San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 19 de febrero de 2010

San Expedito




Era militar del Imperio Romano, y vivió a principos del siglo IV. Su conversión, desde el paganismo, fue repentina: un día, alcanzado por la gracia de Dios, resolvió cambiar su vida, dejando su vida pagana anterior, y decidiéndose a vivir como cristiano. Habiendo tomado ya esta decisión, se le apareció, con la forma de un cuervo, el espíritu del mal, el demonio, que comenzó a volar muy cerca de él, gritándole una palabra en latín. El demonio, disfrazado de cuervo, y volando muy cerca de él, hasta quedar a sus pies, le decía en latín: “¡cras...! ¡cras...! ¡cras...!, que significa: “mañana...mañana....mañana”. Después de repetirle esta palabra, le decía además: “Posterga esta decisión para mañana!. ¡No te apresures! ¡Espera para convertirte!”
Es decir, San Expedito había tomado la decisión de convertirse “hoy”, “ya”, mientras que el demonio, disfrazado de cuervo, le decía que no hacía falta apurarse tanto, que había que dejar la conversión para “mañana”. Mientras tanto, como no había apuro, se podía continuar con la vida pagana, alejada de Cristo.
Pero San Expedito no escuchó ni un momento al espíritu infernal, el demonio, y pisoteó al cuervo gritando: “¡Hodie! ¡Hodie! No dejaré nada para mañana, hoy seré cristiano!” La palabra “Hodie” significa: “hoy” en latín.
Este es el motivo por el cual San Expedito aparece en su estampa, con la cruz en la mano, que tiene la inscripción: “Hodie”, y aparece también aplastando al cuervo con su pie derecho. San Expedito, con su prontitud a la gracia, nos dice: ¡¡HOY, nada de postergaciones!!”, es decir: “Hoy quiero ser cristiano, y no mañana”. Esta es la razón también por la cual San Expedito es un Santo que escucha y que ayuda a resolver todos los casos urgentes, al momento, especialmente aquellos casos que, si se demoran, traen un gran perjuicio para la persona que lo necesita.
Pero el ejemplo de San Expedito no debe quedar en nosotros en que es un santo que ayuda para los casos urgentes. Por supuesto que San Expedito ayuda e intercede por quien se encuentra en una situación difícil, pero el ejemplo de su vida nos debe conducir a algo más que a pedirle por nuestras necesidades, por más urgentes que sean.
Su ejemplo de fidelidad a la luz de la gracia, es algo digno de imitar: tenemos que hacer como San Expedito, que no dejó pasar la oportunidad para convertirse, y no cedió a la tentación demoníaca de dejar pasar el momento, para convertirse mañana, un mañana que no sabemos si llegará, porque no sabremos si estaremos vivos.
Al igual que San Expedito, debemos decir: “Hoy quiero ser cristiano, y vivir como cristiano, y comportarme como cristiano; hoy y no mañana quiero poner por obra el mandamiento más importante de todos, el amor a Dios y al prójimo; hoy y no mañana voy a ayudar a este prójimo que necesita de mí; hoy y no mañana voy a perdonar al que me ofendió; hoy y no mañana voy a pedir perdón a quienes ofendí; hoy y no mañana voy a obrar la misericordia y la compasión”. Son a estas decisiones a las que nos tienen que conducir la vida de San Expedito; si sólo pedimos, pero sin ofrecer nada a cambio, Expedito podrá ayudarnos, pero de nada nos servirá su ayuda para la vida eterna.
Por último, el “Hoy” de San Expedito es una imitación del “Hoy” de Jesucristo en el Santo Sacrificio del altar: San Expedito le dice “Hoy” a Jesucristo, y Jesucristo le dice “Hoy” al sacerdote en el momento de la consagración, porque Jesús baja del cielo en el momento en el que sacerdote reza la oración; no deja para mañana su venida desde el cielo a la Eucaristía. Como Cristo, como San Expedito, digamos: “Hoy” a nuestra conversión, y no la dejemos para un incierto mañana.

lunes, 8 de febrero de 2010

¿Adónde te escondiste?



“¿Adónde te escondiste?”[1]. San Juan de la cruz cita y comenta el Cantar de los cantares, y lo aplica a la relación que se entabla entre el alma y el Verbo de Dios[2]. El alma busca a Dios, y Dios se esconde. El alma le pregunta a Dios adónde se ha escondido. Y dice San Juan de la Cruz, que el alma, para encontrarlo a Dios, debe buscar a Dios “en fe y en amor”, porque la fe y el amor son los que guiarán hasta donde está Dios escondido. “La fe”, dice San Juan, “son los pies con los que el alma camina, y el amor, la guía que la encamina”[3].
Y el alma busca al Verbo para unirse con Él, pero no para una unión superficial, o para establecer una unión con sólo el deseo; no busca al Verbo para una mera unión con la voluntad, sino para una unión real y orgánica con Él, una unión por la fe y por el amor, una unión orgánica y real, que sea en esta vida un anticipo de la contemplación cara a cara en la vida eterna, y una unión tan íntima y real que haga al alma asimilarse al Hijo de Dios. Dice San Juan de la Cruz que aunque la unión en esta vida no sea tan perfecta como la de la vida eterna, sí puede en cambio llegar el alma a una perfección muy alta, que es la “unión y transformación (del alma) por amor en el Hijo de Dios, su Esposo”[4]. La unión espiritual que se produce entre el alma y el Verbo humanado es tan intensa y tan íntima, que es comparada por San Juan de la Cruz a la comunión de vida y de amor que existe entre los esposos, y a tal punto, que llama a Cristo “Esposo”, y al alma, esposa, y a la unión mística y espiritual entre ambos, unión esponsal.
El alma busca a Dios, como la esposa enamorada del Cantar de los cantares, y esta búsqueda del alma en fe y en amor no es vana, porque es por la fe y por el amor por los que el alma viene a saber dónde está Dios escondido: en la Eucaristía. En la Eucaristía el alma encuentra físicamente al Verbo de Dios humanado, y en la Eucaristía el Verbo le comunica al alma de su vida y de su amor que como Dios Trino posee: la humanidad de Cristo en su relación real, físico-dinámica con el linaje humano, le comunica a cada alma humana la vida trinitaria-divina y la gloria divina en la Eucaristía[5]; en la Eucaristía está el Verbo de Dios escondido, no detrás de una puerta o de una pared, sino detrás de lo que parece ser un poco de pan y un poco de vino. En la Eucaristía el alma encuentra lo que busca, y obtiene lo que desea, que es la consumación de la unión con el Esposo; la Eucaristía es Dios escondido que sale al encuentro del alma para, por medio del Amor divino, unírsele al alma del modo más íntimo[6].
Cuando el alma se une tan íntimamente a Dios, Dios la colma tanto de su sabiduría y de sus misterios, dice San Juan, que el alma no tiene necesidad de decir, aún en esta vida: “¿Adónde te escondiste?”[7].
Y si pregunta, “¿Adónde te escondiste?”, el mismo Espíritu de Dios le sugiere al oído la respuesta: “En la Eucaristía”.
[1] San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual, Canto 1. “¿Adónde te escondiste,/ Amado, y me dejaste con gemido?/ Como el ciervo huiste, habiéndome herido;/ salí tras ti clamando, y eras ido”.
[2] Cfr. ibidem, Canto 1.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 514-518.
[6] Cfr. Scheeben, Los misterios, 503.
[7] Cfr. San Juan de la Cruz, ibidem, Canto 1.

sábado, 6 de febrero de 2010

Miríadas de ángeles adoran al Hombre-Dios en el altar eucarístico



Poco o nada tienen que ver los ángeles con las representaciones de la fantasía, con los cuales los solemos imaginar. Es verdad que a lo largo de la historia se han aparecido y materializado bajo apariencia humana, a veces con alas, a veces sin ellas. Pero por lo general estas representaciones hacen que nuestra relación personal con el dogma de la existencia de los ángeles quede reducida a un nivel inferior de la representación que de los ángeles hace un niño de Primera Comunión. Y tan es así, que muy a menudo, lamentablemente, los seguidores de la Nueva Era tienen más fe en los ángeles y tienen una representación más viva de ellos que la de nosotros los católicos. Con respecto a ellos, nos quedamos con las nociones de Primera Comunión –que son verdaderas, pero que no dicen todo lo que los ángeles son ni lo que pueden hacer por nosotros-; creemos vagamente en nuestro ángel de la guarda, al cual no lo invocamos casi nunca, pensando está sólo para protegernos de los peligros. Además de esta noción básica e incompleta acerca de nuestro ángel custodio, con relación a los otros ángeles pensamos, en el mejor de los casos, al contemplar imágenes de Miguel, luchando en el cielo, de Rafael, ayudando a Tobías, o de Gabriel, anunciando a María, que fueron seres reales, pero que intervinieron en el inicio de los tiempos, o en la antigüedad, o en la plenitud de los tiempos, pero que, en nuestros tiempos, poco y nada tienen que hacer en la historia humana o en nuestra historia personal. Y sin embargo, la naturaleza y la misión de los ángeles es infinitamente superior a la de limitarse a ser nuestros protectores de los peligros físicos, y su intervención en la historia humana no se limita a hechos puntuales del pasado histórico.

¿Cuáles otras nociones debemos tener en cuenta, acerca de los ángeles, para no limitarnos a un aprendizaje de memoria, propio del Catecismo de Primera Comunión, y para no caer en las desviaciones del culto a los ángeles de la secta de la Nueva Era? Ante todo, debemos recordar que los ángeles son seres espirituales perfectos y puros que viven en un tiempo especial, llamado el aevum, un tiempo propio de las creaturas esprituales, caracterizado por participar, por un lado, de la eternidad de Dios, y por otro, de nuestro tiempo terreno: tienen un ala en la eternidad, y un ala en el tiempo. Constituyen una naturaleza superior a la nuestra, y sin embargo, Dios Trinidad demuestra más amor con cada niño que es bautizado, que con cada ángel creado: tanto el hombre como el ángel reciben la gracia, es decir, la participación en la vida de Dios Trinidad, pero uno y otro la reciben de forma distinta, y la forma en que la recibe un alma humana muestra un grado distinto de amor, cualtitativamente superior que el demostrado con los ángeles: por un lado, los ángeles fueron hechos partícipes de la naturaleza divina, pero Dios no se unió en Persona a una naturaleza angélica, sino que se unió personalmente a una naturaleza humana; por otro lado, los ángeles reciben esta gracia directamente de Dios, en forma gratuita, como a los hombres, pero a los ángeles Dios les concede la gracia sin pena ni sacrificio; no le costó nada ni a Dios ni a ellos mismos[1].
En cambio, la gracia de la filiación, que Dios nos concedió por misericordia, fue adquirida para nosotros con la más grande muestra de amor que nadie pueda jamás hacer por quien ama, y es el don de la vida divina en el sacrificio de la cruz: Dios nos concedió la gracia a costa de los sudores, de las lágrimas, de los sufrimientos, de la sangre y de la muerte de su Hijo[2].
A pesar de no haber recibido esta muestra particular de amor de predilección por parte de Dios Trinidad, los ángeles sin embargo se muestran mucho más agradecidos que nosotros, y adoran y aman con adoración y amor eternos al Ser divino de la Triunidad de Personas, en el cielo, en la Eucaristía, y en la Santa Misa. Miríadas de ángeles adoran al Hombre-Dios en el altar eucarístico, en el sacrificio del altar, y entre ellos se encuentran nuestros propios ángeles custodios. A nuestros ángeles custodios debemos pedirles la gracia de poder adorar la Presencia del Hombre-Dios Jesucristo en la Hostia consagrada, en el altar eucarístico, en la Santa Misa, como un anticipo de la adoración eterna en el cielo.
[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Las maravillas de la gracia divina, Ediciones Desclée de Brower, Buenos Aires 1954, 351.
[2] Cfr. Scheeben, ibidem.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Comunión de manos de un ángel[1]


La beata Emiliana Bicchiere era superiora de las Terciarias Dominicas en Vercelli, una ciudad de Italia. Un día, no pudo asistir a misa, por hacer una obra de caridad: tuvo que quedarse a cuidar a una religiosa enferma. Cuando terminó la misa, fue reemplazada en el cuidado de la enferma, y se dirigió a la capilla, a rezar frente al sagrario. Delante del sagrario, le suplicaba a Jesús que, ya que no había podido recibirlo personalmente en la comunión, al menos se hiciera presente espiritualmente. Jesús, que la estaba escuchando, respondió a su pedido: mandó a un ángel, el cual se apareció, abrió la puerta del sagrario, tomó el copón, y le dio la comunión a la beata Emiliana. Habían varias religiosas en ese momento en la capilla, que pudieron comprobar el milagro.
¿Qué nos enseña este milagro? Por un lado, que Jesús aprecia una de las obras de misericordia más grandes que puede haber, que es la de asistir a un prójimo enfermo, porque ese prójimo es imagen de Cristo. El que asiste a un prójimo, asiste a una imagen de Cristo, y Cristo recompensa esa caridad, y la recompensa es su misma Presencia en la Eucaristía. ¿Cuál fue la recompensa que Jesús le dio a la beata? El enviar un ángel para que le diera la comunión, y esto significa que la recompensa fue entrar Él mismo en Persona en el alma de la beata, por medio de la comunión. Esa es la recompensa más grande: la Presencia de Jesús por la comunión.
Nosotros, sin haber hecho grandes cosas, tenemos la Presencia de Jesús en nuestras almas por la comunión, y es por eso que debemos retribuir su amor con amor, y mostrarlo con las obras de misericordia, entre ellas, la ayuda al prójimo más necesitado.
[1] Cfr. Félix Alegría, La Hostia Consagrada. Milagros eucarísticos, Editorial Difusión, Buenos Aires 1982, 115.