San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 31 de enero de 2014

San Juan Bosco, los sueños místicos sobre el Infierno y los peligros de la juventud de hoy




     Además de un educador de la juventud extraordinario, San Juan Bosco fue un místico no menos extraordinario y parte de ese misticismo se encuentra en sus famosos “sueños”, los cuales, cuando se examinan en su contenido y en su naturaleza, no son tales propiamente hablando, es decir, no son meramente "sueños", sino que son mucho más que simples sueños; son mucho más que meros descansos fisiológicos, aun cuando se los conozca con este nombre. Muchos de estos “sueños”, más que sueños, son verdaderas experiencias místicas, tenidas por el santo en momentos en el que él se encontraba durmiendo. Dios puede conceder al alma este tipo de experiencias, y las mismas abundan a lo largo y ancho de las Sagradas Escrituras: basta citar solamente los anuncios que el ángel le hace a San José en sueños, tanto acerca de la concepción virginal de María, como de la huida a Egipto, para mencionar solo unos casos. Regresando a San Juan Bosco, sus “sueños” en los que se le aparece un ángel son muchos y en muchos de ellos, la temática es muy particular: se trata del Infierno.
La difusión y conocimiento de estos sueños místicos –por darle un nombre- y su contenido, de modo particular entre los jóvenes, es de particular importancia, por cuanto se puede advertir que, en nuestros días, se ha difundido la mentalidad –de modo particular, entre los jóvenes, y entre los jóvenes cristianos-, de que todo es lícito, que da lo mismo cumplir los Mandamientos de Dios a no cumplirlos; de que da lo mismo hacer oración a no hacer oración; que da lo mismo vivir en gracia o no vivir en gracia; que da lo mismo frecuentar los sacramentos a no frecuentarlos, que da lo mismo combatir los vicios a no combatirlos, adquirir virtudes a no adquirirlas. Sin embargo, esto no es todo, porque esta mentalidad relativista se profundiza todavía más y llega al extremo de afirmar que no solo da lo mismo lo bueno y lo malo, sino que lo malo es preferible a lo bueno y que lo malo. Es por esto que, puestos a elegir entre la naturaleza y la anti-naturaleza, adoctrinados por el incesante bombardeo mediático -e incluso a través del sistema educativo formal- en donde se les instruye y enseña que la anti-naturaleza es, paradójicamente, lo que los hará felices, eligen sin dudar lo que es anti-natural.
Es por esto que, cuando los jóvenes de hoy se encuentran ante la disyuntiva de elegir entre la Cruz de Cristo –los Mandamientos de Dios, basados en el respeto a la naturaleza humana- o las pasiones desenfrenadas –los Mandamientos del Demonio, basados en el ultraje a la naturaleza humana, es decir, en la anti-natura-, estos jóvenes, adoctrinados, como decíamos, en el relativismo, en el ateísmo, en el hedonismo, en la anomia y en el indiferentismo hacia la vida eterna, por el bombardeo mediático incesante de los medios de in-comunicación masiva y convertidos en ignorantes de su propia fe por culpa propia y ajena, no dudan ni por un instante en inclinarse ante los modernos ídolos que la contra-cultura neo-pagana y anti-cristiana moderna les presenta para su adoración: la lujuria y el libertinaje sexual, la depravación sexual, presentada como forma “divertida” de vivir; el alcoholismo, la drogadicción, la cultura de la pereza y de la vagancia, del vivir sin trabajar, del recibir sin dar nada a cambio, la satisfacción desenfrenada de las pasiones, el deseo de poder, de tener, de consumir, de gozar de los sentidos, de vivir egoístamente el momento sin pensar en los demás, etc. etc. Todo esto hace que los jóvenes pierdan prontamente -desde la temprana niñez- el estado de gracia y no lo recuperen más, y vivan en estado permanente de pecado mortal, en estado de condenación.
Precisamente, los “sueños místicos” de San Juan Bosco constituyen una señal de alerta que viene del cielo mismo y el cielo -es decir, Dios Uno y Trino-, no hace estas cosas por acaso; si el cielo nos advierte, es porque innumerables almas que conocemos y con las que convivimos día a día –y también nosotros mismos, si bajamos la guardia- se encuentran en peligro inminente de condenación debido a la vida de pecado que llevan, una vida de engaño, una vida de fantasía, una vida construida por el mundo virtual de la televisión y de la tecnología, pero que no es la vida real que conduce a los dos únicos destinos posibles de todo ser humano: o el Cielo –previo paso por el Purgatorio, para algunos casos- o el Infierno, y en ambos casos, para siempre. Es por esto que es conveniente recordar y rememorar al menos alguno de estos sueños místicos de Don Bosco, en los que él ve a sus jóvenes caer en el Infierno, para advertir a cuantos nos sean posibles y para nosotros mismos mantenernos "alertas", como nos pide el mismo Jesús (cfr. Mt 24, 36).

martes, 28 de enero de 2014

Santo Tomás y el remedio para todos los males


         Nadie puede negar que nuestra época se caracteriza por muchos males, y que a pesar del innegable progreso científico y tecnológico registrado en los últimos cincuenta años, este progreso, a pesar de ser el más grande y prodigioso que haya experimentado la humanidad en toda su historia, no solo ha sido incapaz de solucionar los males que la aquejan desde que habita en la tierra sino que, paradójicamente, parece ser la causa de la profundización de esos mismos males y, por lo tanto, de su infelicidad.
Santo Tomás, a siglos de distancia, nos proporciona una “fórmula”, ciento por ciento eficaz, con la cual saciar con creces la sed de felicidad, de paz, de amor, que anida en todo corazón humano, sed que jamás podrá ser saciada con nada de este mundo. Esa “fórmula” no es otra cosa que Cristo crucificado: “todo aquel que quiera llevar una vida perfecta –es decir, plena de amor, de paz, de dicha, de felicidad, de alegría- no necesita hacer otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y apetecer lo que Cristo apeteció en la Cruz” (De las Conferencias de Santo Tomás de Aquino, sobre el Credo).

Esta “fórmula” es eficaz en el sentido de proporcionar paz, felicidad, alegría y amor al alma, porque al “despreciar todo lo que Cristo desprecia en la cruz”, como dice Santo Tomás, se desprecia todo lo que causa infelicidad, pero que debido a la concupiscencia, aparenta falsamente ser causa de felicidad, es decir, el pecado; al mismo tiempo, al “apetecer lo que Cristo apeteció en la Cruz”, se apetece aquello que es causa directa de felicidad plena y perfecta, pero que debido a nuestra dificultad para conocer la Verdad y obrar el Bien nos parece algo arduo y difícil y hasta contrario a la felicidad, y es la gracia. Por esta doble vía, el desprecio del pecado y el aprecio y estima de la vida de la gracia, se da remedio a todos los males de esta vida y se permite el acceso a todos los bienes, como anticipo del bien absoluto de la vida eterna.

martes, 21 de enero de 2014

Santa Inés, virgen y mártir


         Según la Tradición, Santa Inés nació hacia el año 290 y murió mártir el 21 de enero del año 304. Cuando se analiza su vida desde un punto de vista exclusivamente humano, y sobre todo en el momento crucial de su vida, la decisión de no casarse con el hijo del gobernador de Roma, puede interpretarse que esta decisión fue tomada debido a que la religión que profesaba, el cristianismo, le imponía una moral que, llevada al extremo, le hacía preferir la virginidad antes que el matrimonio; la vida celibataria antes que la vida esponsal. Esto sería lo que explicaría que Inés, joven rica y noble, rechazara un matrimonio que, visto también humanamente, era prometedor, puesto que su futuro esposo sería el hijo del gobernador. Es decir, Santa Inés tenía todo lo que una joven podía desear tener a su edad: belleza, juventud, dinero, posición social.
Sin embargo, a pesar de lo atractivo que resultaba este plan de vida para ella, lo rechaza enérgicamente sin ceder ni por un momento, a pesar de las amenazas de muerte proferidas por el padre del hijo del gobernador pagano de Roma. Es este último quien la pone en la disyuntiva de elegir entre el matrimonio promisorio –humanamente hablando- con su hijo, o la muerte, sin dejarle alternativas, al connminarla: “Dos caminos tienes: aceptar a mi hijo o morir en las más crueles torturas”. Santa Inés, contra toda lógica humana –joven, rica, noble, sólo tenía que dar su aceptación para salvar su vida y escalar a lo más alto de la sociedad-, se mantiene firme en su negativa y comienza a recibir a los tormentos. Pero su muerte sobreviene por otra circunstancia. En un momento determinado el hijo del gobernador quiso huir con Inés, pero cayó muerto en el acto. Cediendo a los ruegos del padre de joven, Inés obra el milagro de devolverlo a la vida, pero luego es acusada de hechicería por los sacerdotes de los ídolos, y es así como finalmente muere martirizada.
         Retomando la razón del porqué Santa Inés rechazó un matrimonio que humanamente era promisorio, podemos decir que no está en que dio su vida por la virginidad en sí misma, ni tampoco por la castidad; tampoco dio su vida porque amaba la vida celibataria, ni porque consideraba que la vida matrimonial no era para ella. Santa Inés no dio su vida por ninguna de estas razones; dio su vida por una razón infinitamente más grande, y la razón está en la respuesta que daba a sus verdugos, a los que siempre contestaba que era leal a otro Esposo, Nuestro Señor Jesucristo. Santa Inés rechazó el amor esponal humano por el Amor Esponsal divino; renunció al amor de las creaturas, para dar su vida por el Amor Increado; no tomó por esposo a un hombre, para tomar por Esposo a Dios; no conoció el amor de un esposo hombre, para conocer el Amor de Dios, que es amor esponsal, y es un amor casto, puro, virginal, nupcial, que arrebata al alma y la enciende en un fuego de amor tan grande y puro que una vez conocido, nada de este mundo ni la atrae ni le interesa, al punto que lo único que desea es estar con su Amado Esposo, que es Dios, y este fuego de Amor Divino que es Dios, arrebata al alma de modo indistinto si es varón o mujer. En este sentido, la vida consagrada y el celibato, la castidad y la virginidad que la caracterizan, anticipan y anuncian, ya desde la tierra, al Amor Eterno de Dios que se vivirá en los cielos por la eternidad. En los cielos, se vive el Amor de Dios, se vive de Dios, que es Amor, se vive en Dios, que es Amor Puro, casto, celestial, sobrenatural, inmaculado, no material, no carnal, no pasional, y por eso los religiosos, viviendo la castidad, la vida celibataria, la virginidad, la pureza, anticipan y anuncian este tipo de amor celestial que se vive en el Reino de los cielos.
Para el alma que tiene la dicha de conocer a “Dios que es Amor” (cfr. 1 Jn 4, 7), dar la vida por Él le parece poco y si tuviera mil vidas para dar, mil vidas quisiera dar, con tal de corresponder a este amor santo y puro.
Pero este Amor Divino no es un amor etéreo, ni platónico, ni reservado a una élite; es un Amor que se dona sin reservas a toda alma, a todo ser humano, en cada Hostia consagrada, en cada Eucaristía, pero que al mismo tiempo es rechazado en la inmensa mayoría de los casos por aquellos mismos a los que se dona. Santa Inés tuvo la gracia de saber reconocer al Amor y de preferir morir antes que posponer al Amor de los amores por un amor humano.

Si Santa Inés hubiera elegido el amor esponsal humano nada malo habría hecho, porque nada malo hay en un amor humano esponsal, pero Santa Inés prefirió el Amor Esponsal divino y por eso eligió morir antes que renunciar al Amor del Divino Esposo. Hoy en día no solo no se elige entre amor esponsal humano y divino, como en el caso de Santa Inés, sino directamente se deja de lado al Amor –“el Amor no es amado”, decía Santa Teresa de Ávila-, porque se lo pospone por amores sacrílegos y blasfemos, y por la elección que hace Santa Inés del Amor puro y casto de Dios es tanto más válido y necesario cuanto más densas y tenebrosas son las tinieblas que acechan envuelven nuestros días. 

jueves, 2 de enero de 2014

Oración al Sagrado Corazón de Jesús




Si la santidad de los miembros de la Iglesia no solo no aumenta, sino que muchas veces se encuentra ausente en una inmensa cantidad de bautizados -incluidos muchos sacerdotes-, es sencillamente porque no se recurre ni se hace uso de los abundantísimos tesoros que la Iglesia pone a nuestra disposición, el más grande de todos, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Si los cristianos acudiéramos al sagrario, en donde late de Amor el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, y a Él le pidiéramos las gracias que necesitamos para nuestra santificación y la de nuestros seres queridos, la santidad aumentaría abismalmente y esta vida se convertiría en un anticipo del Paraíso. Pero además de rezar ante el sagrario, el alma tiene a su disposición algo que no tienen los ángeles, y es el poder comulgar y ser alimentado con el mismo Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, y esto es tan real, que por la comunión eucarística, el alma se convierte en un sagrario viviente de Jesús, que deja de estar en el sagrario para estar en el sagrario viviente que es el corazón de quien comulga con fe y con amor.
El bautizado no solo tiene la oportunidad –que la querrían tener cientos de miles de hombres de buena voluntad que no conocen el mensaje de Cristo- de adorar a su Dios, que se hace Presente en Persona en la Eucaristía, sino que tiene el don inmerecido de ser alimentado con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad y su Amor, que late en el Sagrado Corazón y lo envuelve en ardientes llamas de Amor Divino que Jesús desea comunicar sin medida a quien lo recibe en la comunión sacramental.
Por esto, el cristiano debería vivir cada Misa como si fuera la última vez que asiste a Misa; debería hacer cada adoración como si fuera la última vez que hace adoración eucaristía; debería comulgar con el todo el ardor del amor, con toda a fe y la piedad de la que es posible, cada vez, como si fuera la última vez que comulga, porque es el modo de corresponder la entrega que hace Jesús en cada Santa Misa, en cada Adoración Eucarística, en cada Comunión sacramental, de su Sagrado Corazón Eucarístico.
El momento de la comunión eucarística es un momento de insuperable privilegio para orar al Sagrado Corazón, y si bien la oración es individual y personal, una oración al momento de comulgar, en la intimidad del diálogo de amor entre el alma y Jesús, podría ser esta: “Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, que por amor has venido hasta mí, te suplico, por los dolores de tu Pasión, que me des la Cruz que está en la base de tu Sagrado Corazón; que me des la corona de espinas que rodean tu Sacratísimo Corazón, que me hagas beber del cáliz de tus amarguras contenido en tu Sacratísimo Corazón, que me hagas sentir las mismas penas que inundan, como mares impetuosos, tu Sacratísimo Corazón; que me des también el Amor que envuelve tu Sacratísimo Corazón en forma de llamas de fuego; haz que esas llamas, junto con las espinas que rodean tu Corazón y junto con la Sangre contenida en tu Corazón, envuelvan, perforen, e inunden, con la Fuerza impetuosa del Amor Divino, “más fuerte que la muerte” (cfr. Cant 8, 6), nuestros pobres corazones, duros, fríos, sin amor, y los corazones de nuestros seres queridos, y los corazones de todos los pecadores, para que encendidos por las llamas del Espíritu Santo, perforada la dureza pétrea de los corazones pecadores con las espinas que rodean tu Corazón, e inundados con la Sangre contenida en tu Corazón, Sangre que a su vez contiene al Amor Divino, nos convirtamos todos, del pecado a tu Amor, y así ablandados los corazones por la contrición perfecta y convertidos de corazones de piedra en corazones de carne, llenos del Espíritu Santo, seamos movidos a hacer penitencia y a descargar nuestros delitos en el sacramento de la penitencia, para así recibir nuevas y nuevas oleadas de gracia y Amor que provienen de Ti. ¡Oh Sagrado Corazón de Jesús, nada soy más pecado, porque solo soy un abismo de miseria y de indignidad, pero en mi nada y en mi condición de pecador y desde el fondo de miseria de mi alma, tengo algo para ofrecerte, y ese algo es la Eucaristía, que es tu mismo Corazón traspasado; acéptalo, y por la Cruz que está en su base, que representa los dolores acerbos de tu Pasión; por la corona de espinas que rodean tu Corazón, espinas que son la materialización de nuestros malos pensamientos y deseos; por el Fuego que envuelve tu Corazón, Fuego que es el Amor de Dios, el Espíritu Santo; por la llaga que abrió la lanza del soldado, permitiendo que por la herida de tu Corazón fluyera tu Sangre y, con tu Sangre, el Amor de Dios, y por la Eucaristía, que contiene todo esto que te ofrezco, te suplico, oh Sagrado Corazón, la conversión de los pobres pecadores!”.

miércoles, 1 de enero de 2014

San Basilio Magno y su legado: oración, trabajo y estudio


         San Basilio, que nació en Cesarea de Turquía en el año 329, dejó un precioso legado para la vida monástica, pues fue el primer en redactar unas “Constituciones”, en las que se especificaban las actividades de los monjes. En estas Constituciones, San Basilio establecía tres sólidas columnas sobre las cuales todo monje debía construir su edificio espiritual: oración, trabajo y estudio. Si bien es cierto que estas tres columnas fueron dadas por San Basilio para sus monjes, no es menos cierto que no son, de manera alguna, privativas para ellos, puesto que todo cristiano está llamado a santificar su vida ordinaria por medio de la oración, el trabajo y el estudio. Veamos por qué.
         Todo cristiano, y no solo los monjes, está llamado a la oración, porque la oración es al alma lo que la alimentación al cuerpo, lo que la respiración a la vida del organismo, lo que el flujo de sangre con oxígeno y nutrientes para los órganos corporales. Si nadie puede pasarse la vida sin alimentarse, llama la atención que existan personas –cristianos- que pasan la vida sin rezar; si nadie puede vivir sin respirar, es causa de asombro el comprobar que muchísimos cristianos, la gran mayoría, vive años y años, y muchos toda la vida, sin hacer oración, o si hacen oración, esta es tan escuálida como un suspiro; si nadie puede vivir sin los nutrientes y el oxígeno que la sangre, bombeada por el corazón, proporciona a los órganos, deja pasmados el comprobar la enorme cantidad de cristianos que nunca, o casi nunca, dedican el más mínimo tiempo a la oración. Muchísimos cristianos viven en la acedia o pereza espiritual y sin hacer oración, y no por falta de tiempo, porque prefieren ver televisión o internet antes que rezar, sin darse cuenta que sus almas languidecen y mueren.
         La condición de la oración como elemento esencial para la vida del alma radica en que por la oración, el alma se une a Dios y obtiene de Él todo lo que Dios es y tiene para darle, puesto que Dios es Amor, Alegría infinita, Paz, Fortaleza, Luz, el alma que reza, obtiene de Él su Amor, su Alegría infinita, su Paz, su Fortaleza, su Luz. Pero lo contrario también es cierto: quien no reza, se aleja de Dios y por lo tanto se sumerge en el odio, en la tristeza, en la discordia, en la debilidad ante el pecado, y en las tinieblas más densas.
La otra columna de la vida espiritual, según San Basilio, es el trabajo, porque y si bien el trabajo quedó como una maldición luego del pecado original, no fue por el trabajo en sí mismo, sino por la pérdida de la gracia que abarcó a todos los aspectos y estados del hombre y su vida, comprendido el trabajo. En sí mismo, el trabajo no solo no es malo ni una maldición, sino que es una bendición, porque con el trabajo, el hombre imita a su Dios, que “trabajó” en la Creación, e imita al Hombre-Dios que, siendo Dios, trabajó como carpintero hasta los comienzos de la Predicación de la Buena Noticia y que sigue trabajando por la salvación de las almas. Quien no trabaja, no solo comete el pecado mortal de la pereza, sino que además contraría la imagen divina impresa en su alma, imagen que resplandece en el trabajo, porque Dios mismo trabaja. Es tan importante el trabajo, que San Pablo exhorta a “no comer” si alguien “no trabaja”: “El que no trabaja, que no coma” (2 Tes 3, 10-12). De esto se sigue cuán funesto es el no trabajar y el inducir a otros a no trabajar por medio de la corrupción política. Por el contrario, el que trabaja y ofrece su trabajo, sin importar el brillo social que este posea, se santifica y obtiene méritos para ganar el Reino de los cielos.
La última columna de la vida espiritual, según San Basilio, es el estudio, porque por medio de este no solo se disipan las tinieblas del error y de la ignorancia, sino que se consigue el acceso a la verdad en el campo que se estudia que, como toda verdad, participa de la Verdad Absoluta, Jesucristo. En otras palabras, el estudio –no necesariamente se refiere al estudio sistemático universitario y científico, sino también a la profundización en la fe que un alma sencilla puede y debe hacer según sus posibilidades- no solo libera de las tinieblas del error, sino que ilumina al alma con luz de la Verdad, que es Jesucristo, y así se dispone el alma, en el tiempo, para el encuentro con Cristo, cara a cara, en la eternidad.
Por último, a la oración, al trabajo y al estudio, podemos agregarle la sana diversión, porque la diversión –sana y ganada con sacrificio, luego de orar, trabajar y estudiar- procura alegría y la alegría, la alegría buena y sana, es participación de Dios Uno y Trino, que es “Alegría infinita”, como dice Santa Teresa de los Andes.

Oración, trabajo, estudio, son las columnas de la vida espiritual según San Basilio, a lo cual le agregamos, según las indicaciones de los santos, la sana alegría. Éste es el camino para llegar al cielo.