San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

miércoles, 31 de julio de 2013

San Ignacio de Loyola, el crucifijo y la contrición del corazón

Dentro de la vasta riqueza de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, se encuentra la “fórmula”, por así decirlo, que puede conducir a un alma a elevados grados de perfección. En la Segunda Semana de los Ejercicios, se propone al ejercitante una meditación llamada: “Tres grados de humildad”1, que pueden llamarse indistintamente “Tres grados de santidad” o “Tres grados de perfección”, y son como tres gradas o peldaños -uno supone al otro- mediantes los cuales el alma se eleva de perfección en perfección. Consisten en lo siguiente: en el primer grado de humildad, el alma se decide a “perder el mundo”, es decir, incluso la vida física, “antes que cometer un pecado mortal”. Este grado de humildad cierra las puertas del Infierno, pero dejan entreabierta las puertas del Purgatorio, y no abre las puertas del Cielo. Es la promesa que hace aquel que se confiesa, a Jesús que lo perdona en el sacramento de la Confesión: “Antes querría haber muerto que haberos ofendido”. Aquí, por medio de la oración que reza el penitente antes de recibir la absolución sacramental, el alma se duele ante Dios precisamente por no haber poseído este grado de humildad primero: “antes querría haber muerto que haberos ofendido”: el alma se duele por no haber perdido la vida física antes que haber pecado mortalmente, porque nadie se condena por morirse, pero sí por un solo pecado mortal. Cada vez que nos confesamos, cada vez que acudimos al sacramento de la Penitencia, tenemos la oportunidad de crecer en este primer grado o escalón de humildad.
En el segundo grado de humildad -supone el primero-, el alma está dispuesta a “perder el mundo”, es decir, la vida física, antes que cometer un pecado venial deliberado. Este grado cierra las puertas del Purgatorio, pero tampoco abre las puertas del Cielo.
En el tercer grado de humildad, el alma, que está dispuesta a perder la vida terrena antes que cometer un pecado mortal o venial deliberado, es decir, que ha cerrado las puertas del Infierno y del Purgatorio, se eleva hacia un grado perfectísimo, pero no porque tenga deseos del Cielo, que sí los tiene, sino porque se configura a Cristo crucificado: en este grado, al alma no le importa ni evitar el Infierno, ni evitar el Purgatorio, ni ganar el Cielo: le importa configurarse a Cristo crucificado, y es por esto que el alma elige, por amor, aquello que tiene Jesús en la Cruz: pobreza, humillación, oprobio. En el Tercer grado de humildad, mucho más que cerrarse las puertas del Infierno y del Purgatorio, e infinitamente más que abrirse las puertas del Cielo, se abren para el alma las puertas del Sagrado Corazón de Jesús, su Herida abierta por la lanza, su Corazón traspasado, a través del cual se derrama sobre el alma, por medio de la Sangre de Jesús, como suave bálsamo, el Amor Divino, el Espíritu Santo.
Este camino espiritual de perfección que propone San Ignacio coincide con el propuesto por Santa Teresa de Ávila en su hermosísimo poema: “No me mueve, mi Dios, para quererte, el cielo que me tienes prometido/ ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte/Tú me mueves, Señor/Muéveme el verte clavado en una Cruz y escarnecido,/muéveme ver tu Cuerpo tan herido,/muévenme tus afrentas y tu muerte./Muéveme, en fin, tu Amor, y en tal manera,/que aunque no hubiera cielo, yo te amara,/y aunque no hubiera infierno, te temiera./No me tienes que dar porque te quiera,/pues aunque lo que espero no esperara,/lo mismo que te quiero te quisiera/”.
San Ignacio nos propone, entonces, un camino espiritual que, por la gracia santificante, nos conduce a altísimas alturas de santidad, a niveles inimaginables e insospechados, porque nos introduce en el mismísimo Sagrado Corazón traspasado de Jesús. ¿Dónde se puede hacer este Ejercicio Espiritual? ¿Acaso se debe asistir a un retiro espiritual en un convento aislado, que se encuentra a centenares de kilómetros de donde habito? Puede ser, pero este Ejercicio Espiritual de los Tres grados de humildad se realiza, ante todo, a los pies del crucifijo, arrodillados y postrados en amorosa adoración ante Cristo crucificado. Y también en la Santa Misa, llamada Santo Sacrificio del altar, porque es la renovación sacramental, incruenta, del mismo y único Santo Sacrificio de la Cruz.

1Cfr. Ejercicios Espirituales, 164-168.

lunes, 29 de julio de 2013

Santa Marta de Betania

En el conocido episodio del Evangelio, Santa Marta aparece ocupada en limpiar la casa y en disponer todo para a que Jesús, que ha ido a visitarla a ella y a sus hermanos Lázaro y María, no le falte nada.
En el episodio, Jesús entra en la casa de los hermanos, en Betania, y mientras Marta se pone a trabajar para que la casa esté limpia y ordenada, y para que Jesús tenga algo para comer como invitado de honor que es, María en cambio, se queda a los pies de Jesús, contemplándolo en éxtasis de amor. Esta actitud de María motiva la queja de Marta: “Señor, dile a mi hermana que me ayude”, al tiempo que causa también la respuesta de Jesús: “Marta, Marta, te preocupas por muchas cosas, pero solo una es necesaria. María ha elegido la mejor parte, y no le será quitada”. Jesús no le dice a Marta que lo que hace -ocuparse de la casa- esté mal; le dice que “sólo una cosa es necesaria”, la adoración contemplativa en éxtasis de amor de María, pero no le dice a Marta que deje de hacer lo que está haciendo, o que lo que hace no está bien.
Esta misma situación se repite en la comunión eucarística, puesto que Jesús también entra en nuestra casa, en nuestra alma, en cada comunión eucarística; Él es nuestro invitado de honor, que golpea a las puertas de nuestro corazón, y al cual le respondemos abriéndoselas con amor, según Él lo dice en el Apocalipsis: “Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguien me escucha y abre, entraré y cenaré con él y él conmigo”.
A su vez, las dos hermanas representan dos aspectos distintas de la misma alma en relación a Jesús: Marta representa al alma que se preocupa por tener la casa limpia, es decir, la vida de la gracia; Marta limpiando la casa, sacudiendo el polvo la tierra para que la casa brille, es El alma cuando lucha contra los pecados veniales y mortales, que ensucian el corazón, y lo mantiene en condiciones impecables, para que Jesús Eucaristía entre en él; Marta encendiendo el horno a leña para preparar la comida, es el alma que ora y por la oración enciende su corazón en el Amor de Dios y desea ardientemente comulgar; María, contemplando a Cristo en éxtasis de amor, es el alma que goza ya de la Presencia sacramental de su Señor y se postra a sus pies. María tiene la mejor parte, pero sin el afanoso ocuparse de Marta, no habría sido posible.

¿Trabaja nuestra alma, así como trabaja Santa Marta para limpiar su casa, para que el corazón esté resplandeciente por la gracia, la fe y el amor, para cuando entre el invitado de honor, Jesús Eucaristía?

viernes, 26 de julio de 2013

Santos Joaquin y Ana: padres de la Virgen María y abuelos del Hijo de Dios



La vida de los santos Joaquín y Ana es un ejemplo de cómo la bondad divina de Dios Trinidad, con el solo objetivo de donarnos su Amor infinito y eterno, no ha dudado en entrar personalmente no solo en la historia de la humanidad, sino en la historia personal de cada uno de los hombres. En el caso de Joaquín y Ana, la intervención de Dios Uno y Trino en sus vidas personales les concede una dimensión impensada, insospechada. Ellos eran ya personas buenas, piadosas, devotas y amantes de Dios, y vivían en comunión de vida y amor con Él, correspondiendo de esa manera al Amor de Dios que se les había manifestado en sus vidas. Pero Dios va más allá todavía: además de concederles su gracia, por medio de la cual los hace santos, su Amor lo lleva a unirse a su misma familia, al elegirlos para ser padres y abuelos, pero no padres y abuelos comunes: no son padres de una hija común y no son abuelos de un nieto más entre todos: son padres de la Virgen María y son abuelos del Hijo de Dios. Dios ama tanto a los hombres -en este caso a San Joaquín y Santa Ana-, que no le basta con darles la gracia para que sean santos: los elige para que sean parte de su familia. Es una “locura” de amor de parte de Dios, porque Dios les concede su gracia y los hace santos, pero al mismo tiempo se une a su familia, en su aspecto biológico, al elegir a la hija de ellos para que sea Madre de Dios Hijo, y al elegirlos para que sean abuelos de Dios Hijo encarnado. Locuras de amor de un Dios que es Amor: incoropora a la familia humana, Joaquín y Ana, a la Familia de la Santísima Trinidad. No solo les da su gracia santificante, sino que se incorpora a su familia biológica, haciéndose pariente de ellos.
Pero también con nosotros hace Dios Trino lo mismo: no solo nos crea; no solo nos da su gracia para ser santos, sino que además nos incorpora a la Familia Divina, la Familia compuesta por las Tres Personas de la Santísima Trinidad, convirtiéndonos en hijos adoptivos de Dios Padre, en hermanos de Dios Hijo, y nos ama con su Amor, que es un Amor esponsal, el Amor de Dios Espíritu Santo.

Y al igual que a los santos Joaquín y Ana, también a nosotros Dios Trino nos llama a su Reino, pero no como meros invitados, sino como herederos del Reino, como hijos del Padre, como hermanos del Hijo, como novios y esposos amados con el Amor nupcial del Espíritu Santo. Y al igual que los santos Joaquín y Ana, debemos responder a tanta muestra de Amor divino, con una vida de santidad.

jueves, 25 de julio de 2013

Santiago Apóstol y el Campus Stelae; la Virgen María y la Santa Misa


Es conocido el modo sobrenatural por medio del cual fue encontrado el cuerpo del Apóstol Santiago: una lluvia de estrellas señaló, milagrosamente, el lugar donde se encontraba sepultado, dando así origen a la palabra “Compostela” que significa: “Campo de las estrellas”.
Fue entonces gracias a este milagro, que el cuerpo del Apóstol pudo ser encontrado, y fue a partir de este hecho que crecieron la devoción y la piedad popular, las cuales dieron lugar, con el tiempo, a una de las peregrinaciones más concurridas del mundo, el “Camino de Santiago”, modo de alcanzar enormes gracias de salvación para millones y millones de peregrinos.
Aquel que tiene la dicha de recorrer el Camino de Santiago, Camino mediante el cual se hace acreedor de gracias innumerables, puede entonces dar gracias al cielo por aquella lluvia de estrellas que permitió conocer el lugar donde reposaba el cuerpo del Apóstol.

Sin embargo, para quien no tiene la posibilidad de realizar la peregrinación por el Camino de Santiago, no tiene que lame lentar el perder las gracias que obtendría de poder realizarlo, ya que la Santa Misa contiene en sí misma algo infinitamente más grande que dicha peregrinación, y también el modo de conocer su existencia y lo que contiene -el Cuerpo de Cristo- es algo inmensamente más prodigioso que una lluvia de estrellas: si para conocer el lugar donde estaba sepultado el cuerpo del Apóstol Santiago, el cielo obró un milagro asombroso, como la lluvia de estrellas, para conocer adónde se encuentra el Cuerpo resucitado de Cristo, lleno de gloria y de luz divina, el cielo no hace aparecer sobre el firmamlento estrellas que, por brillantes y hermosas que sean, no son sino elementos inertes, sino que es la misma Virgen María, Estrella de la mañana y Lucero de la aurora, la que con su presencia maternal hace saber al alma dónde puede encontrar el Cuerpo lleno de vida y de luz divina de su Hijo Jesús: en la Eucaristía, en la Santa Misa. La Virgen es entonces nuestra Estrella que nos guía hacia el altar eucarístico, en donde no encontramos los restos santos de un Apóstol, sino al Cordero de Dios, Rey de los Apóstoles, que nos dona su Cuerpo glorioso en el Pan eucarístico para darnos su Vida, la vida eterna, la vida del Hombre-Dios, que es la vida misma de la Santísima Trinidad.

miércoles, 24 de julio de 2013

San Francisco Solano y la urgencia de la misión en un mundo neo-pagano


Una vez ordenado sacerdote, San Francisco Solano, que desde muy temprano deseó predicar el Evangelio en las misiones, fue enviado a América del Sur, a misionar la región del Tucumán, una región dominada por el paganismo y por los cultos ancestrales. Una vez allí, aprendió la lengua de los indígenas, con lo cual predicó el Evangelio a aquellos seres humanos que no conocían a Jesucristo y por no conocerlo, adoraban de modo erróneo a diversos ídolos, muchos de ellos sangrientos y demoníacos, según lo que dice San Pablo: "Los ídolos de los gentiles son demonios". Sin embargo, no fue su gran inteligencia -que le permitió conocer y hablar el lenguaje de los indígenas- lo que le permitió ganar muchas almas para Cristo, sino su gran caridad, es decir, su gran amor sobrenatural para las almas, amor que, por otra parte, constituye la esencia de la misión de la Iglesia.
La labor evangelizadora de San Francisco Solano en las regiones del Tucumán fue notable y por medio de ella, muchas almas conocieron a Cristo y conocieron el Evangelio de la salvación.
Sin embargo, podemos decir que en el día de hoy, no solo en la región del Tucumán, sino en todo el mundo, y sobre todo en países llamados cristianos, el llamado a misionar y la urgencia por evangelizar, se encuentran no solo intactos, sino que son aun más apremiantes que en tiempos de San Francisco Solano.
Si en los tiempos de este gran santo, inmensas regiones, como las del Tucumán, vivían inmersas en "sombras de muerte" a causa del paganismo reinante, hoy en día, en esos mismos lugares, y en muchos otros más, reina una oscuridad de muerte inmensamente más sombría y siniestra, porque ha resurgido en los corazones de los hombres sin Dios el neo-paganismo, con una fuerza mucho mayor que en tiempos del santo. Hoy en día, la secta de la Nueva Era, con sus múltiples sectas y espiritualidades falsas orientales -reiki, yoga, religión wicca, espiritismo, ocultismo, etc.- domina las mentes y los corazones de muchísimas personas que, de esta manera, viven en el error y en la confusión, en el engaño y en la mentira acerca del verdadero Dios y de su Mesías, Jesús de Nazareth. Hoy, la Nueva Era o Conspiración de Acuario, ha arrasado regiones enteras, conquistando para el neo-paganismo luciferino de la Nueva Era o New Age a millones y millones de almas que viven en la más completa obscuridad espiritual.
La situación es mucho más grave que en tiempos de San Francisco Solano, porque el neo-paganismo surge por el rechazo de Jesucristo, el Salvador de los hombres, y de su Evangelio, ya que los hombres de hoy prefieren creer a doctrinas llamativas y extrañas, cualesquiera que estas sean, pero no a Jesucristo, el Hombre-Dios, que habla por medio del Magisterio de su Iglesia.
Al igual que en tiempos de San Francisco Solano, hoy el mundo -y sobretodo, las regiones por él evangelizadas-, necesitan de misioneros que, como él, aprendan el lenguaje de los hombres de hoy, para hablarles de Jesucristo, para iluminarlos con la luz del Evangelio y arrancarlos de las regiones de muerte y de sombras, las doctrinas neo-paganas de la Nueva Era. Tales misioneros, como San Francisco, no solo deben aprender el lenguaje del hombre sin Dios y del hombre que adora los ídolos modernos -fútbol, política, cine, dinero, poder, sensualidad, materialismo, música perversa como la cumbia y el rock satánico-, sino que deben estar animados por aquello mismo que animaba a San Francisco: el Espíritu Santo, que hace arder al corazón en el Amor de Dios y que dispone al alma a dar la vida por la salvación eterna de sus hermanos.

martes, 23 de julio de 2013

Santa Brígida de Suecia y los enemigos de Jesús



En una de sus revelaciones a Santa Brígida, Jesús se queja de sus enemigos. Según su descripción, estos son “como las más salvajes de las bestias”, que “nunca pueden estar satisfechos ni permanecer en calma”, porque solo desean obrar el mal, y solo en el mal encuentran reposo y satisfacción. Jesús le dice también a la santa que el corazón de sus enemigos “está tan vacío de su amor, que el pensamiento de su Pasión nunca entra en ellos”, y que jamás agradecen el sacrificio que Él hizo por ellos. En estas almas, dice Jesús, no puede vivir su Espíritu, porque no sienten el divino amor por Él, y como no sienten amor por Él, experimentan solo deseos de traicionar a otros para conseguir su propio beneficio”. Dice así Jesús: “Mis enemigos son como la más salvaje de las bestias, que nunca pueden estar satisfechos ni permanecer en calma. Su corazón está tan vacío de mi amor que el pensamiento de mi pasión nunca lo penetra. Ni siquiera una sola vez, desde lo más íntimo de su corazón, ha escapado una palabra como ésta: “Señor, tú nos has redimido, ¡alabado seas por tu amarga pasión!” ¿Cómo puede vivir mi Espíritu en personas que no sienten el divino amor por mí, personas que están deseando traicionar a otros por conseguir su propio beneficio?”
Ahora bien, ¿quiénes son estos enemigos?
Ante todo, son aquellos que “no tienen el Amor de Dios” en sus corazones; son aquellos cuyos corazones están por lo tanto llenos de amor a sí mismo, pero como el amor a sí mismo sin el Amor de Dios es un amor impuro y no santo, se trata de un amor egoísta que excluye a Dios del objeto de su amor; por lo tanto, es un amor impuro y egoísta; es un amor-enamoramiento de sí imita al amor-enamoramiento de sí mismo que experimentó el demonio en los cielos, y que fue el motivo de su caída, porque excluye a Dios, que es Amor en sí mismo. En el cielo, el demonio y sus ángeles experimentaron el amor a sí mismos pero excluyendo a Dios; se vieron perfectos y hermosos, pero en vez de atribuir esa perfección y hermosura al Autor y Creador de toda perfección y hermosura, lo excluyeron y se atribuyeron falsamente la condición de ser los creadores del ser, y en esto consistió su mentira, su auto-engaño y su perdición. En la tierra, el hombre que vive sin el Amor de Dios porque no contempla a la Misericordia Divina encarnada, Cristo Jesús, se encierra en sí mismo, se contempla a sí mismo, se enamora de sí mismo, y comete el mismo error de soberbia y vanidad que cometieron en el cielo el demonio y sus ángeles: enamorarse de sí mismos, dejando de lado al Amor de Dios, a Dios, que “es Amor”. Sin el Amor de Dios, el corazón humano se llena de un amor impuro, egoísta, vanidoso y soberbio, el amor de sí mismo. No significa que el hombre no deba amarse a sí mismo; todo lo contrario, está prescripto en el Primer Mandamiento - “Amarás a Dios y al prójimo como a ti mismo”-; lo erróneo es el amor de sí excluyendo al Amor Primero, Dios, sin el cual nada hay puro y santo en el hombre.
Los enemigos de Cristo, entonces, están vacíos de este Amor divino, y llenos de amor impuro y egoísta a sí mismos, tal como lo está el corazán angélico del Príncipe de las tinieblas, y esta es la razón por la cual Jesús dice que “no tienen el Amor de Dios”.
Pero no suceden las cosas por acaso; hay una explicación bien precisa por parte de Jesús, acerca del origen de esta ausencia del Amor divino en los corazones de los hombres malvados, y es el olvido de su Pasión, olvido que los lleva a cometer las más grandes ingratitudes, desprecios e indiferencias hacia su Sacrificio redentor: “Su corazón está tan vacío de mi amor que el pensamiento de mi Pasión nunca lo penetra. Ni siquiera una sola vez, desde lo más íntimo de su corazón, ha escapado una palabra como ésta: “Señor, tú nos has redimido, ¡alabado seas por tu amarga pasión!”. La razón por la cual el corazón del hombre se vacía del Amor a Dios y se llena del amor impuro y egoísta a sí mismo, es el olvido de la Pasión de Jesús: “...el pensamiento de mi Pasión nunca lo penetra”. Y este amor impuro convierte al hombre en un ser ingrato para con su Dios, que ha sacrificado su Vida en la Cruz y ha derramado su Sangre para su salvación: Ni siquiera una sola vez, desde lo más íntimo de su corazón, ha escapado una palabra como ésta: “Señor, tú nos has redimido, ¡alabado seas por tu amarga pasión!”. El olvido de la Pasión de Jesús es la causa de la ausencia del Amor de Dios en el corazón del hombre, en quien no solo no se encuentra el más mínimo rastro del Divino Amor, sino que se expresa con fuerza el anti-amor egoísta que lo colma: ¿Cómo puede vivir mi Espíritu en personas que no sienten el divino amor por mí, personas quere están deseando traicionar a otros por conseguir su propio beneficio?”. La traición es la consecuencia directa de no poseer en sí el Amor de Dios.
Pero no son enemigos de Cristo solo los que obran decididamente el mal, porque si la causa de ser enemigos de Cristo es el olvido de su Pasión, esto quiere decir que se convierten en enemigos de Jesús aquellos que, por tibieza, olvidan la Pasión. Unos, olvidan la Pasión por maldad; otros, por tibieza, por pereza, por indiferencia, por hastío de las cosas de Dios. El tibio, el católico que prefiere un programa de televisión antes que rezar; el que prefiere un partido de fútbol antes que el Rosario; el que elige dormir en vez de acudir a la Santa Misa el Domingo, Día del Señor, ese tal se convierte en enemigo de Dios, porque se olvida de la Pasión de Jesús. O, peor aún, se acuerda de ella, pero solo para rechazarla como pensamiento tedioso y reemplazarlo por otro más “divertido” o “alegre”. ¿No son centenares de miles los niños, jóvenes y adultos, que abandonan en masa las iglesias los domingos, para acudir, también en masa, a conciertos, espectáculos deportivos, mundanos?
Al reflexionar entonces sobre las palabras de Jesús dichas a Santa Brígida, no debemos, por lo tanto, pensar que los “enemigos de Cristo” son solo aquellos que, de modo ostensible y directo, obran el mal: olvidarse de la Pasión y volcarse al mundo, es causa de conversión en enemigos de Jesucristo.
¿De qué manera podemos librarnos de este vacío del corazón, de esta frialdad del alma que lleva a dejar de lado a Jesús y su Pasión? Teniendo presente, continuamente, a lo largo del día, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, la Pasión de Jesús, y pedirle que se grabe a fuego en nuestros corazones, y de manera tal, que nunca se borre de ellos. La Pasión de Jesús debe estar tan dentro nuestro y debe estar tan identificada con nuestro ser, que si la olvidamos, debe equivaler a olvidarnos de nosotros, de quienes somos y para qué existimos y vivimos en este mundo. Además, el recuerdo de la Pasión debe ser como un avivamiento del fuego de amor que Jesús enciende en nuestros corazones, así como el pasto seco se incendia al contacto con un carbón ardiente: el carbón ardiente es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús; el pasto seco es nuestro pobre corazón. De esta manera, Jesús sopla sobre nosotros su Espíritu de Amor, que es Fuego de Amor divino, y este Espíritu nos incendia en su Amor, y el Amor a su vez, nos inflama con nuevos ardores de Amor divino, que a su vez atraen más al Espíritu Santo, con lo cual se establece un círculo virtuoso de amor y gratitud, que se eleva desde el fondo del corazón hasta el trono de la majestad divina.
El Amor a Dios, expresado en el agradecimiento por su Pasión de Amor, y encendido cada vez en la Comunión Eucarística, es entonces el “antídoto” para no solo no convertirnos en sus enemigos, sino para ser sus amigos más dilectos y preferidos. Dice así Jesús a Santa Brígida: “Pero tú, hija mía, a quien he elegido para mí y con quien hablo en el Espíritu, ¡ámame con todo tu corazón, no como amas a tu hijo o a tu hija o a tus padres sino más que cualquier cosa en el mundo! Yo te creé y no evité que ninguno de mis miembros sufriera por ti. Aún amo tanto a tu alma que, si fuera posible, me dejaría ser de nuevo clavado en la cruz antes que perderte. Imita mi humildad: Yo, que soy el Rey de la gloria y de los ángeles, fui vestido de pobres harapos y estuve desnudo eel pilar mientras mis oídos oían todo tipo de insultos y burlas. Antepón mi voluntad tu ya porque mi Madre, tu Señora, desde el principio hasta el final, nunca quiso nada más que lo que yo quise. Si haces esto, entonces tu corazón estará con el mío y lo inflamaré con mi amor, de la misma forma que lo árido y seco se inflama fácilmente ante el fuego.
Tu alma estará llena de mí y Yo estaré en ti, todo lo temporal se volverá amargo para ti, y el deseo carnal te será como el veneno. Descansarás en mis divinos brazos, donde no hay deseo carnal sino sólo gozo y deleite espiritual. Ahí, el alma, colmada tanto interior como exteriormente, está llena de gozo, no pensando en nada ni deseando nada más que el gozo que posee. Por ello, ámame sólo a mí y tendrás todo lo que desees en abundancia. ¿No está escrito que el aceite de la vida no faltará hasta el día en que el Señor envíe lluvia sobre la tierra según las palabras del profeta? Yo soy el verdadero profeta. Si crees en mis palabras y las cumples, ni el aceite ni el gozo ni la alegría te faltarán jamás en toda la eternidad”. 

Meditemos en la Pasión de Jesús, día y noche; pidamos que el Espíritu Santo grabe a fuego su Pasión en nuestros corazones, agradezcamos su infinito Amor por nosotros, y así viviremos por anticipado la alegría de la vida eterna en el Reino de los cielos.

lunes, 22 de julio de 2013

Santa María Magdalena


“Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?” (Jn 20, 1-3. 11-18). María Magdalena acude al sepulcro el Día de la Resurrección; ve la piedra de la entrada corrida; se da cuenta de que Jesús no está en el sepulcro, y comienza a llorar, porque piensa que “se han llevado el Cuerpo”, y ella no sabe dónde lo han puesto; incluso, se encuentra con Jesús en Persona, pero no lo reconoce, ya que lo confunde con el jardinero; le pregunta a Jesús “donde lo han puesto” a su Señor, que ella lo irá a buscar.
María Magdalena busca a Jesús, pero busca a un Jesús muerto; ha quedado anclada en la Tragedia del Viernes Santo; el Deicidio la ha conmovido, pero no ha sido capaz de trascender la Muerte de la Cruz, que finaliza en la Resurrección del Sepulcro. María Magdalena busca a Jesús, pero llora, porque no busca a Jesús resucitado; no busca al Jesús vivo, al Jesús Victorioso, que ha vencido a los enemigos mortales del hombre, el demonio, el mundo y el pecado; María Magdalena llora porque busca a un Jesús muerto, que es un Jesús inexistente, porque es verdad que Jesús murió en la Cruz, pero es también verdad que resucitó y que ya no muere más, y por eso el llanto de María Magdalena no está justificado y no se entiende a la luz de la Resurrección; el llanto de María Magdalena es el llanto de quien no ha recibido la gracia de ser iluminado por el Espíritu Santo, para contemplar el misterio pascual de Jesucristo en su totalidad.
El estado de congoja de María Magdalena; el estado de angustia, y el llanto que la embarga, es lo que motiva la pregunta de Jesús: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?”. En la misma pregunta de Jesús, está ya la respuesta que calma su llanto: María Magdalena llora porque no encuentra a Jesús, y ya lo tiene delante; María Magdalena busca a Jesús, y ya lo ha encontrado, porque está delante suyo. Con su Presencia, Jesús calma el llanto y la desazón de María Magdalena, porque le dice: “No llores, aquí estoy, Soy Yo, he resucitado. Alégrate, y ve a anunciar a tus hermanos que he vencido a la muerte, al demonio y al mundo; ve a anunciarles a tus hermanos que las puertas del cielo están abiertas para todo aquel que quiera seguirme por el Camino Real de la Cruz; ve a decirles que la felicidad eterna ya está disponible para todo aquel que quiera compartir mi Pasión, mi Muerte y mi Resurrección; ve a anunciar a tus hermanos que la tristeza de este mundo ha sido vencida para siempre por la Alegría del Señor resucitado, y que ya no hay motivos para llorar, porque Yo he resucitado”.
“Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?”. La misma pregunta que Jesús le dirige a María Magdalena, la dirige a muchos en la Iglesia, que al igual que ella, buscan a un Jesús muerto pero no resucitado; muchos, en la Iglesia, buscan a Jesús como si estuviera muerto, como si nunca hubiera resucitado el Domingo de Resurrección, y es así que se dejan abatir por las tribulaciones de la vida, sin pensar en la vida eterna y sin detenerse a contemplarlo resucitado en la Eucaristía. Y al igual que a María Magdalena, también a ellos, desde la Eucaristía, Jesús les dice: “¿Por qué lloran? ¿Acaso no estoy vivo en la Eucaristía?”.



martes, 9 de julio de 2013

Vida y milagros de San Cristóbal[1] (redactado para niños)



            Cristóbal significa “el que carga o portador de Cristo”. San Cristóbal, popularísimo gigantón que antaño podía verse con su barba y su cayado en todas las puertas de las ciudades: era creencia común que bastaba mirar su imagen para que el viajero se viese libre de todo peligro durante aquel día. Hoy que se suele viajar en coche, los automovilistas piadosos llevan una medalla de san Cristóbal junto al volante.
¿Quién era? Con la historia en la mano poco puede decirse de él, como mucho que nació en el año 405, y quizá un mártir de Asia menor a quien ya se rendía culto en el Siglo V. Su nombre griego, “el portador de Cristo”, es enigmático, y se empareja con una de las historias más bellas y significativas de toda la tradición cristiana. Nos lo pintan como un hombre muy apuesto de estatura colosal, con gran fuerza física, y tan orgulloso que no se conformaba con servir a amos que no fueran dignos de él.

            Mensaje de santidad de San Cristóbal[2]
Según la tradición, había una vez un joven, muy alto y con mucha fuerza, que se llamaba Cristóbal, quien se ofreció a un rey para trabajar en el castillo. Un día, había una fiesta en el castillo, y había unos que hacían una obra de teatro. En algunas partes, nombraban al diablo, y cada vez que nombraban al diablo, el rey se santiguaba, y entonces Cristóbal le preguntó que porqué hacía eso. El rey le dijo que era porque le tenía miedo al diablo, entonces Cristóbal le dijo que él iba a buscar al diablo para servirlo, porque él quería servir al más fuerte de todos.
 Cristóbal salió del castillo y comenzó a caminar, y se encontró con el diablo, que venía a caballo, y le dijo si podía servirlo, y el diablo le dijo que sí, y siguieron caminando. Iban así por el camino, el diablo a caballo y Cristóbal a su lado, cuando de repente vieron, al costado del camino, una cruz de madera. Apenas vio la cruz, el diablo se puso blanco del miedo, se bajó del caballo, y comenzó a correr para el otro lado de donde estaba la cruz, se metió en el monte, y lleno de espanto, salió por otro lado del camino, más delante de donde estaba la cruz. Cristóbal, que creía que el diablo tenía mucha fuerza, le preguntó al diablo que porqué había escapado de la cruz, y el diablo le dijo: “En esa cruz murió el Hijo de Dios, y por eso le tengo terror a la cruz”. Entonces Cristóbal le dijo al diablo que él no era tan fuerte como creía, y que lo iba a dejar para buscar a ese Hijo de Dios, que ése sí era fuerte, y se fue.
Cristóbal seguía caminando, buscando a Cristo para servirlo, y se encontró con un sacerdote viejito, que le preguntó qué era lo que buscaba. Cristóbal le dijo que a Jesús, porque le habían dicho que era muy fuerte, y por eso quería servirlo.
Entonces el sacerdote anciano le dijo que había una forma en que podía servir a Jesús: ahí cerca había un río que tenía mucha agua y que era hondo, y mucha gente se había ahogado tratando de pasarlo. El sacerdote le dijo a San Cristóbal que lo que él podía hacer, para servir a Jesús, era ayudar a la gente a cruzar el río. Como él era grande y fuerte, esto no le iba a costar mucho. San Cristóbal le dijo que sí al sacerdote viejito, y se armó una casita a la orilla del río, y se puso a esperar a que pasara la gente, y así se pasó mucho tiempo, ayudando a la gente a cruzar.
Un día, Cristóbal estaba en su casa, a la orilla del río, esperando que viniera más gente, cuando oyó la voz de un niño: “¡Cristóbal, sal de la casa, y ayúdame a cruzar el río!”. Salió Cristóbal, pero no encontró a nadie, así que se volvió a meter en su casa. Le volvió a pasar lo mismo otra vez, y se volvió a meter en la casa. Parecía que el niño estaba jugando a las escondidas con Cristóbal. Por tercera vez, volvió a sentir la misma voz que lo llamaba, salió, y ahí sí vio a un niño, que era el que lo llamaba. Cristóbal se acercó, y el niño le pidió que lo llevara a la otra orilla del río, y eso hizo Cristóbal, subiéndolo al niño, que era pequeño, como de unos nueve o diez años, sobre sus hombros y, usando su bastón, se metió en el río.
Cristóbal se metió en el río, pensando que era un trabajo fácil, porque era pequeño, y no pesaba mucho. Él ya había pasado otras veces el río, llevando a gente mucho más pesada que el niño, y nunca había pasado nada.
Iba así caminando Cristóbal con el niño, cuando empezó a pasar algo raro: el agua comenzó a aumentar mucho, tanto, que casi le llegaba al pecho a Cristóbal, y además, lo más raro de todo, el niño empezó a aumentar de peso. A cada paso que daba, el niño aumentaba más y más de peso, hasta que Cristóbal pensó que ya no podía soportar más. Pero como era muy fuerte, hizo más fuerza, y siguió caminando por el río, hasta que pudo salir. Cuando llegó a la orilla, bajó al niño del hombro, y le dijo: “¿Quién eres, niño, que me pesabas tanto que me parecía llevar el mundo entero en mis hombros?”.
“Cristóbal –le dijo el niño-, acabas de decir una gran verdad, no te extrañes que hayas sentido ese peso, pues como bien lo has dicho, sobre tus hombros llevabas al mundo entero y al Creador de ese mundo. Yo Soy Cristo tu Rey. Me buscabas y me has encontrado. A cualquiera que ayudes a pasar el río, me ayudas a mí.voy a darte una prueba de que lo que te estoy diciendo es verdad. Cuando pases de nuevo la corriente, una vez que hayas llegado a tu choza, hinca al lado de la casa tu bastón; mañana estará verde y lleno de frutos”.
Cristóbal hizo lo que el Niño Jesús le había dicho, y al día siguiente su bastón se había transformado en una palmera con dátiles. A partir de ahí, Cristóbal creyó en Jesús y se bautizó como cristiano en un lugar llamado Antioquía.
Ya cuando era cristiano, Cristóbal se encontró con un rey que le dijo que ya no creyera más en Jesús, porque si no él lo iba a matar. Cristóbal dijo que prefería morir antes que decir que no creía en Jesús. Entonces el rey mandó a dos jóvenes para que lo convencieran, porque si no lo iban a matar, pero al final fue Cristóbal el que las convenció de que creyeran en Jesús. El rey se enojó mucho, y mandó que le pegaran con barras de hierro, y después que le pusieran un casco caliente en la cabeza, pero a Cristóbal nada le pasaba, porque el Niño Jesús lo protegía. También lo ataron a una parrilla, de esas parecidas a las de los asados, pero bien grande, y le pusieron mucho fuego para que Cristóbal se quemara, pero la parrilla se derritió con el fuego, y Cristóbal no se quemó. Entonces el rey les dijo a sus arqueros, que eran más de veinte, que le tiraran flechas a Cristóbal y lo mataran, pero cuando los arqueros tiraron las flechas, estas se quedaron quietas en el aire, y no llegaron hasta donde estaba Cristóbal, hasta que en un momento, cuando estaban así quietas en el aire, se dieron vuelta y salieron volando adonde estaba el rey, y se clavaron en los ojos del rey, que se quedó ciego.
Cristóbal le dijo al rey: “Escucha, tirano, mañana estaré muerto. En cuanto haya expirado, toma del suelo un poco de polvo, empápalo con mi sangre, y ponlo sobre tus ojos, y recobrarás la vista”.
Al día siguiente, Cristóbal fue decapitado y murió, y por eso es mártir, que quiere decir que está en el cielo. El rey hizo lo que Cristóbal le dijo, y recuperó la vista, y empezó a creer en Jesús, y se arrepintió de todo el mal que había hecho[3].
Y esa es la historia de San Cristóbal. ¡Qué lindo lo que le pasó a Cristóbal! Él buscaba a Cristo, y lo encontró, y quería servir a un rey fuerte, y Cristo es el rey más fuerte que todos los reyes juntos. Nosotros también tenemos que hacer como Cristóbal: buscar a Jesús, y servirlo con todas nuestras fuerzas.
Aprendamos a ser como San Cristóbal, que quería servir al rey más poderoso. Como San Cristóbal, nosotros no tenemos que servir ni a un rey de la tierra, y ni mucho menos al demonio. Sirvamos a Cristo Rey, que es Dios Todopoderoso; Jesús es Dios, y como Dios tiene mucha, muchísima más fuerza que cualquier hombre y que cualquier ángel, y que todos los hombres y todos los ángeles juntos. Tratemos de ser como San Cristóbal, que sirvió a Jesús, llevándolo en su hombro, y haciéndolo pasar un río, aunque a nosotros seguramente que Jesús no se nos va a aparecer, y tampoco lo vamos a llevar en el hombro para hacerlo pasar un río, de una orilla a la otra, pero sí podemos hacer otra cosa: podemos llevar al Niño Dios en nuestro corazón, para que así pasemos de esta vida a la vida eterna.

miércoles, 3 de julio de 2013

“No seas incrédulo sino hombre de fe”

“No seas incrédulo sino hombre de fe”. Tomás el Apóstol cree solo luego de haber metido sus manos en las llagas del Cuerpo resucitado de Jesús, lo cual le vale el consejo de Jesús: “De ahora en adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe”.
         El consejo de Jesús es válido para Tomás y para todos aquellos que, como el Apóstol en su fase incrédula, no creen en el testimonio de la Iglesia: Tomás persiste en una obstinada incredulidad, a pesar de tener el testimonio de la Iglesia Naciente acerca de la resurrección de Jesús. La Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, no erra en su testimonio sobre los misterios de Jesús, sobre todo su misterio pascual de muerte y resurrección, precisamente por el hecho de estar guiada e iluminada con la luz celestial del Espíritu de Dios. Las santas mujeres de Jerusalén, Pedro, Juan, María Magdalena, y todos aquellos que contemplaron con sus ojos a Jesús resucitado, al dar testimonio de lo que contemplaron, no están ni inventando fantasías ni mucho menos diciendo cosas falsas: están testimoniando, con sus vidas, lo que les fue dado contemplar por gracia de Dios y por medio del Espíritu Santo. Por lo tanto, rechazar su testimonio, es rechazar el testimonio de la Iglesia, y rechazar el testimonio de la Iglesia es rechazar el testimonio del Espíritu Santo, que habla a través de sus miembros.
         Santo Tomás comete un grave pecado de temeridad, pero Jesús, en su infinita misericordia, se le aparece de modo personal, para que su incredulidad no sea causa de perdición suya y la de muchos que en el tiempo cometerían su mismo pecado. Precisamente, de modo análogo, también en el día de hoy, muchos católicos, al igual que Tomás Apóstol antes de su conversión, no creen en el testimonio del Magisterio de la Iglesia y en el testimonio de fe de aquellos que, sin ver, no solo creen que Jesús ha resucitado, sino que creen en la Presencia real de Jesús resucitado en la Eucaristía. De esta manera, los modernos incrédulos se apartan del Cristo único y verdadero, el Hombre-Dios que ha muerto y resucitado para nuestra salvación y se encuentra vivo y glorioso en la Hostia consagrada.

Jesús no se aparece con su Cuerpo físico, pero sí con su Cuerpo resucitado, en el altar, en el sagrario, y por eso le dice a los hombres de hoy: “Tú, que eres incrédulo, no ves mi Cuerpo físico, pero con la luz de la fe, puedes ver mi Cuerpo resucitado en la Eucaristía. Mírame resucitado con los ojos de la fe; no toques mi Cuerpo sacramental con tus manos, si no están consagradas; más bien deja que Yo toque tu corazón al entrar por Él en la comunión, y en adelante no seas incrédulo sino hombre de fe. Dichosos los que creen sin haber visto con los ojos del cuerpo, pero creen con los ojos del alma iluminados por la luz de la fe”.