San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 29 de julio de 2016

Santa Marta de Betania


“Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá” (Jn 11, 19-27). Jesús llega a casa de sus amigos Lázaro, Marta y María, para dar el pésame a Marta y María por la muerte de su hermano Lázaro. Mientras María permanece en el interior de la casa –siempre María en actitud contemplativa-, Marta en cambio, sale al encuentro de Jesús –recordemos que representa a la vida activa o apostólica de la Iglesia-. El diálogo que se desarrolla entre Marta y Jesús será el marco para una de las más grandes revelaciones del Hombre-Dios: Él es “la Resurrección y la  Vida” y el que “crea en Él, no morirá jamás”. En efecto, el marco de fondo para la escena evangélica es la muerte de Lázaro, cuyo cuerpo, depositado en el sepulcro, ha comenzado el proceso de descomposición orgánica que hará decir a los que Jesús les pida que quiten la piedra del sepulcro: “Señor, hace tres días que ha muerto; ya hiede”. La muerte es el signo más claro y evidente de la caída de la humanidad a causa del pecado original: los hombres fuimos creados por el Dios Viviente, que es la Vida Increada en sí misma y Causa Primera de toda vida participada y creatural y es por eso que no estamos preparados para la muerte, la cual no formaba parte de los planes originales de Dios. Como dice la Escritura, “por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo” (Sab 1, 24). En el diálogo con Marta, Jesús se revela como el Dios Viviente, el Dios que da la Vida, una vida que no es mera vida natural, sino la Vida eterna en sí misma, la misma Vida divina. Es esa Vida, que irrumpirá en el Cuerpo muerto de Jesús en el sepulcro y le insuflará la vida gloriosa de la Trinidad, la que Jesús nos comunica por su Resurrección: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá”. La vida que nos comunica Jesús es la Vida misma de Dios Trino, una vida inimaginablemente superior a la vida natural que poseemos, y aunque debamos morir a la vida terrena, quien crea en Jesús, obtendrá la Vida eterna: “Todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás”. Jesús se revela entonces no solo como Aquel que destruye la muerte al precio de su Sangre derramada en la cruz, sino que su Amor por nosotros va mucho más allá que simplemente darnos la inmortalidad, al derrotar a la muerte: su Amor Misericordioso por nosotros lo lleva a comunicarnos de su Vida divina, para que no sólo vivamos para siempre, sino que vivamos con la vida misma de Dios Trino, y esto es un misterio absoluto, que revela las profundidades insondables del Amor de Dios por los hombres.

Y ese Dios Viviente, que es la Vida Increada en sí misma, está en la Eucaristía, listo para donarnos su Vida divina, una vida desconocida para el hombre, porque se trata de la vida misma de Dios, que brota del Ser divino trinitario. A ese Dios Viviente, el Dios de la Eucaristía, el Dios del sagrario, Cristo Jesús, que nos espera para hacernos partícipes de su vida divina por la comunión eucarística, le decimos junto con Santa Marta: “Jesús Eucaristía, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo”.

Santa Brígida de Suecia


         Santa Brígida de Suecia es una de las más grandes santas de la Iglesia Católica. Nació en 1303 en Upsala, Suecia, en una familia con una larga tradición católica[1]. Sus abuelos y bisabuelos fueron en peregrinación hasta Jerusalén y sus padres se confesaban y comulgaban todos los viernes, y como pertenecían a la familia de los gobernantes de Suecia y tenían muchas posesiones, empleaban sus riquezas en construir iglesias y conventos y en ayudar a cuanto pobre encontraban[2]. De niña su mayor gusto era oír a su madre leer las vidas de los Santos. Cuando apenas tenía seis años ya tuvo su primera revelación. Se le apareció la Santísima Virgen para invitarla a llevar una vida santa, totalmente del agrado de Dios. En adelante las apariciones celestiales serán frecuentísimas en su vida, hasta tal punto que Santa Brígida llegó a creer que se trataba de alucinaciones o imaginaciones. Esto la llevó a consultar con el sacerdote más sabio y famoso de Suecia, y él, después de estudiar detenidamente su caso, le dijo que podía seguir creyendo en esto, pues eran mensajes celestiales[3]. Es decir, no se trataba de invenciones de su mente, sino que eran reales y verdaderas apariciones y manifestaciones celestiales, por parte de Nuestro Señor Jesucristo, la Virgen, y santos y almas del Purgatorio.
Una de estas manifestaciones sucedió precisamente cuando se encontraba rezando con piedad y fervor delante de un crucifijo, que se caracterizaba por la abundancia de sangre en el Cuerpo de Jesús. Santa Brígida le dijo a Nuestro Señor: “¿Quién te puso así?” - y oyó que Cristo le decía: “Los que desprecian mi amor (…) Los que no le dan importancia al amor que yo les he tenido”. Y desde ese día, la santa se propuso hacer que todos los que trataran con ella amaran más a Jesucristo.
Ahora bien, el “desprecio del amor de Jesús” y el “no darle importancia al amor que Jesús nos tuvo” –según las propias palabras de Jesús-, que es lo que causa las heridas de las que sale abundante sangre, no es otra cosa que el pecado, porque el pecado, que es ofensa a Dios, debe ser castigado severamente por la Justicia Divina –“De Dios nadie se burla”- y el hecho de que no recibamos ese castigo luego de cometido el pecado –por el contrario, cuando nos confesamos, recibimos misericordia y perdón en vez del justo castigo- se debe a que Jesús se interpone entre la Divina Justicia y nosotros, cambiando o convirtiendo, esa Justicia, en Misericordia. Es decir, Jesús, en la Pasión y en la Cruz, es el “transductor” -podríamos decir así- que, interponiéndose entre la Justicia de Dios, ofendida por la malicia de nuestros pecados, y nosotros, recibe en su Cuerpo Sacratísimo todo el peso de esa Justicia que castiga el pecado, y nos da a cambio, con su Sangre derramada, el Amor Divino, la Misericordia Divina, el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Cada pecado nuestro –el pecado se produce como consecuencia de la ausencia de amor a Dios en el corazón del hombre-, se traduce en un golpe de puño en el Rostro de Jesús, o en la corona de espinas, o en la flagelación, y es así que somos nosotros, con nuestros pecados, los que causamos las heridas de Jesús y el consecuente abundante brotar de su Preciosísima Sangre.
Teniendo en cuenta esta experiencia mística de Santa Brígida, y que no suceden por casualidad, sino que Dios las permite para nuestro provecho, deberíamos preguntarnos: ¿Soy consciente de que son mis pecados personales, los que ponen a Jesús en un estado tan lamentable? ¿Me doy cuenta de que son mis pecados, es decir, mi desprecio y desinterés por el Amor de Dios, los que causan la Pasión, Crucifixión y Muerte de Jesús? Y sabiendo esto, que soy yo quien hace sangrar a Jesús con mis pecados, ¿sigo pecando, sigo sin apreciar la vida de la gracia, sigo sin amar al Amor?



[1] https://www.ewtn.com/spanish/Saints/Br%C3%ADgida_7_23.htm
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem

miércoles, 27 de julio de 2016

San Pantaleón


Vida de santidad de San Pantaleón

Pantaleón –que significa en griego “el que se compadece de todos”- fue un médico mártir nacido en Nikomedia (actual Turquía), de 29 años de edad, que murió decapitado por profesar su fe católica en la persecución del emperador romano Diocleciano, el 27 de julio del 305[1]. Conoció la fe pero se dejó llevar por el mundo pagano en que vivía y sucumbió ante las tentaciones, que debilitan la voluntad y acaban con las virtudes, cayendo en la apostasía. Regresó al seno de la Iglesia luego de que un buen cristiano llamado Hermolaos le dijera que, ya que él era médico y conocía la curación del cuerpo conociera, por medio de la oración, “la curación proveniente de lo más Alto”, es decir, la curación del alma por la gracia de Jesucristo. Desde ese momento, entregó su ciencia al servicio de Cristo, sirviendo a sus pacientes en nombre del Señor y viendo en los que sufrían al mismo Jesucristo.
En la persecución de Diocleciano del año 303, Pantaleón, que había entregado todos sus bienes a los pobres, fue denunciado por algunos médicos que le tenían envidia ante las autoridades. El emperador, que quería salvarlo, le ofreció el perdón de su vida, pero si renegaba de Cristo, a lo que San Pantaleón se negó rotundamente. En ese momento, y como prueba de que su fe en el Hombre-Dios Jesucristo era verdadera, curó milagrosamente a un paralítico. Este último hecho sirve para que consideremos lo siguiente: los verdaderos milagros, hechos por los santos, son realizados con el poder de Jesucristo, que es Dios; es decir, cuando los santos hacen milagros, el que hace el milagro es verdadera y únicamente Jesucristo. Valga esta aclaración, porque muchos, por credulidad, y en un verdadero acto de injusticia y ofensa hacia Jesucristo, atribuyen sus milagros a quienes son sus enemigos, los ángeles caídos, cuyos agentes son varios (por ejemplo, Difunta Correa, Santa Muerte, etc.). El emperador, al no conseguir que San Pantaleón apostatara, lo condenó a morir por decapitación, junto a Hermolaos, el cristiano por el cual San Pantaleón había regresado a la Iglesia, y a otros dos discípulos de Cristo. Si bien San Pantaleón, como dijimos, había apostatado de la fe en Jesucristo, sin embargo reparó este pecado y tuvo la oportunidad de manifestar su amor al Redentor, entregando su vida por Él.

Mensaje de santidad de San Pantaleón

En las actas de su martirio se nos relatan hechos milagrosos, que indican cómo el Espíritu Santo en Persona asiste a los mártires, confortándolos y evitándoles los enormes dolores que provocan tan crueles torturas: en efecto, a San Pantaleón trataron de matarlo de seis maneras diferentes; con fuego, con plomo fundido, ahogándolo, tirándolo a las fieras, torturándolo en la rueda y atravesándole una espada. Con la ayuda de Jesús y del Espíritu Santo, San Pantaleón salió ileso de todas estas torturas; finalmente, cuando Dios consideró que ya había dado suficiente testimonio de amor a Jesucristo, le dijo a San Pantaleón que les permitiera, libremente, que lo decapitaran. Con su vida de santidad y con su martirio por Jesucristo, San Pantaleón, que era médico y curaba los cuerpos, nos enseña que, más que la curación corporal, importa la curación del alma por la gracia santificante de Jesús, Médico Divino y que, por más poderosos que sean los grandes de la tierra, no debemos vacilar en dar testimonio de Nuestro Señor Jesucristo en la vida diaria, cumpliendo sus Mandamientos y viviendo las Bienaventuranzas, seguros de que nos asistirán Jesús y el Espíritu Santo.




[1] http://www.corazones.org/santos/pantaleon.htm

martes, 26 de julio de 2016

Santos Joaquín y Ana


Vida de santidad de Joaquín y Ana
Lo poco que sabemos acerca de los padres de la Virgen María, lo sabemos por medio de evangelios apócrifos, caracterizados por poseer datos de valor histórico. Uno de ellos es el Protoevangelium de Santiago[1], que afirma Joaquín y Ana, que vivían en Nazaret, eran un matrimonio rico y piadoso, pero que no tenía hijos. En ocasión de una fiesta, Joaquín se presentó para ofrecer sacrificio en el Templo, pero fue rechazado por un tal Rubén, bajo el pretexto de que hombres sin descendencia no eran dignos de ser admitidos. Muy apenado, Joaquín se fue a las montañas a presentarse ante Dios en soledad. A su vez Ana, habiendo conocido la razón de la prolongada ausencia de su esposo, clamó al Señor pidiéndole que retirase de ella la maldición de la esterilidad y prometiéndole dedicar su descendencia a Su servicio[2]. Fue en esta situación, de extrema angustia para los ancianos esposos, que sus oraciones fueron escuchadas; un ángel visitó a Ana y le dijo: “Ana, el Señor ha mirado tus lágrimas; concebirás y darás a luz y el fruto de tu vientre será bendecido por todo el mundo”. Según el mismo evangelio apócrifo, el ángel hizo la misma promesa a Joaquín quien, alegre por la noticia, regresó a donde su esposa. Ana dio a luz una hija a quien llamó Miriam (María)[3]. Según una tradición antigua, los padres de la Santísima Virgen, siendo Galileos, se mudaron a Jerusalén.  Allí, según la misma tradición, nació y se crió la Virgen Santísima y fue allí también que murieron estos venerables santos.
Mensaje de santidad de Joaquín y Ana
Humillados por los hombres –Joaquín sufrió el duro rechazo de Rubén-, e incluso considerados como maldecidos por Dios, tal como se pensaba en la época, para quien no tuviera descendencia –era la congoja que oprimía el corazón de Ana-, los padres de la Virgen fueron siempre dóciles a la voluntad de Dios, humildes en sus corazones, y nunca jamás renegaron de los planes de Dios, ni se quejaron, diciendo: “¿Por qué tenía que pasarnos esto a nosotros, que siempre rezamos y somos tan buenos?”, y no sólo nunca jamás se rebelaron contra su voluntad, sino que la aceptaron siempre con amor y mansedumbre de corazón. De esta manera imitaron, de modo anticipado, a quien sería, a la postre, su nieto, el Hijo de María Virgen, Nuestro Señor Jesucristo, quien también fue humillado por los hombres y a quien se le podía considerar como “maldito”, según la Escritura: “Maldito el que cuelga del madero” (cfr. Dt 21, 23; Gál 3, 13), pero aun así, siempre aceptó la voluntad de Dios, que quería que muriera en la cruz para salvarnos, con amor y con humildad. Los santos Joaquín y Ana, con su docilidad a las mociones del Espíritu de Dios, con su mansedumbre, humildad y amor a Dios, sobre todo en los momentos más duros y difíciles, en los momentos de mayor tribulación, nos enseñan a amar siempre, y en todo momento, a Dios y a su amabilísima voluntad, que por ser la Voluntad Divina, es siempre santa y sólo desea el bien para nuestras almas. Nos enseñan también a ser pacientes y perseverantes en la oración, porque Dios nunca deja de escuchar la oración que se eleva de un corazón contrito y humillado, como los corazones de Joaquín y Ana, y aunque sus tiempos no son los nuestros, siempre nos da lo que es bueno, y aun muchísimo más de lo que esperamos, como lo demostró con Joaquín y Ana. Ellos esperaban nada más que una prole que alegrara sus días, y Dios les donó una hija que sería Virgen y Madre de Dios, y esto no podían nunca saberlo ni esperarlo, con lo cual nos demuestran, Joaquín y Ana, que Dios escucha nuestras súplicas y nos da infinitamente más de lo pedimos y esperamos. Como señala San Juan Damasceno, el fruto de la vida de santidad de Joaquín y Ana fue el don más preciado para la Humanidad, luego del don del mismo Hijo de Dios, María Santísima, Virgen antes, durante y después del parto: “¡Oh bienaventurados esposos Joaquín y Ana, totalmente inmaculados! Sois conocidos por el fruto de vuestro vientre, tal como dice el Señor: Por sus frutos los conoceréis. Vosotros os esforzasteis en vivir siempre de una manera agradable a Dios y digna de aquella que tuvo en vosotros su origen. Con vuestra conducta casta y santa, ofrecisteis al mundo la joya de la virginidad, aquella que había de permanecer virgen antes del parto en el parto y después del parto; aquella que, de un modo único y excepcional, cultivaría siempre la virginidad en su mente, en su alma y en su cuerpo”[4]. Al recordarlos en su día, digamos así: “¡Oh Santos Joaquín y Ana, que tuvisteis la dicha de ser los padres de María Santísima, pedidle a vuestra amadísima Hija que nos lleve ante la Presencia de Jesús! Amén”.



[1] Cfr. http://www.corazones.org/santos/ana.htm
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. http://www.corazones.org/biblia_y_liturgia/oficio_lectura/fechas/julio_26.htm; cfr. San Juan Damasceno, Sermón 6, sobre la Natividad de la Virgen María, 2.4.5.6.

lunes, 25 de julio de 2016

Santiago Apóstol


         La representación más emblemática del santo Patrono de España es su aparición en una batalla contra los musulmanes: en esta, aparece blandiendo su espada, cabalgando en un caballo blanco y arremetiendo contra el ejército moro que, en ese entonces, había ya invadido España[1]. La imagen no es, en absoluto, incompatible con la fe católica, ya que la defensa contra el agresor injusto forma parte de la “doctrina de la guerra justa”, explicitada en el catecismo y en el magisterio de la Iglesia católica[2].  La doctrina de la guerra justa es lo que justifica la existencia de los ejércitos nacionales, pues si no existieran, las naciones quedarían expuestas a la agresión de sus enemigos, quienes, ante la indefensión, no durarían en invadir su territorio y aniquilar y esclavizar a la población. En nuestros días podemos comprobar, con estupor, que tanto España, como el resto de los países hispanoamericanos, se encuentran  en una situación  de peligro tanto o más grave que en los tiempos en que apareció  el apóstol Santiago, porque hoy el peligro consiste, más que la invasión  de un ejército  enemigo -que al fin de cuentas está formado solo por hombres-, en la aparición  de un enemigo mucho más  sutil y difícil de combatir,  y es la apostasía del Nuevo Pueblo Elegido,  el cristiano bautizado en la Iglesia católica, que apenas recibe los sacramentos como el bautismo,  la sagrada comunión y la confirmación, abandona la Iglesia para aparecer  recién cuando está  por casarse, o directamente, no aparece más. A esto se le suma la aparición de una secta de alcance mundial y es la Nueva Era o Conspiración de Acuario, cuyo objetivo explícito es la consagración luciferina planetaria, es decir, la entrega de toda la humanidad al Príncipe de las tinieblas. Esta es la razón por la cual, en nuestros días, el peligro es mayor que en tiempos del Apóstol Santiago, porque están en peligro, más que la integridad territorial de una nación, la salvación eterna de millones de almas. Entonces,  al igual que en los tiempos  de la invasión musulmana a España, en los que la aparición  del santo apóstol llenó  de fuerza sobrenatural a los patriotas españoles –que pudieron  así  derrotar  a los invasores-, también hoy necesitamos de la misma fortaleza celestial, para defender, conservar y acrecentar nuestra santa fe católica. Conscientes de encontrarnos en medio del campo de batalla espiritual y de que “nuestra lucha no es contra personas humanas, sino contra los ángeles caídos, los espíritus malos de los aires” (cfr. Ef 6, 12), nosotros, junto con los patriotas españoles que combatieron a los musulmanes invasores, clamamos a Santiago Apóstol por su auxilio y decimos, empuñando en una mano la Santa Cruz de Jesús y en la otra el Santo Rosario: “¡Santiago y cierra, España!”[3].



[1] La historia de la aparición es la siguiente: “Cuenta la tradición, que el rey Ramiro I de Asturias se niega a conceder el «Tributo de las Cien Doncellas» a Abderramán III, denunciando así el tratado que le obligaba al impuesto, lo que le abocaba al recomienzo de las hostilidades contra los moros. Reunidas las tropas salen derrotados de Albelda (Logroño) y todo lo más que consigue el diezmado ejército es esconderse en Clavijo. Apesadumbrado el rey se le aparece el Apóstol Santiago en sueños, prometiéndole que estaría en el campo de batalla, espada en ristre, con túnica, estandarte y caballo blancos. El día siguiente, 23 de mayo de 844, al grito de “¡Dios ayuda a Santiago!”, tal como había contado el rey, apareció el apóstol. La escabechina de moros es considerable. Santiago se convierte en Santiago Matamoros y da comienzo el «voto de Santiago», por el que convertía en el santo patrón de España y germen del Camino peregrino de Compostela”; cfr. Juan Romero, La aparición del Apóstol Santiago, http://infocatolica.com/blog/delapsis.php/1105230650-la-aparicion-del-apostol-sant
[2] 1) Cfr. P. Jorge Loring, http://es.catholic.net/op/articulos/10054/matar-en-defensa-propia-y-guerra-justa.html; “Matar en defensa propia y guerra justa. Al prójimo se le puede matar en tres casos: en la guerra justa, en defensa propia y en la justa aplicación de la pena de muerte. El mandato divino "No matarás" significa que nadie puede matar sin motivo y sin razón. Pero hay circunstancias en las que hay una justificación. Al prójimo se le puede matar en tres casos: en la guerra justa, en defensa propia y en la justa aplicación de la pena de muerte. 1) En la guerra justa. La guerra no puede ser nunca un medio normal para la solución de conflictos. "Todo ciudadano y todo; gobernante están obligados a empeñarse en evitar las guerras"26. Según los moralistas, para que la guerra sea justa se deben cumplir varias condiciones: a) Imposibilidad de solución pacífica. b) Causa justa, como sería legítima defensa, mientras no haya una autoridad supranacional competente y eficaz. c) Que la decisión sea tomada por la autoridad legítima a quien corresponde velar por el bien común de la nación. d) Intención recta buscando la justicia y no la venganza. e) Que sean superiores los bienes que se van a conseguir a los males que se pueden producir27. "La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de quienes están al cargo del bien común"28. "Los poderes públicos tienen, en este caso, el derecho y el deber de imponer a los ciudadanos las obligaciones necesarias para la defensa nacional"29 , "pero atenderán equitativamente el caso de quienes, por motivos de conciencia, rehúsan el empleo de las armas; éstos siguen obligados a servir de otra forma a la comunidad humana"30. "Una cosa es utilizar la fuerza militar para defenderse con justicia, y otra muy distinta querer someter a otras naciones"31. Buscar la guerra es absurdo. Pero rehuirla por principio puede ser cobardía ante la injusticia. El creyente obra con rectitud mientras luche por implantar la justicia en el mundo. La paz es el ideal del hombre: pero esta paz debe ser obra de la justicia. Un pacifismo conformista con la injusticia no es cristiano. El buen cristiano no puede desinteresarse del bien común de la sociedad. El peligro de una tercera guerra mundial que podría destruir la humanidad por el armamento de que hoy dispone el hombre, hace deseable un desarme internacional. Pero para que esto sea eficaz tiene que ser de ambos bloques, y con posibilidades de mutua vigilancia. Aunque la guerra sea justa, "no todo es lícito entre los contendientes"32. Debe respetarse la ley moral y el derecho de gentes. "Las acciones deliberadamente contrarias al derecho de gentes son crímenes"33. "Existe la obligación moral de desobedecer aquellas decisiones que ordenan genocidios"34. 2) En defensa propia35 se puede matar cuando alguien quiere matarnos injustamente, o hacernos un daño muy grave en nuestros bienes, equivalente a la vida; si no hay otro modo eficaz de defenderse. No es necesario esperar a que él nos ataque. Basta que nos conste que él tiene un propósito decidido de matarnos, y sólo está esperando el momento oportuno para hacerlo; y no hay otro modo de salvar la vida que adelantarse y atacar primero36. Esto en el terreno moral, independientemente de la ley civil. Lo que se permite en defensa propia se autoriza igualmente en pro del prójimo injustamente atacado. La caridad fraterna puede obligar a esto, pero no a exponer la propia vida, a no ser que se trate de parientes cercanos o esté uno obligado por contrato (guardias, policías)37. «Éstas son las condiciones para que pueda hablarse de legítima defensa: - Debe tratarse de un mal muy grave, cual es, por ejemplo, el peligro de la propia vida, la mutilación o heridas graves, la violación sexual, el riesgo de la libertad personal, la pérdida de bienes de fortuna desmedidos, etc. - Que sea un caso de verdadera agresión física. - Que se trate de un daño injusto. Por ejemplo no sería lícito defenderse de un policía, hasta producirle la muerte, pues el agente, normalmente, actúa en cumplimiento de su deber. - Para defenderse no hace falta que el agresor lo haga de modo voluntario y consciente. Por eso es lícito contra un borracho o un loco. - Que no haya otro modo eficaz de defenderse38. 3) La Autoridad Pública puede imponer la pena de muerte al criminal para defender a los demás. Dice la Biblia: «Aquel que derrame sangre de hombre, debe morir»39. «El que mata a otro voluntariamente sea castigado con la muerte»40. «Es de notar que el verbo del original hebreo es “rasach” , que significa la muerte del inocente. Por eso habría que traducirlo: “No causarás la muerte de un hombre inocente”. »Para otra clase de muertes la Biblia emplea los términos “harag” y “hemit”41. Salvador de Madariaga, conocido intelectual que murió a los 92 años en Lugano, Suiza, escritor internacional y ministro de la República en 1934, dice: «La pena de muerte no será necesaria el día que la supriman primero los asesinos»42. Lo mismo que es lícito matar a un injusto agresor en defensa propia47, la Autoridad puede aplicar la pena de muerte para defender la vida de los inocentes. Se supone, naturalmente, una culpabilidad claramente demostrada46. «La Autoridad tiene el deber de defender la vida de los ciudadanos inocentes»
«Los que tienen autoridad legítima, tienen también el derecho de usar las armas para rechazar a los agresores de la sociedad civil confiada a su responsabilidad»48.
Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica nº 2308
ANTONIO ROYO MARÍN, O.P.: Teología Moral para seglares,1º,2ª,III, nº870-873.Ed.BAC.Madrid regresar
Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2309 regresar
Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2310 regresar
Nuevo Código de Derecho Canónico, nº 2311 regresar
Concilio Vaticano II: Gaudium et Spes: Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, nº 79 regresar
Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2312
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Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2328 regresar
Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2313 regresar
Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2264
JULIÁN PEREDA, S.I.: Revista ESTUDIOS DE DEUSTO, 30(IV-1967)9-34. Bilbao
B. HÄRING, C.SS.R.: La ley de Cristo, 2º, 2ª, 2ª, IV, 3. Ed. Herder. Barcelona
AURELIO FERNÁNDEZ: Compendio de Teología Moral, 2ª, XI, 1.4. Ed. Palabra. Madrid. 1995.
Génesis, 9:6
Éxodo, 21:12-14
AURELIO FERNÁNDEZ: Compendio de Teología Moral, 2ª, XI, 1.2. Ed. Palabra. Madrid. 1995.
SALVADOR DE MADARIAGA: Dios y los españoles, V. Ed. Planeta. Barcelona, 1975
Diario YA del 27-IX-79, pg. 4
Diario YA del 27-XII-86, pg. 19
Diario YA del 4-VIII-87, pg. 4
Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica nº 2267, Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica nº 2264
Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica nº 2265s.
[3] El significado de la frase es el siguiente: “¡Santiago y cierra, España! es un lema perteneciente a la tradición cultural española, inspirado en un grito de guerra pronunciado por las tropas cristianas durante la Reconquista, en batallas como la de Navas de Tolosa y las españolas del Imperio y de época moderna antes de cada carga en ofensiva (…) El significado de la frase es, por una parte, invocar al apóstol Santiago, patrón de España y también llamado Santiago Matamoros, y por otro, la orden militar cierra, que en términos militares significa trabar combate, embestir o acometer; “cerrar” la distancia entre uno y el enemigo. El vocativo España, al final, hace referencia al destinatario de la frase: las tropas españolas. Cfr. https://es.wikipedia.org/wiki/%C2%A1Santiago_y_cierra,_Espa%C3%B1a

viernes, 22 de julio de 2016

San José, modelo de padre y esposo


¿Puede un hombre, del siglo I de nuestra era, ser ejemplo para el hombre del siglo XXI? Sí, sí lo puede ser, y ese hombre es San José, esposo de María Virgen, quien por la magnitud de sus virtudes, emerge como modelo incomparable de esposo y padre, para el hombre de todo tiempo y  lugar.
San José es modelo incomparable de esposo, porque si bien su matrimonio con María Santísima fue meramente legal –su trato afectivo con la Virgen fue como el de dos hermanos-, acompañó a María, tanto en los momentos de serenidad, paz y alegría familiar, como en las situaciones de zozobra y tribulación. Desde el inicio de su matrimonio legal[1], San José dio muestras de su amor casto y puro por la Virgen: cuando tuvo noticias del embarazo de María Santísima[2], aun cuando no sabía él acerca del origen divino y milagroso de la concepción de María  –Jesús fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, y no por intervención humana-, San José, dando muestras de su nobleza de alma, decidió no denunciarla puesto que de hacerlo, implicaría el repudio público de la Virgen, según las costumbres de la época. Para evitar esto, San José tomó la decisión de abandonarla en silencio[3], cambiando esta decisión luego de que un ángel le revelara en sueños que Jesús era el Hijo de Dios, encarnado por el Amor de Dios, el Espíritu Santo: “José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque su concepción es del Espíritu Santo” (Mt 1, 20). En una sola frase, el ángel le reveló cuatro secretos divinos a San José, que le devolvieron la paz a su alma: el origen divino de Jesús; su concepción por obra del Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad; la condición de María, de ser Virgen y, al mismo tiempo, Madre de Dios; por último, su misma condición, la de ser Padre adoptivo y Esposo meramente legal de María Santísima. Todo esto serenó su noble alma y es por eso que revocó su decisión de abandonar a María y, obedeciendo al ángel, se decidió a “recibir a María, su esposa”.
San José acompañó también, como esposo diligente, a María, en su peregrinación a Belén, donde debían empadronarse para cumplir con las disposiciones del censo imperial (cfr. Lc 2, 1-4). Estuvo al lado de María cuando tanto Ella como su Hijo, aun no concebido, fueron rechazados por las posadas ricas de Belén (cfr. Lc 2, 7), símbolos del corazón humano que, pleno de orgullo y amor egoísta a sí mismo, rechaza a Dios y su Mesías. Al no encontrar sitio en las posadas San José se encargó, como esposo providente, de buscar un lugar para el nacimiento de su hijo, encontrando el pobre y oscuro Portal de Belén, que a pesar de su pobreza y oscuridad, y a pesar de ser refugio de animales, sin embargo albergó a la Virgen y sirvió de lugar de nacimiento para el Hijo de Dios, convirtiéndose así en símbolo del corazón del hombre que, pobre y oscuro debido a que no posee la gracia, y atribulado por sus pasiones, aun así ama a Dios y abre su corazón para que nazca en él, por la gracia, el Hijo de Dios, Jesucristo.
San José se comportó así, con su amor casto y puro, como un esposo fiel, que dio todo de sí para que a su esposa -que era la Virgen y la Madre de Dios al mismo tiempo-, tuviera siempre el refugio moral, espiritual y también material, que supone un esposo para su esposa.
San José es modelo incomparable de padre, porque si bien no fue el padre biológico de Jesús de Nazareth, ejerció sin embargo la paternidad de Dios Hijo encarnado un modo admirable. Luego del Nacimiento –milagroso y virginal- de Jesús (cfr. Lc 2, 1-20), San José fue en todo momento, para su Hijo, que era el Hijo de Dios, un dignísimo sustituto de Dios Padre Eterno, quien le  había delegado a San José, movido por la confianza que le tenía, la maravillosa tarea de educar humanamente a Aquel que era la Sabiduría divina en sí misma. Es decir, San José debía “educar a Dios”[4]. ¿Educar a Dios? Sí, y por increíble que parezca, esa fue la tarea encomendada por Dios Padre a San José: educar a Jesús de Nazareth, Dios Hijo encarnado; una tarea noble, elevada y sublime, acorde a su alma justa.
Como padre adoptivo de Jesús, San José estuvo siempre y en todo momento a su lado: en la Presentación del templo (cfr. Lc 2, 21); en la Huida a Egipto (cfr. Mt 2, 13-15), cuando el rey Herodes “buscaba al niño para matarlo” (cfr. Mt 2, 16); en los momentos serenos y calmos en Nazareth (cfr. Lc 2, 51); en la búsqueda de tres días, luego de perderlo de vista en Jerusalén, encontrándolo, junto a María, en el templo (cfr. Lc 2, 45ss) -dándonos así ejemplo de cómo tenemos que buscar a su hijo Jesús que está en el templo, en la Eucaristía, en el sagrario-. Finalmente, acompañó a su Hijo, Dios, enseñándole el oficio de carpintero, transmitiéndole lo que él sabía acerca de cómo trabajar la madera, esa misma madera que luego sería utilizada para que su Hijo, que era Dios encarnado, fuera crucificado, para la salvación de los hombres.
San José, modelo de amor a Jesús y María.
Hemos visto cómo San José es modelo de esposo y padre, pues fue pródigo en amor esponsal, casto y puro hacia su esposa, María Santísima, y también en amor paternal, hacia su hijo adoptivo, Jesús. Pero San José es también modelo y ejemplo para todos los hombres -para todos nosotros, cuando nos llegue la hora de pasar de esta vida a la eterna-, porque nos enseña a amar a Jesús y María no solo durante la vida, sino hasta el momento mismo de atravesar el umbral de la muerte, puesto que, según la Tradición, murió en los brazos de su Hijo y de su esposa. San José es llamado el “Patrono de la buena muerte” porque en la hora de la muerte, en la hora en que debía pasar “de este mundo al Padre” (cfr. Jn 13, 1), murió rodeado y envuelto en el amor de los Sagrados Corazones de Jesús y María, siendo esta la muerte más dulce y amable de todas, porque es muerte que da paso a la vida eterna.  
Así como San José fue esposo y padre ejemplar hasta el último instante de su vida terrena, acompañando siempre y en todo momento a María y a Jesús, así también, en el momento de su propia muerte, fueron María y Jesús quienes estuvieron a su lado, rodeándolo de amor, y esta muerte de San José es modelo para todo hombre. ¿Cómo fue la muerte de San José? De acuerdo con algunos autores[5], su muerte fue así: cuando Jesús tenía veinte años, Él y San José recibieron, como carpinteros que eran, un pedido de un vecino, que consistía en que debían trasladarse con sus herramientas a la montaña, para arreglar el refugio de su rebaño de cabras, en peligro debido a que las lluvias lo habían dañado, además de que el lobo andaba merodeando por esos lugares. San José y Jesús partieron para cumplir con el trabajo, pero los sorprendió una fuerte tormenta de lluvia y nieve a mitad de camino, que provocó que San José desarrollara una grave neumonía, con tos, fiebre y mucho decaimiento. Cuando Jesús lo trajo de regreso –intentaba en vano darle calor con su cuerpo-, San José estaba ya en agonía, con la respiración entrecortada y el cuerpo helado, por lo que no tardó en morir. Su muerte fue la más hermosa y santa de todas porque murió proclamando del amor de Dios y, como hemos dicho, murió en brazos de Jesús y María, con la serena alegría de saber que la muerte temporal en Dios era sólo una separación pasajera y que luego, en el cielo, habría de reencontrarse con su Esposa y con su Hijo, para ya nunca más separarse de ellos.
Así vemos cómo San José, con su amor casto y puro, es modelo de fidelidad a la gracia, no solo para todo esposo y todo padre que desee alcanzar la santidad, sino que es modelo y ejemplo inimitable de vida santa para todo aquel que, amando a Jesús y a María en esta vida, desee continuar amándolos por toda la eternidad, en el Reino de los cielos.
A nuestro amado Santo Patrono -a quien, como hemos visto, le podemos decir que es "Patrono de la vida santa y de la buena muerte"- le decimos: “¡San José, Esposo casto de la Virgen y Padre adoptivo del Hijo de Dios encarnado, intercede desde el cielo, para que amando a Jesús y María en esta vida, continuemos amándolos para siempre en el Reino de Dios! Amén”.  




[1] Era costumbre que el matrimonio tuviera dos etapas: la primera, desposorios, pero sin cohabitar; al cabo de un año, la segunda, con la cohabitación.
[2] La concepción virginal de Jesús se produjo entre la primera y la segunda etapa del matrimonio.
[3] Cfr. Mt 1, 19.
[4] Santiago Martín, El Evangelio secreto de María, Editorial Planeta, Barcelona 1996, 124.
[5] Cfr. Martín, o. c., 150.

María Magdalena y su encuentro con Jesús resucitado


“Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?” (Jn 20, 1-2. 11-18). En la mañana del Domingo de Resurrección, María Magdalena acude al sepulcro de Jesús. Al llegar, ve que la piedra de la entrada ha sido retirada y al comprobar que el interior del sepulcro está vacío, acude de inmediato a avisar a los demás discípulos que “se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Luego, regresa al sepulcro y comienza a llorar, al tiempo que dos ángeles le preguntan la causa de su llanto “Mujer, ¿por qué lloras?”-, respondiendo María Magdalena lo mismo que les había dicho a los discípulos: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. En ese mismo momento se le aparece Jesús resucitado y le hace la misma pregunta que le acabaran de formular los ángeles: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Sin reconocer a Jesús y pensando que era “el cuidador del huerto”, María Magdalena le dice: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo”. Luego, Jesús pronuncia su nombre: “¡María!” y es recién entonces cuando María Magdalena reconoce a Jesús y se postra a sus pies para adorarlo: “Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: “¡Raboní!”, es decir “¡Maestro!””.
Hoy, muchos en la Iglesia hacen como María: buscan a un Jesús muerto, como si no hubiera resucitado, porque para una gran mayoría de cristianos, Jesús es, en la práctica, un ser fallecido, cuyas enseñanzas, mandamientos y milagros nada significan para ellos. Hoy, muchos en la Iglesia piensan como María Magdalena antes de reconocer a Jesús, porque para muchos, Jesús todavía está en el sepulcro, no ha resucitado, no está con nosotros; para muchos, Jesús está, en la práctica, muerto y no resucitado y glorioso. Muchos, como María Magdalena, dicen: “No sabemos dónde está Jesús”.
Sin embargo, iluminados por la fe, no podemos decir que “no sabemos dónde está Jesús”; la fe nos dice que Jesús ya no está en el sepulcro, con su cuerpo muerto y frío; la fe nos dice que dejó vacío el sepulcro para ocupar, con su Cuerpo resucitado y glorioso, llena de la vida, del amor y de la luz divinas, el sagrario; la fe nos dice que Jesús está en la Eucaristía, no con su cuerpo muerto como en el sepulcro, sino con su Cuerpo glorioso y resplandeciente en el Pan de Vida eterna.

Parafraseando a María Magdalena e iluminados por la fe, decimos: “Sabemos dónde está el Cuerpo de Jesús resucitado, con su Alma, su Sangre y su Divinidad: está en el sagrario, en la Eucaristía, en el Pan Vivo bajado del cielo”.

jueves, 21 de julio de 2016

San Roque





Luego de repartir su fortuna entre los pobres debido a que, recibida la gracia de la conversión, se decidió a imitar a Nuestro Señor Jesucristo en la pobreza de la Cruz, San Roque se encaminó hacia Roma como peregrino, para rezar delante de la tumba de San Pedro y de los santos y mártires de la Iglesia. Ya en Roma, y al estallar la peste tifoidea, se dedicó a atender a los más abandonados, obteniendo para muchos la curación milagrosa con solo hacer la señal de la cruz sobre sus frentes. Se contagió el tifus y se retiró a un bosque para no molestar a nadie, pero sucedió que un perro de la ciudad empezó a tomar cada día un pan de la mesa de su amo e irse al bosque a llevárselo a Roque y esa es la razón por la que se retrata a un perro a su lado, con un pan en la boca. Dice Santo Tomás que los seres irracionales son gobernados por los ángeles, por lo que es de suponer que fue el ángel custodio de San Roque quien guiaba al can para que le llevara el alimento, lo cual le permitió subsistir y además, ser encontrado por el dueño del animal, con lo que pudo ser auxiliado, salvando su vida. Tiempo más tarde, fue conducido a prisión porque al regresar a su ciudad natal fue confundido con un espía, quedando detenido en la cárcel durante cinco años. Antes de morir se le apareció Nuestro Señor, quien le dijo: “Ha llegado tu hora, y quiero llevarte a mi gloria. Si tienes alguna gracia que pedirme, hazlo ahora mismo”. El santo le pidió el perdón de sus culpas y que fuesen preservados o librados de la peste aquellos que acudiesen a su intercesión. Al recordar a San Roque, le pidamos que nos libre de la peste, pero antes que de la peste que es producida por bacterias o virus y provoca la muerte del cuerpo, le pidamos que interceda para que nos veamos libres de la peste más peligrosa de todas, al lado de la cual, la peste corpórea es igual a nada, y es la peste del pecado, y le pidamos también que interceda para que seamos caritativos con el prójimo, como lo fue él, a imitación de Nuestro Señor Jesucristo, para ir, como él, al Reino de los cielos. 
(Su día es el 16 de Agosto)

martes, 19 de julio de 2016

San Arnulfo de Metz, Patrono de los cerveceros


¿Un santo de la Iglesia, Patrono de los cerveceros? ¿No parece un contrasentido? No, porque la Iglesia Católica no prohíbe el consumo de alcohol, sino el consumo poco prudente del mismo, que lleva a las personas a embriagarse. Existe la creencia, entre algunos católicos, de que el consumo de cerveza y otras bebidas alcohólicas es pecado. En realidad, no hay problemas con el consumo de alcohol, si este es moderado, se haga con responsabilidad y, por lo tanto, no interfiera con nuestra santidad. El consumo de alcohol sí es pecaminoso cuando la persona se embriaga, y es tan grave este pecado, que impide el ingreso en los cielos y, como tal, los que se embriagan, se encuentran en los grupos que no “heredarán el Reino de los cielos”, como dice la Escritura: “No herederán el Reino de los cielos ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos (…)” (cfr. 1 Cor 6, 10).
Sin embargo, como hemos dicho, si el consumo de alcohol es moderado, no constituye un obstáculo para nuestra vida de la gracia, y es por eso que incluso hasta existe un rito en latín para bendecir la cerveza[1], por lo que sí es posible que exista un… ¡santo Patrono de los cerveros! Y este santo patrono es San Arnulfo de Metz[2].


¿A qué se debe este particular “patronazgo”?
Repasemos brevemente su vida, y nos daremos cuenta de la razón, tanto de su santidad, como del por qué es Patrono de los cerveceros.
Arnulfo nació en Austria en el año 580 -ya desde esa época, se elaboraba en estas tierras una cerveza de excelente calidad- y desde muy pequeño sintió la vocación de servir a Dios por la vida consagrada, por lo que ingresó, siendo muy joven, a un monasterio benedictino. Al poco tiempo de su ordenación sacerdotal, fue nombrado Abad y finalmente obispo de Metz en Francia a los 32 años.
Consigna: tomar cerveza o morir. Literalmente, San Arnulfo se encontró, junto a toda la población, con este dilema: o tomaban cerveza, o morían. ¿Por qué? Sucedió que en la región en donde San Arnulfo era obispo, se desencadenó una terrible peste que contaminó el agua, lo cual produjo gran mortandad entre la gente que la consumía. Por esta razón, y para salvar la vida de sus fieles, San Arnulfo les aconsejó que dejaran de consumir el agua contaminada y en su lugar bebieran cerveza, un consejo muy atinado, puesto que, como sabemos, cuando se hace hervir el agua para fabricar la cerveza, esta queda libre de los gérmenes que producen la enfermedad. Y fue así que, literalmente, San Arnulfo y sus fieles se vieron en una terrible encrucijada: o bebían cerveza, o morían. Bebieron cerveza y, por lo tanto, se salvaron.


Un milagro atribuido a San Arnulfo: la multiplicación de la cerveza.
Podríamos decir que, ya con este consejo de beber cerveza o morir, San Arnulfo se ganó el “padrinazgo” de los cerveceros. Sin embargo, faltaba un milagro, realizado esta vez, luego de haber fallecido. En el año 627, San Arnulfo se retiró a un monasterio cerca de Remiremont, Francia, donde finalmente murió y fue enterrado en el 640. Al año siguiente, los ciudadanos de su ciudad natal, Metz, pidieron que su cuerpo fuera exhumado y llevado a la ciudad de Metz para darle sepultura en su Iglesia local. Sucedió que, mientras transportaban el cuerpo de San Arnulfo de regreso a Metz, varios fieles se sintieron agotados y deshidratados, puesto que era un día de mucho calor, por lo que hicieron una parada en una taberna para beber un poco de cerveza. Sin embargo, al entrar, descubrieron con angustia que sólo quedaba un jarro, por lo que, resignados, se decidieron a compartirlo entre todos. Pero hete aquí la sorpresa, que todos bebían y bebían, y el jarro no se terminaba nunca, de modo que toda la gente pudo beber cerveza hasta satisfacer su sed. El milagro, obviamente, fue atribuido a San Arnulfo y esta es la otra razón por la cual la Iglesia lo considera el Santo Patrono de los Cerveceros.
Hoy en día es venerado como Santo en la Iglesia Católica y en la Iglesia Ortodoxa y su fiesta es el 18 de julio.
Que los cerveceros, entonces, se encomienden a su santo Patrono, San Arnulfo.



[1] La Santa Iglesia Católica tiene un rito especial para bendecir la cerveza?  Pues sí, la bendición de la cerveza existe y es tan antigua que debemos remontarnos hasta el año 1614 cuando el Papa Paulo V publicó el RITUALE ROMANUM. El capítulo VIII de ese libro está dedicado a la bendición de cosas designadas para el uso ordinario. Allí encontramos, por ejemplo, la bendición del pan, bendición de cualquier tipo de medicina, bendición del queso o mantequilla, bendición del aceite, bendición de la sal, bendición de la semilla, etc. La lista es larga y, aunque no sea muy difundido, Paulo V incluyó la Benedictio Cerevisiae (Bendición de la cerveza) cuyo texto original en latín es el siguiente: Rituale Romanum de 1614. Bendición de la Cerveza. Bendice, Señor, esta cerveza criatura, que te has dignado a producir con el mejor grano: que sea un remedio saludable para la raza humana y concede por la invocación de tu Santo Nombre que quien beba de ella pueda obtener la salud del cuerpo y la paz del alma. Por Cristo, nuestro Señor.
R. AMÉN. (Use esta bendición con moderación. Y si la usa, por favor, no maneje). Cfr. http://es.churchpop.com/2016/01/14/la-bendicion-de-la-cerveza-existe-no-es-broma/
[2] http://es.churchpop.com/2016/02/25/la-curiosa-historia-del-santo-patron-de-los-cerveceros-san-arnulfo-de-metz/

El ejemplo de San Expedito: elegir a Jesucristo y no al Diablo


         Cuando la Iglesia nos pone a un santo para que sea venerado, no pretende que nos quedemos en la mera veneración, sino que contemplemos su vida, para imitar sus virtudes. Y cuando el santo nos consigue alguna gracia que le hemos pedido, la mejor forma de agradecerlo, es imitar sus virtudes. Es decir, la veneración de un santo, por cualquier lado que se la considere, no debe quedar en la mera veneración, sino en el esfuerzo activo por imitar, sino todas, al menos alguna de sus virtudes.
         En el caso de San Expedito, su virtud más grande y la que lo llevó al cielo, fue la de responder, con celeridad, a la gracia de la conversión. Como sabemos, San Expedito era un soldado romano, pagano, es decir, no conocía a Jesucristo; en un momento determinado, recibió la gracia de la conversión, que consiste en una iluminación interior, que viene de lo alto –nunca de la propia persona-, del cielo, y esta gracia consiste en algo similar a lo que le sucedió a San Pablo: Jesús, el Hijo de Dios, se da a conocer al alma, de un modo misterioso, para que el alma lo acepte como su Salvador y Redentor. Puesto que somos libres, la decisión última de la conversión, si bien está dada la gracia que nos permite elegir a Jesucristo, radica en nosotros, ya que nadie, ni siquiera el mismo Dios en Persona, puede reemplazar nuestras libres decisiones. Al recibir la gracia de conocer a Jesucristo, y al recibir la gracia de desear elegir a Jesucristo como Salvador –son dos gracias distintas-, San Expedito respondió afirmativamente a ambas gracias, y por eso es ejemplo para nuestra conversión. Pero además, hay otra gracia en la que San Expedito es ejemplo, y es la de la celeridad en responder, porque también, como sabemos, en el mismo momento en que Jesús se daba a conocer a su alma, el Demonio se le apareció en forma de cuervo y trató de hacerlo desistir de su conversión, induciéndolo a que postergar la conversión “para mañana” (efectivamente, el Demonio comenzó a revolotear diciendo: “Cras”, que significa “mañana”). Pero San Expedito, alzando la Santa Cruz de Jesús, y recibiendo de la Cruz la fuerza misma de Jesús, rechazando la tentación del Demonio, dijo: “¡Hoy! ¡Hoy acepto a Jesucristo como mi Salvador y Redentor! ¡Hoy comienzo a seguir a Jesús, cargando mi cruz para ir detrás de suyo! ¡Hoy dejo de lado mis pasiones, mis pecados, mis vicios; hoy crucifico al hombre viejo, para nacer a la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, los hijos de la luz!”. Y diciendo esto, aplastó al Demonio que, aún en forma de cuervo, había dejado de revolotear a su alrededor y se había acercado, desprevenido, a los pies de San Expedito, que con la fuerza de la Cruz, pisó su soberbia cabeza.

         También el Demonio nos tienta, para que sigamos en la vida de paganos, en la vida de confiar en las supersticiones –como el Gauchito Gil, la Difunta Correa, la cinta roja, o peor aún, la Santa Muerte-; el Demonio también nos tienta para que, en vez de elegir a Jesús crucificado y a la Virgen, elijamos los bienes materiales, el dinero, la brujería, en vez de los santos sacramentos de la Iglesia y la gracia de Jesús, aunque la mayoría de las veces, no es el Demonio el culpable, sino nuestra propia pereza espiritual, la que nos lleva a dejar de lado la Santa Misa, la Confesión sacramental y el rezo de oraciones que agradan a la Madre de Dios, como el Santo Rosario, y es por eso que necesitamos, de modo urgente, la gracia de la conversión. Le pidamos entonces a San Expedito que interceda por nosotros para que nosotros, al igual que él, digamos “No” al Demonio y a nuestras pasiones y le digamos “Sí” a Jesucristo y su gracia santificante, y comencemos a vivir la vida pura y santa de los hijos de Dios.

viernes, 15 de julio de 2016

San Buenaventura y el conocimiento de Dios que da el Espíritu Santo


         San Buenaventura nos da la clave para llegar a Dios, y es Cristo, el “misterio oculto desde los siglos”: “Cristo es el camino y la puerta. Cristo es la escalera y el vehículo, él, que es el propiciatorio colocado sobre el arca de Dios y el misterio oculto desde los siglos”[1]. Cristo crucificado es, dice San Buenaventura, nuestra Pascua, y quien lo contempla con fe y con amor, realiza en Él la Pascua, es decir, el paso, desde el desierto de esta vida, al paraíso, al tiempo que, al igual que el Pueblo Elegido se alimentó del maná, el alma que contempla a Cristo se alimenta de Él, de su Cuerpo y su Sangre, que es “el maná escondido”. Dice así San Buenaventura: “El que mira plenamente de cara este propiciatorio y lo contempla suspendido en la cruz, con fe, con esperanza y caridad, con devoción, admiración, alegría, reconocimiento, alabanza y júbilo, este tal realiza con él la pascua, esto es, el paso, ya que, sirviéndose del bastón de la cruz, atraviesa el mar Rojo, sale de Egipto y penetra en el desierto, donde saborea el maná escondido, y descansa con Cristo en el sepulcro, como muerto en lo exterior, pero sintiendo, en cuanto es posible en el presente estado de viadores, lo que dijo Cristo al ladrón que estaba crucificado a su lado: Hoy estarás conmigo en el paraíso”[2].
Quien esto hace, es decir, quien contempla a Cristo crucificado, cumple la Pascua, el paso de esta vida a la eterna, aún en esta vida, pero para que el paso sea perfecto, es necesario dejar de lado la actividad del intelecto, de manera que sea el Espíritu Santo en Persona quien infunda los misterios supraracionales del Verbo de Dios encarnado: “Para que este paso sea perfecto, hay que abandonar toda especulación de orden intelectual y concentrar en Dios la totalidad de nuestras aspiraciones. Esto es algo misterioso y secretísimo, que sólo puede conocer aquel que lo recibe, y nadie lo recibe sino el que lo desea, y no lo desea sino aquel a quien inflama en lo más íntimo el fuego del Espíritu Santo, que Cristo envió a la tierra. Por esto dice el Apóstol que esta sabiduría misteriosa es revelada por el Espíritu Santo”[3].
La contemplación de Cristo y el consiguiente paso de esta vida a la otra, no es obra humana, sino de la gracia: “Si quieres saber cómo se realizan estas cosas, pregunta a la gracia, no al saber humano; pregunta al deseo, no al entendimiento; pregunta al gemido expresado en la oración, no al estudio y la lectura; pregunta al Esposo, no al Maestro; pregunta a Dios, no al hombre; pregunta a la oscuridad, no a la claridad; no a la luz, sino al fuego que abrasa totalmente y que transporta hacia Dios con unción suavísima y ardentísimos afectos”[4].
La contemplación de Cristo no solo ilumina el intelecto para que así pueda realizar la Pascua –esto es, el paso de este mundo al Padre-, sino que enciende el alma en el Amor de Dios por obra del Espíritu Santo, y para esto es necesario desear morir a nosotros mismos: “Este fuego es Dios, cuyo horno, como dice el profeta, está en Jerusalén, y Cristo es quien lo enciende con el fervor de su ardentísima pasión, fervor que sólo puede comprender el que es capaz de decir: Preferiría morir asfixiado, preferiría la muerte. El que de tal modo ama la muerte puede ver a Dios, ya que está fuera de duda aquella afirmación de la Escritura: Nadie puede ver mi rostro y seguir viviendo. Muramos, pues, y entremos en la oscuridad, impongamos silencio a nuestras preocupaciones, deseos e imaginaciones; pasemos con Cristo crucificado de este mundo al Padre”[5].
Una vez contemplado el Padre, por medio de Cristo y por obra del Espíritu Santo, habremos llegado a nuestra Jerusalén, es decir, habremos encontrado lo que deseaba nuestra alma: “Y así, una vez que nos haya mostrado al Padre, podremos decir con Felipe: Eso nos basta; oigamos aquellas palabras dirigidas a Pablo: Te basta mi gracia; alegrémonos con David, diciendo: Se consumen mi corazón y mi carne por Dios, mi herencia eterna”[6].



[1] Opúsculo Sobre el itinerario de la mente hacia Dios, Cap. 7, 1. 2. 4. 6: Opera omnia 5, 312-313.

[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.
[6] Cfr. ibidem.