San
Ireneo vivó en un tiempo –el siglo II d. C.- en el que la Iglesia estaba amenazada
por la gnosis –significa “conocimiento”-, una doctrina que afirmaba que la fe que
enseñaba el Magisterio de la Iglesia era solamente un conjunto de símbolos
adaptados a la mente de los sencillos, incapaces de comprender cosas difíciles;
por el contrario, los iniciados, los intelectuales -se llamaban “gnósticos”- sí
podían, en virtud de pertenecer a la gnosis, comprender lo que se encontraba
oculto detrás de estos símbolos: estos “cristianos gnósticos”, iniciados en la
verdadera religión, serían los que formarían un cristianismo de élite,
intelectualista[1],
reservado para los más capaces intelectualmente hablando.
Pero, ¿qué sostiene, en concreto, la gnosis?
Se
puede definir al gnosticismo como una amalgama –sincretismo- de creencias
provenientes de Grecia, Persia, Egipto, Siria, Asia Menor, etc., con marcada
influencia del idealismo platónico. Los integrantes de las sectas gnósticas –llamados
a sí mismos “gnósticos”, es decir, los “conocedores”, quienes se jactaban de
poseer conocimientos reservados sólo a los integrantes de las sectas gnósticas;
estos conocimientos secretos provenían de los apóstoles y habían sido revelados
sólo a ellos, los gnósticos, que por lo mismo, eran iluminados, los únicos en
poseer la verdad acerca de la salvación. Se distinguía así dos niveles de conocimientos:
uno superficial, el enseñado por la Iglesia Católica, destinado a los más
incapaces intelectual y espiritualmente, y uno propiamente gnóstico, destinado
al puñado de iluminados que conocían “la verdad” en cuanto a la salvación. Puesto
que se llamaban a sí mismos “cristianos gnósticos”, provocaban gran confusión
entre los fieles desprevenidos, y esa fue la razón por la cual la Iglesia se
vio en el deber de confrontar los errores del gnosticismo para así diferenciar
el cristianismo auténtico del falso cristianismo gnóstico, cuyas erróneas
doctrinas falsificaban radicalmente el Evangelio. Entre los numerosos
escritores cristianos de los primeros siglos que combatieron el gnosticismo
están: San Ireneo, Orígenes, Justino, Hipólito y San Agustín[2].
Ahora bien, de todos los errores, el principal error
gnóstico estriba en la concepción errónea acerca de Jesús de Nazareth: para los
gnósticos, “Jesús no es ni dios ni hombre sino un ser espiritual que solo
aparentó tomar cuerpo y vivir entre nosotros para darnos los conocimientos
secretos necesarios para liberarnos de la prisión que es nuestro cuerpo. Por lo tanto, nos salvamos al adquirir
conocimiento y no por la obra de redención de Cristo. Se trata de
auto-divinización. Jesús estaba asociado al dios bueno. La mayoría creían que
Jesús era un auténtico mediador entre nosotros y nuestra verdadera vida, más
allá de la materia, en el dios bueno. Niegan la muerte expiatoria de Jesús (ya
que no tenía verdadero cuerpo propio y porque no hace falta la redención cuando
se tienen los conocimientos gnósticos). Rechazan la resurrección del cuerpo”[3].
Es decir, el gnosticismo afirma que la materia es mala, que Jesús
no es Dios, que no hay resurrección de los cuerpos, que Jesús no tuvo un cuerpo
real. Todo esto afecta profundamente la fe central de la Iglesia, que afirma lo
exacto opuesto a la gnosis: Dios ha creado la materia y por lo tanto, esta es
buena; Jesús es Dios, es la Segunda Persona de la Trinidad; Jesús se encarnó en
un cuerpo real; Jesús resucitó; Jesús prolonga su Encarnación en la Eucaristía,
en donde se encuentra con su Cuerpo –real, material- glorificado y divinizado,
al haber sido asumido por la Persona Segunda de la Trinidad, el Verbo de Dios.
Contra el gnosticismo, que afecta sensiblemente la fe en la
Presencia real en la Eucaristía de Jesús, es que escribió San Ireneo: “Si la
carne no se salva, entonces el Señor no nos ha redimido con su sangre, ni el
cáliz de la eucaristía es participación de su sangre, ni el pan que partimos es
participación de su cuerpo. Porque la sangre procede de las venas y de la carne
y de toda la substancia humana, de aquella substancia que asumió el Verbo de
Dios en toda su realidad y por la que nos pudo redimir con su sangre, como dice
el Apóstol: Por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los
pecados”[4]. San
Ireneo hace hincapié en la realidad de la materia y también en la realidad del
Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en la Eucaristía, contra los
errores gnósticos que negaban sea la materia, sea la divinidad de Nuestro Señor
Jesucristo, sea la realidad de su Carne gloriosa en la Eucaristía. Por eso es
que dice que “la sangre proviene de las venas y de la carne y de toda la
substancia humana” –está afirmando la realidad de la materia y del Cuerpo
humano de Jesucristo-, al tiempo que afirma la Encarnación –Dios, Espíritu
Puro, asume un cuerpo humano, sin dejar de ser Dios-, al hablar de “aquella
substancia” –la naturaleza humana- que “asumió el Verbo de Dios” –divinidad de
Jesucristo- y “por la cual nos pudo redimir con su sangre”. Es decir, San
Ireneo afirma claramente, contra el error gnóstico, que Jesucristo tuvo un
cuerpo material, corpóreo, real; que era Dios –el Verbo de Dios- y que por el
don de su Cuerpo y su Sangre –su substancia humana glorificada- que se nos
entrega en la Eucaristía –la Eucaristía, en sus accidentes, es materia-, nos
salva.
Continúa
luego San Ireneo, refiriéndose al cáliz, que contiene la Preciosísima Sangre del
Señor, y el pan, que contiene su Cuerpo Sacratísimo, haciendo hincapié en que
ambos “provienen de la creación material”, para contrarrestar el error gnóstico
acerca de que la materia es “mala” porque fue creada por un “demiurgo malo”: “Y,
porque somos sus miembros y quiere que la creación nos alimente, nos brinda sus
criaturas, haciendo salir el sol y dándonos la lluvia según le place; y también
porque nos quiere miembros suyos, aseguró el Señor que el cáliz, que proviene
de la creación material, es su sangre derramada, con la que enriquece nuestra
sangre, y que el pan, que también proviene de esta creación, es su cuerpo, que
enriquece nuestro cuerpo”[5]. La
materia no es mala, porque ha sido creada por Dios Creador y todo lo que hace
Dios, lo hace bien y bueno; por lo tanto, el vino y el pan materiales, son los
soportes materiales adecuados para la transubstanciación en la Sangre y el
Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo.
Luego,
hace hincapié en la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Palabra eternamente
pronunciada del Padre, que es recibido, en cuanto Palabra de Dios, por las
substancias inertes del pan y del vino, produciéndose la transubstanciación,
esto es, la conversión milagrosa de la
substancia del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Redentor, nada de lo
cual sería posible si los gnósticos tuvieran razón: “Cuando la copa de vino
mezclado con agua y el pan preparado por el hombre reciben la Palabra de Dios,
se convierten en la eucaristía de la sangre y del cuerpo de Cristo y con ella
se sostiene y se vigoriza la substancia de nuestra carne, ¿cómo pueden, pues,
pretender los herejes que la carne es incapaz de recibir el don de Dios, que
consiste en la vida eterna, si esta carne se nutre con la sangre y el cuerpo
del Señor y llega a ser parte de este mismo cuerpo?”[6].
Y
esta materia –Carne y Sangre del Redentor- unida a su divinidad –es la Persona
Segunda de la Trinidad-, conjugadas en la Eucaristía, se convierten en alimento
espiritual admirable para el hombre, a la par que por esta Eucaristía, es
incorporado al Cuerpo sacramentado del Redentor, quedando tan unido a sus
entrañas, que el hombre que se alimenta de la Eucaristía viene a ser “hueso de
los huesos” del Redentor y “carne de su carne”, nada de lo cual sucedería ni
sería posible, de ser cierto el error gnóstico de que Jesús es un fantasma: “Por
ello bien dice el Apóstol en su carta a los Efesios: Somos miembros de su
cuerpo, hueso de sus huesos y carne de su carne. Y esto lo afirma no de un
hombre invisible y mero espíritu –pues un espíritu no tiene carne y huesos–,
sino de un organismo auténticamente humano, hecho de carne, nervios y huesos;
pues es este organismo el que se nutre con la copa, que es la sangre de Cristo
y se fortalece con el pan, que es su cuerpo”.
Y
el alma que se alimenta de la Eucaristía, como es la Eucaristía el Verbo de
Dios Encarnado, que continúa y prolonga su Encarnación en el Pan del altar,
recibe la vida eterna en germen, vida que luego se desarrollará en su plenitud
cuando el cuerpo del hombre, hecho de materia, sea depositado en la tierra para
luego resucitar: “Del mismo modo que el esqueje de la vid, depositado en
tierra, fructifica a su tiempo, y el grano de trigo, que cae en tierra y muere,
se multiplica pujante por la eficacia del Espíritu de Dios que sostiene todas
las cosas, y así estas criaturas trabajadas con destreza se ponen al servicio
del hombre, y después cuando sobre ellas se pronuncia la Palabra de Dios, se
convierten en la eucaristía, es decir, en el cuerpo y la sangre de Cristo; de
la misma forma nuestros cuerpos, nutridos con esta eucaristía y depositados en
tierra, y desintegrados en ella, resucitarán a su tiempo, cuando la Palabra de
Dios les otorgue de nuevo la vida para la gloria de Dios Padre. Él es, pues,
quien envuelve a los mortales con su inmortalidad y otorga gratuitamente la
incorrupción a lo corruptible, porque la fuerza de Dios se realiza en la
debilidad”[7].
Al
recordar a San Ireneo, obispo y mártir, le pidamos que interceda para que Nuestro
Señor nos conceda una fe inmaculada e íntegra en su Presencia Eucarística.
[1] http://www.corazones.org/biblia_y_liturgia/oficio_lectura/pascua/3_jueves_pascua.htm
[2] http://www.corazones.org/diccionario/gnosticismo.htm
[3] Cfr. http://www.corazones.org/diccionario/gnosticismo.htm
[4] San
Ireneo, Tratado contra las
herejías, Libro 5, 2, 2-3: SC 153, 30-38.
[5] Cfr. ibidem.
[6] Cfr. ibidem.
[7] Del tratado de san Ireneo,
obispo, contra las herejías
Libro 5, 2, 2-3: SC 153, 30-38.
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