San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

martes, 23 de octubre de 2012

Juan Pablo II


 22 de octubre

           
Vida y milagros de Juan Pablo II[1]
Nació en Wadowice, a 50 kms. de Cracovia, Polonia,   el 18 de mayo de 1920 y fue bautizado con el nombre de Karol Józef Wojtyła. Era el más pequeño de los hijos de Karol Wojtyła y Emilia Kaczorowska. Su madre murió cuando tenía 9 años y  su padre cuando tenía 21; antes había perdido a sus hermanos.
En la Segunda Guerra Mundial, luego de la invasión alemana de Polonia, Karol tuvo que trabajar en una cantera, evitando así la deportación a Alemania, pues ya había sido fichado por la Gestapo al haber ayudado a salvar familias judías.
Estudió en el seminario clandestino de Cracovia en 1942 y al finalizar la Segunda Guerra Mundial, continuó sus estudios y fue ordenado sacerdote el 1 de noviembre de 1946. En 1958 fue nombrado obispo auxiliar de Cracovia por Pío XII, en 1964 fue nombrado Arzobispo de Cracovia por Pablo VI y Cardenal en 1967, participando del Concilio Vaticano II (1962-1965) con una contribución importante en la elaboración de la constitución Gaudium et spes.
Fue elegido Papa el 16 de octubre de 1978 -sucediendo de esta manera al Papa Juan Pablo I, fallecido tras solo treinta y cuatro días de pontificado-, siendo el 263 sucesor del Apóstol San Pedro e iniciando uno de los más largos pontificados de la historia de la Iglesia (27 años) después de San Pedro (34 años) y el de Pío IX (39 años).
Mientras saludaba a los fieles en la Plaza de San Pedro, sufrió un atentado el 13 de mayo de 1981, aniversario de las apariciones de Fátima, por el sicario y terrorista turco Alí Agca. Meses después, Juan Pablo II le perdonó públicamente. Desde un primer momento, el Santo Padre atribuyó a una intervención milagrosa de la Virgen de Fátima el haber salido incólume, pues la distancia desde que el turco disparó fue de menos de dos metros. Alí Agca era uno de los tiradores más expertos conocidos. En acción de gracias a su intervención maternal, Juan Pablo II colocó la bala del atentado en la corona de la imagen de la Virgen de Fátima.
Juan Pablo II es el Papa de los récords: desde el comienzo de su pontificado, el 16 de octubre de 1978, el Papa Juan Pablo II realizó 104 viajes pastorales fuera de Italia, y 146 por el interior de este país. Además, como Obispo de Roma ha visitado 317 de las 333 parroquias romanas.
Con su elección, se convirtió en el primer Papa no italiano desde 1523 y en el primero procedente de un país del bloque comunista.
Entre sus documentos principales se incluyen: 14 Encíclicas, 15 Exhortaciones apostólicas, 11 Constituciones apostólicas y 45 Cartas apostólicas. El Papa también publicó cinco libros: “Cruzando el umbral de la esperanza” (octubre de 1994); “Don y misterio: en el quincuagésimo aniversario de mi ordenación sacerdotal” (noviembre de 1996); “Tríptico romano – Meditaciones”, libro de poesías (Marzo de 2003); “¡Levantaos! ¡Vamos!” (mayo de 2004) y “Memoria e identidad” (2005).
Juan Pablo II presidió 147 ceremonias de beatificación -en las que proclamó 1338 beatos- y 51 canonizaciones, con un total de 482 santos. Celebró 9 consistorios, durante los cuales creó 231 (+ 1 in pectore) Cardenales. También presidió 6 asambleas plenarias del Colegio Cardenalicio.
Desde 1978 el Santo Padre presidió 15 Asambleas del Sínodo de los Obispos: 6 ordinarias (1980, 1983, 1987, 1990, 1994, 2001), 1 general extraordinaria (1985), y 8 especiales (1980, 1991, 1994, 1995, 1997, 1998 [2] y 1999).
Ningún otro Papa se ha encontrado con tantas personas como Juan Pablo II: en cifras, más de 17.600.100 peregrinos han participado en las más de 1160 Audiencias Generales que se celebran los miércoles. Ese número no incluye las otras audiencias especiales y las ceremonias religiosas (más de 8 millones de peregrinos durante el Gran Jubileo del año 2000) y los millones de fieles que el Papa ha encontrado durante las visitas pastorales efectuadas en Italia y en el resto del mundo. Hay que recordar también las numerosas personalidades de gobierno con las que se ha entrevistado durante las 38 visitas oficiales y las 738 audiencias o encuentros con jefes de Estado y 246 audiencias y encuentros con Primeros Ministros.
Tras un paulatino deterioro físico, producto del desgaste natural del cuerpo a causa de la vejez –a pesar de lo cual, hasta el último momento cumplió con sus apariciones públicas y todo tipo de compromisos-, Juan Pablo II falleció el 2 de abril de 2005. Su sucesor, el actual Papa Benedicto XVI, anunció ese mismo año el inicio del proceso de beatificación, que tuvo lugar el 1 de mayo de 2011.

            Mensaje de santidad de Juan Pablo II
            Desde sus primeras encíclicas, “Redemptoris hominis” (1979), y “Dives in misericordia” (1980), Juan Pablo II exaltó el papel de la Iglesia como maestra de los hombres y destacó la necesidad de una fe robusta, arraigada en el patrimonio teológico tradicional, y de una sólida moral, sin mengua de una apertura cristiana al mundo del siglo XX. Denunció la Teología de la Liberación, criticó la relajación moral y proclamó la unidad espiritual de Europa. Denunció valientemente lo que él calificó como “cultura de la muerte”, promotora del aborto, de la anticoncepción, de la eutanasia, entre otras cosas. Condenó fuertemente el divorcio y reiteró la negativa rotunda de la Santa Sede a la posibilidad de la ordenación sacerdotal de mujeres. Sin embargo, también se mostró, al mismo tiempo, como un gran defensor de la justicia social y económica, abogando en todo momento por la mejora de las condiciones de vida en los países más pobres del mundo.
Sin embargo, tal vez el más valioso mensaje de santidad, dentro de los miles de mensajes que nos deja este Papa santo, sea su gran amor a la Eucaristía. Por ello, meditamos en un breve pasaje de su Encíclica Ecclesia de Eucharistia, del 17 de abril de 2003. El Santo Padre hace un análisis del misterio de la Iglesia a partir de una simple expresión, pronunciada por el sacerdote ministerial luego de la consagración: “Misterio de la fe”: “Mysterium fidei! – ¡Misterio de la fe!”. Cuando el sacerdote pronuncia o canta estas palabras, los presentes aclaman: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!”. Con éstas o parecidas palabras, la Iglesia, a la vez que se refiere a Cristo en el misterio de su Pasión, revela también su propio misterio: Ecclesia de Eucharistia. Si con el don del Espíritu Santo en Pentecostés la Iglesia nace y se encamina por las vías del mundo, un momento decisivo de su formación es ciertamente la institución de la Eucaristía en el Cenáculo. Su fundamento y su hontanar es todo el Triduum paschale, pero éste está como incluido, anticipado, y « concentrado » para siempre en el don eucarístico. En este don, Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual. Con él instituyó una misteriosa « contemporaneidad » entre aquel Triduum y el transcurrir de todos los siglos”[2].
Luego de la consagración, el sacerdote dice: “Éste es el misterio de la fe”, y los presentes responden: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!”. Al analizar estas frases, el santo Padre Juan Pablo II sostiene que en estas frases, la Iglesia, por un lado, se refiere a Cristo en el misterio de su Pasión, porque reconoce en la Eucaristía el misterio de la Muerte en cruz y de la Resurrección del Calvario: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”, mientras que, por otro lado, “revela su propio misterio”, que es el de provenir de la Eucaristía: “Ecclesia de Eucharistia: la Eucaristía es el misterio pascual de Cristo, la Iglesia procede del misterio pascual de Cristo, la Iglesia procede de la Eucaristía, misterio pascual de Cristo, como de su fuente.
El fundamento de la Iglesia es la Eucaristía, y en la Eucaristía está contenido todo el Triduo Pascual de Jesús, y por eso en la Eucaristía está contenida la Iglesia. ¿De qué manera está contenida en la Eucaristía el Triduo Pascual de Jesús?
Cuando Jesús instituye la Eucaristía, en la Última Cena, es decir, cuando entrega su Cuerpo en la Hostia y su Sangre en el Cáliz, lo que hace es anticipar, de modo sacramental, su misterio pascual. En la Última Cena, que es a su vez la Primera Misa de la historia, hace lo mismo que hace luego en la cruz: entrega su Cuerpo y su Sangre, en la Última Cena, en la Hostia y en el Cáliz; en el Calvario, entrega su Cuerpo y derrama su Sangre en la cruz, de modo cruento. Pero al mismo tiempo, la Última Cena y el Calvario están contenidos en la Santa Misa, porque la Santa Misa es la renovación sacramental del sacrificio de la cruz, sacrificio que fue anticipado a su vez en la Última Cena.
De esta manera, en la Última Cena están comprendidas la Santa Misa –es la Primera Misa- y el sacrificio de la cruz en el Calvario –anticipa en el tiempo el don del Cuerpo y de la Sangre de Cristo en la cruz-, y a su vez, en la Santa Misa, están contenidas la Última Cena –que es la Primera Misa- y el sacrificio cruento del Calvario, porque la Misa no es otra cosa que la renovación sacramental, incruenta, del sacrificio en cruz de Jesús, y por eso se le llama también a la Santa Misa: “Sacrificio del altar”.


[2] Juan Pablo II, Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia, 5.

viernes, 19 de octubre de 2012

San Expedito, la Cruz y el demonio



         En la imagen de San Expedito se puede ver que el santo, con uno de sus pies, aplasta a un cuervo negro, que a su vez lleva en su pico la inscripción “cras” (que significa “mañana” en latín), mientras que en la mano derecha sostiene una cruz blanca, con la inscripción “hodie” (“hoy”, también en latín).
         ¿Qué significa esto?
         El cuervo que San Expedito aplasta, no es en realidad un cuervo, sino que es el demonio, el ángel caído, el Príncipe de las tinieblas, que se había disfrazado de cuervo para poder acercarse a San Expedito y así tentarlo. Como sabemos, el santo, que era pagano, recibió una gracia extraordinaria: fue iluminado con la luz del Espíritu Santo, y vio con toda claridad la vida de pecado que llevaba, y la gracia de la conversión que le ofrecía Jesús desde la Cruz. El demonio, al enterarse de que San Expedito había recibido esta gracia, se apresuró a ir delante suyo para persuadirlo de que no acepte la gracia de la conversión. Como su aspecto es extremadamente pavoroso, y su ausencia de gracia lo convierte en un monstruo espantosamente horrible, él sabía que si se presentaba así como era, el santo lo rechazaría inmediatamente, si no moriría de susto antes, con lo cual quedaba frustrada su empresa. Por lo tanto, decidió convertirse en un cuervo negro, horrible, pero al menos más aceptable que lo que él era en la realidad. Se acercó primero volando, y luego quedó cerca de San Expedito, al alcance de sus pies.
En todo momento le repetía: “Cras, cras”, es decir, “mañana, mañana”, pretendiendo que el santo dejara la conversión para el otro día, cuando es bien sabido que no tenemos asegurado ni un solo segundo de vida. Tenía la esperanza de que el santo rechazara la gracia de la conversión, y como pretendía asesinarlo, quería que muriera en pecado, para así poder arrastrarlo al infierno y torturarlo por toda la eternidad.
Ahora bien, lo que el demonio quería hacer con San Expedito, es lo que quiere hacer con toda alma humana, incluidas las nuestras, por eso es conveniente fijarnos en cómo actuaron los santos frente a la tentación, para obrar nosotros de la misma manera.
San Expedito no consentió nunca a la tentación, y llevado por la fuerza divina que emana de la Cruz, aplastó la cabeza del demonio disfrazado de cuervo, levantando la cruz en alto y diciendo al mismo tiempo: “Hodie”, es decir “Hoy”. San Expedito nos enseña cómo se debe actuar frente a la tentación: debe ser aplastada con la fuerza de la Cruz de Cristo. Para eso, es necesaria mucha oración, y tener siempre en la mano, en la mente y en el corazón, el santo crucifijo.
Hoy el demonio está más activo que nunca multiplicando las tentaciones, y una de las principales, es la de no rezar, la de dejar la Santa Misa y la oración, haciendo creer que estas dos cosas, necesarias para ir al cielo, son una pérdida de tiempo, y que es más divertido ocupar el tiempo viendo Internet, televisión, cine, o escuchando música, o haciendo cualquier actividad, con tal de no asistir a Misa y no rezar el Rosario.
Cuando tengamos esta tentación, tenemos que decir, como San Expedito, con la Cruz en alto: “Hodie”, “Hoy rezaré y haré el propósito de nunca más faltar a Misa el Domingo, hasta el día de mi muerte, hasta el día en que vea cara a cara a mi Señor Jesucristo”.
        
         En la imagen de San Expedito se puede ver que el santo, con uno de sus pies, aplasta a un cuervo negro, que a su vez lleva en su pico la inscripción “cras” (que significa “mañana” en latín), mientras que en la mano derecha sostiene una cruz blanca, con la inscripción “hodie” (“hoy”, también en latín).
         ¿Qué significa esto?
         El cuervo que San Expedito aplasta, no es en realidad un cuervo, sino que es el demonio, el ángel caído, el Príncipe de las tinieblas, que se había disfrazado de cuervo para poder acercarse a San Expedito y así tentarlo. Como sabemos, el santo, que era pagano, recibió una gracia extraordinaria: fue iluminado con la luz del Espíritu Santo, y vio con toda claridad la vida de pecado que llevaba, y la gracia de la conversión que le ofrecía Jesús desde la Cruz. El demonio, al enterarse de que San Expedito había recibido esta gracia, se apresuró a ir delante suyo para persuadirlo de que no acepte la gracia de la conversión. Como su aspecto es extremadamente pavoroso, y su ausencia de gracia lo convierte en un monstruo espantosamente horrible, él sabía que si se presentaba así como era, el santo lo rechazaría inmediatamente, si no moriría de susto antes, con lo cual quedaba frustrada su empresa. Por lo tanto, decidió convertirse en un cuervo negro, horrible, pero al menos más aceptable que lo que él era en la realidad. Se acercó primero volando, y luego quedó cerca de San Expedito, al alcance de sus pies.
En todo momento le repetía: “Cras, cras”, es decir, “mañana, mañana”, pretendiendo que el santo dejara la conversión para el otro día, cuando es bien sabido que no tenemos asegurado ni un solo segundo de vida. Tenía la esperanza de que el santo rechazara la gracia de la conversión, y como pretendía asesinarlo, quería que muriera en pecado, para así poder arrastrarlo al infierno y torturarlo por toda la eternidad.
Ahora bien, lo que el demonio quería hacer con San Expedito, es lo que quiere hacer con toda alma humana, incluidas las nuestras, por eso es conveniente fijarnos en cómo actuaron los santos frente a la tentación, para obrar nosotros de la misma manera.
San Expedito no consentió nunca a la tentación, y llevado por la fuerza divina que emana de la Cruz, aplastó la cabeza del demonio disfrazado de cuervo, levantando la cruz en alto y diciendo al mismo tiempo: “Hodie”, es decir “Hoy”. San Expedito nos enseña cómo se debe actuar frente a la tentación: debe ser aplastada con la fuerza de la Cruz de Cristo. Para eso, es necesaria mucha oración, y tener siempre en la mano, en la mente y en el corazón, el santo crucifijo.
Hoy el demonio está más activo que nunca multiplicando las tentaciones, y una de las principales, es la de no rezar, la de dejar la Santa Misa y la oración, haciendo creer que estas dos cosas, necesarias para ir al cielo, son una pérdida de tiempo, y que es más divertido ocupar el tiempo viendo Internet, televisión, cine, o escuchando música, o haciendo cualquier actividad, con tal de no asistir a Misa y no rezar el Rosario.
Cuando tengamos esta tentación, tenemos que decir, como San Expedito, con la Cruz en alto: “Hodie”, “Hoy rezaré y haré el propósito de nunca más faltar a Misa el Domingo, hasta el día de mi muerte, hasta el día en que vea cara a cara a mi Señor Jesucristo”.
        

martes, 16 de octubre de 2012

San Ignacio de Antioquía y su deseo de comulgar antes de morir



En su camino al martirio, antes de ser arrojado a los leones, San Ignacio de Antioquía escribe: “No encuentro ya deleite en el alimento material ni en los placeres de este mundo. Lo que deseo es el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo... y la bebida de su sangre, que es la caridad incorruptible”. San Ignacio desea la comunión eucarística antes de morir: el pan de Dios, la Eucaristía.
En la carta se hacen patentes los dos movimientos que experimenta el santo: el rechazo al mundo y sus placeres, y la atracción a Jesucristo, Presente en la Sagrada Comunión.
A poco tiempo de atravesar el umbral de la muerte, el santo mártir no sólo no encuentra deleite en lo que el mundo ofrece, sino que anhela y apetece, con fuerza cada vez mayor, la Eucaristía: “la carne de Jesucristo y su sangre, que es la caridad incorruptible”.
Lo que sucede es que al aproximarse la vida eterna, la gracia santificante que colma el alma del santo, al tiempo que prepara al espíritu para la unión transformante con el Hombre-Dios Jesucristo, se desborda sobre el cuerpo, quitando todo tipo de apetito corpóreo y eliminando todo resquicio de concupiscencia. Por todo esto, en el santo se verifica la paradoja de que la aproximación de la muerte corpórea significa la aproximación al inicio de una nueva vida, una vida en la gloria y en la beatitud divina, al quitarse, con la muerte corpórea, el último obstáculo que lo separaba de la unión con el Ser divino.
Para el santo, la proximidad de la muerte no significa, como para el mundo, la desaparición en la nada, o el destino incierto hacia un lugar desconocido: la muerte es apenas un umbral que anticipa una eternidad de felicidad y de alegría imposibles de imaginar.
Lo que los cristianos tenemos que apreciar y valorar, es que, ya antes de la muerte, poseemos en anticipo aquello que deseó San Ignacio con vehemencia antes de morir, y que será la causa de nuestra alegría eterna, si por gracia y misericordia de Dios vamos al cielo: la Eucaristía, la Carne y la Sangre del Cordero, su Amor eterno, imperecedero.  

lunes, 15 de octubre de 2012

Santa Margarita María de Alacoque y el Sagrado Corazón



         Jesús se le apareció a Santa Margarita y le mostró su Sagrado Corazón, el cual estaba envuelto en llamas, circundado de espinas, con una cruz encima y con la herida abierta, producto del lanzazo recibido en la Cruz.
         En esta visión, está condensado el mensaje de Amor que Dios da a la humanidad: las llamas representan al Amor divino, el Espíritu Santo, que envuelve a la humanidad de Cristo; el mismo Corazón, mostrado por Jesús, que en el hombre es sede natural de los afectos y del amor, es un signo visible de que Dios nada se guarda para sí en su intento de conquistar el alma humana por el Amor; la herida abierta significa que el Amor ardiente del Ser divino trinitario, que quiere ser comunicado a los hombres, ya no puede ser contenido, liberándose incontenible, como un aluvión de fuego de Amor vivo, a través de la Sangre que mana del Corazón traspasado; las espinas, representan los pecados de los hombres y su dureza de corazón, que rechazan con frialdad el don del Amor divino obsequiado sin reservas en el Sagrado Corazón; por último, la Cruz, significa que el don del Sagrado Corazón lo ofrece Dios Padre en la Cruz, y por tal motivo, quien quiera recibirlo, lo único que debe hacer es acercarse, con el corazón contrito y humillado, a Cristo crucificado.
         Cuando se hacen todas estas consideraciones, se puede apreciar la magnitud de la aparición recibida por Santa Margarita, y se puede pensar, con justa razón, que la santa fue sumamente afortunada al ser elegida para una visión tan grande. Sin embargo, cuando se compara la visión con el don recibido en la comunión eucarística cotidiana, esa apreciación cambia, puesto que la visión es eso, mientras que el don eucarístico actualiza en la realidad lo que la visión muestra.
         En la Santa Misa, no se aparece visiblemente el Sagrado Corazón, porque está oculto detrás de algo que tiene apariencia de pan, y ya no es pan. El Sagrado Corazón está oculto, invisible, en la Sagrada Eucaristía, realmente presente, tal como se le apareció a Santa Margarita: envuelto en llamas, circundado de espinas, con una cruz encima y con la herida abierta, producto del lanzazo recibido en la Cruz. Pero todavía hay algo más, que hace a la Santa Misa infinitamente superior a la aparición que Santa Margarita tuvo del Sagrado Corazón: Jesús, cuando se le apareció, solo le mostró su Sagrado Corazón, pero no se lo dio en alimento; a nosotros, en cambio, en cada comunión, nos lo brinda para que seamos alimentados con el Amor divino que inhabita en Él.

domingo, 14 de octubre de 2012

Santa Teresa de Ávila y el Amor perfecto



No me mueve, mi Dios, para quererte 
el cielo que me tienes prometido, 
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte 
clavado en una cruz y escarnecido, 
muéveme ver tu cuerpo tan herido, 
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera, 
que aunque no hubiera cielo, yo te amara, 
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera, 
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

                En un breve pero maravilloso poema, Santa Teresa de Ávila, a quien se le atribuye su autoría, describe cuál la cima de la perfección cristiana; en pocas palabras, Santa Teresa alcanza la más alta sabiduría divina, aquella que solo se puede alcanzar a los pies de la Cruz: el Amor a Dios, por parte del cristiano, el amor más perfecto y puro, que más que abrir las puertas del cielo, abre las puertas del Sagrado Corazón de Jesús, es el que se tiene, no por temor al infierno, ni por deseos del cielo, sino por compasión a Jesús crucificado, llagado y herido de amor en la Cruz.
         Es Amor perfecto, porque amar a Dios por temor al infierno, es más temer al dolor que ser movido por el amor; amar a Dios por deseo del cielo, es más amor a sí mismo por el disfrute de lo bello y santo, que amar a Dios por ser quien Es, Dios infinitamente perfecto y santo. Uno y otro son buenos amores, pero muy imperfectos, porque miran más, uno, al infierno, y el otro, al cielo, antes que a Cristo crucificado. Sólo el Amor que surge de la contemplación de Cristo crucificado, de sus llagas, de sus golpes, de su humillación, de su dolor, de su Sangre derramada, es el Amor perfecto, el Amor puro, el Amor que se enciende en el corazón del hombre como fuego de Amor vivo, porque es Amor que desciende directamente del Sagrado Corazón al corazón de quien lo contempla.
         Pero también es perfecto de toda perfección, el Amor que surge de la contemplación de la Presencia Eucarística de Dios Hijo encarnado, y por eso podríamos parafrasear a Santa Teresa y decir:

Oh Dios de la Eucaristía,
no me mueve, para quererte,
el cielo prometido,
ni me mueve, para no ofenderte,
el infierno tan temido.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
oculto en el blanco silencio
De la Hostia santa y pura;
Muéveme, y en tal manera,
Que aunque infierno no hubiera,
Y aunque cielo no esperara,
Lo mismo, 
Por tu Amor de infinita caridad,
por tu Amor Eterno,
Por tu Amor Santo,
Por tu Amor incomprensible,
Lo mismo, Te amara y adorara,
En el tiempo y en la eternidad. Amén.

miércoles, 3 de octubre de 2012

San Francisco y la paradoja de la pobreza evangélica



         La pobreza, tanto material como espiritual, no solo es elogiada por Jesucristo,  sino que es ante todo vivida por Él: la pobreza material, puesto que proviene de una familia pobre, y Él mismo en su vida no tuvo ningún bien material, siendo manifiesta esta pobreza en la Cruz; la pobreza espiritual, porque la pobreza espiritual consiste en sentirse carenciados de Dios, y Él, como Dios Hijo encarnado, manifiesta en todo momento su amor al Padre.
Es esta doble pobreza, material y espiritual, vivida y practicada por Cristo, la que sigue San Francisco, viviendo ambas hasta el extremo: la material, porque renuncia a su herencia, y la espiritual, porque toda su vida se consume en amor a Dios.
La paradoja de la pobreza evangélica es que, mientras más pobre se sea en la tierra, por amor a Cristo y al Evangelio –es decir, mientras la pobreza sea evangélica y no por motivos terrenos-, tanto más rico se es en los cielos, de acuerdo a la promesa de Jesús: “Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de los cielos”.
La razón de esta riqueza paradojal es que, cuanto más se desapega el corazón de los bienes materiales, más se lo apega y adhiere al verdadero bien, la gracia santificante, que se encuentra como en su fuente inagotable en el Sagrado Corazón de Jesús.
Siguiendo el ejemplo de San Francisco, el cristiano debería desapegarse cada vez más de los bienes materiales, para apegarse cada vez más al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

lunes, 1 de octubre de 2012

Los Santos Ángeles custodios nos enseñan el Camino para llegar al cielo: Cristo Jesús



         Con la devoción a los Ángeles Custodios se verifica, hoy en día, una triste paradoja: mientras los hijos de Dios -es decir, aquellos que han sido bautizados en la Iglesia Católica, a los que la Divina Providencia les ha asignado un ángel custodio para que los acompañen desde el nacimiento hasta la muerte, guiándolos en el camino que conduce a Cristo-, niegan su existencia, o la ignoran, o son indiferentes a su existencia, o la consideran un cuento de niños para Primera Comunión, los hijos de las tinieblas, por el contrario, exaltan el culto y la devoción a los ángeles, aunque no se trata, en este caso, de los ángeles de luz, sino de los ángeles de la oscuridad, los ángeles caídos, los ángeles de la Nueva Era. En otras palabras, mientras los católicos, poseedores de un ángel custodio, los relegan a la categoría de fábula, leyenda o cuento para niños que estudian el Catecismo, olvidándolos de esta manera por completo, los sectarios de la Nueva Era multiplican cada vez más el culto de los ángeles caídos. Estos ángeles de la oscuridad, que se presentan disfrazados de luz, prometen bienes pasajeros y superficiales, cuando no dañinos para la vida espiritual, como "buena suerte", "paz mundana", "sabiduría esotérica, gnóstica y ocultista", aumentando de esta manera, cada vez más, la confusión, el error, la maldad, en el mundo y sobre todo en la Iglesia.
         Nada tiene que ver esto con el verdadero culto a los ángeles custodios, los ángeles que se mantuvieron fieles a Dios Uno y Trino, seres espirituales puros que están ante la Presencia de Dios, y lo adoran continuamente. Estos seres celestiales tienen la misión de custodiar a los hombres en su peregrinar por la tierra hacia la Jerusalén celestial, pero no pueden ejercer de modo eficaz esta custodia, si los hombres no acuden a ellos en la oración; por lo tanto, el descuido de su devoción no es mera falta de piedad, sino abandono en masa, por parte de los hombres, del camino de la salvación. 
         El abandono de estos ángeles se debe, en gran medida, a una mala interpretación de su misión: por lo general, en ambientes católicos, comenzando por el Catecismo de Primera Comunión, es el primer lugar en donde se rebaja su misión, la cual queda reducida a una especie de "guardaespaldas" cuya tarea es simplemente velar o proteger físicamente a los seres humanos, para que no sufran percances. 
       Esta noción simplista, agregado al hecho de que su creencia ha quedado relegada a la infancia, puesto que "el hombre adulto y racional del siglo XXI no puede creer en cosas de la Edad Media", ha contribuido, en gran manera, a desvirtuar su función principal, la de proteger de los males espirituales, el primero de todos, el olvido de Dios y el pecado, y la de proteger de los espíritus malignos, los ángeles de la oscuridad.
Pero además de esta protección física y espiritual, los ángeles tienen otra misión, principalísima, y es la de hacer conocer al Hombre-Dios Jesucristo, y a la Reina de los ángeles, la Virgen María, y acompañar a los hombres a lo largo de esta vida terrena, en el camino del Calvario, el camino que los conduce a la feliz eternidad. Y debido a que en la Santa Misa se renueva sacramentalmente el Sacrificio del altar, que es el mismo y único sacrificio del Calvario, la tarea de los ángeles custodios alcanza su máxima eficacia cuando conduce al alma al Nuevo Calvario, el altar eucarístico.