San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 17 de noviembre de 2023

Santos Mártires Rioplatenses Roque González y compañeros



         En la otra vida, en el Reino de los cielos, dentro de los Santos que adoran a Dios Trinidad, existen jerarquías, categorías, las cuales determinan una mayor o menor aproximación a Dios, enseña Santo Tomás de Aquino. Esta jerarquía no la determina Dios, en el sentido de que no es Dios quien “decide” en qué puesto va un alma y en qué puesto va la otra, sino que es el amor que el santo tuvo a Dios en esta vida terrena, el que determina su puesto por la eternidad en relación a Dios. Entonces, según este razonamiento, cuanto más se ame a Dios en esta vida, más cerca se estará de Dios en la eternidad; cuanto más amor tiene el santo a Dios en la tierra, tanto más cerca estará de Dios en el Reino de los cielos.

         Esto quiere decir que un gran teólogo, renombrado por sus estudios, o un prestigioso cardenal, que recibe grandes honores por su posición jerárquica, no necesariamente tendrán un lugar superior por sus conocimientos y títulos en sí mismos que una anciana o un anciano, campesinos, de fe sencilla, rústicos, pero con gran amor a Dios.

         Ahora bien, lo contrario también es cierto: un teólogo renombrado o un cardenal encumbrado en las altas jerarquías de la iglesia, pueden ser humildes y no dejarse arrastrar por los vanos halagos de los hombres y amar con humildad y amor profundo y sincero y con amor todavía mayor que el de los campesinos rústicos, lo cual determinará un lugar más cercano a Dios, en la otra vida, que dichos campesinos. En fin, lo que suceda, solo Dios lo sabe; lo que debemos hacer, por nuestra parte, es esforzarnos en amar a Dios en las cosas pequeñas y grandes de la vida, no una vez, sino todas las veces y todos los días, procurando aumentar nuestro amor sincero hacia Él cada vez más.

         En el caso de los mártires -en especial, el de los mártires rioplatenses, cuya memoria celebramos hoy-, se da casi siempre el máximo grado de amor a Dios que pueda darse en esta vida, según las palabras, ya que es la máxima semejanza humana a la muerte sacrificial y martirial del Hombre-Dios Jesucristo en la cruz, según sus palabras: “Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos” y por eso es de suponer que en los cielos sean quienes estén más cerca del Cordero de Dios, que el resto de los santos.

         A los Santos Mártires Rioplatenses nos encomendamos y les pedimos que intercedan para nosotros la gracia, no de tener la misma muerte martirial que la que tuvieron ellos, ya que eso sería una temeridad, porque la muerte martirial es una gracia que Dios concede a quienes Él elige; sino que les pedimos para que intercedan para que Nuestro Señor nos conceda la gracia de alejarnos de las ocasiones de caer en el pecado; de ser perseverantes en el estado de gracia; de ser perseverantes en la profesión de la Santa Fe Católica -que se encuentra al detalle en el Credo de los Apóstoles- y que seamos perseverantes en la práctica de las obras de misericordia, ya que esto nos asegura la entrada en el Reino de los cielos, además de acrecentar cada vez más el amor a Dios en nuestros corazones en esta vida, lo cual nos hará estar cada vez más cerca de Dios en la vida eterna.

miércoles, 8 de noviembre de 2023

San Cayetano

 


         

         Vida de santidad[1].

Nació el 1 de octubre de 1480 en Vicenza, Italia. San Cayetano quedó huérfano siendo un niño muy pequeño pues su padre, militar, murió defendiendo la ciudad contra un ejército enemigo. Quedó entonces al cuidado de su madre, a quien todos consideraban una santa, la cual se esforzó por todos los medios para educarlo en la fe católica. Al llegar a la juventud, ingresó en la Universidad de Padua, en donde obtuvo dos doctorados, destacándose no solo por su gran inteligencia, sino también por su bondad y por su fraternidad. Luego fue a Roma, en donde comenzó a trabajar como secretario privado del Papa Julio II y además como notario de la Santa Sede. Fue en esos años en los que sintió el llamado a la vocación sacerdotal, ingresando al seminario y siendo ordenado sacerdote a los 33 años. Ya como sacerdote, se destacaba por la gran piedad y devoción hacia la Santa Misa, dedicando tiempo para su celebración y posteriormente para la acción de gracias. En Roma se inscribió en una asociación llamada “Del Amor Divino”, cuyos socios se esmeraban por llevar una vida lo más fervorosa posible y por dedicarse a ayudar a los pobres y a los enfermos.

En su última enfermedad el médico aconsejó que lo acostaran sobre un colchón de lana y el santo exclamó: “Mi Salvador murió sobre una dura cruz de madera. Por favor permítame a mí que soy un pobre pecador, morir sobre unas tablas”. Y así murió el 7 de agosto del año 1547, en Nápoles, a la edad de 67 años, desgastado de tanto trabajar por conseguir la santificación de las almas. En seguida empezaron a conseguirse milagros por su intercesión y el Sumo Pontífice lo declaró santo en 1671.

Mensaje de santidad.

         San Cayetano es conocido, al menos en Argentina, por ser el patrono del pan y del trabajo. Si bien esto es algo bueno, reducir su figura solamente a esto, es dejar de lado una parte muy importante de su legado de santidad y ese legado de santidad tiene que ver, principalmente, con la profundización de la fe católica recibida en la Primera Comunión y en el Catecismo y con la práctica efectiva y piadosa de la fe católica.

         Así, por ejemplo, viendo que el estado de relajación de los católicos era sumamente grande y escandaloso -no se vivía según la fe católica, no se practicaba la Ley de Dios, no se recibían los Sacramentos-, se propuso fundar una comunidad de sacerdotes que se dedicaran a llevar una vida lo más santa posible y se dedicaran a su vez a enfervorizar a los fieles; a esta congregación de sacerdotes los llamó “Padres Teatinos” (nombre que les viene por Teati, la ciudad de la cual era obispo el superior de la comunidad, Monseñor Caraffa, que después llegó a ser el Papa Pablo IV). San Cayetano le escribía a un amigo: “Me siento sano del cuerpo pero enfermo del alma, al ver cómo Cristo espera la conversión de todos, y son tan pocos los que se mueven a convertirse”. Y este era el más grande anhelo de su vida: que las gentes empezaran a llevar una vida más de acuerdo con el santo Evangelio, con la Ley de Dios, con los Consejos Evangélicos, que recibieran los Santos Sacramentos, sobre todo la Confesión y la Eucaristía.

En ese tiempo estalló la revolución de Lutero que fundó a los evangélicos y se declaró en guerra contra la Iglesia de Roma. Muchos querían seguir su ejemplo, atacando y criticando a los jefes de la santa Iglesia Católica, pero San Cayetano les decía: “Lo primero que hay que hacer para reformar a la Iglesia es reformarse uno a sí mismo”. San Cayetano era de familia muy rica y se desprendió de todos sus bienes y los repartió entre los pobres. En una carta escribió la razón que tuvo para ello: “Veo a mi Cristo pobre, ¿y yo me atreveré a seguir viviendo como rico? Veo a mi Cristo humillado y despreciado, ¿y seguiré deseando que me rindan honores? Oh, que ganas siento de llorar al ver que las gentes no sienten deseos de imitar al Redentor Crucificado”. San Cayetano deseaba imitar en todo a Jesús: en la pobreza de la Cruz, en el Camino de la Cruz, en el oprobio de la Cruz.

Amaba inmensamente a Nuestro Señor, especialmente en su Presencia real, verdadera y substancial en la Sagrada Eucaristía y por eso pasaba largas horas haciendo Adoración. Y así como él amaba a Jesús en la Eucaristía, así Jesús le demostraba su amor hacia él, de forma concreta: un día en su casa de religioso no había nada para comer porque todos habían repartido sus bienes entre los pobres. San Cayetano se fue al altar y dando unos golpecitos en la puerta del Sagrario donde estaban las Santas Hostias, le dijo con toda confianza: “Jesús amado, te recuerdo que no tenemos hoy nada para comer”. Al poco rato llegaron unas mulas trayendo muy buena cantidad de provisiones, y los arrieros no quisieron decir de dónde las enviaban.

La gente lo llamaba: “El padrecito que es muy sabio, pero a la vez muy santo”. Los ratos libres los dedicaba, donde quiera que estuviera, a atender a los enfermos en los hospitales, especialmente a los más abandonados y desamparados. Como vemos, San Cayetano tiene un legado de santidad inmensamente más rico que simplemente ser el patrono del pan y del trabajo; como devotos suyos, debemos conocer su vida, para tratar de imitarlo en alguna de sus virtudes y así buscar de ganar el cielo, con la ayuda de la gracia. 

 

        

jueves, 2 de noviembre de 2023

Conmemoración de Todos los Fieles difuntos

 



La Conmemoración de Todos los Fieles difuntos es una celebración que realiza la Iglesia Católica el 2 de noviembre complementando al Día de Todos los Santos (celebrado el 1 de noviembre) y su objetivo es orar por aquellos fieles que han finalizado su vida terrenal y, especialmente, por aquellos que se encuentran aún en estado de purificación en el Purgatorio[1]. Es decir, esta celebración colocaría la memoria litúrgica de los difuntos -que esperan contemplar el rostro del Padre- al día siguiente de la dedicada a los santos, que ya gozan de la vida divina[2]. Fue instituida en el año 809 por el obispo de Tréveris, Amalario Fortunato de Metz. Según el Magisterio de la Iglesia, “La Conmemoración de los Difuntos es una solemnidad que tiene un valor profundamente humano y teológico, desde el momento en que abarca todo el misterio del ser y de la vida humana, desde sus orígenes hasta su fin sobre la tierra e incluso más allá de esta vida temporal, porque los destinatarios principales de las oraciones de este día son las almas de los Fieles difuntos que se encuentran en el Purgatorio, purificándose con el fuego del Purgatorio, en la feliz espera de su ingreso en el Reino de los cielos. Nuestra fe en Cristo nos asegura que Dios es nuestro Padre bueno que nos ha creado, pero además también tenemos la esperanza de que un día nos llamará a su presencia para “examinarnos sobre el mandamiento de la caridad” (cfr. CIC n. 1020-1022)[3]. Ese llamado ante su Presencia es lo que sucede inmediatamente después de la muerte terrena y es lo que se llama “Juicio Particular”, en el cual seremos “juzgados en el amor” a Dios, al prójimo y a nosotros mismos.

Precisamente, para la Iglesia Católica, la muerte es solo una “puerta” que se abre hacia la vida eterna, aunque de modo inmediato no es la visión beatífica en el Reino de los cielos, sino que consiste en la comparecencia de nuestras almas ante Dios, quien en ese momento no actuará con su Misericordia Divina, sino con su Justicia Divina. Para la fe católica la muerte -vencida por Cristo en la cruz por su Pasión y Resurrección- es, como dijimos, solo una “puerta” que nos conduce al encuentro personal con Dios, Quien nos preguntará, como Justo Juez, por nuestras obras de misericordia corporales y espirituales, las que hicimos y las que, por pereza espiritual o acedia, dejamos de hacer -no visitar a un enfermo, no rezar, no obrar el bien, etc.-; en este Juicio Particular se nos preguntará si nuestras obras estuvieron motivadas por la fe en Cristo Jesús, la esperanza de ganar la vida eterna obrando la misericordia y la caridad, es decir, el amor sobrenatural a Dios y al prójimo; se nos preguntará también si nuestras obras estuvieron motivadas por la vanagloria de querer ser aplaudidos, considerados y respetados por los hombres, con lo cual toda obra buena pierde su valor, porque significa que actuamos por el egoísmo y por la idolatría de nuestro propio “yo”.

La Sagrada Escritura nos revela que es verdad que Nuestro Señor Jesucristo regresará en su Segunda Venida al final de los tiempos (cfr. Mt 25, 35-45); pero también en otros pasajes la Palabra de Dios nos asegura, como dijimos, que sucederá un encuentro personal de cada uno de nosotros con Dios después de la muerte de cada uno, donde “seremos juzgados en el amor”; es decir, en este encuentro personal luego de la muerte, que se llama “Juicio Particular”, Dios buscará en nuestros corazones y en nuestras manos las obras de misericordia para, según eso, decidir, nuestro destino eterno, el Cielo o el Infierno. Debemos prestar mucha atención a la Palabra de Dios, porque en ella se nos asegura la existencia de este doble destino y la posibilidad cierta de ir a uno o a otro, según hayan sido nuestras obras de misericordia. Esto es lo que reflejan la parábola del pobre Lázaro (cfr. Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cfr. Lc 23, 43); en estos casos, el alma gana el Cielo[4] por las virtudes de la fortaleza en la tribulación, como así también en la humildad, al reconocerse necesitado de la Divina Misericordia, como el Buen Ladrón.

Es sumamente importante que, como católicos, tengamos presente que, luego de la muerte, la puerta que nos introduce en la vida eterna para ser llevados ante la Presencia de Dios, Quien nos juzgará según nuestras propias obras, destinándonos al Cielo -el Purgatorio es solo una antesala del Cielo- o si seremos destinados al Infierno, si la muerte se produjo en estado de impenitencia y con pecado mortal en el alma. De estas verdades de la fe católica se deduce que es un grave error considerar que el hombre, por el solo hecho de morir, va “a la Casa del Padre”, o sino también, según otra expresión errónea, al morir “cumplió su Pascua”, dando a entender en ambos casos que el hombre, por el solo hecho de morir, está ya en el Cielo, todo lo cual no pertenece a la fe católica. En la fe católica las postrimerías consisten en: Muerte, Juicio Particular, Purgatorio, Cielo o Infierno. Toda concepción que se aleje de estas postrimerías, se encuentra fuera del depósito de la Fe Católica y no puede ser creído ni aceptado por el fiel católico bajo ningún punto de vista.

 La conmemoración de hoy nos recuerda esta futura realidad y como creemos en un Dios que es Infinita Justicia pero también Infinita Misericordia, confiados en la Divina Misericordia, es que la Iglesia intercede por nuestros hermanos difuntos, rezando por ellos, haciendo sufragios y limosnas, pero sobre todo ofreciendo el mismo Sacrificio de Cristo en la Eucaristía, la Santa Misa, de modo que todos los que aún después de su muerte necesitasen ser purificados de las fragilidades humanas, puedan ser definitivamente admitidos a la visión de Dios.

La muerte física es un hecho natural ineludible e inexorable y nuestra propia experiencia directa nos muestra que el ciclo natural de la vida incluye necesariamente la muerte. Ahora bien, en la concepción cristiana, este evento natural de la muerte nos habla de otro tipo de vida sobrenatural, en donde la muerte, vencida por Cristo, ya no tiene poder sobre el hombre y así el hombre ingresa en el Cielo, aunque también nos habla de otra muerte, llamada “segunda muerte”, en donde el hombre rechaza voluntariamente el don del perdón de Cristo y elige morir en estado de pecado mortal, convirtiéndose así en merecedores de ser arrojados al Abismo de las tinieblas vivientes, en donde no existe la redención. La voluntad de Dios, del Señor de la vida, es que todos sus hijos se salven, es decir, participen en abundancia de su propia vida divina (cfr. Jn 10,10); vida divina que el género humano perdió como consecuencia del pecado (cfr. Rm 5,12). Pero Dios no quiere, de ningún modo, que permanezcamos en esa muerte espiritual, y por eso Jesús, nuestro Salvador, tomando sobre sí mismo el pecado y la muerte, les ha hecho morir en su misterio pascual (cfr. Rm 8, 2) para incorporarlos también luego en su resurrección.

Entonces, gracias al Amor del Padre y a la victoria de Jesús (cfr. Jn 3,16) sobre el demonio, el pecado y la muerte, la muerte física se convierte en una puerta que nos conduce al encuentro con Dios (cfr. Ef 2, 4-7), para recibir el Juicio Particular. Si queremos salir triunfantes de este Juicio Particular, en el que el Demonio será el Acusador, Dios el Justo Juez y la Santísima Virgen nuestra Abogada celestial, obremos la misericordia para con nuestros prójimos -solo el que da misericordia recibe misericordia- y sobre todo pidamos en la oración la gracia de morir antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado. Solo así, por la infinita Misericordia Divina y no por nuestros méritos, nos reencontraremos con nuestros seres queridos al final de la vida terrena y, superando el Juicio Particular con María Virgen como nuestra Abogada, nos reencontraremos con nuestros seres queridos difuntos, en el Reino de los cielos, para ya nunca más separarnos.



[1] Cfr. Wikipedia, Día de los Fieles Difuntos; https://es.wikipedia.org › wiki › Día_de_los_Fieles_Difu.

[4] (cfr. 2 Co 5, 8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23.

miércoles, 1 de noviembre de 2023

Solemnidad de Todos los Santos

 



         La Santa Iglesia Católica, la Esposa Mística del Cordero de Dios, celebra en un solo día a todos los habitantes del Cielo, más específicamente, a todos los habitantes humanos del Cielo, a todos los humanos que, por haber lavado sus almas en la Sangre del Cordero, por haberlo amado hasta el fin de sus días terrenos, por haber seguido al Cordero por el Via Crucis, por el Camino Real de la Cruz, hasta el fin de sus días, fueron considerados dignos de ingresar en el Reino de Dios y de permanecer, en postración de amor y adoración ante el Cordero y la Trinidad, por toda la eternidad.

         Estos habitantes humanos que así ganaron el ingreso en el Reino de Dios y que por toda la eternidad viven en la contemplación de la gloria de la Santísima Trinidad, siendo iluminados por la Luz Eterna de la Jerusalén celestial, el Cordero de Dios, siendo acompañados en esta eterna adoración, dicha y júbilo, por la Madre de Dios y por los Ángeles de Dios que se mantuvieron fieles a la Trinidad al mando de San Miguel Arcángel, son llamados “santos” por la Iglesia Católica, porque participan de la vida, de la luz, de la gloria y de la Santidad Increada del Ser divino trinitario, por toda la eternidad, por los siglos sin fin.

         Por este motivo, los Santos son los seres más alegres, dichosos y afortunados que existen desde la Creación del mundo y lo serán así por la eternidad sin fin.

         Algo que debemos tener en cuenta es que todo bautizado en la Iglesia Católica está llamado a participar de la alegría de los Santos, por este motivo, en este día, la Iglesia no solo los recuerda, los conmemora, sino que los presenta como modelos de santidad, como modelos de vida virtuosa y santa, como modelos de seguimiento a Jesús por el Camino de la Cruz, el Único Camino que conduce al Cielo. Si bien cada santo tuvo su vida particular y personal en el tiempo en el que vivió en su vida terrena, hay sin embargo algo que los unifica, algo que todos tuvieron en común en esta vida terrena y que fue lo que los condujo al Cielo: todos los Santos se santificaron -y por eso están en el Cielo- por haber amado al Hombre-Dios Jesucristo por encima de todas las cosas y de todos los seres, sean hombres o ángeles, al punto de dar la vida por Jesucristo; todos los Santos se caracterizaron por amar a Jesucristo en su Presencia Real, Verdadera y Substancial, en la Sagrada Eucaristía, de manera que es inconcebible un Santo sin amor incondicional a la Sagrada Eucaristía; todos los Santos amaron, como a una verdadera Madre celestial, a la Virgen y Madre de Dios, María Santísima, de manera que es también inconcebible un Santo que no haya tenido por Madre a la Virgen y no la haya amado más que a su propia vida; todos los Santos tuvieron clara conciencia del valor inestimable de la gracia santificante, que se comunica por los Sacramentos y que hace partícipe al alma de la Vida de la Santísima Trinidad, de manera que es inconcebible un Santo que no haya dado su vida por la gracia; todos los Santos eran conscientes de la gravedad siniestra del pecado y sobre todo del pecado mortal, que aniquila la vida de la gracia en el alma y la separa de la Trinidad, sea temporalmente, si el alma puede confesar el pecado mortal, sea por toda la eternidad, si el alma no confiesa sus pecados mortales y por eso es inconcebible un Santo que no haya considerado al pecado como la verdadera peste mortal, la peste que quitando la vida de la gracia en el alma, la hace merecedora de un lugar en el Infierno.

         Todos estamos llamados a la santidad, todos estamos llamados a ser Santos, por eso los Santos son nuestros modelos de santidad, nuestros modelos de cómo amar la gracia y detestar el pecado, para así ingresar al Reino de los Cielos y adorar, junto con la Virgen y los Ángeles, al Cordero de Dios por toda la eternidad.