San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 18 de marzo de 2010

San José es el Padre virgen del Hijo de Dios


San José es el Padre Virgen, el Padre Puro, el Padre Casto, que por designio divino se convierte en padre adoptivo de su propio Creador. San José es el modelo para todo padre cristiano, en su dedicación a la familia, en su laboriosidad, y en su contemplación del misterio insondable de Cristo.
A la vez que cuida y enseña a su hijo, así como cuida y enseña a su hijo todo padre humano, San José no puede dejar de contemplar el asombroso misterio del cual él forma parte: Dios Hijo se ha encarnado y se ha puesto, libre y voluntariamente, a su cuidado y a su amor paternal. San José no puede dejar de contemplar el misterio de Cristo; se asombra cada vez que mira a su Hijo, porque este Hijo es su Dios, y a este Hijo que es su Dios, debe enseñarle el oficio de carpintero.
San José cuida de su Hijo, y como es carpintero, fabrica juguetes de madera para Jesús Niño, y el Niño Dios juega en su infancia con los juguetes de madera que le dio el amor de su padre, como anticipando la cruz de madera que habrá de abrazar, ya adulto, cruz enviada por el Amor de Dios Padre.
San José cuida a su Hijo, y todos sus cuidados humanos estarán orientados al don de Cristo en el sacrificio del Calvario, don que luego habrá de continuarse en el sacrificio del altar. San José prepara a su Hijo para el camino de la cruz, y así es el modelo para todo padre cristiano, que debe preparar a sus hijos para el camino de la cruz.
A San José, el Padre Virgen del Hijo de Dios, y a la Virgen María, la Madre Virgen del Hijo de Dios, a sus cuidados, les debemos el sacrificio de Cristo en la cruz. Gracias a los cuidados paternales de San José, y a los de su Madre la Virgen, Cristo pudo subir a la cruz para ofrendarse por nuestra salvación, y ese don de la cruz es el don que se continúa en la Santa Misa, de modo que en cada misa, en cada sacrificio del altar, está también presente la Virgen, y está también presente San José, porque por sus cuidados paternales pudo Jesús subir a la cruz.
El Hijo de San José era el Hijo de Dios; no era un hijo de sus entrañas, aunque lo concibió, por la gracia, en el espíritu, al igual que su Esposa, María Virgen. Hoy muchos creen que la vida de San José era una fábula; hoy muchos racionalizan el misterio, y rebajan la figura de Cristo, de la Virgen, y de San José: Cristo no es Dios, la Virgen no es ni Virgen ni Madre de Dios, y San José ni es santo ni es Padre virgen de Jesús. Todo se racionaliza, se horizontaliza, se rebaja al nivel de la comprensión de la mente.
Precisamente, para defender la paternidad virginal de San José, es necesario defender el nacimiento virginal de Jesús, negado por los racionalistas, como Ariel Álvarez Valdés, quien niega también el nacimiento virginal de Dios Hijo a partir de María Virgen. Y si se niega el nacimiento virginal de Jesús, se niega la virginidad de María, y se niega la paternidad virginal de San José.
Sin embargo, considerando cómo fue la realidad del nacimiento virginal, vemos cómo María es Virgen, y es Madre de Dios; cómo Jesús es Dios, y cómo San José es el Padre virgen del Hijo de Dios.
Tomamos como punto de partida el craso racionalismo de un doctor en Biblia, Ariel Álvarez Valdés. A una pregunta de un periodista de Página 12: “–¿Cómo distinguir estas visiones de las que conciernen a la psicopatología?”, responde así Álvarez Valdés: “Son auténticas si los mensajes que trasmiten coinciden con la Biblia. El 90 por ciento de los mensajes que se atribuyen a la Virgen María están contra la Biblia: se dijo que la Virgen de San Nicolás había contado que el nacimiento de Jesús fue como cuando un rayo de sol atraviesa el cristal de la ventana sin tocarlo ni romperlo, pero la Biblia dice que Jesús nació como un hombre, es decir, como nacen todos los hombres”.
Esta afirmación de Álvarez Valdés está en contra de lo que enseña el Magisterio de la Iglesia, en la voz de los Papas, y en la voz de los Padres de la Iglesia, y de sus santos. En el Catecismo del Papa San Pío X se afirma que el alumbramiento del Señor fue semejante a “como un rayo de sol atraviesa el cristal sin romperlo ni mancharlo”.
También otros antiguos padres de la Iglesia compararon el parto virginal, milagroso, con la luz que atraviesa el cristal sin romperlo, y entre los santos más recientes, figura Ana Catalina Emmerich.
Esta hermosísima imagen, enseñada por los Papas y por los Padres de la Iglesia, concuerda con los misterios de María como Madre de Dios y de Jesús como Dios Hijo encarnado. ¿Podía nacer Dios Hijo encarnado, de su Madre Virgen, tal como nacemos los hombres mortales? ¿No es acaso rebajar groseramente el majestuoso misterio de la Madre de Dios y del Hombre-Dios, y del padre adoptivo del Hijo de Dios, San José?
Por otra parte, la expresión “como un rayo de sol atraviesa un cristal sin romperlo ni mancharlo”, no está en desacuerdo con las modernas y actuales teorías científicas. Lejos de ser una mera expresión poética –aunque muchos crean que es sólo poesía- es una expresión que concuerda con la realidad, y con las posibilidades de la realidad. Según lo que sabemos, la luz no es únicamente ondas de energía, sino micropartículas o corpúsculos de materia. Según la teoría corpuscular, la luz sería un “torrente de partículas sin carga y sin masa llamadas "fotones", capaces de “portar todas las formas de radiación electromagnética”. Leemos: “Esta interpretación resurgió debido a que la luz, en sus interacciones con la materia, intercambia energía sólo en cantidades discretas (múltiplas de un valor mínimo) de energía denominadas "cuantos" o "quantums". Este hecho es difícil de combinar con la idea de que la energía de la luz se emita en forma de ondas, pero es fácilmente visualizado en términos de corpúsculos de luz o fotones”[1]. La teoría corpuscular de la luz da la posibilidad teórica de que la materia pudiera ser atravesada por la materia, sin romperla o dañarla, puesto que la luz sería “un torrente de partículas” –materia- “sin carga y sin masa”. Además, si en el orden creado existe al menos la posibilidad de que la materia –teoría corpuscular de la luz- atraviese la materia, cuánto más en el orden increado, en donde Dios, Luz eterna e indefectible, en cuanto Luz, sobrepasa infinitamente este orden creado.
La realidad del nacimiento virginal de Jesús nos afirma en la fe: María es Virgen, es Madre de Dios, cómo Jesús es Dios, y como San José es el Padre virgen del Hijo de Dios.
[1] http://es.wikipedia.org/wiki/Luz#Teor.C3.ADa_corpuscular.

miércoles, 3 de marzo de 2010

San Ignacio de Loyola


El elemento central de los Ejercicios Espirituales ignacianos, es la segunda semana, llamada “de la oblación del reino”, en donde el alma se encuentra sola frente a Cristo crucificado, Rey de cielos y tierra, que llama a todos para conquistar el universo[1].
San Ignacio presenta como materia para meditar a un rey temporal, que llama a sus súbditos, todos nobles y buenos caballeros, a realizar una empresa noble, conquistar a sus enemigos. Luego él mismo dice que esta figura del rey temporal, debe aplicarse, por analogía, al “rey eternal”, es decir, Jesucristo.
Ahora bien, este rey eternal, que es Jesucristo, tiene la particularidad de que reina desde la cruz, su corona no es de oro y diamantes, sino de espinas, y su cetro son los clavos que lo sujetan al madero de la cruz.
El alma, en la segunda semana de los Ejercicios, debe hacer un coloquio frente a Cristo crucificado, siendo movida por lo mismo que movió a ese rey a morir por el alma: el amor y movida por este amor, hacer la “oblación del reino”[2], es decir, el ofrecimiento de sí mismo al rey que cuelga del madero y que primero se donó a sí mismo al alma por amor.
Si el alma es movida por otros motivos diferentes al amor a Cristo crucificado –el temor al infierno o el deseo del cielo-, podrá evitar los castigos y alcanzar el cielo, pero la unión con Jesucristo será imperfecta. Será perfecta la unión con Cristo cuando el alma se una a Cristo crucificado en la oblación de sí misma por amor, al tomar conciencia que Cristo se ofreció a sí mismo por amor.
Los Ejercicios no son una ejercitación psicológica, sino una realidad espiritual, en la cual el alma se encuentra con Dios cara a cara, en la soledad de los Ejercicios.
Este encuentro, real y espiritual, entre el alma y Dios, que se produce en los Ejercicios, se renueva y actualiza realmente en la misa.
En cada misa, se renueva ese encuentro entre Cristo crucificado y el alma que se encuentra de rodillas frente a Él, que se presenta en el altar. En cada misa, el rey de los cielos se presenta crucificado y derrama su sangre sobre el cáliz y entrega su cuerpo en la Eucaristía, y dona su ser divino al alma que lo recibe en la comunión.
En cada misa, el alma debe hacer suyas las palabras de Santa Teresa de Ávila, que responde a su rey en la cruz no por temor al infierno ni por deseo del cielo, sino por amor a Jesús en la cruz: “No me mueve, mi Dios, para quererte/ el cielo que me tienes prometido,/ ni me mueve el infierno tan temido/ para dejar por eso de ofenderte./ Tú me mueves, Señor, muéveme el verte/ clavado en una cruz y escarnecido;/ muéveme ver tu cuerpo tan herido,/ muévenme tus afrentas y tu muerte./ Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,/ que aunque no hubiera cielo, yo te amara,/ y aunque no hubiera infierno, te temiera./ No me tienes que dar porque te quiera,/ pues aunque lo que espero no esperara,/ lo mismo que te quiero te quisiera./”
En cada misa el Rey eternal, Jesucristo, se hace Presente sobre el altar, con su cruz, con sus heridas, con su corona de espinas, con su sangre, que vierte en el cáliz, con su cuerpo, que entrega en la Hostia, con su Ser divino, que deposita en el fondo del alma que lo recibe en la comunión, y en cada misa, renueva su llamado a conquistar las almas para su reino y ofrece, como medio de conquista, su cuerpo y su sangre en la cruz.
En respuesta al don de Sí que este Rey eternal hace al alma, el alma no puede sino responder con la respuesta de amor de Santa Teresa de Ávila a la pregunta de San Ignacio frente a Jesús crucificado: “¿Qué he de hacer por Cristo?”
[1] Cfr. Ejercicios Ignacianos, 147.
[2] Cfr. Ejercicios Ignacianos, 98.