San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

lunes, 15 de noviembre de 2010

Santa Margarita y el Sagrado Corazón


“Me pidió el corazón, el cual yo le suplicaba que tomara y lo cual hizo, poniéndome entonces en el suyo adorable, desde el cual me lo hizo ver como un pequeño átomo que se consumía en el horno encendido del suyo, de donde lo sacó como llama encendida en forma de corazón, poniéndolo a continuación en el lugar de donde lo había tomado, diciéndome al mismo tiempo: “He ahí, mi bien amada, una preciosa prenda de mi amor, que encierra en tu costado una chispa de sus más vivas llamas, para que te sirva de corazón y te consumas hasta el último instante y cuyo ardor no se extinguirá ni se enfriará. De tal forma te marcaré con la Sangre de mi cruz que te reportará más humillaciones que consuelos”.

Repasemos lo que sucede: Jesús le pide el corazón a Santa Margarita, y lo coloca en el suyo; le hace ver que su corazón es como “un pequeño átomo” que se consume en un “horno encendido”, es decir, le hace ver la pequeñez de su amor y de su corazón, en relación a la inmensidad del amor del corazón del Hombre-Dios; se lo devuelve en forma de llama, que tiene a su vez la forma de un corazón, y se lo coloca nuevamente en su pecho. Es decir, lo que hace Jesús es convertir el corazón humano en una copia de su Sagrado Corazón: lo devuelve hecho una llama de amor, una chispa de las más vivas llamas del amor divino. Un corazón así transformado, se caracteriza por poseer el amor ardiente del Sagrado Corazón, que es un amor humano y divino, porque el amor del Sagrado Corazón posee el amor infinito de Dios Hijo y el amor humano perfectísimo del Hombre-Dios.

Lo que se lleva a cabo entre Jesús y Santa Margarita es un intercambio: ella le da la nada de su corazón, y Jesús le devuelve un corazón transformado en una copia y prolongación de su propio corazón.

La comunión sacramental es algo similar, y todavía más profundo: dejamos, ante el altar, nuestro corazón, vacío, pequeño como un átomo, duro como una piedra, frío como el mármol, y recibimos en cambio no un corazón transformado en una llama de amor vivo, como Santa Margarita, sino que recibimos a ese horno ardiente de Amor divino que es el Sagrado Corazón: recibimos al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

De lo que tenemos que tomar conciencia es que el don que Jesucristo nos hace en cada comunión es demasiado grande para desperdiciarlo o para dejarlo pasar por alto.

La comunión eucarística no puede nunca ser un acto banal, mecánico, distraído, rutinario, que no lleve a la transformación del corazón propio en una copia y en una imitación del Sagrado Corazón de Jesús. Si se comulga así, es preferible no comulgar: si la comunión eucarística diaria o dominical no lleva a esta transformación, no solo comulgamos en vano, sino que comulgamos nuestra propia condenación.

Al comulgar, dejemos ante el altar nuestro corazón duro, farisaico, vacío, frío como el mármol, y recibamos a cambio al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, para que sea él quien ocupe el lugar de nuestro corazón.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Sor Isabel y la adoración a la Trinidad, en el tiempo y en la eternidad


La inhabitación de la Trinidad en el alma del justo por la gracia es una de las verdades centrales de la religión católica, y tal vez el misterio más asombroso de todos los misterios divinos, pues implica una donación de las Tres Divinas Personas al alma, de un modo tal que el alma las puede considerar de su propiedad, porque Dios, mediante la gracia, viene al alma de un modo substancial y trinitario[1]. Por virtud de la gracia están presentes en la criatura el Hijo y el Espíritu, como distintos del Padre y distintos entre sí mediante una imagen real, de modo que inhabitan realmente en la criatura en su substancia y en su personalidad[2].

Como si esto fuera poco, la Presencia de las Divinas Personas en el alma tiene otra asombrosa característica, y es que el alma recibe la donación de las Personas para su goce y alegría personal. Es decir, la donación de sí mismas, de las Tres Personas de la Trinidad, al alma en gracia, es de una totalidad y de una plenitud tal, que el alma las puede considerar como si fueran de su propiedad personal, y puede alegrarse por esto con una alegría verdaderamente celestial y sobrenatural[3].

La inhabitación de las Tres Divinas Personas en el alma en gracia es un misterio de amor y de misericordia, porque nada hay en la criatura que lleve a Dios Trino a hacer semejante don: sólo la gracia, concedida por el amor misericordioso del Corazón de Cristo, hace posible la existencia de tan asombroso misterio, que abre, para cada alma, perspectivas inimaginables de felicidad y de alegría eterna y celestial.

La Presencia de la Trinidad significa la inmersión del alma en el amor divino, porque el Espíritu Santo, la Persona del Amor, que procede, se ofrece por las Personas producentes (el Padre y el Hijo), y este don y esta procesión se dan al alma para que goce y disfrute, a la Persona Amor de la Trinidad y, en Ella, al Padre y al Hijo, de quienes procede[4].

Sor Isabel de la Trinidad vivió, desde los inicios de su vida espiritual –experimentó por primera vez la Presencia de la Trinidad en su alma a los dieciocho años-, esta Presencia trinitaria como una realidad viva y actuante en ella. Dice así Sor Isabel: “El Espíritu Santo eleva el alma a una altura tan admirable que le hace capaz de aspirar en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo[5]. Pensar que el buen Dios nos ha llamado a vivir en estas claridades santas... Yo quisiera responder pasando sobre la tierra, como la Santísima Virgen... para perderme en la Trinidad que mora allí, para transformarme en ella».

En su noviciado escribe que vive el cielo en la tierra, debido al descubrimiento de la Presencia de Dios en su alma: «He hallado mi cielo en la tierra porque el cielo es Dios, y Dios está en mi alma». El descubrir a Dios la lleva a querer vivir en Él y de Él: “En Tu hoguera de amor quiero habitar, bajo los rayos de Tu faz brillante. Quiero vivir de Ti como en el cielo, en esa incomparable, dulce paz”.

Como consecuencia del descubrimiento de la inabitación trinitaria en ella, Sor Isabel descubre a su vez su vocación eterna: “ser alabanza de gloria de la Trinidad”, y esta vocación la empieza a vivir ya desde la tierra, como anticipo de lo que habrá de vivir en la eterna bienaventuranza.

Su ocupación aquí en la tierra será entonces imitar a los ángeles y santos en el cielo, que adoran a la Santísima Trinidad, porque ella habrá de adorar a las Divinas Personas en ese “cielo en la tierra” que es su alma, colmada por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: “¿Cómo imitar en el cielo de mi alma esta ocupación incesante de los bienaventurados en el cielo de su gloria? ¿Cómo continuar esta alabanza y esta adoración ininterrumpidas?... El alma que penetra y mora en estas "profundidades de Dios" (…) esta alma se arraiga más profundamente en Aquel a quien ama con cada uno de sus movimientos, con cada una de sus aspiraciones, con cada uno de sus actos... Todo en ella rinde homenaje a Dios tres veces santo".

Esta alma es, por así decirlo, un Sanctus perpetuo, una incesante alabanza de gloria".

La experiencia de la Trinidad en ella le lleva a no querer otra cosa que el abismarse en el misterio trinitario. Dice así Sor Isabel: “¡Oh, mi Dios, Trinidad a quien adoro! Ayudadme a olvidarme enteramente para establecerme en Vos, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Vos, ¡oh mi Inmutable!, sino que cada minuto me haga penetrar más en la profundidad de vuestro misterio. Pacificad mi alma, haced de ella vuestro cielo, vuestra morada amada y el lugar de vuestro reposo. Que no os deje allí jamás sólo, sino que esté allí toda entera, completamente despierta en mi fe, en adoración total, completamente entregada a vuestra acción creadora”.

Si bien la experiencia de la Trinidad es un don místico, es decir, dado por Dios, y por lo mismo, si no está, la Presencia de la Trinidad es imperceptible, esta Presencia es en sí algo cotidiano para el alma en gracia, ya que por la comunión sacramental, el alma se une a la Santísima Trinidad: recibiendo el Cuerpo de Cristo, es incorporada al Hijo por el Espíritu, y en el Hijo es conducida al Padre.



[1] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 173ss.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 169.

[3] Cfr. Scheeben, ibidem, 170.

[4] Cfr. Scheeben, ibidem, 174.

[5] CE 39, 3.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Los ángeles se alegran por un pecador que se convierte


“Los ángeles de Dios se alegran por un pecador que se convierte” (cfr. Lc 15, 1-10). Jesús afirma que la conversión de un pecador en la tierra, es causa de alegría para los ángeles del cielo.

Con esto Jesús nos quiere hacer ver que los ángeles se alegran por motivos muy distintos a los motivos de alegría de los hombres: mientras los ángeles se alegran cuando un pecador se convierte, es decir, adquiere el bien espiritual máximo de la gracia, los hombres se alegran por adquirir bienes materiales, honores, honras, y fama mundana.

Es esto lo que vemos todos los días: los hombres se felicitan mutuamente y se alegran, porque adquieren inmensas riquezas, porque escalan los puestos más distinguidos, porque ocupan los puestos más elevados y de prestigio, porque gobiernan a las naciones más poderosas, porque conquistan la gloria por medio de las armas, o por la ciencia o por el arte.

Los hombres se alegran por esto, pero esto mismo, que produce tanta alegría a los hombres, deja mudos a los habitantes del cielo, a tal punto que podemos decir que a los ángeles no se les mueve ni una pluma de sus alas. Lejos de felicitar a aquellos que alcanzaron tanta gloria y brillo mundano, y lejos de congratular y felicitar a sus amigos y parientes, como se hace cuando alguien ha alcanzado un gran éxito, los ángeles parecen no darse cuenta de esas glorias mundanas, y quedan en el más completo silencio.

Sin embargo, si un mendigo, o un hombre sumido en el infortunio, o uno de estos mismos hombres que antes adquiría enormes bienes materiales, ahora adquiere la gracia, en el cielo se organiza, en ese mismo momento, una gran fiesta, y los mismos ángeles bajan del cielo a felicitar a un alma tan afortunada.

Pasa entre los ángeles y los hombres lo que pasa entre los comerciantes ricos y los que nada tienen, o lo que pasa entre los adultos y los niños: al comerciante exitoso y rico, que está acostumbrado a manejar grandes sumas de dineros, y mercancías y objetos costosos y valiosísimos, no le interesan las adquisiciones pequeñas, porque las considera baratijas, y ni siquiera se digna mirarlas, y lo que a otros haría felices, para él no pasa de pérdida de tiempo y cosa sin importancia.

Sucede también como con los niños y los adultos: para los niños, basta un espejito de color, o una ‘chuchería’ o un juguete sin valor comercial, ni artístico, ni estético, para que ya estén alegres, y eso mismo, que para los niños es todo su contento, para los adultos, no merece más que una sonrisa compasiva. Es así con los ángeles: lo que para los hombres es alegría y contento –riquezas, poder, fama, honra, dinero, joyas, títulos, diplomas-, para los ángeles es igual a la nada, porque nada de eso se compara con la gracia.

Los ángeles saben que las cosas materiales y los honores del mundo son como humo que se disipa al viento, porque nada de eso puede hacer participar de la vida divina, y saben también que, por el contrario, el más mínimo grado de gracia, o la gracia más pequeña, es más valiosa que todo el universo, porque por la gracia el hombre participa de la vida divina, es decir, participa del amor y de la vida de Dios Uno y Trino.

Es por esto que debemos imitar a los ángeles, que son, sin dudarlo, mucho más inteligentes que nosotros, porque saben dónde está el verdadero bien, la gracia, y saben reconocer, mucho mejor que los hombres, dónde está la verdadera alegría.

Dejemos que los niños de este mundo, los mundanos, pobres e insensatos, se regocijen y alegren en la adquisición de bienes terrenos y de inutilidades deslumbrantes, y de honores vacíos, y no creamos haber realizado una ganancia importante y verdadera si es que no hemos conseguido o aumentado la gracia.

Ahora estamos en condiciones de contestar a esta pregunta: ¿por qué se alegran los ángeles, si ellos mismos están extasiados y sumergidos en un mar de inmensa alegría, como es la contemplación de la belleza y del amor infinito del Ser divino de Dios Uno y Trino?

Los ángeles se alegran por nosotros, cuando adquirimos, conservamos y aumentamos la gracia, porque eso quiere decir que nuestros nombres están “escritos en el cielo” (cfr. Lc 10, 20), y ésta alegría, la alegría de los ángeles, debe ser nuestra alegría.

Dejemos de lado, entonces, la alegría mundana, la alegría vana y superficial que viene por los atractivos del mundo, por los bienes materiales, por los honores mundanos, por los triunfos pasajeros. Dejemos de lado esa alegría, y abracemos la verdadera alegría, la alegría que nos concede la gracia, que es una alegría que comienza aquí en la tierra, pero que finaliza en el cielo, o más bien, continúa para siempre en el cielo, en la contemplación beata y feliz de las Tres Divinas Personas de la Trinidad. Preparémonos para esa alegría, alegrándonos aquí, en la tierra, con la alegría de los ángeles, que es la alegría de la gracia, y comuniquemos de esa alegría a nuestros prójimos, por medio de las obras de misericordia, de compasión y de caridad.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Los santos dieron sus vidas por la gracia divina




La Iglesia celebra, festeja, ensalza, se alegra y exulta por aquellos seres humanos, hombres y mujeres, que están en el cielo, es decir, la Iglesia se alegra por los santos, aquellos que, por la eternidad, viven en íntima comunión de vida y de amor con las Tres Personas de la Santísima Trinidad.

Los santos son aquellos que, en la eternidad, arden en el fuego del Amor divino; los santos son aquellos que se alegran, en un gozo continuo, por toda la eternidad, por la contemplación de Dios Uno y Trino; sus almas y sus cuerpos están invadidos y penetrados por la gloria divina, y sus mentes y sus almas están extasiados por el Amor de Dios, que invade sus corazones con una intensidad tal y con una fuerza tal, que morirían de amor y de alegría, si no estuvieran asistidos por la gracia.

Los santos exultan y se alegran por la eternidad, con una alegría y un gozo inefables, imposibles de expresar, de describir, de imaginar, y esto, para siempre, por toda la eternidad.

¿Cómo fue que los santos llegaron a este estado de felicidad completa y eterna? ¿Qué fue lo que hicieron aquí en la tierra que les valió tal alegría en el cielo?

Los santos alcanzaron la felicidad en el cielo porque apreciaron la gracia aquí en la tierra, y consideraron como vanidad de vanidades a los atractivos y placeres del mundo. Los santos consideraban que todo en el mundo es “vanidad de vanidades” (cfr. Ecl 1, 2), y que los placeres y los atractivos del mundo son sólo espejos de colores, que brillan por un instante antes de mostrar su nada, y por ser nada, cansan y hartan al alma con su vacío sin sentido; los santos sabían que los placeres y atractivos del mundo provocan solamente hartazgo y cansancio, y que sólo la gracia divina hace plenamente feliz al alma porque la plenifica y la llena sobreabundantemente con la luz, la bondad, la alegría, la paz, y la vida de Dios Uno y Trino.

Los santos estimaron por vanidad lo que el mundo tiene por grandeza -los honores mundanos, los bienes terrenos, el dinero, el placer, el poder- y, al mismo tiempo, estimaron por grandeza lo que el mundo desprecia: la gracia divina, que santifica el alma y la llena de la luz, de la gracia, de la vida y de la santidad divina, e hicieron todo lo que pudieron por conservar y aumentar el estado de gracia.

El mundo estima por grandes cosas el poder, la fama, la vanagloria, pero no así los santos, porque ellos conocían bien el valor de la gracia: sabían que la más mínima gracia divina es infinitamente mayor a cualquier bien material y terreno, a cualquier honra y a cualquier placer de la tierra, porque la gracia y sólo la gracia, hace participar al alma de la naturaleza y de la vida divina, y porque apreciaron el valor de la gracia, prefirieron dejar honra, bienes, fama, y hasta la vida temporal, en pos de la gracia[1].

Ya sea para defender y para preservar la gracia, los santos no han tenido en cuenta ni el honor, ni los bienes materiales, ni las propiedades, ni siquiera sus vidas.

Si nosotros queremos, de alguna manera, darnos cuenta del valor de la gracia, entonces tenemos que meditar en el ejemplo de los santos, y apreciar no sólo la gracia, sino ante todo aquello en que se nos dona la Gracia Increada, Jesucristo, la Eucaristía.


[1] Cfr. Scheeben, M. J., The glories of Divine Grace, TAN Books Publisher, 306ss.