San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 30 de noviembre de 2017

San Andrés, Apóstol


         Vida de santidad[1].

San Andrés nació en Betsaida, población de Galilea, situada a orillas del lago Genesaret. Era hijo del pescador Jonás y hermano de Simón Pedro. La familia tenía una casa en Cafarnaúm, y era en esa casa en la que Jesús se hospedaba cuando predicaba en esta ciudad. Según la Tradición, San Andrés murió mártir bajo el reinado del cruel emperador Nerón, el 30 de noviembre del año 63.

         Mensaje de santidad.

Andrés tiene el honor de haber sido el primer discípulo que tuvo Jesús, junto con San Juan el evangelista. Los dos eran discípulos de Juan Bautista, y este al ver pasar a Jesús (cuando volvía el desierto después de su ayuno y sus tentaciones) exclamó: “He ahí el Cordero de Dios”. Al oír esto y movido por el Espíritu Santo, San Andrés fue, junto con Juan Evangelista, en busca de Jesús. Cuando lo alcanzaron, Jesús se volvió, entablándose el siguiente diálogo: “¿Qué buscan?”, les dijo Jesús. Ellos le dijeron: “Señor, ¿dónde vives?”. Jesús les respondió: “Vengan y verán”. El Evangelio relata que San Andrés y San Juan Evangelista fueron con Jesús y pasaron con Él aquella tarde. Luego de este encuentro, San Andrés, también iluminado por el Espíritu Santo, fue a ver a su hermano Simón y le dijo: “Hemos encontrado al Salvador del mundo, el Mesías”.
Andrés y Simón, pescadores, fueron llamados por Jesús, cuando se encontraban en su oficio. Jesús les dijo: “Síganme” y ellos, dejándolo todo, lo siguieron. De esa manera, Jesús elevaba su oficio de pescadores a un nivel sobrenatural: de ahora en adelante no serían más pescadores de peces, sino pescadores de almas, aquellas destinadas el Reino eterno de Dios.
Andrés, que vivió junto a Jesús por tres años, tuvo el privilegio de presenciar, con sus propios ojos, la gran mayoría de los milagros que hizo Jesús, además de escuchar, uno por uno, sus maravillosos sermones, con toda su sabiduría divina. En el milagro de la multiplicación de los panes, fue Andrés el que llevó a Jesús el muchacho que tenía los cinco panes.
En el día de Pentecostés, Andrés recibió junto con la Virgen María y los demás Apóstoles, al Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego, y desde entonces se dedicó a predicar el Evangelio con la fortaleza y la sabiduría de Dios.
Una tradición muy antigua cuenta que el apóstol Andrés fue crucificado en Patrás, capital de la provincia de Acaya, en Grecia. Según esta tradición, lo amarraron a una cruz en forma de X, dejándolo padecer en esa posición durante tres días, los cuales aprovechó para predicar e instruir en la religión a todos los que se le acercaban. Dicen que cuando vio que le llevaban la cruz para martirizarlo, exclamó: “Yo te venero, oh cruz santa, que me recuerdas la cruz donde murió mi Divino Maestro. Mucho había deseado imitarlo a Él en este martirio. Dichosa hora en que tú al recibirme en tus brazos, me llevarán junto a mi Maestro en el cielo”.
La vida de San Andrés es modelo para nuestra vida cristiana, pero sobre todo a partir de su encuentro personal con Jesús, encuentro que habría de cambiar su vida, literalmente, para siempre. Como hemos visto, San Andrés tuvo el privilegio de haber escuchado el Nombre Nuevo dado por Juan el Bautista al Mesías: “Éste es el Cordero de Dios”, y de ser invitado por el mismo Jesús en Persona a su morada, luego de que San Andrés le preguntara “dónde vivía”: “Vengan y verán”.  Ahora bien, también nosotros, al igual que San Andrés, tenemos el mismo privilegio de San Andrés, y aún mayor: a nosotros no nos anuncia Juan el Bautista dónde está el Cordero de Dios, sino que es la Iglesia quien nos lo anuncia, a través del sacerdote ministerial cuando, luego de producida la transubstanciación –el cambio de la substancia del pan y del vino por la substancia del Cuerpo y la Sangre del Señor, la Eucaristía-, el sacerdote ministerial eleva la Hostia y la ostenta al Pueblo fiel para que este la adore, al tiempo que dice: “Éste es el Cordero de Dios”. Y al igual que Andrés, que fue adonde vivía Jesús para estar con Él, también nosotros somos llamados por el Espíritu Santo, para “estar con Él”, en donde Él vive, en el sagrario, por medio de la Adoración Eucarística y también recibimos el Espíritu Santo, no solo en la Confirmación, sino también en cada comunión eucarística, en la cual y por la cual Jesús, Dador del Espíritu junto al Padre, sopla sobre nuestras almas al Amor de Dios, la Tercera Persona de la Trinidad. Un último ejemplo de santidad es su amor a la cruz y el deseo de morir crucificado en ella, a imitación de Jesús, tal como lo dice en su oración a la cruz. Imitemos a San Andrés, y le pidamos a Nuestra Madre del cielo, la Virgen, la gracia de amar la cruz y de ser crucificados, como San Andrés, por amor a Jesús.



viernes, 24 de noviembre de 2017

San Andrés Dung-Lac y compañeros mártires


Vida de santidad[1].

Martirologio Romano: Memoria de los santos Andrés Dung Lac, sacerdote, y compañeros, mártires. En una única celebración, fueron honrados ciento diecisiete mártires de diferentes regiones de Vietnam, entre ellos ocho obispos, muchos sacerdotes y un gran número de fieles laicos de ambos sexos y de toda edad y condición, en la que todos, prefirieron sufrir el exilio, el encarcelamiento, la tortura y la pena máxima en vez de negar llevan la cruz y renunciar a su fe cristiana.
San Andrés Dung-Lac fue un sacerdote católico vietnamita ejecutado por decapitación, debido a su fe católica, en el reinado de Minh Ming. Durante la persecución de los cristianos, San Andrés Ding cambió su nombre a Lac para evitar la captura, y de este modo es conmemorado como Andrés Dung-Lac, y al mismo tiempo con todos los mártires vietnamitas de los siglos XVII, XVIII y XIX (1625-1886). San Andrés Dung-Lac fue incansable en su predicación. Ayunaba muy a menudo, llevó una vida austera y sencilla. Convirtió a muchos a la fe católica.

Mensaje de santidad[2].

Uno de los mártires, Pablo Le Bao-Thin, escribe desde la prisión una carta en la que nos deja numerosas enseñanzas para nuestra vida espiritual, la principal de todas, es la participación de los mártires, miembros selectos del Cuerpo Místico de Cristo, en la victoria de Cristo Cabeza. Dice así: “Yo, Pablo, encarcelado por el nombre de Cristo, os quiero explicar las tribulaciones en que me veo sumergido cada día, para que, enfervorizados en el amor a Dios, alabéis conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia. Esta cárcel es un verdadero infierno: a los crueles suplicios de toda clase, como son grillos, cadenas de hierro y ataduras, hay que añadir el odio, las venganzas, las calumnias, palabras indecentes, peleas, actos perversos, juramentos injustos, maldiciones y, finalmente, angustias y tristeza. Pero Dios, que en otro tiempo libró a los tres jóvenes del horno de fuego, está siempre conmigo y me libra de estas tribulaciones y las convierte en dulzura, porque es eterna su misericordia”. Pablo describe las penurias y horrores que vive en la cárcel; sin embargo, lo que haría que un pagano se desmoralice y desespere, es para el cristiano una fuente de gracia y fortaleza, pero no por sí mismo, sino porque es Cristo quien lo auxilia y lo conforta, convirtiendo esas penurias y angustias en gozo y alegría. Así lo dice Pablo: “En medio de estos tormentos, que aterrorizarían a cualquiera, por la gracia de Dios estoy lleno de gozo y alegría, porque no estoy solo, sino que Cristo está conmigo”. Es la presencia de Cristo en el alma del mártir, presencia misteriosa pero no por eso menos real, lo que infunde al mártir la fortaleza misma de Cristo y le permite sobrellevar hasta con alegría tribulaciones que harían desfallecer a cualquier hombre.
Continúa Pablo, afirmando que Cristo es su fortaleza, porque Cristo lleva nuestras debilidades en su Cruz: “Él, nuestro maestro, aguanta todo el peso de la cruz, dejándome a mí solamente la parte más pequeña e insignificante. Él, no sólo es espectador de mi combate, sino que toma parte en él, vence y lleva a feliz término toda la lucha. Por esto en su cabeza lleva la corona de la victoria, de cuya gloria participan también sus miembros”. Cristo no es mero espectador del combate del cristiano por la salvación del alma, sino que toma parte activa en este combate, luchando en lugar del alma que a Él se confía, venciendo con su fuerza divina y mereciendo la corona de gloria, gloria de la cual hace partícipes a los suyos.
El beato mártir Pablo, a continuación, relata la causa de su prisión, y es el no soportar ver cómo el Nombre de Cristo es ultrajado y su Cruz pisoteada por los paganos: “¿Cómo resistir este espectáculo, viendo cada día cómo los emperadores, los mandarines y sus cortesanos blasfeman tu santo nombre, Señor, que te sientas sobre querubines y serafines? ¡Mira, tu cruz es pisoteada por los paganos!”.
Luego, afirma que desea morir, antes que contemplar este ignominioso espectáculo, y confía su vida en manos de Cristo, en quien pone todas sus esperanzas de victoria: “¿Dónde está tu gloria? Al ver todo esto, prefiero, encendido en tu amor, morir descuartizado, en testimonio de tu amor. Muestra, Señor, tu poder, sálvame y dame tu apoyo, para que la fuerza se manifieste en mi debilidad y sea glorificada ante los gentiles, ya que, si llegara a vacilar en el camino, tus enemigos podrían levantar la cabeza con soberbia”.
Anima a los demás a alabar a Dios, entonando el Magnificat, el canto de la Virgen: “Queridos hermanos, al escuchar todo esto, llenos de alegría, tenéis que dar gracias incesantes a Dios, de quien procede todo bien; bendecid conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia. Proclame mi alma la grandeza del Señor, se alegre mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su siervo y desde ahora me felicitarán todas las generaciones futuras, porque es eterna su misericordia”.
Dios se sirve de los débiles para humillar a los poderosos, y por medio de los mártires, Dios silencia a los soberbios del mundo, henchidos de una sabiduría que no sirve para la salvación: “Alabad al Señor, todas las naciones, aclamadlo, todos los pueblos, porque lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar el poder, y lo despreciable, lo que no cuenta, lo ha escogido Dios para humillar lo elevado. Por mi boca y mi inteligencia humilla a los filósofos, discípulos de los sabios de este mundo, porque es eterna su misericordia”.
Quien está firme en su fe en Dios, aun cuando los hombres lo condenen a muerte –como es el caso de los mártires-, no teme a la muerte, sino que espera en la vida eterna: “Os escribo todo esto para que se unan vuestra fe y la mía. En medio de esta tempestad echo el ancla hasta el trono de Dios, esperanza viva de mi corazón”.
San Pablo anima a los cristianos que permanecen en el mundo, a no desfallecer en la lucha por la fe y por la salvación del alma, siendo preferible perder la vida terrena antes que la vida eterna: “En cuanto a vosotros, queridos hermanos, corred de manera que ganéis el premio, haced que la fe sea vuestra coraza y empuñad las armas de Cristo con la derecha y con la izquierda, como enseña san Pablo, mi patrono. Más os vale entrar tuertos o mancos en la vida que ser arrojados fuera con todos los miembros”.
Por último, San Pablo pide el auxilio de la Iglesia Militante, un auxilio que no es material, con armas terrenas, sino que es un auxilio proporcionado por las armas que da la Fe, la principal de todas, la oración; de esa manera, al estar unidos por la caridad, el mártir espera unirse en el cielo con aquellos que permanecen en esta vida para adorar al Cordero por la eternidad, puesto que lo único que él hace, al dar su vida por Jesús, es adelantarse en el camino al Reino de Dios: “Ayudadme con vuestras oraciones para que pueda combatir como es de ley, que pueda combatir bien mi combate y combatirlo hasta el final, corriendo así hasta alcanzar felizmente la meta; en esta vida ya no nos veremos, pero hallaremos la felicidad en el mundo futuro, cuando, ante el trono del Cordero inmaculado, cantaremos juntos sus alabanzas, rebosantes de alegría por el gozo de la victoria para siempre. Amén”.



[2] Carta de San Pablo Le-Bao-Tinh a los alumnos del seminario de Ke-Vinh: A. Launay, Le clergé tonkinois et ses pretres martyrs, MEP, Paris 1925, 80-83.

sábado, 11 de noviembre de 2017

San Martín de Tours


         Vida de santidad[1].

Nació en Hungría, pero sus padres se fueron a vivir a Italia. Era hijo de un veterano del ejército y a los 15 años ya vestía el uniforme militar. Un episodio sucedido al santo, en el que se encontró con Jesucristo en la apariencia de un indigente, cambió su vida para siempre. Siendo muy joven y estando de militar en Amiens, Francia, en un día de invierno de frío muy intenso, San Martín se encontró por el camino con un pobre hombre a medio vestir, que estaba tiritando de frío. Martín, como no llevaba nada más para regalarle, sacó la espada y dividió en dos partes su manto, y le dio la mitad al pobre. Esa noche vio en sueños que Jesucristo se le presentaba vestido con el medio manto que él había regalado al pobre y oyó que le decía: “Martín, hoy me cubriste con tu manto”.
Sulpicio Severo, discípulo y biógrafo del santo, cuenta que tan pronto Martín tuvo esta visión se hizo bautizar (era catecúmeno, o sea estaba preparándose para el bautismo); inmediatamente después de recibir el bautismo, se presentó ante su general que estaba repartiendo regalos a los militares y le dijo: “Hasta ahora te he servido como soldado. Déjame de ahora en adelante servir a Jesucristo propagando su santa religión”. El general quiso darle varios premios pero él le dijo: “Estos regalos repártelos entre los que van a seguir luchando en tu ejército. Yo me voy a luchar en el ejército de Jesucristo, y mis premios serán espirituales”.
Como Martín sentía un gran deseo de dedicarse a la oración y a la meditación, San Hilario le cedió unas tierras en sitio solitario y allá fue con varios amigos, y fundó el primer convento o monasterio que hubo en Francia, en donde por diez años se dedicó a la oración, a hacer sacrificios y a estudiar las Sagradas Escrituras. Los habitantes de los alrededores consiguieron por sus oraciones y bendiciones, muchas curaciones y varios prodigios. Cuando después le preguntaban qué profesiones había ejercido respondía: “Fui soldado por obligación y por deber, y monje por inclinación y para salvar mi alma”.
Un día en el año 371 fue invitado a Tours con el pretexto de que lo necesitaba un enfermo grave, pero era que el pueblo quería elegirlo obispo. Apenas estuvo en la catedral toda la multitud lo aclamó como obispo de Tours, y por más que él se declarara indigno de recibir ese cargo, lo obligaron a aceptar. En Tours fundó otro convento y pronto tenía ya ochenta monjes dedicados a la contemplación, la adoración y la predicación. Al poco tiempo, y como don de Dios, se multiplicaron los milagros y las conversiones, lo cual hizo desaparecer la plaga del paganismo, siendo su madre y sus hermanos los primeros paganos en convertirse al Dios verdadero, Jesucristo.
Un día un antiguo compañero de armas lo criticó diciéndole que era un cobarde por haberse retirado del ejército. Él le contestó: “Con la espada podía vencer a los enemigos materiales. Con la cruz estoy derrotando a los enemigos espirituales”.
Un día en un banquete San Martín tuvo que ofrecer una copa de vino, y la pasó primero a un sacerdote y después sí al emperador, que estaba allí a su lado. Y explicó el por qué: “Es que el emperador tiene potestad sobre lo material, pero al sacerdote Dios le concedió la potestad sobre lo espiritual”, explicación que agradó al emperador.
En los años en que fue obispo se ganó el cariño de todo su pueblo, y su caridad era inagotable con los necesitados. Según San Sulpicio, la gente se admiraba al ver a Martín siempre de buen genio, alegre y amable, siendo bondadoso y caritativo con todos.
Los únicos que no lo querían eran ciertos tipos que querían vivir en paz con sus vicios, pero el santo no los dejaba. De uno de ellos, que inventaba toda clase de cuentos contra San Martín, porque éste le criticaba sus malas costumbres, dijo el santo cuando le aconsejaron que lo debía hacer castigar: “Si Cristo soportó a Judas, ¿por qué no he de soportar yo a este que me traiciona?”.
 San Martín de Tours se enfrentó con funcionarios del imperio, porque en ese tiempo se acostumbraba torturar a los prisioneros para que declararan sus delitos, práctica a la cual nuestro santo se oponía de manera rotunda.
Luego de su muerte, se guardó en una urna el medio manto de San Martín (el que cortó con la espada para dar al pobre, a través del cual se le manifestó Jesucristo) y se le construyó un pequeño santuario para guardar esa reliquia. Como en latín para decir “medio manto” se dice “capilla”, la gente decía: “Vamos a orar donde está la capilla”. Y de ahí viene el nombre de capilla, que se da a los pequeños salones que se hacen para orar.

         Mensaje de santidad.

San Martín de Tours nos enseña cuáles son los verdaderos valores y bienes que debemos esperar, y estos son los espirituales, concedidos por el Gran Capitán Jesucristo, a quienes combaten en su ejército, armados con la fe y la Santa Cruz, contra el Demonio y sus ángeles. También nos enseña acerca de cuál es la verdadera batalla del cristiano: no es “contra la carne y la sangre, sino contra las potestades malignas de los aires”. Otro ejemplo de santidad es la caridad, que es dar al prójimo por amor a Dios, y nos enseña a ver cómo, en el prójimo más necesitado, está Jesucristo, de manera misteriosa, pero real y verdadera.
Como hemos visto, la vida de San Martín de Tours fue ejemplar en santidad, y lo fue todavía más al momento de la muerte, cuyos detalles podemos conocerlos gracias al testimonio de Sulpicio Severo[2].
         Según San Sulpicio, San Martín conoció con mucha antelación su muerte y anunció a sus hermanos la proximidad de la disolución de su cuerpo. Entretanto, por una determinada circunstancia, tuvo que visitar la diócesis de Candes. Existía en aquella Iglesia una desavenencia entre los clérigos, y, deseando él poner paz entre ellos, aunque sabía que se acercaba su fin, no dudó en ponerse en camino, movido por este deseo, pensando que si lograba pacificar la Iglesia sería éste un buen final para su vida terrena. Permaneció por un tiempo en esa población y una vez restablecida la paz entre los clérigos, cuando ya pensaba regresar a su monasterio, empezó a experimentar falta de fuerzas; llamó entonces a los hermanos y les indicó que se acercaba el momento de su muerte. Ellos, entristecidos, le dijeron entre lágrimas: “¿Por qué nos dejas, padre? ¿A quién nos encomiendas en nuestra desolación? Invadirán tu grey lobos rapaces; ¿quién nos defenderá de sus mordeduras, si nos falta el pastor? Sabemos que deseas estar con Cristo, pero una dilación no hará que se pierda ni disminuya tu premio; compadécete más bien de nosotros, a quienes dejas”.
Al escuchar estas palabras, el santo, siempre lleno su corazón de la misericordia de Dios, se conmovió y, llorando él también, dirigió esta oración al Señor: “Señor, si aún soy necesario a tu pueblo, no rehúyo el trabajo; hágase tu voluntad”. Pero Dios había considerado que San Martín había dado ya testimonio de Él, de manera que se lo llevó consigo al cielo, para darle su recompensa.
En esto también es ejemplo de santidad, porque sabiendo que le esperaba el cielo, no dudó en pedir la gracia de continuar en esta tierra, con sus trabajos y afanes, si esa era la voluntad de Dios. Es decir, no pedía ni cielo ni tierra, sino que se cumpla la voluntad de Dios en su vida y es así como debemos hacer nosotros: pedir que se cumpla la voluntad de Dios en nuestras vidas. Finalmente, sabiendo ya que habría de morir en pocos instantes, les dijo así a sus hermanos en religión: “Dejad, hermanos, dejad que mire al cielo y no a la tierra, y que mi espíritu, a punto ya de emprender su camino, se dirija al Señor”. Una vez dicho esto, vio al demonio cerca de él, y le dijo: “¿Por qué estás aquí, bestia feroz? Nada hallarás en mí, malvado; el seno de Abrahán está a punto de recibirme”. El soldado de Cristo, que había dejado las armas terrenas para empuñar las armas de la fe, unido a Cristo, resistió las últimas tentaciones del Demonio, para ingresar, triunfante, en el cielo, y el pobre monje, que había compartido de sus bienes con los más necesitados y había abandonado el mundo y sus riquezas para dedicar su vida al Cordero, ahora recibía el premio merecido, la felicidad eterna en el Reino de los cielos. He aquí el mensaje de santidad que nos deja San Martín de Tours.



[1] http://www.ewtn.com/spanish/saints/San%20Mart%C3%ADn%20de%20Tours.htm
[2] Cfr. Sulpicio Severo, Carta 3, 6. 9-10, 11. 14-17, 21: SC 133, 336-344.

viernes, 10 de noviembre de 2017

Memoria de San León Magno, papa y doctor de la Iglesia


         Vida de santidad[1].

Nació en la región de Toscana, siendo nombrado Sumo Pontífice en el año 440, ejerciendo su cargo como un verdadero pastor y padre de las almas. Trabajó intensamente por la integridad de la fe, defendió con ardor la unidad de la Iglesia e hizo lo posible por evitar o mitigar las incursiones de los bárbaros, obras todas las cuales que le valieron con toda justicia el apelativo de “Magno”. Murió el año 461.   
   
Mensaje de santidad[2].

En uno de sus sermones, el Papa San León Magno habla del ministerio petrino y de su excelencia, pero se refiere también a cómo esa excelencia se transmite o comunica a todos los integrantes del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia. Comienza afirmando que en la Iglesia de Cristo, en cuanto Cuerpo suyo, hay diversidad de miembros -y por lo tanto, de funciones-, lo cual, sin embargo, no es causa de división, sino de unidad, porque todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo están unidos, por la fe, la gracia y la caridad, a la Cabeza de ese Cuerpo, que es Cristo: “Aunque toda la Iglesia está organizada en distintos grados, de manera que la integridad del sagrado cuerpo consta de una diversidad de miembros, sin embargo, como dice el Apóstol, todos somos uno en Cristo Jesús; y esta diversidad de funciones no es en modo alguno causa de división entre los miembros, ya que todos, por humilde que sea su función, están unidos a la cabeza”.
La unidad, dada por la “fe y el bautismo”, hace que todos los miembros, independientemente de sus funciones y/o posiciones que ocupe en el Cuerpo Místico, “gozan de la misma dignidad”, por el hecho de ser todos “piedras vivas” del “templo del Espíritu”, y esos miembros dignos ofrecen un sacrificio acorde a su dignidad, esto es, “sacrificios espirituales en Jesucristo”: “En efecto, nuestra unidad de fe y de bautismo hace de todos nosotros una sociedad indiscriminada, en la que todos gozan de la misma dignidad, según aquellas palabras de san Pedro, tan dignas de consideración: También Vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo; y más adelante: Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo adquirido por Dios”.
En la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, se adquiere una nueva nobleza, tan alta, que convierte a todos sus miembros en reyes y sacerdotes, y esto sucede en virtud de la Cruz de Cristo y la unción del Espíritu Santo: “La señal de la cruz hace reyes a todos los regenerados en Cristo, y la unción del Espíritu Santo los consagra sacerdotes; y así, además de este especial servicio de nuestro ministerio, todos los cristianos espirituales y perfectos deben saber que son partícipes del linaje regio y del oficio sacerdotal”.
La reyecía consiste en la participación, por la gracia, a la condición de Cristo de ser Rey de cielos y tierra, y esta participación a la reyecía de Cristo, hace que el alma, llena de gracia, sea pura y pueda ofrecer, en el altar de su corazón, la pureza y la santidad que le otorgan la gracia santificante: “¿Qué hay más regio que un espíritu que, sometido a Dios, rige su propio cuerpo? ¿Y qué hay más sacerdotal que ofrecer a Dios una conciencia pura y las inmaculadas víctimas de nuestra piedad en el altar del corazón?”.
Ahora bien, esta reyecía proviene del Papado, sobre el cual Cristo, al elegirlo como Vicario suyo en la tierra, derramó toda clase de dones y bienes, los cuales sin embargo no permanecen en él, sino que se derraman a todos miembros del Cuerpo Místico de Cristo, y esto es causa de alegría y de celebración para los cristianos: “Aunque esto, por gracia de Dios, es común a todos, sin embargo, es también digno y laudable que os alegréis del día de nuestra promoción como de un honor que os atañe también a vosotros; para que sea celebrado así en todo el cuerpo de la Iglesia el único sacramento del pontificado, cuya unción consecratoria se derrama ciertamente con más profusión en la parte superior, pero desciende también con abundancia a las partes inferiores”.
Entonces, al celebrar el Papado, dice San León Magno, el cristiano no debe detenerse ante todo en la consideración de la persona de tal o cual Papa, sino que la razón del gozo es que los dones de Dios, derramándose desde el Papado hacia los demás integrantes del Cuerpo Místico de Cristo, colma a toda la Iglesia de dichos bienes sobrenaturales. En otras palabras, celebrar el Papado no es celebrar a tal o cual Papa, sino al Papado y a Dios, por concedernos, a los miembros que ocupamos los lugares más bajos en la jerarquía, dones sobrenaturales inimaginables que por el Papado nos sobrevienen: “Así pues, amadísimos hermanos, aunque todos tenemos razón para gozarnos de nuestra común participación en este oficio, nuestro motivo de alegría será más auténtico y elevado si no detenéis vuestra atención en nuestra humilde persona, ya que es mucho más provechoso y adecuado elevar nuestra mente a la contemplación de la gloria del bienaventurado Pedro y celebrar este día solemne con la veneración de aquel que fue inundado tan copiosamente por la misma fuente de todos los carismas, de modo que, habiendo sido el único que recibió en su persona tanta abundancia de dones, nada pasa a los demás si no es a través de él. Así, el Verbo hecho carne habitaba ya entre nosotros, y Cristo se había entregado totalmente a la salvación del género humano”.



[2] Cfr. San León Magno, Sermón 4, 1-2: PL 54, 148-149. 

martes, 7 de noviembre de 2017

El Beato P. Palau y su visión de la Iglesia que triunfa sobre el Dragón


         El P. Palau fue un sacerdote carmelita que se caracterizó -además de su vida de santidad- por presentar a María Santísima, Virgen y Madre, como el modelo perfecto de la Iglesia, Virgen y Madre[1]. Esta concepción de la Virgen como modelo de la Iglesia, la describe el P. Palau en diferentes obras, muchas de las cuales son visiones obtenidas en momentos de éxtasis místico.
         En uno de sus escritos, en los que se observa una analogía real con el Apocalipsis, el P. Palau describe una visión suya, en la que la Iglesia del Cordero triunfa sobre el Dragón y sobre “dos horribles bestias”, lo cual nos atañe a nosotros, debido a que estamos, en cierta manera, comprendidos en esa visión. Dice así el P. Palau: “Abiertos los cielos (…) el Príncipe de la milicia celeste me dirigió su palabra y dijo: “Sacerdote del Altísimo, levántate y mantente en pie” (estaba de rodillas), y me levanté, y vi al momento arrodillada ante mí a la Joven (…). “Levántate”, dijo una voz con fuerza (…). Dicho esto, se abrieron los cielos y el monte se cubrió de la gloria de Dios, huyeron las sombras y me vi ante un trono de inmensa gloria; sobre él estaba sentada la Virgen María, la Madre de Dios”.
         “Oí una música celestial y las voces procedían del coro de los serafines, respondiendo en coro a todas las jerarquías celestes, que son los Santos que estaban alrededor de los tres tronos (…)”.
         “Otro ángel, tomando un incensario de oro, presentó las súplicas de todas las partes de la tierra ante el trono, y oyóse la voz del Padre, que dirigida a todos los asistentes, dijo: “Esta es mi hija muy amada y la Esposa de mi Hijo, todas las Naciones del mundo con su herencia, están redimidas del poder del Dragón y de sus reyes con la Sangre del Cordero (…)”[2].
         En la visión del P. Palau, Dios aparece sentado en el trono en su majestad y trascendencia, y a su lado el Cordero, lo cual es similar al Apocalipsis de San Juan. Pero el P. Palau le agrega algo, un tercer trono: “(…) y me vi ante un trono de inmensa gloria, sobre él estaba sentada la Virgen María, la Madre de Dios, a su lado había otro trono donde estaba sentado el Hijo de Dios y en medio de los dos tronos había otro donde estaba sentado un Anciano”. La figura de María, tipo de la Iglesia, entra plenamente en el cuadro de la majestad de Dios. Para el P. Palau, “la Iglesia Santa Triunfante es el fin a cuya gloria son creadas todas las cosas y el universo entero” y “donde está Cristo está la Iglesia; donde está la Iglesia está Cristo (…) la Iglesia está en Cristo y Cristo está en su Iglesia, siendo los dos una misma cosa”.
         Pero al igual que el Apocalipsis, en las visiones del P. Palau entra en escena el Dragón, la Serpiente Antigua, el adversario cuyo nombre es Satanás, y entran también las dos Bestias y todos aquellos que han aceptado el ser marcados con el signo de la Bestia (cfr. Ap 12, 3-13. 18). Encabeza con el siguiente epígrafe una de sus descripciones: “Horrenda batalla: el Dragón infernal y dos Bestias feroces contra la Mujer del Cordero; Miguel y su Ángeles a su favor. Victoria”. Dice así: “Mirando hacia la tierra vi una Bestia muy fea: un Dragón con siete cabezas y en las cabezas tenía siete coronas como las de los reyes y diez cuernos; era rubio y a su cola le seguían una tercera parte de Ángeles, aquellos que fueron lanzados del Cielo, y el Dragón envió sus ángeles sobre la tierra y él, levantándose en alto, fue admitido a la presencia y trono de Dios y se puso frente a la Mujer. Era esta Mujer Virgen y era Madre fecundísima y pensaba ampararse en sus hijos al nacer… Levantóse Miguel Arcángel y con él los siete Príncipes que custodiaban a la Reina y dióse una batalla reñidísima. El Dragón, Serpiente Antigua, por otro nombre Satanás o Diablo, batallaba contra la Mujer y la sostenían los Príncipes abogando a su favor”[3].
         La visión termina con la victoria de la Mujer y está llena de alabanzas y gritos de júbilo que recuerdan al Apocalipsis: “Oyóse una voz en el cielo y decía “¡Salud y Victoria! Habéis vencido con la Sangre del Cordero” (…) Oyéronse cánticos celestes (…) y decían las voces: “¡Gloria a ti oh Iglesia Santa, has triunfado en la Sangre del Cordero!”. El Cordero forma una unidad con la Iglesia y con la Mujer, perseguida y victoriosa. Esta Mujer es, para el P. Palau, la Iglesia, pero mirada, contemplada y figurada en María: “Estando en oración, se abrieron los cielos y en ellos, revestida de gloria, vi cuanto es posible al ojo mortal a mi amada. Ceñía sus cienes una corona que formaba su propio cabello, revelaba en su cabeza una sabiduría y una inteligencia suma, unida a su dignidad real. Otra corona grande de doce estrellas rodeaba su cabeza y todas eran de distinta naturaleza, luz y color. La vestidura era real y tan gloriosa que apenas se dejaba mirar”.
Las visiones del P. Palau no son las visiones de un hombre bueno, sino el relato de la historia en curso, la historia en la cual la humanidad y por lo tanto nosotros mismos, estamos inmersos. Y en esta historia terrena, que culminará al fin de los tiempos, se continúa en el tiempo y en el espacio, la lucha iniciada en los Cielos, entre la Iglesia del Cordero y el Dragón o Serpiente Antigua. La Iglesia, victoriosa, peregrina todavía en el dolor del tiempo presente y mantiene, hasta el fin de los tiempos, la lucha contra el Adversario de Dios y de los hombres, Satanás, el Ángel caído. En la visión del P. Palau, como en el Apocalipsis, quienes vencen en esta lucha son los que no se postran ante el Dragón ni se dejan marcar por la Bestia, sino que combaten fortalecidos por la Sangre del Cordero. Y la Sangre del Cordero se nos brinda en la Santa Misa, en la Eucaristía. Cuanto más aferrados estemos a la Santa Misa y a la Eucaristía, tanto más seguros estaremos de salir victoriosos y triunfantes en la batalla contra el Demonio y sus ángeles, contra su Iglesia, la Masonería, y contra los hombres aliados al Demonio en su rebelión contra Dios. Recibiendo la Sangre del Cordero en estado de gracia, podremos perseverar hasta el final, y así podremos escuchar, ya victoriosos en Cristo, lo anunciado por el P. Palau: “¡Salud y Victoria! Habéis vencido con la Sangre del Cordero”.



[1] Cfr. Josefa Pastor Miralles, María, tipo perfecto y acabado de la Iglesia, Editorial de Espiritualidad, Madrid 1978, 25.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

viernes, 3 de noviembre de 2017

Las promesas del Sagrado Corazón valen también para quien entronice la Eucaristía en su propio corazón


         Cuando Jesús se le apareció a Santa Margarita María de Alacquoque, le reveló la devoción al Sagrado Corazón y le reveló además cuáles serían las promesas para los devotos del Sagrado Corazón, quienes para alcanzarlas, debían comulgar y confesar nueve primeros viernes de mes.
         Estas promesas[1] son:
         1. Les daré todas las gracias necesarias a su estado.
2. Pondré paz en sus familias.
3. Les consolaré en sus penas.
4. Seré su refugio seguro durante la vida, y, sobre todo, en la hora de la muerte.
5. Derramaré abundantes bendiciones sobre todas sus empresas.
6. Bendeciré las casas en que la imagen de mi Corazón sea expuesta y venerada.
7. Los pecadores hallarán en mi Corazón la fuente, el Océano infinito de la misericordia.
8. Las almas tibias se volverán fervorosas.
9. Las almas fervorosas se elevarán a gran perfección.
10. Daré a los sacerdotes el talento de mover los corazones más empedernidos.
11. Las personas que propaguen esta devoción tendrán su nombre escrito en mi Corazón, y jamás será borrado de Él.
12. Les prometo en el exceso de mi misericordia, que mi amor todopoderoso concederá a todos aquellos que comulgaren por nueve primeros viernes consecutivos, la gracia de la perseverancia final. No morirán sin mi gracia, ni sin la recepción de los santos sacramentos. Mi Corazón será su seguro refugio en aquel momento supremo.
         Las promesas son válidas para quienes confiesen y comulguen nueve primeros viernes de mes y también para quienes entronicen la imagen del Sagrado Corazón en sus hogares. Ahora bien, al ser la Eucaristía ese mismo Sagrado Corazón de Jesús, que late, vivo, resucitado, glorioso, en la Eucaristía, podríamos decir que las promesas del Sagrado Corazón se hacen extensivas a quienes no solo entronicen el Sagrado Corazón en sus casas, sino también para quienes entronicen al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús en sus propios corazones. En otras palabras, serían merecedores de las mismas promesas del Sagrado Corazón, aquellos que conviertan a sus propios corazones en otros tantos altares en donde el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús sea ensalzado, amado y adorado, en el tiempo y en la eternidad.

San Martín de Porres


         Vida de santidad[1].

Nació en Lima, Perú, de padre español y madre mulata, el año 1579. A temprana edad aprendió el oficio de barbero-cirujano, oficio que luego, al ingresar en la Orden de Predicadores, ejerció ampliamente en favor de los pobres. Llevó una vida de mortificación, de humildad y de gran devoción a la eucaristía. Murió el año 1639.

Mensaje de santidad[2].

En la homilía pronunciada en ocasión de su beatificación, el Papa Juan XXIII trazaba una semblanza de la vida de santidad de San Martín de Porres, caracterizada ante todo, por la caridad, es decir, por el amor sobrenatural a Dios y al prójimo. Decía así el Papa: “Martín nos demuestra con el ejemplo de su vida que podemos llegar a la salvación y a la santidad por el camino que nos enseñó Cristo Jesús: a saber, si, en primer lugar, amamos a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra mente; y si, en segundo lugar, amamos al prójimo como a nosotros mismos”. El camino que nos muestra San Martín de Porres es el del cumplimiento del Primer Mandamiento, el más importante de todos, y en el que se concentran todos los Mandamientos de la Ley de Dios, el amor a Dios y al prójimo.
Este amor de caridad, en San Martín de Porres, se fundamenta en la Pasión de Jesús, ya que Jesús es la Fuente de la caridad y es a la vez el destinatario, en su Persona y en la persona de los más necesitados, del amor de caridad del cristiano: “Él sabía que Cristo Jesús padeció por nosotros y, cargado con nuestros pecados, subió al leño, y por esto tuvo un amor especial a Jesús crucificado, de tal modo que, al contemplar sus atroces sufrimientos, no podía evitar el derramar abundantes lágrimas”.
San Martín contemplaba a Cristo crucificado, y es de allí de donde obtenía el amor de caridad que lo santificó, pero no solo, sino también era en la adoración eucarística y en la comunión sacramental, de donde el santo se nutría con el Amor de Dios, que luego comunicaba a los demás: “Tuvo también una singular devoción al santísimo sacramento de la eucaristía, al que dedicaba con frecuencia largas horas de oculta adoración ante el sagrario, deseando nutrirse de él con la máxima frecuencia que le era posible”.
Afirma el Papa Juan XXIII que San Martín de Porres, además de la caridad, se destacaba en la virtud de la humildad, obedeciendo al Señor en sus mandamientos, particularmente estos dos: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”, y “Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón”: “Además, san Martín, obedeciendo el mandato del divino Maestro, se ejercitaba intensamente en la caridad para con sus hermanos, caridad que era fruto de su fe íntegra y de su humildad. Amaba a sus prójimos, porque los consideraba verdaderos hijos de Dios y hermanos suyos; y los amaba aún más que a sí mismo, ya que, por su humildad, los tenía a todos por más justos y perfectos que él”. San Martín de Porres, dice el Papa, era humilde porque era caritativo, y era caritativo porque era humilde, ya que consideraba a los demás “más justos y perfectos que él”, obedeciendo en esto también a la Escritura: “Consideren a los demás como superiores a ustedes mismos” (cfr. Fil 2, 13). Siempre cumpliendo con el mandato del Señor –“No he venido a ser servido, sino a servir”-, San Martín de Porres ponía siempre a los demás y sus necesidades, por encima de las suyas: “Coloca siempre las necesidades de los demás primero que las tuyas. De este modo Dios saciará tus necesidades a Su modo y a Su tiempo. Dios conoce tus necesidades mejor que tú”.
Era este amor de caridad el que lo llevaba a justificar a su prójimo, disculpando sus errores y perdonando sus ofensas, considerando estas ofensas como merecidas por su condición de pecador: “Disculpaba los errores de los demás; perdonaba las más graves injurias, pues estaba convencido que era mucho más lo que merecía por sus pecados; ponía todo su empeño en retornar al buen camino a los pecadores; socorría con amor a los enfermos; procuraba comida, vestido y medicinas a los pobres; en la medida que le era posible, ayudaba a los agricultores y a los negros y mulatos, que, por aquel tiempo, eran tratados como esclavos de la más baja condición, lo que le valió, por parte del pueblo, el apelativo de “Martín de la caridad”. San Martín de Porres ejercía la caridad en sus más variadas formas, no solo materialmente, sino también espiritualmente, buscando que todos retornaran al camino de la salvación.
Con su vida, dice el Papa Juan XXIII, San Martín de Porres es un luminoso ejemplo de cómo el cumplimiento de los mandatos del Señor es lo que hace verdaderamente feliz al alma, y este ejemplo de vida de santidad continúa vigente en nuestros días, aun cuando hayan muchos que no sean capaces de apreciarlo: “Este santo varón, que con sus palabras, ejemplos y virtudes impulsó a sus prójimos a una vida de piedad, también ahora goza de un poder admirable para elevar nuestras mentes a las cosas celestiales. No todos, por desgracia, son capaces de comprender estos bienes sobrenaturales, no todos los aprecian como es debido, al contrario, son muchos los que, enredados en sus vicios, los menosprecian, los desdeñan o los olvidan completamente. Ojalá que el ejemplo de Martín enseñe a muchos la dulzura y felicidad que se encuentra en el seguimiento de Jesucristo y en la sumisión a sus divinos mandatos”.
Por último, hay un episodio en la vida de San Martín de Porres, que refleja su santidad, y es la batalla final que entabla contra el Demonio, venciendo con la ayuda de la cruz. En efecto, el Demonio, a los que son de él, no los molesta, ya que los tiene seguros bajo sus garras; en cambio, con santos como San Martín de Porres, se esfuerza por hacerlos caer en el pecado, por medio de la tentación. Es esto lo que sucedió con San Martín, a lo largo de su vida terrena, y de modo particular en el momento de su muerte. Una estudiosa especialista de la vida del santo, Celia Cussen, profesora de ciencias históricas de la Universidad de Chile, declaró en una conferencia que San Martín fue atacado por el demonio en su lecho de muerte. Estas son sus palabras: “En su agonía, ya sin poder hablar y con varios frailes cerca, San Martín enfrentó su mayor lucha con Satanás. La rigidez de su cuerpo, la firmeza de sus dientes y toda la fisonomía de su rostro demostraban su gran sufrimiento y lucha. Los religiosos que presenciaron la escena de su muerte afirmaron que sin duda ésta fue la mayor tentación que le tocó vencer a fray Martín, en momentos en que se encontraba con los sentidos muy débiles. Su hagiógrafo dijo que fray Martín vio a la Virgen, a Santa Catalina y a Santo Domingo acompañándolo en su momento de lucha final”. La especialista también afirmó que “En medio de su agonía le pasaron una cruz, a los minutos falleció y por la paz de su rostro supieron que pudo vencer al demonio”. Esto fue lo que sucedió con el santo en su lecho de muerte, y así como fue que venció al demonio, con el santo crucifijo entre sus manos y el amor de Jesús en su corazón. Sin embargo, según esta misma estudiosa, el santo tuvo también, a lo largo de su vida, otros enfrentamientos con el demonio, como el que se relata a continuación, sucedido en una escalera del convento: “Un día, subiendo a los enfermos con un brasero en las manos tropezó -porque faltaba una luz que normalmente estaba en un peldaño – y dijo ‘quién apagó la luz’ y vio aparecer al diablo diciéndole ‘yo, aquí estoy cosechando almas’”. Cussen explicó que la gente solía tropezarse y maldecir y con eso el diablo se llevaba su alma según el santo: “Martín se enfurecía con esa trampa que el diablo hacía a la gente, y cuando él tropezó sacó su cinturón y de un latigazo lo mandó lejos diciéndole “Váyase a su lugar”, y así terminó venciéndolo en esa famosa tentación”.
Amor de caridad –esto es, amor sobrenatural, el verdadero amor- a Dios y al prójimo –tenía además un gran amor a los animales[3], los cuales, según muchos relatos de testigos, le obedecían-, obras de misericordia corporales y espirituales, lucha contra el pecado y el Demonio, vivir en el cumplimiento de los Mandamientos de la Ley de Dios, he aquí el legado de santidad de San Martín de Porres, un feliz hermano religioso que, desde el cielo, nos indica el camino para llegar al encuentro en la eternidad con el Rey de los cielos, Nuestro Señor Jesucristo.



[1] http://www.liturgiadelashoras.com.ar/
[2] De la homilía pronunciada por el papa Juan XXIII en la canonización de san Martín de Porres
(Día 6 de mayo de 1962: AAS 54 [1962], 306-309).
[3] En los documentos del proceso de beatificación se cuenta también que Fray Martín “se ocupaba en cuidar y alimentar no sólo a los pobres sino también a los perros, a los gatos, a los ratones y demás animalejos, y que se esforzaba para poner paz no sólo entre las personas sino también entre perros y gatos, y entre gatos y ratones, instaurando pactos de no agresión y promesas de recíproco respeto”. No es extraño que en el convento, los perros, gatos y ratones comieran del mismo plato cuando Fray Martín les ponía el alimento. Se cuenta que iba un día camino del convento y que en la calle vio a un perro sangrando por el cuello y a punto de caer. Se dirigió a él, le reprendió dulcemente y le dijo estas palabras: “Pobre viejo; quisiste ser demasiado listo y provocaste la pelea. Te salió mal el caso. Mira ahora el espectáculo que ofreces. Ven conmigo al convento a ver si puedo remediarte”. Fue con él al convento, acostó al perro en una alfombra de paja, le registró la herida y le aplicó sus medicinas, sus ungüentos. Después de permanecer una semana en la casa, le despidió con unas palmaditas en el lomo, que él agradeció meneando la cola, y unos buenos consejos para el futuro: “No vuelvas a las andadas -le dijo-, que ya estás viejo para la lucha”. Otra anécdota que explica su amor a los animales es la siguiente: resulta que el convento estaba entonces infestado de ratones y de ratas, los cuales roían la ropa y los hábitos, tanto en la sacristía como en las celdas y en el guardarropa. Después que los frailes resolvieran tomar medidas drásticas para exterminarlos, Martín de Porres se sintió afligido por ello y sufrió al pensar que aquellos inocentes animalitos tuvieran que ser condenados de aquella manera. Así que, habiendo encontrado a una de aquellas bestias le dijo: “Pequeño hermano rata, óyeme bien: ustedes ya no están seguros aquí. Ve a decirles a tus compañeros que vayan al albergue situado en el fondo del jardín. Me comprometo a llevarles allí comida, a condición de que me prometan no venir ya a causar estragos en el convento”. Después de estas palabras, según se cuenta, el “jefe” de la tribu ratonil rápidamente llevó el aviso a todo el ejército de ratas y ratones, y pudo verse una larga procesión de estos animales desfilando a lo largo de los pasillos y de los claustros para llegar al jardín indicado. En su biografía se cuentan otros muchos recuerdos y anécdotas al respecto: como por ejemplo, su costumbre de acariciar a las gallinas del convento que muy contentas siempre se le acercaban;  de cuando calmó a un becerro bravo o amansó a un perro salvaje  e incluso como curaba a gatos, mulas y pájaros. Su tacto sobre los animales era realmente maravilloso. Cfr. https://fraymartindeporres.wordpress.com/2013/01/26/san-martin-de-porres-y-su-amor-por-los-animales/

miércoles, 1 de noviembre de 2017

Solemnidad de Todos los Santos


María, Reina de todos los santos.

         Así como en Halloween son el Infierno y el Demonio quienes celebran a los servidores de Satanás –brujos, hechiceros, magos- y a los habitantes del Infierno –demonios, almas condenadas-, así en la Solemnidad de Todos los Santos, la Santa Iglesia Católica celebra a los habitantes del Cielo, que en la tierra se santificaron por la gracia de Jesucristo y ahora lo aman y adoran por la eternidad.
         La razón por la cual los santos están en el cielo es, obviamente, la santidad de sus cuerpos y almas, puesto que nadie que no sea santo no puede estar ante la presencia de Dios, que es la Santidad Increada.
         Es la santidad, vivida en la tierra, la que llevó a los santos a dejar de ser lo que eran, hombres comunes y pecadores, para ser santos. Esto nos lleva entonces a preguntarnos qué es la santidad, puesto que la santidad es lo que hace que un hombre sea santo y no un pecador. Ante todo, podemos decir que la santidad no es un “producto” del hombre, como si dependiera de él o como si radicara en él, en su naturaleza humana, esta santidad. Ante todo, la santidad es la bondad, pero no la bondad humana –que por buena que sea una persona, está manchada por el pecado original, además de ser una bondad limitada por la misma naturaleza humana-, sino que es la bondad divina que, brotando del Corazón mismo de Dios Uno y Trino, inhiere en el alma por medio de la gracia santificante. La santidad, esto es, la bondad divina, convierte al alma, porque le quita el pecado, le concede la participación en la vida divina de Dios Trino y, como consecuencia de participar en su vida divina, permite que el alma viva con la bondad que no es humana, sino divina. El santo es el que, en la tierra, vive en estado de gracia santificante, gracia por la cual se hace partícipe de la bondad divina. Esto es lo que explica que los santos hayan obrado obras de misericordia que superan infinitamente las fuerzas humanas, porque no obraban con sus solas fuerzas humanas, sino que lo hacían con la fuerza de la bondad y del Amor divinos, comunicados por la gracia santificante. Sin la gracia santificante, el alma posee solo la bondad humana, bondad que por ser humana es limitada, además de contar con el agravante de estar contaminada con el pecado original.
         La santidad –esto es, la participación a la bondad divina por medio de la gracia, gracia que es conferida por los sacramentos-, es lo que diferencia a un santo –en vida terrena, un pecador que vive en gracia y que por lo mismo está “en el camino de la santidad”- de un hombre común, esto es, una persona “buena”, pero con una bondad puramente humana, limitada y contaminada por el pecado original. En otras palabras, es la santidad, hecha posible por la gracia santificante, la que diferencia a una persona que vive en la bondad divina, de una persona que, aun siendo buena, no posee la bondad divina y que, por lo mismo, puede obrar la misma obra externa de un santo, pero sin la bondad divina, lo cual quiere decir que no es meritorio para la vida eterna.
En otras palabras, un integrante de una ONG solidaria –por ejemplo, que asista a los pobres, proporcionándoles alimento, vestimentas, etc.- puede no diferenciarse casi en nada con un integrante de la Iglesia que, materialmente y considerado desde el punto de vista externo, realizan la misma obra, pero la diferencia es que el integrante de la ONG obra movido por su bondad humana, que no es santa y por eso no es salvífica, en tanto que el miembro de la Iglesia Católica lo hace movido por la bondad divina y, por lo tanto, su obrar es salvífico.
         Ahora bien, para obtener esta santidad –la gracia santificante que convierte al pecador en justo en esta vida y en santo en la vida eterna- es necesario, indispensablemente, recibir la gracia santificante, que a los católicos se nos transmite por los Sacramentos. Pretender, como erróneamente lo hace Karl Rahner, que todo hombre es “cristiano anónimo” por el hecho de la Encarnación y que por lo mismo no necesita de los sacramentos, es falsificar el concepto de santidad y condenar a miles de personas a permanecer sin el auxilio de la gracia, esto es, a negarles la entrada en el cielo en la vida futura, y es condenarlos a ser privados de la inhabitación del Santificador de las almas, el Espíritu Santo. Es doctrina católica que el alma del justo, cuando está en gracia –concedida por los sacramentos-, en virtud de esta gracia, no solo participa de la vida divina y de la bondad divina, sino que el Santificador, que es el Espíritu Santo, viene a inhabitar en sus almas. Así, por la gracia, el alma se convierte en morada de la Trinidad, el corazón en altar de Dios Hijo encarnado que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, y el cuerpo en templo del Espíritu Santo –de ahí que profanar el cuerpo es profanar al Espíritu Santo, Dueño del cuerpo del cristiano-. La incomprensión de esta verdad, por parte de miles de niños y jóvenes que año a año reciben la Primera Comunión y la Confirmación, y luego abandonan la Iglesia, es la responsable de la apostasía masiva que vive el catolicismo en nuestros días. La crisis de la Iglesia es crisis de santidad, porque no se busca ser santos, porque no se entendió que la santidad viene por la gracia y que la gracia se recibe por los sacramentos. Así, se da la paradoja de niños y jóvenes católicos que, en la práctica, habiendo apostatado de su identidad católica, abandonan los sacramentos y viven, de hecho, como protestantes.
         Todo católico tiene, por objetivo en esta vida, alcanzar la santidad, y esta se logra recibiendo la gracia santificante por los sacramentos, y obrando luego la misericordia con la misma bondad divina. Si el católico pierde de vista este objetivo, pierde de vista la razón por la cual Dios Trino lo eligió para que pertenezca a su Iglesia, por el Bautismo. Y si la Iglesia pierde de vista su objetivo primario, exclusivo y central, que es obtener la santidad de todos los hombres –esto es, que todos los hombres, por el Bautismo sacramental, reciban la gracia santificante que les permite que el Espíritu Santo more en ellos-, razón por la cual misiona hasta los confines del mundo, para convertir a las almas al Evangelio de Jesucristo, pierde la razón por la cual fue cread por Jesucristo, apostata de su misión y se convierte en una inmensa ONG; solidaria, sí, pero ONG al fin, que no busca la santidad y salvación del género humano. Y esto se llama apostasía. No es indiferentes ser o no ser santos, buscar o no la santidad, tanto como miembros individuales de la Iglesia, como Iglesia en cuanto Cuerpo Místico de Cristo: el rechazo de la santidad –favorecido por teólogos de la inmanencia, como Karl Rahner- conduce a la apostasía. Imitemos a los santos católicos de todos los tiempos, los cuales se caracterizaron por algo en común, y era el vivir en gracia; busquemos entonces vivir la santidad, esto es, busquemos vivir en gracia, recibiendo la Confesión y la Comunión con frecuencia, para que el Espíritu Santo inhabite en nosotros y se sirva de nosotros para esparcir, sobre el mundo, la bondad divina.