San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 31 de julio de 2015

San Ignacio de Loyola y el discernimiento de espíritus


         De todas las enseñanzas que nos transmitió San Ignacio de Loyola[1] hay una en particular, que es sumamente útil para la vida espiritual, y es acerca de cómo podemos diferenciar o discernir cuáles son los “espíritus” que actúan sobre nuestra vida y nuestra alma. San Ignacio de Loyola lo llamó: “discernimiento de espíritus”, y es un instrumento muy necesario para la vida interior. Según relata Luis Gonzalves, miembro de la Compañía de los Jesuitas, San Ignacio aprendió por experiencia propia a hacer este discernimiento, en un momento de su vida en el que, por una herida sufrida en la rodilla, tuvo que hacer mucho reposo, lo cual fue aprovechado por San Ignacio, para leer la “Vida de Cristo” y las vidas de los santos. Dice así Luis Gonzalves: “Ignacio era muy aficionado a los llamados libros de caballerías, narraciones llenas de historias fabulosas e imaginarias. Cuando se sintió restablecido, pidió que le trajeran algunos de esos libros para entretenerse, pero no se halló en su casa ninguno; entonces le dieron para leer un libro llamado “Vida de Cristo” y otro que tenía por título Flos sanctorum, escritos en su lengua materna. Con la frecuente lectura de estas obras, empezó a sentir algún interés por las cosas que en ellas se trataban. A intervalos volvía su pensamiento a lo que había leído en tiempos pasados y entretenía su imaginación con el recuerdo de las vanidades que habitualmente retenían su atención durante su vida anterior”.  
Continúa luego Gonzalves: “Pero entretanto iba actuando también la misericordia divina, inspirando en su ánimo otros pensamientos, además de los que suscitaba en su mente lo que acababa de leer. En efecto, al leer la vida de Jesucristo o de los santos, a veces se ponía a pensar y se preguntaba a sí mismo: “¿Y si yo hiciera lo mismo que san Francisco o que santo Domingo?”. Y, así, su mente estaba siempre activa. Estos pensamientos duraban mucho tiempo, hasta que, distraído por cualquier motivo, volvía a pensar, también por largo tiempo, en las cosas vanas y mundanas. Esta sucesión de pensamientos duró bastante tiempo”[2]. Es en este momento, según Gonzalves, en donde San Ignacio comienza a hacer un discernimiento, puesto que comienza a ser atraído por la vida de santidad de los santos y se pregunta: “¿Por qué yo no puedo ser santo?”.
Es decir, San Ignacio comienza a vislumbrar una vida de santidad, como consecuencia de la acción de la gracia en él, que poco a poco comienza a disipar sus tinieblas espirituales.
Sin embargo, todavía faltaría un poco más, para poder luego establecer la distinción que es esencial para la vida espiritual: qué pensamientos vienen del mundo –y del maligno- y conducen a él, y qué pensamientos vienen de Dios –de su Espíritu- y conducen a él.
Continúa Gonzalves: “Pero había una diferencia; y es que, cuando pensaba en las cosas del mundo, ello le producía de momento un gran placer; pero cuando, hastiado, volvía a la realidad, se sentía triste y árido de espíritu; por el contrario, cuando pensaba en la posibilidad de imitar las austeridades de los santos, no sólo entonces experimentaba un intenso gozo, sino que además tales pensamientos lo dejaban lleno de alegría. De esta diferencia él no se daba cuenta ni le daba importancia, hasta que un día se le abrieron los ojos del alma y comenzó a admirarse de esta diferencia que experimentaba en sí mismo, que, mientras una clase de pensamientos lo dejaban triste, otros, en cambio, alegre. Y así fue como empezó a reflexionar seriamente en las cosas de Dios. Más tarde, cuando se dedicó a las prácticas espirituales, esta experiencia suya le ayudó mucho a comprender lo que sobre la discreción de espíritus enseñaría luego a los suyos”[3]. Es en este momento, entonces, en donde San Ignacio adquiere la luz para hacer un discernimiento de espíritus: las cosas del mundo provocan “gran placer”, pero se trata de un placer efímero, fugaz, más ligado a las pasiones y a lo terrenal, y dejan al alma en un estado de “tristeza” y de “aridez de espíritu”. Esto es así, porque el mundo –y el maligno-, aun cuando seduzcan con luces de colores, con música estridente y con carcajadas fáciles y perversas, es decir, aun cuando intenten hacer aparecer las cosas como “divertidas”, cuando en realidad son un veneno para el alma, no pueden nunca satisfacer al alma y colmarla de aquello para lo cual el alma ha sido creada: alegría, paz, gozo en el espíritu, porque todas esas cosas vienen, por participación, solo y únicamente de Dios Uno y Trino. Esto lo confirmó por experiencia propia San Ignacio cuando, según el relato de Gonzalves, “cuando pensaba en la posibilidad de imitar las austeridades de los santos, no sólo entonces experimentaba un intenso gozo, sino que además tales pensamientos lo dejaban lleno de alegría”.
A diferencia del mundo, que paradójicamente provoca hastío y tristeza en el alma, a pesar de ofrecer lo que en teoría debería dar gozo, como es la rienda suelta a las pasiones, el solo hecho de pensar en la santidad de vida de los amigos de Cristo, los santos, e imitarlos en su austeridad, llenaba a San Ignacio de verdadero gozo y alegría espiritual, y la razón es que Dios inhabita en quien “carga la cruz de todos los días negándose a sí mismo y va en pos de Cristo” (cfr. Mt 16, 24), mortificando sus pasiones desordenadas y elevando la mente y el corazón al Reino de los cielos.
Que San Ignacio interceda para que siempre hagamos un buen discernimiento de espíritus, para que la Alegría que brota de la cruz de Jesucristo y el pensamiento de alcanzar un día el Reino de los cielos, por medio de la cruz, sea nuestra única alegría, en medio de las tribulaciones de la vida presente.



[1] De los hechos de san Ignacio recibidos por Luis Goncalves de labios del mismo santo; Cap. 1, 5-9: Acta Sanctorum Iulii 7 [1868], 647.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

jueves, 30 de julio de 2015

Santa Marta


En el extremo izquierdo, un hombre corre la lápida que cerraba la tumba de Lázaro, que llevaba ya tres días muerto; detrás de la puerta, asoma Lázaro, ya de pie y resucitado por orden de Jesús; el centro de la escena está dominado por la figura resplandesciente de Jesús; y detrás de Jesús, las dos hermanas de Lázaro: Marta, casi arrodillada, o en cuclillas, asombrada o atemorizada por lo que está viendo, y María, de pie y a espaldas de Jesús. Jesús tiende la mano a Lázaro, inmediatamente después de decirle: “¡Lázaro, Yo te lo ordeno, levántate y anda!”. La omnipotente y amorosa Voz del Verbo transporta en un instante al alma de Lázaro, ya separada del cuerpo y por lo tanto en el Hades, y la une nuevamente a su cuerpo, infundiéndole vida, y esa Voz omnipotente y amorosa se traduce en la mano tendida de un Dios a su creatura, que de esa manera lo rescata de la muerte, pero no solamente de la muerte corporal, como a Lázaro, sino de la muerte eterna, porque con su muerte en cruz y resurrección, Jesucristo nos libra de la segunda muerte, de la “condenación eterna” (Plegaria Eucarística I, Misal Romano).


         Toda la vida de Marta, como santa, está caracterizada por girar en torno a Jesús: era, junto con sus hermanos María y Lázaro, uno de los grandes amigos de Jesús, en su paso por su vida terrena; debido a este amor de amistad, en el Evangelio aparece como “distraída” con respecto a Jesús, puesto que en una de las visitas a su casa por parte de Jesús, Marta se encuentra ocupada en los quehaceres domésticos, a diferencia de su hermana María, que se postra a los pies de Jesús, para adorarlo, aunque en el fondo, la ocupación de Marta demostraba su gran amor a Jesús, pues quería que su casa estuviera limpia y en orden para cuando Él llegara, y además, se ocupaba por agasajarlo con un rico plato de comida; en el episodio evangélico en el que Jesús resucita a su hermano Lázaro, que llevaba días ya muerto, Marta se caracteriza no sólo por gran templanza frente al dolor, sino por su gran confianza en Jesús como Dios, pues es de ella esta confesión, luego de que Jesús revelara la resurrección final: “Yo creo que Tú eres el Hijo de Dios” (Jn 11, 27). En premio a esta gran fe de Marta en Jesús en cuanto Dios, Jesús resucita a Lázaro, trayendo su alma desde el Hades, el infierno de los justos del Antiguo Testamento, de nuevo a esta tierra, para que se una con su cuerpo, además de restaurar su cuerpo a nuevo, puesto que ya estaba carcomido por la descomposición orgánica propia de los cadáveres.
         A ejemplo de Santa Marta, busquemos también de ser amigos de Jesús, como ella, sin perder de vista que Marta, junto a sus hermanos, eran grandes amigos de Jesús, con lo que esa amistad significa: compartir todo con Jesús –los temores, la alegría, los buenos y los malos momentos; a ejemplo de Santa Marta, que cuando Jesús fue a visitarla a ella y a sus hermanos, se puso a arreglar su casa, a limpiarla, a perfumarla, y a poner todo en orden, además de prepararle una rica comida, también nosotros nos preocupemos por tener nuestra casa –nuestra alma y nuestro corazón-, limpio, arreglado, en orden, y perfumada, para cuando llegue a nuestra casa Jesús Eucaristía, y esto se logra por la gracia santificante; por último, a ejemplo de Santa Marta, que confió en Cristo Dios y por su fe fue premiada con lo que más quería su corazón, que era la resurrección de su hermano Lázaro, también nosotros, confiando en Cristo Dios, le supliquemos y le imploremos por nuestros hermanos, por nuestros prójimos, sobre todo los que yacen “en sombras de muerte”, porque viven en pecado mortal -por lo que, a pesar de aparentar salud, sus almas en pecado están en estado de descomposición y apestan, así como lo hace un cadáver de varios días- y le supliquemos a Jesús, más que la vida corporal, la salvación eterna para estas almas de nuestros prójimos. Por último, junto a Santa Marta, profesemos a Jesús nuestro amor de amistad y nuestra fe en su condición divina, diciéndole a Jesús en la Eucaristía: “Yo creo que Tú eres el Hijo de Dios”.
        


viernes, 24 de julio de 2015

San Francisco Solano


Nacido en 1549, en Montilla, Andalucía, España, y luego de ser enviado a misionar al Continente Americano, más concretamente a Sud América, Fray Francisco Solano recorrió durante 20 años estas tierras predicando, especialmente a los habitantes originarios de América[1]. Pero su viaje más largo fue el que tuvo que hacer a pie, con incontables peligros y sufrimientos, desde Lima hasta Tucumán (Argentina), llegando más tarde hasta las pampas y el Chaco Paraguayo, recorriendo más de 3.000 kilómetros y sin ninguna comodidad, sólo confiando en Dios y movido por el deseo de salvar almas[2].
Esta etapa misionera de San Francisco se caracterizó por dos hechos prodigiosos que lo acompañaron siempre y que nos hace recordar las palabras de Nuestro Señor en el Evangelio, cuando después de resucitado envía a sus discípulos a misionar: “Y el Señor, después que les habló, fue recibido arriba en el cielo, y se sentó a la diestra de Dios y ellos, saliendo, predicaron en todas partes, ayudándoles el Señor y confirmando la Palabra con las señales que le seguían” (cfr. Mc 19, 19-20): si esto se cumplió en numeroso santos, fue particularmente notorio en el caso Francisco Solano, a quien se lo llegó a llamar “el Taumaturgo del Nuevo Mundo”, debido a la cantidad de prodigios y milagros que obtuvo en Sudamérica[3].
Esta presencia (invisible, pero real y misteriosa) de Jesús, acompañando a San Francisco Solano con los numerosos prodigios, fue notoria en varios hechos, como por ejemplo, la facilidad del santo para aprender dialectos nativos, difíciles y desconocidos, además de lograr la conversión en la gran mayoría de los que lo escuchaban. En efecto, San Francisco se caracterizó por una su gran capacidad de aprendizaje para los idiomas, puesto que lograba aprender con extraordinaria facilidad los dialectos de los americanos a las dos semanas de estar con ellos, aunque el milagro principal no consistía en esto: además de aprender fácilmente una gran cantidad de dialectos incomprensibles para un europeo como San Francisco, todos los que lo escuchaban, no sólo entendían los sermones, sino que quedaban cautivados por la Palabra de Dios que se les predicaba. El hecho era tan notorio, que los mismos misioneros, compañeros de San Francisco, se admiraban de este prodigio y lo consideraban un verdadero milagro de Dios.  Y como consecuencia de la paz de Dios que recibían los indígenas, se dio otro milagro dentro del milagro: que incluso las tribus más agresivas y belicosas, y opuestas a los blancos, se pacificaban, luego de escuchar los sermones del santo. Es decir, Dios le había concedido la eficacia de la palabra y la gracia de no solo conseguir la simpatía y buena voluntad de sus oyentes, sino ante todo, por la obra del Espíritu Santo en las almas que lo escuchaban, le había concedido también la gracia de la conversión para quienes lo escucharan. Esto es lo que explica que San Francisco, después de predicarles por unos minutos con un crucifijo en la mano, conseguía que todos empezaran a escucharle con un corazón dócil y que se hicieran bautizar por centenares y miles[4].
         El otro hecho prodigioso era que, a imitación de su patrono San Francisco de Asís, el padre solano sentía gran cariño por los animalillos de Dios. Las aves lo rodeaban muy frecuentemente, y luego a una voz suya, salían por los aires revoloteando, cantando alegremente como si estuvieran alabando a Dios[5]. Su armonía interior con la Creación se repitió prodigiosamente el día de su muerte: el 14 de julio, una bandada de pajaritos entró cantando a su habitación y el Padre Francisco exclamó: “Que Dios sea glorificado”, y expiró[6]. Además, numerosos testigos coincidieron en que su habitación, el día de su muerte, estuvo iluminada con una luz no terrena, sino celestial, durante toda la noche.  Otro hecho prodigioso y documentado, fue el modo milagroso en el que San Francisco logró que un toro embravecido, que amenazaba a todo un pueblo, se convirtiera en un animal dócil y pacífico, que en vez de amenazar con sus cuernos, lamió sus manos mansamente luego de una orden de su voz[7]. Esto es, como consecuencia de lo que dice Benedicto XVI, de que el hombre en gracia –y mucho más un santo, como San Francisco- se reconcilia con la Creación: “La primera creación encuentra su cumbre en la nueva creación en Cristo” (es decir, el hombre gracia). En otras palabras, era la gracia santificante la que le concedía a San Francisco el dominio sobre estas aves. Dice así San Juan Pablo II: “(Dios) Todo lo ha puesto a disposición del hombre, rey de la creación, para hacer de lo creado un himno de alabanza a Dios; y la gloria de Dios es el hombre viviente, que tiene su vida en la visión de Dios”[8].
Ahora bien, si esto es verdad, como lo es, hay que decir, también con el Santo Padre Benedicto XVI, que lo opuesto también es verdad, en el sentido de que el pecado enemista al hombre con la Creación: “El pecado arruina la armonía de la naturaleza”.
         También tuvo el don de profecía, ya que profetizó que una ciudad del norte argentino –Esteco-, quedaría sepultada bajo los escombros, debido a un terremoto: se atribuye al santo esta frase. “Por las maldades de estas gentes, todo lo que está a mi alrededor será destruido y no quedará sino el sitio desde donde estoy predicando. Salta saltará y Esteco se hundirá”. Efectivamente, tiempo después, esta ciudad desapareció a causa de un fuerte terremoto, quedando intacto únicamente el sitio desde donde el santo había predicado[9].
Al recordar a San Francisco Solano, quien convertía a los habitantes de América–tanto a los naturales, como a los españoles ya radicados- con el crucifijo en la mano, por el poder del Espíritu Santo que brotaba de Cristo crucificado, le pidamos su intercesión para que el Espíritu Santo actúe y provoque nuevas y prodigiosas conversiones en todos los habitantes de Sudamérica –el continente que “habla en español y reza a Jesucristo”- especialmente de quienes se encuentran más alejados de la Palabra de Dios.



[1] https://www.ewtn.com/spanish/saints/Francisco_Solano.htm
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.
[6] Cfr. ibidem.
[7] Cfr. ibidem.
[8] Cfr. Discurso al secretariado episcopal de América central (SEDAC), n. 8, 2 de marzo de 1983.
[9] Cfr. ibidem.

jueves, 23 de julio de 2015

Santa Brígida de Suecia



Santa Brígida de Suecia, Patrona de Europa, recibió abundantes locuciones y apariciones de Nuestro Señor Jesucristo, las cuales fueron puestas por escrito por la santa, y compiladas en un libro que se llama: “El Libro de las revelaciones celestiales”.
En el Capítulo 1 de dicho libro, Nuestro Señor se refiere a Santa Brígida como “su elegida y muy querida esposa”, le dice quién Es, le relata su Encarnación, condena la violación profana y el abuso de confianza que hacemos de nuestra fe y bautismo, e invita a su “querida esposa” a que lo ame.
Jesús comienza sus alocuciones a Santa Brígida relatando su origen divino y su Encarnación por obra del Amor de Dios en el seno de María Virgen, comparando su admirable y prodigiosa Encarnación con la de un rayo de sol que atraviesa un cristal -al igual que los Padres de la Iglesia- y relatando además que asume nuestra naturaleza, pero no por eso deja de ser Dios: “Yo soy el Creador del Cielo y de la tierra, uno en divinidad con el Padre y el Espíritu Santo. Yo soy el que habló a los profetas y patriarcas, y a quien ellos esperaban. Para cumplir sus deseos y de acuerdo con mi promesa, tomé carne sin pecado ni concupiscencia, entrando en el cuerpo de la Virgen, como el brillo del sol a través de un clarísimo cristal. Igual que el sol no daña al cristal entrando en él, tampoco se perdió la virginidad de mi Madre cuando tomé la humana naturaleza. Tomé carne pero sin abandonar mi divinidad”[1].
Luego relata de qué manera Él, siendo Dios, se encarnó en la Virgen, y siguió siendo Dios en el seno de María –en la etapa gestacional, desde cigoto, pasando por embrión, hasta el Niño de nueve meses y compara a esta unión de la divinidad con su humanidad, a la unión del fuego con el resplandor: “No fui menos Dios, todo lo gobernaba y abastecía con el Padre y el Espíritu Santo, pese a que, con mi naturaleza humana, estuve en el vientre de la Virgen. Igual que el resplandor nunca se separa el fuego, tampoco mi divinidad se separó de mi humanidad, ni siquiera en la muerte”. Jesús le dice a Santa Brígida que inmediatamente después de la Encarnación, deseó sufrir la Pasión; es decir, adquirió un Cuerpo para que sea sacrificado en la cruz, por nuestra salvación: “Lo siguiente que deseé para mi cuerpo puro y sin mancha fue ser herido desde la planta de mis pies hasta la coronilla de mi cabeza, por los pecados de todos los hombres, y ser colgado en la Cruz”. Y ese mismo Cuerpo, que fue crucificado en el Monte Calvario, se ofrece ahora, por la Santa Misa, en la Eucaristía, para poder Él ser adorado y amado cada día más: “Ahora mi cuerpo se ofrece cada día en el altar, para que las personas puedan amarme más y recordar mis favores con más frecuencia”[2]. Pero luego se queja amargamente no solo por el abandono e indiferencia hacia su Presencia sacramental, que recibe de parte de los cristianos, sino porque estos, despreciándolo en su condición de Rey, que quiere reinar en los corazones de los hombres, han elegido al demonio por su amo y señor: “Ahora, sin embargo, estoy totalmente olvidado, ignorado y despreciado, como un rey desterrado de su reino en cuyo lugar ha sido elegido un perverso ladrón al que se colma de honores. Yo quise que mi reino estuviera dentro del ser humano, y por derecho yo debería ser Rey y Señor de él, dado que Yo lo creé y lo redimí. Ahora, sin embargo, él ha roto y profanado la fe que me prometió en el bautismo. Ha violado y rechazado las leyes que establecí para él. Ama su propia voluntad y despectivamente se niega a escucharme. Encima, exalta al más malvado de los ladrones, el demonio, por encima de mí y en él deposita su fe”[3].
Jesús le dice que no rechazará a quien, arrepentido, se vuelva a su Misericordia, pero quienes persistan en su alejamiento voluntario, les aplicará su Justicia Divina, porque es como Él mismo le dijo a Santa Faustina: “Quien no quiera pasar por mi Misericordia, pasará por mi Justicia” y quienes lo desprecien, se lamentarán de haberlo hecho. Dice así Jesús: “Pese a que ahora soy tan menospreciado, aún soy tan misericordioso que perdonaré los pecados de cualquiera que pida mi misericordia y se humille a sí mismo, y lo liberaré del perverso ladrón. Pero aplicaré mi justicia sobre aquellos que perseveren en menospreciarme, y los que la oigan temblarán, mientras que los que la experimenten dirán: ‘¡Ay de nosotros, que fuimos nacidos o concebidos! ¡Ay, que hemos provocado la ira del Señor de la majestad!’”[4].
Por último, Jesús le habla a Santa Brígida, animándola a que lo ame “más que a cualquier cosa en el mundo”, puesto que Él ha sufrido la Pasión por su amor, y que si esto hace, se gozará y alegrará “por toda la eternidad”: “Pero tú, hija mía, a quien he elegido para mí y con quien hablo en el Espíritu, ¡ámame con todo tu corazón, no como amas a tu hijo o a tu hija o a tus padres sino más que cualquier cosa en el mundo! Yo te creé y no evité que ninguno de mis miembros sufriera por ti. Aún amo tanto a tu alma que, si fuera posible, me dejaría ser de nuevo clavado en la cruz antes que perderte. Imita mi humildad: Yo, que soy el Rey de la gloria y de los ángeles, fui vestido de pobres harapos y estuve desnudo en el pilar mientras mis oídos oían todo tipo de insultos y burlas. Antepón mi voluntad a la tuya porque mi Madre, tu Señora, desde el principio hasta el final, nunca quiso nada más que lo que yo quise. Si haces esto, entonces tu corazón estará con el mío y lo inflamaré con mi amor, de la misma forma que lo árido y seco se inflama fácilmente ante el fuego (...) Si crees en mis palabras y las cumples, ni el gozo ni la alegría te faltarán jamás en toda la eternidad”[5].
Ahora bien, puesto que las palabras dichas a Santa Brígida se aplican a toda alma, debemos tomarlas como dichas también a nosotros; por lo tanto, hagamos el propósito de no solo no dejar a Jesús Eucaristía en el abandono y la indiferencia, sino de adorarlo y amarlo cada vez más en su Presencia Eucarística, para que Él sea el único Rey de nuestros corazones, en el tiempo y en la eternidad.




[1] Cfr. Santa Brígida de Suecia, El Libro de las Revelaciones celestiales, Capítulo 1.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.

miércoles, 22 de julio de 2015

La verdadera devoción a San Expedito


         Cuando un santo nos concede un favor que hemos solicitado, lo hace por permisión divina y con el poder divino. Ahora bien, cuando Dios obra de esta manera, a través de sus santos, esto es, concediéndonos los favores que pedimos, no lo hace para que solamente obtengamos favores de este santo particular –en este caso, San Expedito-. La intención de Dios, al concedernos favores por medio de sus santos, es que conozcamos al santo y lo imitemos en sus virtudes, para que también nosotros alcancemos la santidad. Es decir, lo que Dios busca, al darnos lo que le pedimos, no es simplemente “dar” lo que hemos pedido, sino que quiere sepamos de la vida del santo, para imitarlo y alcanzar la santidad y la vida eterna.
         ¿Qué mensaje de santidad nos transmite San Expedito?
         Para saberlo, debemos contemplar, con los ojos de la fe, la imagen de San Expedito, que lo retrata en el momento más importante de su vida: la conversión del corazón a Jesucristo. En efecto, San Expedito era un soldado romano, pagano, y como tal, tenía su corazón alejado de Dios y apegado a las cosas de la tierra, como todos los paganos. Sin embargo, un día, recibió una gracia extraordinaria de parte de Jesucristo: era la gracia de la conversión y esa gracia provenía de la Santa Cruz de Nuestro Señor Jesús, y esa es la razón por la cual San Expedito aparece con una cruz blanca en su mano derecha. Por esta gracia, Jesucristo le concedía a San Expedito la posibilidad de abandonar su vida anterior, oscura y tenebrosa, vivida a la sombra del paganismo, para comenzar a vivir bajo la luz radiante de la gracia divina, que brota del Corazón traspasado de Jesús en la cruz. Para ser fiel a la gracia concedida, San Expedito debía responder de modo inmediato, sin dilaciones: por ese motivo, la cruz blanca de San Expedito tiene la inscripción en latín “Hodie, que traducido al español significa “hoy”. San Expedito debía aceptar la gracia de la conversión en el acto.
Pero sucedió que en el mismo momento en que le fue concedida esta gracia, a San Expedito se le apareció el demonio en forma de cuervo –y ésa es la razón por la cual se lo retrata con un cuervo bajo su pie derecho-, el cual, sobrevolando en círculos concéntricos, cada vez más cerca del santo, le repetía con su voz gutural: “Cras, cras, cras”, que traducido del latín significa: “Mañana, mañana, mañana”. Es decir, el demonio trataba de seducir a San Expedito, con la tentación de postergar su conversión del paganismo al cristianismo, para “mañana”; hoy podía seguir siendo pagano, podía continuar con su vida alejada de Dios, con sus pecados habituales: ya habría tiempo de convertirse “mañana”. Mientras decía esto, el demonio, que es muy inteligente debido a su naturaleza angélica y la conserva a su inteligencia, a pesar de ser un ángel caído -pero que comparado con la Sabiduría divina no pasa de ser un tonto solemne-, había dejado de volar en círculos alrededor de San Expedito, y se acercó, desprevenido –todavía en forma de cuervo-, hasta San Expedito, quedando al alcance de sus pies.
A San Expedito, entonces, se le presentaban dos opciones: o la conversión inmediata, urgente, a Jesucristo, abandonando su vida de pagano, para comenzar a vivir bajo la luz de la cruz de Jesús, o seguir con su oscura vida de pagano, postergando la conversión para un incierto “mañana” -que no sabemos si llegará, porque podemos morir esta noche- y quedando bajo las garras y las oscuras alas del Ángel caído. San Expedito, al ver estas dos posibilidades, no dudó ni un instante, y de las dos posibilidades, eligió a Jesucristo; entonces, animado por una fuerza sobrenatural que provenía del crucifijo que sostenía en su mano derecha, y con un movimiento rapidísimo de su pie, aplastó al demonio en forma de cuervo, con la fuerza de Jesucristo, al tiempo que decía: “Hodie! ¡Hoy! ¡Hoy, ahora, y no mañana, me convierto a Jesucristo y abandono la vida de pagano, vida de pecados, de mentiras, de violencias, de avaricia, de satisfacción de los placeres terrenos! ¡Hoy, ahora, comienzo a vivir la vida nueva de los hijos de Dios, la vida de la gracia, la vida que brota del Corazón traspasado de Jesús y me comunica su Amor, el Espíritu Santo, que me conduce al Padre!”.
Es esto, entonces, lo que tenemos que pedirle a San Expedito, como devotos suyos: la gracia de la conversión urgente, sin dilaciones, en el ahora inmediato, en el “ya” que estamos viviendo, a Jesucristo, y abandonar para siempre a nuestro hombre viejo. Para eso nos concede Dios los favores a través de sus santos, en este caso, San Expedito.


Santa María Magdalena: del llanto de la muerte a la alegría de la Resurrección


“Mujer, ¿por qué lloras?” (Jn 20,1-2.11-18). María Magdalena, de quien Jesús había expulsado “siete demonios”, va temprano al sepulcro, movida por el amor que le tenía a Jesús, como lo dice San Gregorio Magno[1]. No se resignaba a su muerte y su amor ardiente, es el que la conduce hasta el sepulcro, para estar más cerca de su Señor, aunque sea de su cuerpo muerto y frío. Al llegar, nota con sorpresa que la piedra del sepulcro había sido removida y, al asomarse al interior del sepulcro, observa que el Cuerpo de Jesús ya no está, y esto le produce una profunda tristeza; tanta, que comienza a llorar. Es en ese momento en el que dos ángeles le preguntan por la causa de su llanto: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Y María Magdalena responde, sumergida en la tristeza: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. En ese momento, Jesús se le aparece y le hace la misma pregunta que le habían hecho los ángeles: “Mujer, ¿por qué lloras?”. María Magdalena, confundiendo a Jesús con el cuidador del jardín, le dice, pensando que es él quien ha trasladado el Cuerpo de Jesús a otro lugar: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo iré a buscarlo”. Como dice San Gregorio Magno, era el “intenso amor ardiente” que María Magdalena experimentaba por su Salvador, lo que la llevaba a buscar al que no encontraba, pero ahora que lo encuentra, no lo reconoce. Reconocerá a Jesús, es decir, su mente y su corazón se abrirán a la luz de Jesús resucitado, cuando Él la llame por su nombre, tocando con su palabra la raíz más profunda del acto de ser de María Magdalena: “¡María!”. En ese mismo instante, iluminada desde lo más profundo de su ser, sus sentidos espirituales son plenificados por la gracia santificante y así se vuelve capaz de reconocer con su mente y de amar con su corazón a Jesús resucitado y, reconociéndolo, le dice: “¡Rabboní!”, que significa “maestro”. Al reconocerlo ya como al Hombre-Dios resucitado, y al contemplarlo en la gloria de su Resurrección, María Magdalena se arroja a sus pies para adorarlo. Luego Jesús le encomienda a María Magdalena la misión más importante de su vida, que será la misión de la misma Iglesia, que vaya a anunciar a los demás que Él ha resucitado: “Ve a decir a mis hermanos: subo a mi Padre y Padre de ustedes; a mi Dios y Dios de ustedes”.
“Mujer, ¿por qué lloras?”. Es de destacar que tanto los dos ángeles, como el mismo Jesús, dirigen a María la misma pregunta: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Y la causa del llanto de María Magdalena es que busca a Jesús, pero a un Jesús muerto: María va al sepulcro a buscar a un Jesús que no existe, porque el Jesús muerto del Viernes Santo, ya no está más en el sepulcro, el Domingo de Resurrección, porque ha resucitado. La causa del llanto de María Magdalena es que ha olvidado las palabras de Jesús, de que Él resucitaría “al tercer día” y por esta razón, busca a un Jesús que no existe. Eso sucede cuando racionalizamos la fe y oscurecemos así la luz de la gracia: sólo la luz de la gracia, que ilumina nuestra fe, nos hace capaces de contemplar a Jesús resucitado. De manera análoga, muchos en la Iglesia, tienen la fe de María Magdalena antes del encuentro con Jesús resucitado: buscan a un Jesús que no existe, creen en Jesús, pero en un Jesús muerto el Viernes Santo, pero que no ha resucitado y que mucho menos, prolonga y actualiza su misterio pascual, en la Eucaristía, porque no creen que Jesús resucitado esté, en Persona, con su Cuerpo y Alma humanos glorificados, en el Santo Sacramento del altar. Y porque no creen ni en Jesús resucitado ni en su Presencia gloriosa en la Eucaristía, frente a las tribulaciones, se derrumban como María Magdalena, sin saber dónde está Jesús.
Es por eso que debemos pedir la gracia de la fe: “Señor, auméntanos la fe” (Lc 17, 5), la fe en Cristo muerto y resucitado, que prolonga su misterio pascual en la Eucaristía. Como María Magdalena luego del encuentro con Jesús, también nosotros debemos ir a anunciar a nuestros hermanos que Jesús ha resucitado y que por eso el sepulcro está vacío, pero nuestro anuncio no se detiene en el hecho de que Jesús sólo ha resucitado y ha dejado el sepulcro vacío, porque su Cuerpo muerto ya no está más allí, tendido sobre la loza fría sepulcral: debemos anunciar que Jesús ha dejado el sepulcro vacío, para ir a ocupar los altares y los sagrarios, con su Cuerpo glorificado, en la Eucaristía. A diferencia de María Magdalena, que “no sabía dónde estaba el Cuerpo del Señor”, nosotros sí sabemos dónde está el Cuerpo de Jesús glorificado: en la Eucaristía, en los altares, en los sagrarios, y es allí adonde debemos ir a adorarlo.



[1] De las Homilías de san Gregorio Magno, papa, sobre los Evangelios; Homilía 25, 1-2. 4-5: PL 76, 1189-1193.

miércoles, 15 de julio de 2015

San Buenaventura y el itinerario de la mente hacia Dios


Nació alrededor del año 1218 en Bagnoregio, en la región toscana; estudió filosofía y teología en París y, habiendo obtenido el grado de maestro, enseñó estas mismas asignaturas a sus compañeros de la Orden franciscana. Fue elegido ministro general de su Orden, cargo que ejerció con prudencia y sabiduría. Fue nombrado cardenal obispo de la diócesis de Albano y murió en Lyon el año 1274. Escribió muchas obras filosóficas y teológicas[1].
Su nombre se debe a un milagro recibido de parte de San Francisco de Asís: siendo niño pequeño, se encontraba gravemente enfermo, por lo que su madre lo llevó ante la presencia de San Francisco de Asís y el santo, al verlo, exclamó: “¡Buena Ventura!”, y el niño se curó inmediatamente[2]. Más tarde, en agradecimiento a San Francisco, San Buenaventura ingresó en la orden franciscana.
Estudió en la universidad de París y llegó a ser uno de los más grandes sabios de su tiempo. Se le llama “Doctor seráfico”, porque “Serafín” significa “el que arde en amor por Dios” y este santo en sus sermones, escritos y actitudes demostró vivir lleno de un amor inmenso hacia Nuestro Señor. Su inocencia y santidad de vida eran tales que su maestro, Alejandro de Alex, exclamaba “Buenaventura parece que hubiera nacido sin pecado original”.
Sin embargo, él no veía en sí mismo sino faltas y miserias y por eso empezó a padecer la enfermedad de los escrúpulos, que consiste en considerar pecado lo que no es pecado por lo que, creyéndose totalmente indigno, empezó a dejar de comulgar. Pero los escrúpulos finalizaron cuando observó en visión que Jesucristo en la Santa Hostia se venía desde el copón en el cual el sacerdote estaba repartiendo la Sagrada Comunión, y llegaba hasta sus labios. Con esto reconoció que el dejar de comulgar por escrúpulos era un error[3] y que, estando en gracia, no debía privarse de la comunión sacramental.
Buenaventura, además de dedicarse a dar clases en la Universidad de París donde se formaban estudiantes de filosofía y teología de muchos países, escribió numerosos sermones y varias obras de piedad que por siglos han hecho inmenso bien a infinidad de lectores. Una de ellas se llama “Itinerario de la mente hacia Dios”. En esta obra enseña que la perfección cristiana consiste en hacer bien las acciones ordinarias y todo por amor de Dios.
En un extracto de esta obra, San Buenaventura sostiene que la contemplación de Cristo crucificado constituye la plenitud para el alma, pues en su contemplación, el alma realiza el “paso”, la “pascua”, de este mundo al otro, es decir, es unido por Cristo y su Espíritu, al Padre –dirá en un momento “pasemos con Cristo crucificado de este mundo al Padre”-, aun estando en esta vida, y esto, para San Buenaventura, constituye “el paraíso”; San Buenaventura compara la contemplación de Cristo con el paso del Mar Rojo, pero más que una comparación, la contemplación de Cristo crucificado equivale a un “paso” o “pascua” espiritual, real, mística, sobrenatural, para el alma que aún se encuentra en esta vida. Dice así el santo: “Cristo es el camino y la puerta. Cristo es la escalera y el vehículo, él, que es el propiciatorio colocado sobre el arca de Dios y el misterio oculto desde los siglos. El que mira plenamente de cara este propiciatorio y lo contempla suspendido en la cruz, con fe, con esperanza y caridad, con devoción, admiración, alegría, reconocimiento, alabanza y júbilo, este tal realiza con él la pascua, esto es, el paso, ya que, sirviéndose del bastón de la cruz, atraviesa el mar Rojo, sale de Egipto y penetra en el desierto, donde saborea el maná escondido, y descansa con Cristo en el sepulcro, como muerto en lo exterior, pero sintiendo, en cuanto es posible en el presente estado de viadores, lo que dijo Cristo al ladrón que estaba crucificado a su lado: Hoy estarás conmigo en el paraíso”[4].
Para San Buenaventura, la contemplación de Cristo crucificado concede además al alma la Sabiduría divina, como don que el Espíritu Santo da a quien así lo desea, pero para ello, es necesario realizar un “abandono” de toda especulación intelectual y concentrar en Dios la totalidad de nuestro ser, de nuestra existencia, de nuestras aspiraciones; es decir, para recibir el don de la Sabiduría del Espíritu en la contemplación de Cristo crucificado, se necesita no solo “olvidarse” de uno mismo, sino “desear a Dios y su Amor”, como condición necesaria para trascender hacia Cristo, para realizar el “paso”, la “pascua”, y esto implica ya una acción del Espíritu, porque el deseo o el amor de Dios, es ya obra del Espíritu Santo en el alma. Una mente llena de uno mismo y de sus planes, proyectos y preocupaciones existenciales, dificulta y hasta bloquea el don del Espíritu: “Para que este paso sea perfecto, hay que abandonar toda especulación de orden intelectual y concentrar en Dios la totalidad de nuestras aspiraciones. Esto es algo misterioso y secretísimo, que sólo puede conocer aquel que lo recibe, y nadie lo recibe sino el que lo desea, y no lo desea sino aquel a quien inflama en lo más íntimo el fuego del Espíritu Santo, que Cristo envió a la tierra. Por esto dice el Apóstol que esta sabiduría misteriosa es revelada por el Espíritu Santo”[5].
Ahora bien, la contemplación de Cristo crucificado, que ha sido puesta en el alma como deseo por el Espíritu, acrecienta el ardor de amor por Dios, y esto sucede sin que el alma sepa cómo sucede: “Si quieres saber cómo se realizan estas cosas, pregunta a la gracia, no al saber humano; pregunta al deseo, no al entendimiento; pregunta al gemido expresado en la oración, no al estudio y la lectura; pregunta al Esposo, no al Maestro; pregunta a Dios, no al hombre; pregunta a la oscuridad, no a la claridad; no a la luz, sino al fuego que abrasa totalmente y que transporta hacia Dios con unción suavísima y ardentísimos afectos. Este fuego es Dios, cuyo horno, como dice el profeta, está en Jerusalén, y Cristo es quien lo enciende con el fervor de su ardentísima pasión, fervor que sólo puede comprender el que es capaz de decir: Preferiría morir asfixiado, preferiría la muerte”[6].
Esta contemplación de Cristo crucificado constituye la “pascua” para el alma, porque por Cristo, el alma recibe el Espíritu Santo, que lo lleva al Padre, y en eso consiste la “pascua” del cristiano, y quien esto hace, está muerto al mundo y a sus atractivos, porque vive solo del Amor de Dios, espirado por Cristo Jesús: “El que de tal modo ama la muerte puede ver a Dios, ya que está fuera de duda aquella afirmación de la Escritura: Nadie puede ver mi rostro y seguir viviendo. Muramos, pues, y entremos en la oscuridad, impongamos silencio a nuestras preocupaciones, deseos e imaginaciones; pasemos con Cristo crucificado de este mundo al Padre, y así, una vez que nos haya mostrado al Padre, podremos decir con Felipe: Eso nos basta; oigamos aquellas palabras dirigidas a Pablo: Te basta mi gracia; alegrémonos con David, diciendo: Se consumen mi corazón y mi carne por Dios, mi herencia eterna. Bendito el Señor por siempre, y todo el pueblo diga: ‘¡Amén!’”[7].
A pesar de sus grandes dotes intelectuales y de los altos cargo eclesiásticos con los que fue investido –llegó a ser nombrado Superior General de los franciscanos y Cardenal-, San Buenaventura nunca tuvo ni el más ligero asomo de soberbia. Tanto es así, que incluso lavaba los platos con los hermanos legos; de hecho, la noticia de su nombramiento como Cardenal le llegó mientras estaba un día lavando platos en la cocina.
Precisamente, es con un hermano lego con el cual San Buenaventura entabla un memorable diálogo, al término del cual el santo nos deja una gran enseñanza, consoladora para quienes no tenemos su altura intelectual; según esta enseñanza, en el cielo, estarán más cerca de Dios los que más amen a Dios, no los que sean más inteligentes. El diálogo, verdadero, fue así: Fray Gil, uno de los hermanos legos más humildes, le preguntó un día: “Padre Buenaventura, ¿un pobre ignorante como yo, podrá algún día estar tan cerca de Dios, como su Reverencia que es tan inmensamente sabio?” El santo le respondió: “Oh mi querido Fray Gil: si una pobre viejecita ignorante tiene más amor de Dios que Fray Buenaventura, estará más cerca de Dios en la eternidad que Fray Buenaventura”. Esto le produjo un gran consuelo al hermano lego, quien dijo lo siguiente: “Fray Gil, borriquillo de Dios, aunque seas más ignorante que la más pobre viejecita, si amas a Dios más que Fray Buenaventura, estarás en el cielo más cerca de Dios que el gran Fray Buenaventura”[8].
Entonces, esto quiere decir que estar más lejos o más cerca de Dios, en el cielo, depende de nosotros, de la medida de nuestro amor, no de la capacidad de nuestro intelecto. ¿Y dónde comenzamos a amar a Dios, para después seguir amándolo en el cielo? Nos lo dice San Buenaventura: comenzamos a amar a nuestro Dios crucificado, Jesús de Nazareth, que por nuestro amor, subió a la cruz y derramó su Sangre y con su Sangre, todo su Amor, sobre nuestras almas.

La simpatía de San Buenaventura



[1] http://www.liturgiadelashoras.com.ar/
[2] https://www.ewtn.com/spanish/Saints/Buenaventura_7_15.htm
[3] Cfr. ibidem.
[4] https://www.ewtn.com/spanish/Saints/Buenaventura_7_15.htm
[5] Cfr. ibidem.
[6] Cfr. ibidem.
[7] Del Opúsculo de San Buenaventura, obispo, Sobre el itinerario de la mente hacia Dios; Cap. 7, 1. 2. 4. 6: Opera omnia 5, 312-313.
[8] https://www.ewtn.com/spanish/Saints/Buenaventura_7_15.htm

sábado, 11 de julio de 2015

San Benito Abad y la cruz


         Uno de los legados más preciados de San Benito Abad es su famosa “Cruz de San Benito”. Analicémosla, para conocer a fondo el significado y el valor de tan precioso legado.
         “Crux Sancta sit mihi lux”: “La Cruz Santa sea mi luz”. La cruz es luz, porque el que pende de la cruz, es Jesucristo, el Hombre-Dios, y Él luz, porque es “Dios de Dios, Luz de Luz”. Jesucristo es luz, pero no luz natural, como la del sol, ni artificial, como la luz eléctrica o la luz de las velas; Él es luz divina, eterna, sobrenatural, inaccesible; Él es luz viva, que concede la vida eterna a quien ilumina, porque su luz brota de su Ser trinitario divino y ésa es la razón por la cual, quien es iluminado por Jesucristo desde la cruz, no solo se ve libre de toda tiniebla –“quien vive en Mí no vivirá en tinieblas”, dice Jesús-, sino que se ve iluminado por Cristo, “Luz del mundo”, y al ser iluminado por Él, recibe de Él toda su vida, que es la Vida del Ser divino trinitario. En el cielo, los ángeles y santos, que habitan en la Jerusalén celestial, son iluminados por la “Lámpara de la Jerusalén celestial”, la luz que brota del seno del Cordero de Dios, Jesucrsto. Ésa es la razón por la cual el cristiano se aferra a la cruz de Cristo y proclama: “Crux Sancta sit mihi lux”: “La Cruz Santa sea mi luz”, para que sea la luz, que brota de la cruz de Jesús, la que ilumine sus días de existencia terrena, para que continúe iluminándolo y vivificándolo por toda la eternidad, en la otra vida, en el Reino de los cielos.
         “Non draco sit mihi dux”: “No sea el Dragón mi guía”. El Dragón es el Demonio; el cristiano tiene un solo Conductor, que lo conduce al cielo por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, y ése es Jesucristo, el manso Cordero de Dios; el cristiano rechaza, con todas sus fuerzas, que el Dragón infernal sea su guía, su conductor, porque el Dragón conduce a las almas por un camino ancho, sin dificultades, que finaliza en una puerta ancha, una puerta que no es otra puerta que la puerta del Infierno, por lo que, al abrirse esta puerta, las almas se precipitan sin remedio hacia el Abismo de fuego, del cual no se sale. El camino, ancho y espacioso, por el cual el Demonio conduce a las almas, es un camino fácil de recorrer, porque consiste en dar rienda suelta a las pasiones, satisfaciéndolas a todas, sin dar cuentas a nadie, y mucho menos a Dios; el camino por el que guía el falso conductor, que es la Serpiente Antigua, Satanás, es fácil, de recorrer, porque consiste en cumplir el Primer Mandamiento de la ley satánica: “Haz lo que quieras”, y es así como las almas, desprevenidas, olvidándose de los Mandamientos de la Ley de Dios, cumplen su propia voluntad, que es ya voluntad de condenados, en anticipo, porque nadie puede salvarse fuera de la Voluntad de Dios, expresada en sus Mandamientos. El Dragón, como conductor falso, conduce a las almas por un camino ancho, espacioso, fácil de recorrer, espaciado, en el que todo son risotadas, carcajadas, despreocupación de deberes de estado y de observancia de los Mandamientos divinos, para cumplir la propia voluntad, pero al final de este ancho y espacioso camino, se encuentra una puerta, también ancha, la Puerta del Infierno, que al abrirse, lleva a la precipitación de todos los que transitaron por el camino de la Bestia, del Falso Profeta, del Anticristo y del Demonio. Es por esto que el cristiano, aferrándose a la Cruz Santa de nuestro Salvador Jesucristo, rechaza rotundamente que el conductor de su alma sea la Serpiente Antigua, Satanás, y proclama, desde lo más profundo de su corazón, que el Demonio jamás será su conductor, porque el cristiano sabe que el camino ancho y espacioso lleva a la puerta ancha, que conduce a la eterna perdición, y aferrado a la cruz de Jesús, el cristiano exclama: “Non draco sit mihi dux”.
         “Vade retro Satana”: “Retírate Satanás”. Iluminado por la luz del Espíritu Santo, que le da a conocer todas estas cosas, el cristiano, aferrada cada vez más fuertemente a la cruz de Nuestro Salvador, conjura al Demonio a que se retire de su vida y que se vuelva a los infiernos, para que no salga de ahí nunca jamás, para que deje de engañar a las almas de los hombres. El cristiano empuña la cruz del Salvador y así, hace frente a la Serpiente Antigua, la cual retrocede ante la fuerza divina que surge, potentísima, del crucifijo, haciéndolo retroceder. Jesús había dicho en el Evangelio: “Las fuerzas del Infierno no prevalecerán sobre mi Iglesia”, y así se cumplen, de esta manera, las palabras de Jesús. Pero todavía más, no solo no prevalecen sobre su Iglesia, sino que la fuerza de la cruz de Jesús es tan poderosa, porque es la fuerza del mismo Dios, que arrincona al Demonio en el Infierno, hasta su última madriguera, llenándolo de espanto y de pavor, pues hasta ahí, hasta el último rincón del Infierno, llega el poderosísimo influjo de la cruz de Jesucristo.
         “Nunquam suadeam mihi vana”: “No me aconsejes cosas vanas”. El cristiano que ama la cruz de Jesús, tiene el oído adiestrado para escucha la sibilina y serpentina voz del Demonio, que le aconseja cosas vanas: ira, gula, pereza, soberbia, mentira, lujuria, rebelión contra los Mandatos divinos, cumplimiento de la propia voluntad antes que la voluntad de Dios, desprecio de la cruz, soberbia en lugar de humildad, ira en vez de mansedumbre, corazón de lobo en vez de corazón de cordero, para que el cristiano no tenga un corazón a imitación del Cordero de Dios, Jesucristo. El cristiano, en vez de dejarse aconsejar por los venenosos consejos del Demonio, escucha la voz del Pastor de las ovejas, Jesucristo y, reconociéndola, obedece en el Amor todo lo que Jesús le dice: ama a tus enemigos, bendice a los que te persiguen, da de tu pan al hambriento, imita mi Corazón, manso y humilde, obra la misericordia para con los más necesitados, y así alcanzarás el Reino de los cielos.
         “Sunt mala quae libas”: “Es malo lo que sirves”. El Demonio sirve manjares terrenos y placeres carnales, y así se cumple lo que dice la Escritura: “El que siembra en el cuerpo, cosecha corrupción”. El Demonio, mona de Dios, sirve un banquete a sus seguidores, o a quienes quiere seducir, y ese banquete está compuesto por toda clase de manjares terrenos, pero que solo sirven para estimular la gula y para estimular las pasiones más bajas del hombre; el Demonio lo hace con el objetivo de hacer caer al hombre, por medio del pecado de la gula y por medio del pecado carnal, y así convertirlo en fácil presa suya para que, al momento de la muerte, pueda llevárselo consigo al Abismo del que no se retorna. Por el contrario, Jesucristo sirve un manjar celestial, un manjar no preparado en ningún lugar de la tierra, sino en el cielo; un manjar super-substancial, un manjar delicioso, un manjar de ángeles, preparado exclusivamente para las almas de más exquisito paladar: Carne de Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo; Pan Vivo bajado del cielo, cocido en el horno ardiente de caridad, que es el seno de la Virgen Madre, la Iglesia Católica, la Eucaristía; y Vino de la Alianza Eterna, la Sangre del Cordero de Dios, que brota de su Corazón traspasado en la cruz; todo, aderezado con hierbas amargas, las hierbas amargas de la tribulación, que no pueden faltar nunca a quienes son verdaderos hijos de Dios; el banquete se come de rodillas y se reciben los manjares en la boca, y se agradecen al cielo en profundo recogimiento y agradecimiento a Dios Padre por tan exquisito manjar. Si lo que sirve el Demonio, mona de Dios, en los banquetes terrenos y lujuriosos del mundo es malo y, más que malo, pésimo, lo que sirve Dios Padre en su banquete escatológico, la Santa Misa, la Carne asada del Cordero de Dios, el Pan Vivo bajado del cielo y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, es un manjar tan delicioso, que no bastan eternidades de eternidades, para degustar su exquisito y sublime sabor celestial, desconocido por completo en la tierra.
         “Ipsae venena bibas”: “Bebe tú tus mismos venenos”. Todos los venenos espirituales que el Demonio prepara para las almas, para hacerlas caer en el pecado mortal, en la desesperación y finalmente en el infierno, se vuelven contra él y los termina bebiendo él, porque los cristianos, aferrados a la cruz de Jesús, saben que beber de esos venenos, es condenarse no solo a una muerte física, sino, lo peor de todos, a una muerte eterna. Y Jesucristo ha venido, como dice el Misal Romano, a librarnos de la “eterna condenación”: “Líbranos de la condenación eterna”, pedimos en la Santa Misa, en la Plegaria Eucarística I del Misal Romano. Es por esto que, lejos de beber los pestilentes y asquerosos brebajes venenosos del Demonio, los cristianos, que amamos a Jesús, bebemos su Preciosísima Sangre, la Sangre que brota de sus heridas, de su Cabeza coronada de espinas, de sus manos y pies traspasadas por gruesos clavos de hierro y de su Costado perforado por la lanza del soldado romano, porque esta Sangre es recogida por los ángeles en cálices de oro y es vertida luego en los cálices de cada una de las Santas Misas –renovación incruenta del Santo Sacrificio del altar-, para que su preciosísimo contenido sea libado y derramado en los corazones que aman al Cordero de Dios.

         Por todas estas maravillas, los cristianos amamos la Santa Cruz de San Benito Abad.

viernes, 3 de julio de 2015

San Nicolás de Bari


         Era un santo muy conocido en la antigüedad, caracterizado por conceder admirables favores, por lo que era invocado en los peligros, en los naufragios, en los incendios y en situaciones económicas difíciles[1]. Nació en Licia, Turquía[2], de padres muy ricos. Desde niño se caracterizó porque todo lo que conseguía lo repartía entre los pobres. Decía a sus padres: “Sería un pecado no repartir mucho, siendo que Dios nos ha dado tanto”. Al morir sus padres atendiendo a los enfermos en una epidemia, él quedó heredero de una inmensa fortuna. Entonces repartió sus riquezas entre los pobres y se fue de monje a un monasterio. Después de peregrinar a Tierra Santa, a los lugares donde vivió y murió Jesús, regresó a la ciudad de Mira (en Turquía) donde los obispos y sacerdotes estaban en el templo discutiendo a quién deberían elegir como nuevo obispo de la ciudad, porque el anterior había fallecido recientemente. Al fin dijeron: “elegiremos al próximo sacerdote que entre al templo”. Y en ese momento sin saber esto, entró Nicolás y por aclamación de todos fue elegido obispo. Por eso se le llama San Nicolás de Mira. Dicen que el santo murió el 6 de diciembre del año 345.
Con la devoción a San Nicolás de Bari en Alemania se inicia la costumbre de llamarlo “Santa Claus”, derivado del alemán “San Nikolaus” (entre nosotros lo llamaron Papá Noel): lo representaban como un anciano vestido de rojo, con una barba muy blanca, que pasaba de casa en casa repartiendo regalos y dulces a los niños. Lamentablemente, la figura de San Nicolás-Papá Noel fue luego utilizada por una famosa bebida de gaseosas, lo cual contribuyó, por un lado, a deformar el culto del santo y, por otro, a paganizar la fiesta de Navidad, porque las celebraciones en honor de San Nicolás comenzaban en diciembre, cercanas a la fecha de Navidad: impulsada por una potente maquinaria propagandística, la figura deformada de San Nicolás –Santa Claus o Papá Noel-, despojada de todo significado cristiano verdadero, inundó pronto no solo los hogares cristianos, sino todo el mundo, haciendo que el Niño Dios sea desplazado por esta figura puramente mercantil y paganizada (decimos “paganizada “ puesto que, además de no tener nada cristiano la figura del “Santa Claus” o “Papá Noel” comercial, se le agregaron elementos verdaderamente paganos, como duendes, por ejemplo).  
De San Nicolás escribieron muy hermosamente San Juan Crisóstomo y otros grandes santos. Su biografía la escribió San Metodio, Arzobispo de Constantinopla, y gracias a esta biografía es que conocemos algunos de los milagros que hizo este gran santo. Uno de sus milagros fue el obtener la curación instantánea de varios niños,  a quienes un criminal los había acuchillado, y ésa es la razón por la cual lo pintaban con unos niños. También se lo representa con una señorita, porque en su ciudad había un anciano muy pobre con tres hijas y no lograba que se casaran por ser en tan extremo pobres. Entonces el santo por tres días seguidos, cada noche le echó por la ventana una bolsa con monedas de oro, y así el anciano logró casar muy bien a sus hijas. Es Patrono de los marineros, por haber realizado un milagro que recuerda mucho a la calma de la tormenta que Nuestro Señor Jesucristo realizó en el Evangelio: estando unos marineros en medio de una gran tempestad en alta mar, empezaron a decir: “Oh Dios, por las oraciones de nuestro buen Obispo Nicolás, sálvanos”. En ese momento, los marineros vieron aparecer sobre el barco a San Nicolás, el cual bendijo al mar, que se calmó, y en seguida desapareció. Otro día iban a condenar injustamente a tres amigos suyos que estaban muy lejos. Ellos rezaron pidiendo a Dios que por la intercesión de Nicolás su obispo los protegiera. Y esa noche en sueños el santo se apareció al juez y le dijo que no podía condenar a esos tres inocentes, por lo cual los amigos del santo fueron absueltos[3].
El santo sufrió también la persecución y la cárcel, por parte del emperador Licino, quien decretó una persecución contra los cristianos, siendo Nicolás encarcelado y azotado, aunque siguió aprovechando toda ocasión que se le presentaba para enseñar la religión a cuantos trataban con él. Más tarde llegó el emperador Constantino y lo liberó a él junto con todos los demás prisioneros cristianos[4].
Pero su obrar más preciado en su vida de santidad, mucho más que los milagros, fue su oposición a la herejía de Arrio, un sacerdote que, abandonando la verdadera fe de la Iglesia, sostenía falsamente que Jesucristo no es Dios, sino un hombre, el más perfecto y santo de todos, pero solo un hombre. San Nicolás, comprendiendo el peligro mortal que esta falsa creencia suponía para la vida espiritual de los fieles, y comprendiendo también que era un error que solo podía provenir del “Padre de la mentira”, se opuso con toda su sabiduría y con su gran ascendiente a este error y no permitió que los arrianos entraran a su ciudad de Mira.
Mensaje de santidad
¿Cuál es el mensaje de santidad de San Nicolás? Con toda probabilidad, no haremos los grandes milagros y prodigios que hizo San Nicolás, pero sí podemos imitarlo en su fe en Jesús como Hijo de Dios encarnado y no como simple hombre, pidiendo la gracia a María Santísima de crecer en nuestra fe, cada día más: “Aumenta nuestra fe en Cristo Jesús, tu Hijo, el Hijo de Dios”. Aunque no lo creamos, este acto de fe es más valioso que los milagros, porque lo que necesita hoy la Iglesia es precisamente santos que fundamenten su santidad en la fe verdadera de la Iglesia, la fe que confiesa que Jesucristo es el Hijo de Dios encarnado y no un simple hombre. Esto es muy importante –más de lo que parece a simple vista-, porque defender la fe en Jesucristo como Hijo de Dios, significa defender la Presencia real de Jesús en la Eucaristía, porque si Jesucristo es Dios, entonces Él prolonga su Encarnación en la Eucaristía, y está realmente Presente en la Eucaristía, con su Cuerpo, Sangre, Alma, Divinidad, y con todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. Y si Jesús está Presente en la Eucaristía, entonces está con su Espíritu, el Espíritu Santo, animando y dando vida a la Iglesia, y está con nosotros, en el sagrario, “todos los días, hasta el fin del mundo”. Por el contrario, si Jesucristo no es Dios, como sostenían los arrianos, a quienes se opuso firmemente San Nicolás, entonces la Eucaristía es nada más que un poco de pan bendecido, sin ningún otro valor, y Jesús no está con nosotros en el sagrario, acompañándonos en el peregrinar de todos los días hacia la Casa del Padre. De esta manera, nos damos cuenta acerca del valor incomparable que tiene la fe en la Presencia de Jesús en la Eucaristía; hoy la Iglesia necesita santos como San Nicolás, que crean en la divinidad de Jesús, porque creer en su divinidad es creer en su Presencia real eucarística. Al conmemorar al santo en su día, le pidamos a él y a la Virgen, Medianera de todas las gracias, que intercedan ante Dios para que nuestra fe en Jesús como el Hijo de Dios crezca y se fortalezca cada día más, para que podamos, cada día más, crecer en el amor y la adoración a su Presencia Eucarística.





[1] https://www.ewtn.com/spanish/Saints/Nicol%C3%A1s.htm
[2] En oriente lo llaman Nicolás de Mira, por la ciudad donde estuvo de obispo, pero en occidente se le llama Nicolás de Bari, porque cuando los mahometanos invadieron a Turquía, un grupo de católicos sacó de allí en secreto las reliquias del santo y se las llevó a la ciudad de Bari, en Italia. En esa ciudad se obtuvieron tan admirables milagros al rezarle a este gran santo, que su culto llegó a ser sumamente popular en toda Europa. Es Patrono de Rusia, de Grecia y de Turquía.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.