San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 30 de abril de 2015

San Pío V y el triunfo de Lepanto con el auxilio de la Virgen


         Además de toda su vida de santidad ejemplar, San Pío V es recordado por el episodio de la Batalla de Lepanto, en el que la armada católica, inferior en número a los mahometanos que pretendían invadir Europa, los derrotó con la ayuda de la Virgen. Por orden de San Pío Vi, los jefes de la armada católica hicieron que todos sus soldados rezaran el rosario antes de empezar la batalla[1], de modo que el triunfo fue atribuido directamente por el Santo Padre a la intercesión e intervención directa de la Virgen.
En aquel tiempo las noticias duraban mucho en llegar y Lepanto quedaba muy lejos de Roma. Pero Pío Quinto que estaba tratando asuntos con unos cardenales, de pronto se asomó a la ventana, miró hacia el cielo, y les dijo emocionado: “Dediquémonos a darle gracias a Dios y a la Virgen Santísima, porque hemos conseguido la victoria”. Varios días después llegó desde el lejano Golfo de Lepanto, la noticia del enorme triunfo. El Papa en acción de gracias mandó que cada año se celebre el 7 de octubre la fiesta de Nuestra Señora del Rosario y que en las letanías se colocara esta oración “María, Auxilio de los cristianos, ruega por nosotros”[2].
De este episodio de la vida de San Pío V, vemos cómo el Papa pone en manos de la Virgen un asunto de tanta importancia, al tiempo que se abandona en las manos y en el amor maternal de María Santísima, confiando en que la Virgen no abandonará a sus hijos, cuando estos acuden a Ella en situaciones de necesidad para sus almas. El ejemplo de la gran confianza del Papa Pío V, puesta en el poder intercesor de la Virgen y en su amor maternal, nos conduce a renovar también nosotros nuestra confianza, nuestro amor filial y nuestra consagración a la Virgen y a tener siempre presentes las palabras de la Virgen dichas al beato Alan de la Rochelle, precisamente con relación al rezo del Santo Rosario, en cuanto gracias necesarias para la salvación: Promesa 11. “Obtendrán todo lo que me pidan mediante el Rosario”[3].
Probablemente, no tendremos que derrotar a un ejército naval, como San Pío V, pero sí tenemos, con toda seguridad, la necesidad imperiosa de ganar el Reino de los cielos, y para eso nos sirve el ejemplo de San Pío V: así como él confió en el poder intercesor y en el amor maternal de la Virgen rezando el Santo Rosario y la Virgen escuchó sus ruegos, auxiliándolo contra sus enemigos y concediéndole la victoria, así también nosotros, si acudimos a María, Auxilio de los cristianos, recibiremos de nuestra Madre del cielo el auxilio necesario para vencer a los enemigos del alma y así ganar, victoriosos, la batalla final que nos conduzca al Reino de Dios.



[1] https://www.ewtn.com/spanish/saints/P%C3%ADoV_4_30.htm. El Papa Pío Quinto oraba por largos ratos con los brazos en cruz, pidiendo a Dios la victoria de los cristianos. Era el 7 de octubre de 1571 a mediodía. Todos combatían con admirable valor, pero el viento soplaba en dirección contraria a las naves católicas y por eso había que emplear muchas fuerzas remando. Y he aquí que de un momento a otro, misteriosamente el viento cambió de dirección y entonces los católicos, soltando los remos se lanzaron todos al ataque. Uno de esos soldados católicos era Miguel de Cervantes. El que escribió El Quijote. Don Juan de Austria con los suyos atacó la nave capitana de los mahometanos donde estaba su supremo Almirante, Alí, le dieron muerte a éste e inmediatamente los demás empezaron a retroceder espantados. En pocas horas, quedaron prisioneros 10,000 mahometanos. De sus barcos fueron hundidos 111 y 117 quedaron en poder de los vencedores. 12,000 esclavos que estaban remando en poder de los turcos quedaron libres.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. http://santamadrededios.blogspot.com.ar/p/promesas-y-bendiciones-del-rosario.html

Las espinas, las llamas, la cruz y la herida abierta del Sagrado Corazón


         Jesús se le apareció a Santa Margarita y le mostró su Sagrado Corazón, el cual poseía diversos elementos: estaba envuelto en llamas, poseía una corona de espinas, en su base tenía una cruz, y del costado abierto fluía sangre y agua. Aunque en un primer momento pueda parecer que no tiene nada que ver con nosotros, sin embargo, cada elemento del Sagrado Corazón tiene una muy estrecha relación con nuestra vida personal, y veremos porqué.
Las llamas que envuelven al Sagrado Corazón representan el Amor de Dios, el Espíritu Santo, y está en estrecha relación con nosotros, porque precisamente el Hijo de Dios se encarna y adquiere un Cuerpo para donarlo en sacrificio en la cruz, para luego poder hacernos el don del Amor de Dios, el Espíritu Santo. Así como Moisés contempla la zarza que arde y no se consume con las llamas, así las llamas del Divino Amor arden en el Sagrado Corazón sin consumirlo, convirtiéndolo en un horno ardentísimo de caridad divina, que desea abrasar con sus llamas a todas las almas humanas, para encenderlas en el fuego del Amor a Dios. La contemplación de las llamas que envuelven al Sagrado Corazón deben hacer recordar al alma que es el Amor Divino el que lleva al Hijo de Dios a encarnarse, a dar su vida en la cruz y a continuar su don en la Eucaristía y que en cada Eucaristía, esas llamas, que envuelven al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, encenderán al instante a todo corazón que, como hierba seca, reciba la Eucaristía con fe y con amor. Esas llamas están en relación con nosotros, porque están destinadas a cada uno de nosotros, de modo personal y particular.
El Sagrado Corazón se aparece a Santa Margarita también rodeado de espinas, formando una apretada corona que lo ciñe a su alrededor. El hecho de que lo contemplemos en imágenes estáticas, puede hacernos perder de vista que el Sagrado Corazón está vivo y latiendo en la realidad y que por lo tanto la corona de espinas, ceñida a su alrededor, le provoca profundos, agudos y lacerantes dolores a cada latido, en los movimientos del corazón, el diastólico o de llenado y el sistólico o de expulsión de la sangre. Y la otra consideración que se debe tener en cuenta al contemplar la corona de espinas que rodea al Sagrado Corazón, es que esa corona de espinas no es otra cosa que la materialización de nuestros malos pensamientos, deseos y obras, es decir, son nuestros pecados, los que se materializan en las gruesas espinas de la corona que lacera al Corazón de Jesús. Esto nos debe llevar al propósito de no pecar, ya que, como dice Santa Teresa, si no nos mueve ni el amor del cielo ni el temor del infierno, al menos nos mueva la piedad de no herir más a Jesús, ya tan malherido a causa de nuestros pecados. Las espinas tienen relación con nosotros, porque somos nosotros los que colocamos y ceñimos la corona de espinas alrededor del Sagrado Corazón de Jesús.
En la base del Sagrado Corazón se encuentra la cruz, lo cual quiere decir que al Amor de Dios, que está contenido en el Sagrado Corazón de Jesús, se accede solo por la cruz y que si no es por la cruz, no hay modo de llegar a él. Solo quien se sube al Árbol Santo de la Cruz, puede saborear su fruto exquisito, el Corazón de Jesús, que contiene en su pulpa el sabor más dulce que jamás alguien pueda probar, el Amor de Dios, y eso es lo que significa la cruz en la base del Sagrado Corazón. La cruz se relaciona con nosotros, porque es el camino para acceder al Sagrado Corazón.
Por último, el Sagrado Corazón aparece con su costado abierto, del cual fluye, de modo ininterrumpido, Agua y Sangre: Agua, que lava las almas y Sangre, que las santifica. Es por eso que el que comulga, ve justificada su alma, porque sus pecados –veniales, no mortales- son perdonados, y su alma es cubierta por la Sangre del Cordero, siendo embellecida y convertida en una imagen viviente del Hombre-Dios Jesucristo, al punto tal que Dios Padre ve en el alma no ya al alma, sino a su mismo Hijo Jesús, y lo ama con el Amor de su Corazón, el Espíritu Santo. El costado abierto, el último elemento del Sagrado Corazón de Jesús, también está en estrecha relación con nosotros, porque quien lo desea, puede libremente arrodillarse ante Jesús crucificado, para que caiga sobre Él su Sangre y Agua, que brotan, precisamente, de su costado traspasado.
         Por último, la contemplación y meditación de las apariciones del Sagrado Corazón de Jesús a Santa Margarita, nos debe llevar a profundizar en nuestras comuniones eucarísticas, porque la Eucaristía es el mismo Sagrado Corazón, aparecido en visión a Santa Margarita, pero donado en la realidad a cada uno de nosotros, para nuestro disfrute y gozo.

         

miércoles, 29 de abril de 2015

Santa Catalina de Siena y su matrimonio místico con Jesús


En 1366, Santa Catalina experimentó lo que se denomina un “matrimonio místico” con Jesús. Cuando ella estaba orando en su habitación, se le apareció Cristo en una visión, acompañado por su Madre, la Virgen y un cortejo celestial[1]. Tomando la mano de Santa Catalina, Nuestra Señora la llevó hasta Cristo, quien le colocó un anillo y la desposó consigo, manifestando que en ese momento ella estaba sustentada por una fe que podría superar todas las tentaciones. Para Catalina, el anillo estaba siempre visible, aunque era invisible para los demás.
De este episodio sucedido a Santa Catalina, surgen varias preguntas: ¿cuál es su significado último? ¿Este “matrimonio místico” de Santa Catalina estaba reservada solo para ella? ¿O es posible también que otras almas lo experimenten?
Las respuestas nos las dan autores renombrados, quienes sostienen que estos matrimonios místicos, como el acontecido entre Santa Catalina y Jesús, no es exclusivo de Santa Catalina, sino que está reservado para toda alma, pues el significado último que se quiere representar mediante la figura de una unión esponsal, es el matrimonio del alma con Dios, adquirido por medio de la gracia[2].
Al aparecérsele Jesús a Santa Catalina y desposarla, quería significar el amor que Dios tiene por el alma, que es como el amor del esposo por la esposa. Por esto mismo vemos que este matrimonio místico no está reservado solo a Santa Catalina, sino que está destinado a toda alma en gracia, porque por la gracia el alma se convierte en esposa de Dios, con un vínculo más estrecho que el que se produce en el matrimonio humano[3]. En la unión esponsal que se da entre el alma y Dios, el vínculo conyugal que se establece en el Amor de Dios, es infinitamente más profundo y grandioso que el vínculo establecido entre los esposos terrenos, porque si lo que causa el matrimonio es que dos estén en una sola carne -como dice la Escritura, que el esposo, por amor de su esposa, “dejará a su padre y a su madre y se llegará a su mujer y será con ella una sola carne” (cfr. Gn 2, 24)-, lo que causa la gracia es que estén dos –el alma y Dios- en un espíritu[4], el Espíritu de Dios, el Amor. En otras palabras, si lo que constituye el matrimonio entre los esposos terrenos es el hecho de formar, por el amor esponsal que se profesan, “una sola carne”, por la gracia se establece el matrimonio místico y sobrenatural entre el alma y Dios, que los une en el Amor Divino, el Espíritu Santo.
Para poder darnos al menos una pálida idea acerca de la grandeza inconcebible que significa para el alma esta unión esponsal con Dios por medio de la gracia, imaginemos lo siguiente: consideremos que un poderoso rey, un monarca soberano, se enamora perdidamente de una labradora del campo, de entre las más pobres y olvidadas, la elige por esposa, la ensalza y la eleva al trono, la hace partícipe de todos sus bienes y, lo que es más importante, le declara su amor, no solo diciéndole, sino demostrándole, con todas estas pruebas de amor, que la ama más que a su propia vida[5]. Consideremos que esta labradora, habiendo correspondido en un primer momento al amor del monarca, le fuera sin embargo, tiempo más tarde, infiel, no solo cometiendo adulterio, sino pidiendo directamente el divorcio al rey que tanto la había amado, regresando a una condición peor a la que se encontraba anteriormente. ¿No sería esto, de parte de esta doncella, una gran traición y una villanía? Pues bien, esto es lo que sucede cuando el alma, luego de haber recibido la gracia santificante –y por lo tanto, haber sido elevada a la suprema majestad de esposa de Dios-, decide, libremente, abandonar a Dios por el pecado, despojándose así de la gracia y retornando a una vida oscura y siniestra, en la que las pasiones más bajas la dominan por completo.
Como vemos, el matrimonio místico de Santa Catalina de Siena, no está reservado a grandes santos y místicos como Santa Catalina; sin apariciones sensibles y sin grandes manifestaciones místicas, es sin embargo un grandísimo don que el Amor de Dios destina a todas las almas, por medio de la gracia santificante: basta que el alma esté en gracia, para que sea elevada al grado de unión esponsal mística con Dios, en el Espíritu Santo. Teniendo en cuenta esto, debemos pedir a Santa Catalina de Siena la gracia de la fidelidad al amor esponsal de Jesucristo -manifestado para con nosotros en el don de su gracia santificante, conseguido al precio altísimo de su Sangre derramada en el sacrificio de la cruz-, de manera tal de no solo nunca jamás traicionar a este amor esponsal, sino de serle cada día más fieles en el Amor.




[1] http://www.aleteia.org/es/religion/contenido-agregado/hoy-celebramos-a-santa-catalina-de-siena-5276652636471296
[2] Cfr. P. Juan Eusebio Nieremberg, Aprecio y estima de la Divina Gracia, 232.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.

martes, 28 de abril de 2015

San Luis María Grignon de Montfort y el camino a la santidad


En su “Carta a los Amigos de la Cruz”[1], San Luis María Grignon de Montfort nos hace contemplar la cruz no con ojos humanos, como lo hacemos habitualmente, sino con los ojos mismos de la Virgen. De esa manera, al ver la cruz con los ojos de la Virgen, que es como la ve Dios, no solo nos ayuda a no rechazar la cruz, sino que nos anima a imitar a Jesús en la cruz, con lo cual quedamos a un paso del cielo.
En su Carta, San Luis María dice así: “Un Amigo de la Cruz es un hombre escogido por Dios, entre diez mil personas que viven según los sentidos y la sola razón, para ser un hombre totalmente divino, que supere la razón y se oponga a los sentidos con una vida y una luz de pura fe y un amor vehemente a la cruz”. Para San Luis María, quien ama a Cristo crucificado, es alguien que ha sido elegido por Dios para dejar de vivir según el mundo y sus vanidades, y ya no vive según las pasiones –“el amor de la cruz supera los sentidos”-, sino según la gracia, porque es un hombre nuevo, un hombre “totalmente divino”, que vive por la fe y el amor de Jesús en la cruz.  
Para San Luis María, quien ama a Jesús crucificado, vence a los tres grandes enemigos del alma, el demonio, el mundo y la carne, y por lo tanto, es un héroe, porque participa del triunfo de Cristo Rey Victorioso, pero también es un santo, porque es la santidad de Cristo la que vence a esos tres enemigos mortales de la humanidad. Dice así San Luis María: “Un Amigo de la Cruz es un rey todopoderoso, un héroe que triunfa del demonio, del mundo y de la carne en sus tres concupiscencias”.
Quien ama a Jesús crucificado, ama las humillaciones, porque ve a su Rey máximamente humillado en la cruz, y ya esto es comenzar a vencer la propia soberbia y es comenzar a pisotear el propio orgullo, que hacen al alma parecerse a Satanás. Al amar las humillaciones, el alma comienza a parecerse a Jesucristo, y a diferenciarse del Ángel caído, cuyo sello distintivo es el orgullo: “Al amar las humillaciones, arrolla el orgullo de Satanás”.
Quien ama a Jesús en la cruz, ama la pobreza de la cruz y desprecia los bienes materiales, porque se da cuenta que los únicos bienes materiales que hay que atesorar, son los que tiene Jesús en la cruz: la corona de espinas, los clavos de hierro, el letrero que dice: “Rey de los judíos”, el paño con el que está cubierto Jesús, y la cruz misma de madera. Quien ama la cruz, ama la pobreza de la cruz y desprecia los bienes materiales que ofrece el mundo, bienes que encienden el corazón en la avaricia, apartándolo de Dios: “Al amar la pobreza, triunfa de la avaricia del mundo”.
Quien ama a Jesús, no solo desprecia la sensualidad, sino que ama el dolor, porque Jesús en la cruz santifica el dolor y lo convierte en camino al cielo: “Al amar el dolor, mortifica, la sensualidad de la carne”.
Quien ama a Jesús, se aparta del mundo porque se acerca a la cruz y está al lado de la cruz y no quiere estar en otro lado que no sea la cruz, porque en la cruz está Jesús agonizando: “Un Amigo de la Cruz es un hombre santo y apartado de todo lo visible”.
Quien ama a Jesús en la cruz, ve purificado su corazón de los amores mundanos, al tiempo que lo ve colmado del Amor Santo de Dios, y esto lo hace ya vivir en el cielo, de modo anticipado, aun cuando siga viviendo en la tierra: “Su corazón se eleva por encima de todo lo caduco y perecedero”.
Quien ama a Jesús crucificado, ya no habla de cosas mundanas, sino del cielo que le espera y de la feliz eternidad a la que está destinado, y no habla con nadie del mundo, porque sus interlocutores son Jesús, que está en la cruz, y la Virgen, que está al pie de la cruz, y así su conversación ya no solo no es mundana, porque nada de esta tierra le atrae ni le apetece, sino que es toda del cielo que le espera: “Su conversación está en los cielos. Pasa por esta tierra como extranjero y peregrino, sin apegarse a ella; la mira de reojo, con indiferencia, y la huella con desprecio”.
Quien ama a Jesús en la cruz, es porque ha sido conquistado por el Amor de Dios derramado con la Sangre de Jesús, desde su Corazón traspasado, y porque ha sido bañado con la Sangre de Jesús, que ha caído sobre él, muere al mundo para vivir para Dios, oculto en el Corazón traspasado de Jesús: “Un Amigo de la Cruz es una conquista señalada de Jesucristo, crucificado en el Calvario en unión con su santísima Madre. Es un «Benoni» o Benjamín, nacido de su costado traspasado y teñido con su sangre. A causa de su origen sangriento, no respira sino cruz, sangre y muerte al mundo, a la carne y al pecado, a fin de vivir en la tierra oculto en Dios con Jesucristo”.
Por último, quien ama a Jesús en la cruz, dice San Luis María, se vuelve un “cristóforo”, un “portador de Cristo”, y más que eso, se vuelve “otro cristo”, porque el Amor de Cristo es el que lo convierte en una imagen viviente del mismo Jesús, de manera tal que Dios Padre, al ver al alma arrodillada a los pies de Jesús, ya no ve a esa alma, sino a su mismo Hijo, y así el Padre ama al alma con el mismo Amor con el que ama a Jesús, el Espíritu Santo: “Por fin, un Amigo de la Cruz es un verdadero porta-Cristo, o mejor, es otro Cristo, que puede decir con toda verdad: Ya no vivo yo, vive en mí Cristo (Gal 2,20)”.
El otro paso al cielo lo completamos cuando, para imitar a Jesús crucificado, debemos hacerlo consagrándonos a la Virgen, para lo cual nos propone su conocido método de consagración a María.
Podemos decir entonces que San Luis María Grignon de Montfort nos proporciona el camino a la santidad –y por lo tanto, al cielo-, con una sencillez y una sabiduría que asombra y que por la profundidad y sobrenaturalidad de sus enseñanzas, proviene del cielo mismo. En pocas palabras, si alguien se decidiera ir al cielo,  y quisiera saber qué es lo que hay que hacer, sólo tendría que seguir estos dos admirables consejos de San Luis María: la contemplación y el amor de Cristo crucificado y la consagración de sí mismo al Inmaculado Corazón de María, como esclavo de amor, para lograr reproducir la imagen de Jesús crucificado en cada uno. Con estos dos sencillos pasos, nos dice San Luis María, estamos más que seguros que alcanzaremos el cielo.




[1] http://es.catholic.net/op/articulos/25141/enviado25141.html

miércoles, 22 de abril de 2015

San Jorge, mártir


Según la tradición, San Jorge, que era capitán del ejército[1], al llegar a una ciudad de Oriente, se encontró con un dragón de un pantano –otros dicen que era un caimán de enorme tamaño-, que devoraba a mucha gente y nadie se atrevía a acercársele. San Jorge lo enfrentó valientemente y acabó con tan feroz animal, luego de lo cual reunió a todos los vecinos del pueblo, que estaban llenos de admiración y de emoción, y les habló tan fervorosamente de Jesucristo, que muchos de ellos se convirtieron y se hicieron cristianos.
Fue en esa época que el emperador Diocleciano ordenó que todos los súbditos, en su imperio, debían adorar a los ídolos o dioses falsos, prohibiendo al mismo tiempo la adoración al verdadero y único Dios Jesucristo. Lejos de acatar tan sacrílega e impía orden, San Jorge declaró que él nunca dejaría de adorar a Cristo y que jamás adoraría ídolos. Entonces Diocleciano decretó la pena de muerte contra el santo. Según las actas del martirio, cuando San Jorge era conducido hacia el lugar de su ejecución, fue llevado al templo de los ídolos, para tentarlo y ver si los adoraba, pero al entrar San Jorge en el templo, en su presencia varias de esas estatuas cayeron derribadas por el suelo y se despedazaron. En su muerte martirial, imitó a Nuestro Señor Jesucristo en muchos aspectos, como todo mártir, pero sobre todo en dos momentos: como Jesús, fue azotado y mientras lo azotaban, meditaba en la flagelación de Nuestro Señor, uniéndose a Jesús sin pronunciar un solo quejido; y también como Jesús, antes de morir, encomendó su alma a Dios, pues se le oyó decir: “Señor, en tus manos encomiendo mi alma”. Su última alegría en la tierra, preludio de la alegría eterna de la cual ya goza eternamente en el Reino de los cielos, fue saber que iba a ser decapitado por su fe en Jesucristo, pues de esa manera conquistaría inmediatamente un puesto de honor junto al Rey de los mártires, Jesús. Su entereza y valentía al momento de morir y su testimonio de fe en Jesús, llevaron a muchos a la conversión, porque al verlo con tanta fortaleza interior, decían: “Es valiente. En verdad que vale la pena ser seguidor de Cristo”.
La vida y la muerte martirial de San Jorge, es un ejemplo para todos nosotros: así como San Jorge luchó y venció al dragón en nombre de Cristo, así también nosotros, armados con la armadura de la fe y levantando en alto el estandarte ensangrentado de la cruz de Jesús, así nosotros venceremos al dragón infernal, que pretende arrebatarnos la vida de la gracia con sus tentaciones. El ejemplo de un gran santo y mártir como San Jorge, que movido por el amor del Espíritu Santo, prefirió morir antes que postrarse ante los ídolos, es sumamente necesario en nuestros días, en los que abundan los ídolos neo-paganos: la vida de santos como San Jorge nos recuerda que el único Dios verdadero ante el cual debemos doblar las rodillas en adoración, es Nuestro Señor Jesucristo, el Cordero de Dios, Presente en la Cruz y en la Eucaristía.




[1]https://www.ewtn.com/spanish/saints/Jorge_4_23.htm;cfr.https://www.aciprensa.com/santos/santo.php?id=124