catecismo para niños y adultos; además, promovió el hábito de la Confesión y de la Comunión sacramentales frecuentes. En cada región que evangelizaba, las gentes se convertían de a millares, por lo que dejaba catequistas en cada lugar, para que estos continuaran evangelizando. Era muy austero: comía sólo arroz, sólo tomaba agua, dormía en una pequeña y pobre choza. Sus viajes eran interminables y pasaba muchas penurias, pero el santo escribía: “En medio de todas estas penalidades e incomodidades, siento una alegría tan grande y un gozo tan intenso que los consuelos recibidos no me dejan sentir el efecto de las duras condiciones materiales y de la guerra que me hacen los enemigos de la religión”. Estas palabras del santo son muy importantes, porque demuestran, de primera mano, cómo Dios Trinidad no abandona -no sólo no abandona, sino que recompensa sobreabundantemente- a quienes se entregan a su servicio: si bien considerado humanamente, San Francisco Javier padeció todo tipo de penurias, propias de los viajes de esos tiempos -hablamos del año 1500- e incluso estas penurias se vieron agravadas por las persecuciones y hostilidades sufridas por manos de los enemigos de la religión, Dios Uno y Trino, con los consuelos y alegrías interiores que concedió a San Francisco Javier, hizo que éste prácticamente no sintiera ni las penurias de los viajes, ni las agresiones de los enemigos de la religión. Algo muy similar sucedió con los Conquistadores y Evangelizadores que envió la Madre Patria España a Hispanoamérica.

En un momento determinado, el santo decidió ir a misionar al Japón, pero resultó que allá lo despreciaban porque vestía muy pobremente, al contrario de lo que le sucedía en la India, en donde lo respetaban y veneraban por vestir como los pobres del pueblo. Entonces se dio cuenta de que en Japón era necesario vestir con cierta elegancia, para lo cual se vistió de embajador -título que poseía en la realidad, ya que el rey de Portugal le había conferido ese cargo- y así, con toda la pompa y elegancia, acompañado de un buen grupo de servidores muy elegantes y con hermosos regalos se presentó ante el primer mandatario. Al verlo así, lo recibieron muy bien y le dieron permiso para evangelizar, logrando convertir a un gran número de japoneses.

Podríamos decir que, hasta entonces, su tarea evangelizadora había tenido mucho éxito, tanto en India como en Japón y en muchos otros lugares. Sin embargo, en San Francisco ardía el fuego del Espíritu Santo, que lo hacía consumirse en deseos de proclamar la Buena Noticia de Cristo Dios a todos los hombres; por esta razón, no contento con su tarea evangelizadora en India y Japón, decidió ir a misionar a China, para allí convertir a la religión católica al mayor número posible de sus habitantes. Al emprender esta tarea, se dio con una primera gran dificultad: en China estaba prohibida la entrada a los blancos de Europa, aunque consiguió que el capitán de un barco lo llevara a la isla desierta de San Cian, a unos cien kilómetros de Hong–Kong. Llegados a este lugar, el santo fue abandonado por quienes lo habían llevado y pronto enfermó, muriendo en una pobre choza, aterido de frío y en soledad, el tres de diciembre de 1552, pronunciando el nombre de Jesús. Tenía sólo 46 años. A su entierro no asistieron sino un catequista que lo asistía, un portugués y dos negros. El Papa Pío X nombró a San Francisco Javier como Patrono de todos los misioneros porque fue si duda uno de los misioneros más grandes que han existido.

         Mensaje de santidad.

Además de su sobrenatural deseo de proclamar a Cristo, reflejado en las increíbles penurias que tuvo que soportar a lo largo de sus innumerables viajes evangelizadores -en once años recorrió la India, el Japón y varios países más-, el mensaje de santidad de San Francisco Javier puede tal vez sintetizarse en la oración del día de su fiesta, que dice así: “Señor, tú has querido que varias naciones llegaran al conocimiento de la verdadera religión por medio de la predicación de San Francisco Javier”. Es decir, según la Iglesia, fue el mismo Dios Uno y Trino quien obró la evangelización de “numerosas naciones” a través de San Francisco Javier. El santo fue un dócil instrumento en las manos amorosas de Dios, que por medio suyo reveló a quienes vivían en el paganismo, la Alegre Noticia de la Salvación de la humanidad por medio del Sacrificio de Cristo en la Cruz. Al recordarlo en su día, le pidamos al santo que interceda ante la Santísima Trinidad para que también nosotros nos veamos inflamados en el amor a Cristo, para proclamarlo a toda la humanidad, aun a costa de la vida terrena.

 

jueves, 19 de noviembre de 2020

San Andrés Dung-Lac y compañeros mártires

 


Vida de santidad[1].

San Andrés Dung-Lac fue un sacerdote católico vietnamita ejecutado por decapitación debido a su fe católica, en el reinado de Minh Mung. Durante la persecución de los cristianos, San Andrés Dung cambió su nombre a Lac para evitar la captura, y de este modo es conmemorado como Andrés Dung-Lac. Su martirio se conmemora junto al de los mártires vietnamitas de los siglos XVII, XVIII y XIX (1625-1886)[2].

Nació en la provincia de Bac-Ninch, en territorio de la actual Vietnam, hijo de padres paganos y tan pobres que voluntariamente lo vendieron a un catequista, el cual lo llevó a la misión Vinh-Tri, donde fue bautizado, educado, y después de ocho años, nombrado catequista. Ingresó muy joven en la vida religiosa y fue ordenado sacerdote el 15 de marzo de 1823. Fue párroco en diversas parroquias, la última fue en Ke-Dam, la cual fue destruida por paganos, obligando a San Andrés a retirarse a Ke-Sui, desde donde continuaba administrando los sacramentos a distintas comunidades cristianas[3]. Allí fue detenido una primera vez, pero luego fue liberado al ser pagado un rescate; entonces, con el fin de continuar con sus ministerios -en las peligrosas provincias de Hanoi y Nam Dinh-, cambió el nombre del Dung por el de Lac. Ante la persecución, el santo solía decir: “Los que mueren por la fe, ascienden al cielo; sin embargo, nosotros nos escondemos todo el tiempo, gastamos dinero para escapar de los perseguidores. ¡Sería mejor parar y morir!”.

Cuatro años más tarde, el 10 de noviembre de 1839, su deseo fue escuchado: mientras estaba en Ke-Song, fue descubierto y apresado por segunda vez, siendo también rescatado a cambio de doscientas monedas de plata. Sin embargo, su libertad no duró mucho, porque fue apresado por tercera vez, al intentar escapar en una barca por el río. Su captor exclamó: “¡He capturado un maestro de la religión!”. Fue llevado a la prisión de Hanói, en donde fue sometido a diversos interrogatorios e invitado a apostatar y pisotear la Cruz; sin embargo, el santo permaneció firme profesando su fe, por lo que fue condenado a la decapitación, sentencia que fue llevada a cabo el 21 de diciembre de 1839.

Mensaje de santidad.

Los mártires de Vietnam –representados en San Andrés Dung-Lac- ofrendaron sus vidas por Cristo y sufrieron una muerte cruel, no a causa de bienes terrenales, sino para conservar y dar a los demás el tesoro más grande que poseían: su fe católica[4]. Lo que resalta en los mártires es que fueron capaces de soportar la tortura a la que fueron sometidos porque en todo momento fueron asistidos por el Espíritu Santo; sólo así se explica tanto la firmeza en la fe, como la fortaleza para soportar las torturas inhumanas, además de la alegría sobrenatural con la cual ofrendaban sus vidas mortales, sabiendo que les esperaba una vida de eterna felicidad, al dar sus vidas por el Cordero de Dios, Cristo Jesús. San Andrés fue decapitado porque se negó a renegar de su fe en Cristo Dios y por eso es ejemplo para nuestros días, en los que existen movimientos en los que se reniega voluntaria y explícitamente de la fe en Cristo Dios, como los movimientos ateístas que incitan a la apostasía masiva, a borrar los nombres de las actas bautismales. Pero si alguien borra su nombre del acta bautismal, Dios borra su nombre del Libro de la Vida y por eso, la apostasía no es un simple acto sin consecuencias, sino que tiene un costo altísimo y es el perder la vida eterna. Para que no sólo no caigamos en la apostasía, sino para que profesemos nuestra fe hasta perder la vida, si fuera necesario, es que nos encomendamos a San Andrés Dung-Lac y a todos los mártires vietnamitas.

 



[1] Memoria de los santos Andrés Dung Lac, presbítero, y sus compañeros, mártires. En una común celebración se venera a los ciento diecisiete mártires de las regiones asiáticas de Tonkin, Annam y Cochinchina, ocho de ellos obispos, otros muchos presbíteros, amén de ingente número de fieles de ambos sexos y de toda condición y edad, todos los cuales prefirieron el destierro, las cárceles, los tormentos y finalmente los extremos suplicios, antes que pisotear la cruz y desviarse de la fe cristiana. Esta memoria obligatoria de los ciento diecisiete mártires vietnamitas de los siglos XVIII y XIX, proclamados santos por Juan Pablo II en la plaza de San Pedro el 19 de junio de 1988, celebra a mártires que ya habían sido beatificados anteriormente en cuatro ocasiones distintas: sesenta (64) y cuatro, en 1900, por León XIII; ocho (8), por Pío X, en 1906; veinte (20), en 1909, por el mismo Pío X y veinticinco (25) por Pío XII, en 1951. Cfr. http://es.catholic.net/op/articulos/35461/cat/1239/andres-dung-lac-y-116-companeros-santos.html ; La historia religiosa de la Iglesia vietnamita señala que durante  más de dos siglos –entre los años 1625 y 1886-, los distintos reyes han decretado contra los cristianos crueles persecuciones que dejaron como saldo alrededor de 130.000 víctimas. A lo largo de los siglos, estos mártires de la Fe ha sido enterrados en forma anónima, aunque su recuerdo permanece vivo en el espíritu de la comunidad católica. Desde el inicio del siglo XX, 117 de este gran grupo de mártires han sido elegidos y elevados al honor de los altares por la Santa Sede en cuatro Beatificaciones. Cfr. https://www.corazones.org/liturgia/santos/andres_dunglac.htm

miércoles, 18 de noviembre de 2020

San Expedito vence al Demonio con la fuerza de la Cruz de Cristo

 


         San Expedito era un soldado romano que, antes de la conversión, profesaba el paganismo. En un momento determinado de su vida, recibió la gracia de la conversión, es decir, fue iluminado interiormente por la luz del Espíritu Santo y así conoció a Jesús como el Hombre-Dios y el Redentor de la humanidad. Ahora bien, en el mismo momento en que recibía esta gracia que le hacía conocer a Cristo Dios y Salvador, se le apareció el Demonio en forma de cuervo, para tentarlo con la postergación de su conversión: el Demonio, bajo la forma de un cuervo negro, comenzó a volar alrededor de San Expedito diciéndole “cras, cras”, que en latín significa “mañana”; la tentación consistía no en negar a Cristo Dios, sino en postergar la conversión, dejándola para el día siguiente, para “mañana”, lo cual es un engaño, porque no sabemos si hemos de vivir el día de mañana. Por esta razón, no debemos postergar la conversión y en esto San Expedito es nuestro ejemplo y modelo a imitar, porque el santo, ante la tentación de postergar la conversión, se aferró a la Cruz de Jesús y, recibiendo la fuerza divina que bajaba de la Cruz, la elevó en alto diciendo “hodie”, que significa “hoy”. El ejemplo de San Expedito consiste entonces en esto: no solo en no diferir la conversión, sino en rechazar velozmente la tentación y reconocer a Jesucristo como nuestro Dios, nuestro Salvador y nuestro Redentor. Por esta razón, porque respondió velozmente a la gracia, es que San Expedito es el santo de las “causas urgentes”.

         Otra consideración que debemos hacer es la siguiente: a nosotros, no se nos aparecerá el Demonio con la figura de un cuervo, pero sí se manifiesta el Ángel caído de diversas formas, todas agrupadas bajo la religión del Anticristo, la secta luciferina de la Nueva Era o Conspiración de Acuario. En esta secta, el Demonio se manifiesta de muchas formas, como por ejemplo, las filosofías y prácticas orientales como el reiki o el yoga; también se manifiesta en las prácticas ocultistas, como el tarot o lectura de cartas, la adivinación, la magia blanca, la magia negra, la wicca o brujería moderna, el gnosticismo, el esoterismo, el espiritismo; también se manifiesta el Demonio en devociones satánicas como el Gauchito Gil, la Difunta Correa o como el ídolo demoníaco conocido como “Santa Muerte” –aunque debería llamarse “Satánica Muerte”, ya que de santo no tiene nada-; el Demonio también se manifiesta en el plano civil y legislativo, como la ley del aborto o de la eutanasia –hay que recordar que la secta Templo Satánico considera al aborto como un ritual religioso, en el que se ofrece una víctima inocente, el niño por nacer, a Satanás-; también se manifiesta el Demonio en diversos aspectos de la cultura moderna, como la sensualidad, el hedonismo, el goce desenfrenado de las más bajas pasiones del hombre, disfrazadas de “derechos humanos” –tal como lo sostiene la ideología de género-; el Demonio se manifiesta también en el materialismo o deseo de poseer bienes materiales de forma avara; se manifiesta también en la música, en el cine, en la cultura, en la televisión, en Internet. Esto no quiere decir que debemos ver al Demonio en todas partes, pero tampoco debemos caer en el error de pensar que, como no se nos manifiesta como un cuervo negro o como una serpiente o dragón, entonces no se manifiesta de ninguna forma, con lo cual negamos su existencia. Ni ver al Demonio en todos lados, ni negar su existencia, además de estar atentos a sus distintas manifestaciones, eso es lo que como católicos debemos hacer.

         Al recordar a San Expedito en su día, le pidamos entonces que interceda por la verdadera causa urgente, que es nuestra conversión y la de nuestros seres queridos; le pidamos que interceda por nosotros para que, a imitación suya, respondamos velozmente ante la tentación, evitando el pecado y conservando la gracia y le pidamos también el poder reconocer lo que viene de Dios y lo que viene del Diablo, para aferrarnos a la Santa Cruz y así confesar nuestra fe en Cristo Dios, incluso hasta dar la vida.

martes, 17 de noviembre de 2020

Santa Isabel de Hungría


 

         Vida de santidad[1].

         Isabel, a los 15 años fue dada en matrimonio por su padre el Rey de Hungría al príncipe Luis VI de Turingia,  el matrimonio tuvo tres hijos. Se amaban tan intensamente que ella llegó a exclamar un día: "Dios mío, si a mi esposo lo amo tantísimo, ¿Cuánto más debiera amarte a Ti?". Puesto que su esposo era también un buen cristiano, aceptaba de buen grado lo que la santa realizaba, que era repartir a los pobres cuanto encontraba en la casa, respondiendo a los que la criticaban: “Cuanto más demos nosotros a los pobres, más nos dará Dios a nosotros”. Cuando apenas de veinte años y con su hijo menor recién nacido, su esposo, un cruzado, murió en un viaje a defender Tierra Santa.  Isabel se resignó y aceptó la voluntad de Dios, decidiéndose entonces  a vivir en la pobreza y dedicarse al servicio de los más pobres y desamparados. El sucesor de su marido la desterró del castillo y tuvo que huir con sus tres hijos, desprovistos de toda ayuda material. Ella, que cada día daba de comer a novecientos pobres en el castillo, ahora no tenía quién le diera para el desayuno. Pero confiaba totalmente en Dios y sabía que nunca la abandonaría, ni a sus hijos.  Finalmente consiguió que le devolvieran los bienes que le pertenecían como viuda, y con ellos construyó un gran hospital para pobres, además de auxiliar a muchas familias necesitadas.

Un día, cuando todavía era princesa, fue al templo vestida con los más exquisitos lujos, pero al ver una imagen de Jesús crucificado pensó: “¿Jesús en la Cruz despojado de todo y coronado de espinas, y yo con corona de oro y vestidos lujosos?”. Desde entonces, nunca más volvió a usar vestidos lujosos. Un Viernes Santo, se arrodilló ante un crucifijo y delante de varios religiosos hizo voto de renuncia de todos sus bienes y voto de pobreza, consagrando su vida al servicio de los más pobres y desamparados. Cambió sus vestidos de princesa por un simple hábito de hermana franciscana, de tela burda y ordinaria, y los últimos cuatro años de su vida se dedicó a atender a los pobres enfermos del hospital que había fundado. Recorría calles y campos pidiendo limosna para sus pobres, y vestía como las mujeres más pobres del campo; vivía en una humilde choza junto al hospital y tejía y hasta pescaba, con tal de obtener con qué compararles medicinas a los enfermos. Tenía un director espiritual que para ayudarla en su camino a la santidad, la trataba duramente, ante lo cual, ella exclamaba: “Dios mío, si a este sacerdote le tengo tanto temor, ¿cuánto más te debería temer a Ti, si desobedezco tus mandamientos?”. Un sacerdote de aquella época escribió: “Afirmo delante de Dios que raramente he visto una mujer de una actividad tan intensa, unida a una vida de oración y de contemplación tan elevada”.

Cuando apenas cumplía 24 años, el 17 de noviembre del año 1231, pasó de esta vida a la eternidad. A sus funerales asistieron el emperador Federico II y una inmensa multitud. El mismo día de la muerte de la santa, a un hermano lego se le fracturó un brazo en un accidente y estaba en cama sufriendo terribles dolores. De pronto vio a parecer a Isabel en su habitación, vestida con trajes hermosísimos. Él dijo: “¿Señora, Usted que siempre ha vestido trajes tan pobres, por qué ahora tan hermosamente vestida?”. Y ella sonriente le dijo: “Es que voy para la gloria. Acabo de morir para la tierra. Estire su brazo que ya ha quedado curado”. El paciente estiró el brazo que tenía totalmente destrozado, y la curación fue completa e instantánea.

         Mensaje de santidad.

         Para entender el mensaje de santidad, debemos considerar qué es lo llevó a Santa Isabel de Hungría a renunciar a la realeza y a las riquezas y dedicar su vida a la atención de los más necesitados y es el deseo de alcanzar la vida eterna, ya que se dedicó a los pobres y enfermos no por mera filantropía, sino porque veía en los prójimos más necesitados al mismo Cristo, según las palabras de Jesús: “Lo que habéis hecho a estos de mis hermanos, a Mí me lo habéis hecho”. Es importante considerar esto, porque de lo contrario la figura de la santa no tendría nada de santidad y se reduciría a una figura filantrópica, que hace el bien simplemente porque es una persona de buena voluntad: no es el caso de Santa Isabel de Hungría, ya que ella renunció a todo en esta vida, para alcanzar la Vida eterna y se dedicó a los pobres no por los pobres en sí mismos, sino porque en ellos veía a Cristo, misteriosamente presente en ellos. En otras palabras, la santa renunció a la realeza terrena y a las riquezas terrenas no por amor al pobrismo y la filantropía, sino para conseguir un tesoro celestial, más valioso que todo el oro del mundo junto: la realeza de los hijos de Dios y la riqueza de la gracia y de la gloria divina. La mejor forma de imitar a la santa es, por lo tanto, renunciar a las cosas materiales y vanas de esta vida y obrar la misericordia corporal y espiritual para con los más necesitados, en nombre de Cristo, viendo a Cristo en los más necesitados; sólo así alcanzaremos el Reino de los cielos.

viernes, 6 de noviembre de 2020

San Martín de Tours

 



         Vida de santidad[1].

         San Martín nació en Panonia, Hungría, el 316. Sus padres, que eran paganos, lo obligan a ingresar en el ejército, para alejarlo del cristianismo. Sin embargo, fue en el mismo ejército en donde San Martín se convirtió del paganismo al cristianismo. En efecto, siendo militar, sucedió un hecho en la vida de San Martín de Tours, que lo condujo directamente a la conversión. Sucedió que un día de invierno, al entrar en la localidad de Amiens, el santo encontró un mendigo, prácticamente sin ropas y casi en estado de congelación. Al verlo en ese estado, San Martín de Tours descendió de su caballo, se quitó la capa, la partió en dos mitades con su espada y le dio una mitad al pobre, para que así pudiera abrigarse. Esa misma noche tuvo una visión en la que veía a Cristo con su media capa puesta, que decía a los ángeles: “¡Miren, este es el manto que me dio Martín el catecúmeno!”.

Pronto recibe el bautismo y dos años después, deja la milicia para seguir a Cristo. San Hilario de Poitiers le instruyó en teología, filosofía, Biblia y Santos Padres, con vistas a ordenarle de diácono y luego presbítero. Regresa a Poitiers y funda el monasterio de Ligugé, en donde pasa once años. En el año 371 fue nombrado obispo de Tours, emprendiendo una misión apostólica por toda Francia durante treinta y cinco años, realizando esta labor con tal fidelidad a la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo, que es por esto llamado en adelante “el apóstol de las Galias”. Entre sus obras, además de enfrentarse a emperadores, llamándolos a la conversión del paganismo al cristianismo, se encuentra su defensa de los más débiles y la realización de innumerables milagros. La intensidad de sus viajes apostólicos y la realización incansable de obras de caridad, terminaron por agotar sus fuerzas físicas, al punto que llegó un momento en que sentía que ya estaba por morir. Sus discípulos le piden que no les deje huérfanos, a lo que Martín contestó: “Señor, si aún soy necesario, no rehúso el trabajo. Sólo quiero tu voluntad”. Aún así, la muerte –y el ingreso en el Cielo- se acercaba inexorablemente. Estando en su lecho de muerte, los discípulos querían colocarlo en una posición más cómoda, pero San Martín les dijo, mirando al Cielo: “Déjenme así, para dirigir mi alma en dirección hacia Dios”. En su agonía, el demonio se hizo presente, por lo que San Martín exclamó: “¿Qué haces ahí, bestia sanguinaria? No hay nada en mí que te pertenezca, maldito. El seno de Abrahán me espera”. E inmediatamente entregó su alma a Dios. Era el 8 de noviembre del año 397.

         Mensaje de santidad

        San Martín fue un asceta, un apóstol, un hombre de oración, muy influyente en toda la espiritualidad medieval y su faceta principal fue la caridad. El gesto de Amiens, dar media capa, fue superado cuando, siendo obispo, entregó su túnica entera a un mendigo, aunque éste es un hecho menos conocido. Sus mismos milagros, como los de Cristo, fueron milagros de caridad. Como Nuestro Señor Jesucristo, “Pasó haciendo el bien”. Cuando le preguntaban qué profesiones había ejercido, respondía: “Fui soldado por obligación y por deber, y monje por inclinación y para salvar mi alma”. Por eso hay quien resume la vida de Martín así: “Soldado por fuera, obispo a la fuerza, monje por gusto”. Podemos decir que en algo estamos en grado de imitar al santo, ya que somos soldados de Cristo por la Confirmación y podemos ser, sino monjes ni obispos, al menos “contemplativos en la acción”, haciendo Adoración Eucarística en medio de nuestras ocupaciones cotidianas; también podemos –y debemos- imitar al santo en su caridad: muy probablemente no se nos aparezca Jesús como mendigo que pasa frío, pero sabemos por la fe que Jesús está, de modo misterioso pero real, en cada mendigo que pasa frío y hambre, en cada prójimo que tiene necesidad de ayuda material y espiritual. Obrar las obras de misericordia, espirituales y corporales, será el mejor modo de imitar a San Martín de Tours y de rendirle homenaje, como santo de Cristo.

San León Magno

 



         Vida de santidad[1].

Nació en Toscana, Italia; recibió una esmerada educación y hablaba correctamente el latín. Llegó a ser Secretario del Papa San Celestino y de Sixto III, y fue enviado por éste como embajador a Francia a tratar de evitar una guerra civil que iba a estallar por la pelea entre dos generales. Estando por allá le llegó la noticia de que había sido nombrado Sumo Pontífice, en el año 440. Desde el principio de su pontificado dio muestra de poseer grandes cualidades para ese oficio. Predicaba al pueblo en todas las fiestas y de él se conservan noventa y seis sermones, que son verdaderas joyas de doctrina. A los que estaban lejos los instruía por medio de cartas de las cuales se conservan ciento cuarenta y cuatro. Su fama de sabio era tan grande que cuando en el Concilio de Calcedonia los enviados del Papa leyeron la carta que enviaba San León Magno, los seiscientos obispos se pusieron de pie y exclamaron: “San Pedro ha hablado por boca de León”. En el Concilio de Calcedonia, en el que defendió la doctrina ortodoxa sobre la encarnación de Dios[2].

         Mensaje de santidad.

El mensaje de santidad de San León Magno nos recuerda al libro de Job: “Milicia es la vida del hombre sobre la tierra” (Job 7, 1). En efecto, no por ser Papa, estuvo exento de luchar contra los enemigos de la Iglesia. El santo luchó contra dos tipos de enemigos: los externos, que querían invadir y destruir a Roma, y los internos, que trataban de engañar a los católicos con errores y herejías. Los externos fueron Atila, quien en el año 452 quiso invadir Roma con su ejército de hunos, pero el Papa León le salió a su encuentro, desarmado con armas de hierro pero armado con el arma espiritual de la Palabra de Dios y logró milagrosamente que no entrara en Roma y regresara a su tierra. Luego, en el año llegó 455 llegó otro enemigo feroz, Genserico, jefe de los vándalos, al cual no pudo impedir que entrara en Roma y la saqueara, aunque sí obtuvo de éste que no incendiara la ciudad ni matara a sus habitantes.

Pero los enemigos más importantes con los que se tuvo que enfrentar el Papa San León Magno provenían del interior de la Iglesia: en efecto, un grupo de herejes, entre los cuales se encontraban muchos sacerdotes, comenzaron a negar el dogma de la Encarnación del Verbo: estos enemigos fueron combatidos y derrotados por el Papa en el Concilio de Calcedonia, en donde el Papa defendió la verdadera doctrina, es decir, que Quien se encarnó por obra del Espíritu Santo en el seno purísimo de María era el Verbo Eterno de Dios, consubstancial al Padre. Esto quiere decir que Jesús de Nazareth es Dios y no un hombre más entre tantos. La doctrina de la Encarnación del Verbo es importantísima para la fe católica, porque si el que se encarnó en la Virgen es el Hijo de Dios, entonces la Eucaristía es ese mismo Hijo de Dios oculto en apariencia de pan, porque la Eucaristía es la prolongación de la Encarnación del Verbo. Es por esto que la Eucaristía se debe adorar, porque no es un pan bendecido, sino Dios Hijo en Persona, oculto en las apariencias de pan. El mensaje de santidad de San León Magno es entonces el siguiente: el católico no puede cruzarse de brazos frente a los enemigos, tanto externos como internos, de la Iglesia de Cristo y debe salirles a su encuentro, seguros de la victoria, pues la victoria sobre los enemigos de la Iglesia ya la obtuvo Nuestro Señor Jesucristo, por medio de su Sacrificio en la Cruz.

San Josafat, obispo y mártir


 


         Vida de santidad[1].

         Desde niño, su madre le enseñó a contemplar el Santo Crucifijo, cosa que hacía con gran devoción. Al llegar a la juventud, a pesar de tener la posibilidad de contraer matrimonio, eligió ingresar en el seminario, para ser sacerdote de Jesucristo. Tomada la decisión, ingresó en el monasterio de la Santísima Trinidad en Vilma, capital de Lituania, en 1604. En el convento se destacó por su gran fervor hacia la Sagrada Escritura, la oración y la penitencia, además de su caridad para con los más necesitados. Tenía el don del consejo y de la paz y así lograba que muchas abandonaran el cisma y se convencieran de que la verdadera iglesia de Jesucristo era la Iglesia Católica. Corría el año 1595 y los principales jefes religiosos ortodoxos de Lituania habían propuesto unirse a la Iglesia Católica de Roma, pero los más intransigentes dentro de los ortodoxos se habían opuesto violentamente, llegándose incluso a producirse desórdenes callejeros. Al ingresar al convento, el santo se decidió a trabajar y sacrificarse para lograr que su nación se pasara a la Iglesia Católica. En 1617, fue nombrado arzobispo de Polotsk, dedicándose a reconstruir templos y a obtener que los sacerdotes se comportaran de la mejor manera posible. Visitó una por una todas las parroquias. Redactó un catecismo y lo hizo circular y aprender por todas partes. Sucedió que un tal Melecio se hizo proclamar de arzobispo en vez de Josafat (mientras este visitaba Polonia) y algunos revoltosos empezaron a recorrer los pueblos iniciando una revuelta contra el santo, diciendo que no querían obedecer al Papa de Roma. El santo decidió acudir para llamar a los revoltosos a la unidad con la Iglesia de Roma; fue recibido con piedrazos e insultos e incluso intentaron matarlo. El santo les dijo: “Sé que ustedes quieren matarme y que me atacan por todas partes. En las calles, en los puentes, en los caminos, en la Plaza Central, en todas partes me han insultado. Yo no he venido en son de guerra sino como pastor de las ovejas, buscando el bien de las almas. Pero me considero verdaderamente feliz de poder dar la vida por el bien de todos ustedes. Sé que estoy a punto de morir, y ofrezco mi sacrificio por la unión de todas las iglesias bajo la dirección del Sumo Pontífice”. Sus enemigos rechazaron la oferta de paz de San Josafat y se dispusieron a asesinar a sus colaboradores, para luego asesinarlo a él. Cuando el santo vio que iban a linchar a sus colaboradores, salió al patio y gritó a los atacantes: “Por favor, hijos míos, no golpeen a mis ayudantes, que ellos no tienen la culpa de nada. Aquí estoy yo para sufrir en vez de ellos”. Al oír esto, los jefes de la rebelión gritaron: “¡Que muera el amigo del Papa!” y se lanzaron contra él. Le atravesaron de un lanzazo, le pegaron un balazo, y arrastraron su cuerpo por las calles de la ciudad y lo echaron al río Divna. Era el 12 de noviembre de 1623 cuando el santo dio su vida por la unidad de la Iglesia bajo el Romano Pontífice.

         Mensaje de santidad.

         En nuestros días, la nación de Lituania es de gran mayoría católica, pero en un tiempo en ese país la religión era dirigida por los cismáticos ortodoxos que no obedecen al Sumo Pontífice: la conversión de Lituania al catolicismo se debe en buena parte a San Josafat, aunque tuvo que derramar su sangre, para conseguir que sus compatriotas aceptaran el catolicismo. Es por esta razón que el Papa ha declarado a San Josafat, Patrono de los que trabajan por la unión de los cristianos. El verdadero ecumenismo es el proclamado por San Josafat: la verdadera iglesia de Jesucristo es la Iglesia Católica, presidida por el Santo Padre, que reside en Roma. Es por esta verdad de fe que San Josafat entregó su vida al martirio. Le pidamos al santo estar también nosotros dispuestos a dar la vida por la unidad de la verdadera iglesia, la Iglesia Católica, pues en esto consiste el verdadero ecumenismo, el estar todos bajo la guía del Vicario de Cristo, el Papa. Cualquier ecumenismo que coloque al Papa a la altura de un jefe religioso más entre tantos, es un ecumenismo falso y por lo tanto, no debemos seguirlo. Sólo el ecumenismo que reúna a las iglesias cristianos bajo la guía y el cayado de Pedro, es el verdadero ecumenismo y sólo así se cumplen las palabras de Jesús: “Que todos sean uno, como Tú y Yo, Padre, somos Uno” (Jn 17, 20-26).