San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 28 de diciembre de 2017

Fiesta de los Santos Inocentes mártires


         La Iglesia celebra la Fiesta litúrgica de los Santos Inocentes, los niños asesinados por el cruel rey Herodes, y considera que en ellos se cumple la palabra del Profeta Jeremías: “Una voz se escucha en Ramá, gemidos y llanto amargo: Raquel está llorando a sus hijos, y no se consuela, porque ya no existen” (31, 15). Ahora bien, un aspecto que se destaca en esta festividad, es que los Santos Inocentes se consideran, precisamente, santos, y además, son considerados “mártires”, lo cual plantea una pregunta o más bien, dos: si los santos son tales porque se santificaron por la gracia santificante, ¿cómo pueden ser santos, si Jesucristo, que es el Dador de la gracia, aún no había nacido? Similar pregunta surge con relación a su martirio: si mártir es el que da su vida por Jesucristo, ¿cómo pueden ser mártires, si ellos no conocían a Jesucristo, no sabían quién era?
         Las respuestas las podemos vislumbrar si contemplamos el misterio de María, la Virgen y Madre de Dios: Ella fue concebida Inmaculada y Purísima, además de Llena del Espíritu Santo, porque estaba destinada a ser la Madre de Dios y, al mismo tiempo, permanecer Virgen, porque no habría de concebir por obra humana, sino por obra del Espíritu Santo. Ambos privilegios los obtuvo la Virgen Santísima en previsión a los méritos de su Hijo quien, si bien era Dios Eterno y en cuanto tal, inhabitaba en el seno del Padre desde la eternidad, todavía no había nacido en cuanto Hombre. Es decir, debido a que estaba en los planes de Dios que la Virgen fuera su Madre, aun continuando siendo Virgen, Jesús, desde la eternidad, creó su Alma Inmaculada y su Cuerpo Purísimo, como un anticipo de los infinitos bienes celestiales que Él habría de granjearnos con su sacrificio en la Cruz.
De manera similar, entonces, sucedió con los Santos Inocentes y Mártires asesinados por Herodes: en virtud de los méritos de su Pasión redentora, Nuestro Señor se dio a conocer a los Santos Inocentes, de un modo sobrenatural y desconocido para nosotros, les hizo ver el destino de gloria que les esperaba si daban la vida por Él, les hizo ver la eternidad de gloria y felicidad celestial que les esperaba si daban su “sí”, ellos dieron su “sí”. Este aspecto, del darse a conocer Nuestro Señor a niños de muy corta edad y sin uso todavía de la razón, al menos exteriormente, es muy importante, pues no podrían ser santos y mucho menos mártires, sino conocieran a Jesucristo, Rey de los Santos y de los Mártires. Al haber aceptado con su razón y al haber amado a Jesús en su condición de Redentor, los Niños fueron incorporados, con pleno derecho, al plan de redención del Señor y esa es la razón por la cual están en el cielo y son Santos y Mártires, condición que alcanzaron luego de ser asesinados por los esbirros de Herodes. Esta es la razón por la cual la Iglesia, en la Antífona del Benedictus de este día, canta así: “Los niños Inocentes murieron por Cristo, fueron arrancados del pecho de su madre para ser asesinados: ahora siguen al Cordero sin mancha, cantando: “Gloria a ti, Señor””.
“Una voz se escucha en Ramá, gemidos y llanto amargo: Raquel está llorando a sus hijos, y no se consuela, porque ya no existen”. En nuestros días, se lleva a cabo un genocidio silencioso, en el que, por manos de los modernos Herodes, se da muerte en el seno materno a los niños por nacer, y este genocidio se llama “aborto”. ¿Se da, en estos niños inocentes, la misma situación de santidad y martirio que con los Santos Inocentes, mártires? No lo sabemos, pero podemos aventurar que, al igual que los Santos Inocentes, ellos son creaturas de Dios; al igual que los Santos Inocentes, Nuestro Señor se da a conocer a ellos, de modo tal que lo reconozcan como su Rey, Señor y Salvador. Por lo tanto, nos atrevemos a decir que sí, que estos niños también son Santos e Inocentes, como los “hijos de Raquel”, y por ellos rezamos y a ellos nos encomendamos y a ellos les pedimos que intercedan por quienes llevan a cabo este cruel genocidio, en todas partes del mundo. Que junto con nosotros, exclamen, por los que cometen el aborto y les quitaron la vida y continúan haciéndolo con miles de niños, día a día: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34).
A los Santos Inocentes y Mártires, que recibieron la gracia santificante y la Sangre Preciosísima del Cordero y así entraron en el Cielo, le pidamos que intercedan por nosotros ante Cristo, “que venció a un tirano, no con un ejército de soldados, sino con un blanco escuadrón de niños”, para que también nosotros seamos capaces de dar testimonio de Jesucristo ante los hombres, tanto con la palabra como con el testimonio de vida. Jesús dio el triunfo a niños pequeños, porque la fuerza del hombre no está en él, sino en el Hombre-Dios, y es por eso que confiamos en que también nosotros, como ellos, que recibieron la fuerza divina del Hombre-Dios, también saldremos triunfantes en esta lucha que mantenemos “contra las fuerzas oscuras de los cielos” y que, ayudados por su intercesión y fortalecidos por la Sangre Preciosísima del Cordero, llegaremos al Reino de los cielos, a pesar de nuestra debilidad. Los Niños Inocentes lavaron sus vestiduras en la Sangre del Cordero y por esta misma razón, les pedimos que intercedan para que esta misma Preciosísima Sangre del Cordero, impregne nuestras almas, mentes y corazones, y así seamos capaces de presentarnos, al final de nuestra vida terrena, puros e inmaculados, ante el Trono de Dios Uno y Trino, para cantar eternamente las misericordias del Señor” (Sal 88).


miércoles, 27 de diciembre de 2017

San Juan Evangelista


San Juan Evangelista, 
Evangeliarios de Lorsch.

         Aunque puede parecer extraño, podemos sin embargo afirmar, con toda certeza, que el Prólogo del Evangelio de Juan describe la escena del Pesebre de Navidad. En efecto: Juan, que es representado con un águila, debido a que, al igual que el águila, que se eleva en dirección al sol y fija su mirada en él en su ascenso al cielo, así el Evangelista Juan, elevándose en vuelo místico por acción del Espíritu Santo, fija su mirada en el Verbo Eterno del Padre, llamado “Sol de justicia”, Verbo que habita en los cielos eternos y hacia donde el alma mística de San Juan es elevada y al cual llama “Dios igual que el Padre”: “El Verbo era Dios (…) era la Palabra del Padre”. De igual modo, así como el águila, estando en las alturas del cielo, es capaz, por la agudeza de su visión, divisar los objetos más pequeños en la tierra –es su táctica para cazar sus presas-, así también el evangelista Juan, contemplando al Verbo en las alturas inaccesibles del seno del Padre, ve al mismo tiempo, en la tierra, al Niño de Belén, que es ese mismo Verbo, que se ha encarnado y que se ha hecho pequeño, se ha hecho Niño y ha venido a habitar entre nosotros: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. El Evangelista Juan, entonces, nos describe al Niño del Pesebre de Belén: ese Niño es Dios, es el Verbo, habitaba en el seno del Padre desde la eternidad, y ese mismo Verbo, esa Palabra, se ha hecho carne, manifestándose a los ojos del cuerpo como un niño humano.

         Ahora bien, el Evangelista Juan nos da también la clave para la adoración eucarística, porque al igual que él, elevados por la gracia del Espíritu Santo, y cual otras tantas águilas que se dirigen hacia el sol, así los cristianos nos dirigimos hacia la Eucaristía, Sol de justicia, el Verbo eterno del Padre, que se ha hecho Carne en el Pan de Vida eterna, de manera tal que parece exteriormente como si fuera pan, pero es la Carne del Cordero de Dios. Como el Evangelista Juan, llevados por el Espíritu Santo, que nos hace proclamar la Fe de la Iglesia, al contemplar a la Eucaristía, nosotros decimos: “El Verbo era Dios; estaba en Dios; el Verbo se hizo Carne en Belén y prolonga su Encarnación en la Eucaristía; la Eucaristía es el Verbo de Dios hecho Carne”.

martes, 26 de diciembre de 2017

Fiesta de San Esteban, protomártir




         El Evangelio que narra el martirio de San Esteban revela el asombroso evento  sobrenatural que implica la muerte de un mártir (cfr. Hech 6, 8ss). Por un lado, se describe el estado espiritual de San Esteban, inmediatamente antes del martirio: “Esteban, lleno de gracia”, expresión que hace recordar al saludo del Ángel a la Santísima Virgen María: “Salve, Llena de gracia” (cfr. Lc 1, 28); en el caso de María, significa la inhabitación del Espíritu Santo desde su Inmaculada Concepción; en el caso de San Esteban, significa también la inhabitación del Espíritu Santo en su alma aunque, obviamente, en este momento de su martirio. Esta inhabitación o presencia del Espíritu Santo en el alma de San Esteban, explica su condición de “lleno de gracia” y también la posesión de “fortaleza”, una fortaleza más que sobrehumana, sobrenatural, porque es la fortaleza misma de Dios Trino, la que le es comunicada al mártir, y es la que explica no solo ausencia de desesperación y de rencor o enojo hacia sus verdugos, sino la absoluta calma y el amor de caridad hacia quienes le quitan la vida. En efecto, antes de morir, San Esteban, lleno de la paz de Dios, suplica por aquellos que lo están lapidando: “No les tengas en cuenta este pecado”, lo cual es un acto de amor sobrenatural, imposible de realizar con las solas fuerzas de la naturaleza humana y que es una participación al amor de caridad manifestado por Jesucristo en la Cruz cuando, con similares palabras, imploró al Padre la misericordia para nosotros, pecadores, sus verdugos: “Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34).
Es también la presencia del Espíritu Santo en el alma de Esteban, lo que explica la visión sobrenatural que experimenta, instantes previos a su muerte: contempla, extasiado, a Cristo Jesús, a la derecha de Dios Padre, en el Cielo, allí adonde irá inmediatamente después de su muerte. En tiempos en los que los católicos, vergonzosamente, callan el nombre de Jesús -de manera concreta, en esta Navidad de 2017, dos noticias que reflejan un panorama generalizado: un colegio vasco reemplazó “Jesús” por “Perú” en los villancicos, para no ofender a los musulmanes[1], mientras que otro colegio católico alemán directamente suprimió el festejo de Navidad, también para no “ofender” a los musulmanes[2]-, la muerte martirial de San Esteban es un ejemplo de amor al Santísimo Nombre de Jesús, el Único Nombre dado a los hombres para su salvación. ¿Dónde obtendremos la fuerza sobrenatural necesaria para no sucumbir, también nosotros, al “buenismo” entreguista y traidor que corre como un viento helado entre las filas de los católicos? De la adoración eucarística: así como San Esteban contempló a Jesús en el Cielo, a la derecha del Padre, recibiendo de Él la fuerza del Espíritu Santo, así nosotros contemplamos a Jesús Eucaristía, en esa parte del Cielo que es el Altar Eucarístico, y recibimos de Él la fuerza del Espíritu Santo, para que seamos capaces de elegir la muerte, antes que renegar del Santísimo Nombre de Jesús. De Jesús Eucaristía recibimos el Espíritu Santo que nos graba a fuego, en la mente y en el corazón, las palabras de Jesús: “Al que me confiese delante de los hombres, Yo lo confesaré delante de mi Padre (…) al que me niegue delante de los hombres, Yo lo negaré delante de mi Padre” (cfr. Mt 10, 32-33).

jueves, 21 de diciembre de 2017

San Pedro Canisio


         San Pedro Canisio nació en el año 1521 y murió en Friburgo, Suiza, en 1597. Devoto del Corazón de Jesús. Fue un eminente teólogo jesuita holandés, predicador, escritor y Doctor de la Iglesia, llamado “el segundo evangelizador de Alemania”, después de San Bonifacio.
San Pedro Canisio es llamado también “el martillo de los herejes” por defender la fe católica de las falsas enseñanzas de la herejía protestante. Es el Creador y Patrono de la Prensa Católica. Su preocupación era salvar las almas de los habitantes de muchas ciudades de Alemania de las falsas enseñanzas de los protestantes, para lo cual trabajó incansablemente, con el fin de traer de vuelta a la Iglesia Católica a los que habían aceptado las herejías protestantes. Cuando la gente le decía que él trabajaba muy duro, San Pedro Canisio respondía así: “Si usted tiene mucho por hacer, con la ayuda de Dios, encontrará tiempo para hacerlo todo”. Otras veces decía: “Descansaremos en el cielo”.
A la edad de veintiséis años, San Pedro Canisio   asistió   a dos sesiones del Concilio de Trento, una en Trento y otra en Bolonia, como teólogo del cardenal Truchsess y consejero del Papa. En vez del cardenalato que el papa le ofreció Pedro Canisio prefirió el humilde servicio a la comunidad, empleando el tiempo en la oración y en la penitencia.
Con respecto a la homosexualidad, afirmaba lo siguiente: “Aquellos que no tienen vergüenza de violar la ley divina y natural son esclavos de esta infamia que jamás será  suficientemente execrada”[1]. Lo llama también: “crimen atroz y pecado nefando en su naturaleza misma”: “Según la Escritura, los sodomitas eran gente pésima y grandes pecadores ante el Señor. Este crimen atroz y pecado nefando en su naturaleza misma fue execrado por Pedro y Paulo, y la Escritura verdaderamente lo atacó con declaraciones de fuerte magnitud”[2].
Además de condenar la homosexualidad, impureza del cuerpo, San Pedro Canisio condenaba otra impureza todavía más grande, si cabe, la impureza del alma, la herejía, y mucho más, cuando la herejía era propagada por sacerdotes. En un intercambio epistolar con el fundador de los Jesuitas, San Ignacio de Loyola, el santo fundador le decía así acerca de esta impureza de la fe, que termina por contaminar el alma (lo cual compartía plenamente San Pedro Canisio): “No debería tolerarse curas o confesores que estén tildados de herejía; y a los convencidos en ella habríase de despojar en seguida de todas las rentas eclesiásticas; que más vale estar la grey sin pastor, que tener por pastor a un lobo. Los pastores, católicos ciertamente en la fe, pero que con su mucha ignorancia y mal ejemplo de públicos pecados pervierten al pueblo, parece deberían ser muy rigurosamente castigados, y privados de las rentas por sus obispos, o a lo menos separados de la cura de almas; porque la mala vida e ignorancia de éstos metió a Alemania la peste de las herejías”[3].
Se lo reconoce también como el pionero de la prensa católica, porque si bien la imprenta ya había sido inventada, los católicos no habían hecho mayor uso de ella, situación que cambió con la aparición de Pedro Canisio.
San Pedro empezó a preparar su famoso catecismo o “Resumen de la Doctrina Cristiana”, que apareció en 1555. A esa obra siguieron un “Catecismo Breve” y un “Catecismo Brevísimo”, que alcanzaron enorme popularidad. Dichas obras serían para la Contrarreforma Católica lo que los pseudo-catecismos de Lutero habían sido para la Reforma Protestante. Fueron reimpresos más de doscientas veces y traducidos a quince idiomas (incluyendo el inglés, el escocés de Braid, el hindú y el japonés) en vida del autor. También ayudó a formar varias editoriales católicas.
Además de los Catecismos, San Pedro Canisio escribió un breviario y algunas obras de María. Incluso después de haber sufrido un accidente cerebro-vascular (ACV) antes de su muerte, lo cual le impedía escribir, él dictaba sus enseñanzas a su fiel secretaria, quien dio a conocer las palabras de San Pedro Canisio de esta etapa de su vida. Es decir, “predicó a tiempo y a destiempo”, como dice la Escritura (cfr. 2 Tim 4, 2).
En Praga, Pedro Canisio devolvió la fe a gran parte de la ciudad, y el colegio que fundó era tan bueno, que aun los protestantes enviaban a él a sus hijos.
En 1559, a instancias del rey Fernando, fue a residir a Augsburgo durante seis años. Ahí reavivó una vez más la llama de la fe, alentando a los fieles, tendiendo la mano a los caídos y convirtiendo a muchos de los que se habían desviado de la verdadera fe.  Además, convenció a las autoridades para que abriesen de nuevo las escuelas públicas, que habían sido destruidas por los protestantes. Al mismo tiempo que hacía todo lo posible por impedir la divulgación de los libros inmorales y heréticos, divulgaba en cuanto podía los libros buenos, ya que comprendía, por intuición, cómo aumentaba la importancia de la prensa. En aquella época recopiló y editó una selección de las cartas de San Jerónimo, el “Manual de los Católicos”, un martirologio y una revisión del Breviario de Augsburgo. En Alemania se reza todavía, los domingos, la oración general compuesta por el santo.



[1] Significado de Execrar: Condenar y maldecir [una persona o cosa] con autoridad. Rechazar y aborrecer una cosa censurable. Abominar.
[2] Cfr. San Pedro Canisio, De pecatis in coelum clamantibus, III. Summa Doctrina Christiana, 141.
[3] San Ignacio de Loyola, Carta a San Pedro Canisio, 13 de Agosto de 1554.

jueves, 14 de diciembre de 2017

San Juan de la Cruz y el conocimiento escondido en Cristo Jesús


         En uno de sus escritos, San Juan de la Cruz se explaya acerca del conocimiento escondido en Cristo Jesús, que pasa desapercibido, no solo ya para las almas mundanas, sino incluso para “los santos doctores y las santas almas”[1]. El conocimiento de Cristo es comparado por San Juan de la Cruz a una mina de oro o algo similar, ya que utiliza la imagen de una montaña en la que, excavando en sus profundidades –tal como se hace en las minas-, se descubren cada vez más y más tesoros escondidos en ella. Dice así San Juan de la Cruz: “Por más misterios y maravillas que han descubierto los santos doctores Y entendido las santas almas en este estado de vida, les quedó todo lo más por decir y aun por entender, y así hay mucho que ahondar en Cristo, porque es como una abundante mina con muchos senos de tesoros, que por más que ahonden, nunca les hallan fin ni término, antes van en cada seno hallando nuevas venas de nuevas riquezas acá y allá”. Es decir, esa montaña es Cristo y los tesoros escondidos en Él son los tesoros de la gracia divina que, de modo inagotable, brotan de su Corazón traspasado y de sus heridas abiertas, por las que fluye su Preciosísima Sangre.
Para San Juan de la Cruz, esto es lo que se quiere significar cuando en la Escritura se afirma que “en Cristo moran todos los tesoros y la sabiduría escondidos”: “Que por eso dijo san Pablo del mismo Cristo, diciendo: En Cristo moran todos los tesoros y sabiduría escondidos”. Pero de la misma manera a como un explorador, para poder alcanzar los tesoros escondidos en el seno de la montaña, debe prepararse en el exterior de la misma para luego ingresar en ella para recorrer con mucho esfuerzo las estrechas cavernas del interior de la montaña, así también el alma, no llega fácilmente a descubrir los inagotables tesoros en Cristo, si no es pasando antes por “el padecer interior y exterior a la divina Sabiduría”: “(tesoros y sabidurías) en los cuales el alma no puede entrar ni puede llegar a ellos, si no pasa primero por la estrechura del padecer interior y exterior a la divina Sabiduría”.
Es decir, de la misma manera a como un explorador debe prepararse exteriormente, es decir, físicamente, para poder ingresar al interior de la montaña y recorrer sus laberintos en pos de sus tesoros, así también el alma, en esta vida, para poder alcanzar los misterios escondidos en Cristo, necesita de mucha preparación, la cual consiste, principal y esencialmente, en gracias “intelectuales y sensitivas” concedidas por Dios: “Porque aun a lo que en esta vida se puede alcanzar de estos misterios de Cristo, no se puede llegar sin haber padecido mucho y recibido muchas mercedes intelectuales y sensitivas de Dios, y habiendo precedido mucho ejercicio espiritual, porque todas estas mercedes son más bajas que la sabiduría de los misterios de Cristo, porque todas son como disposiciones para venir a ella”. Para llegar a los tesoros escondidos en Cristo, el alma necesita mucho “ejercicio espiritual” –oración, ascesis, meditación en la Pasión, adoración eucarística-, de parte suya, pero ante todo, necesita de la iluminación concedida por el Espíritu de Dios, iluminación que, aun cuando sea intensa, será siempre “más baja que la sabiduría de los misterios de Cristo” en sí mismos. Estas gracias –iluminaciones intelectuales y sensitivas-, por profundas e intensas que sean, constituyen solo “disposiciones” necesarias para el alma, para que el alma pueda acceder a los tesoros de Cristo: “todas estas mercedes son más bajas que la sabiduría de los misterios de Cristo, porque todas son como disposiciones para venir a ella”.
Ahora bien, el acceso a estos tesoros de sabiduría divina escondidos en Cristo, se produce luego de “entrar en la espesura del padecer”: “¡Oh, si se acabase ya de entender cómo no se puede llegar a la espesura y sabiduría de las riquezas de Dios, que son de muchas maneras, si no es entrando en la espesura del padecer de muchas maneras, poniendo en eso el alma su consolación y deseo! ¡Y cómo el alma que de veras desea sabiduría divina desea primero el padecer, para entrar en ella, en la espesura de la cruz!”. De la “espesura del padecer”, se pasa a la “espesura de la cruz”, y en esto es en lo que el alma debe poner su “consolación y deseo”.
Forma parte esencial de este conocimiento de Cristo el amor de caridad, esto es, el amor sobrenatural, a Dios y al prójimo, ya que sin este amor, de nada valdría el conocimiento obtenido: “Que por eso san Pablo amonestaba a los de Éfeso que no desfalleciesen en las tribulaciones, que estuviesen bien fuertes y arraigados en la caridad, para que pudiesen comprender con todos los santos qué cosa sea la anchura y la longura y la altura y la profundidad, y para saber también la supereminente caridad de la ciencia de Cristo, para ser llenos de todo henchimiento de Dios”.
Por último, San Juan de la Cruz revela en qué consiste el “padecer” y es la Cruz de Jesús, puerta de acceso a todos los bienes contenidos en Cristo. El padecer, previo al conocimiento de Cristo, es el participar por parte del alma, de alguna manera, en la Pasión de Cristo: “Porque para entrar en estas riquezas de su sabiduría, la puerta es la cruz, que es angosta”. La Cruz de Cristo –Cristo en la Cruz- es la “puerta” de entrada a las riquezas de su sabiduría. San Juan de la Cruz advierte que muchos desean las riquezas de la sabiduría de Cristo, pero sin la puerta, esto es, sin la Cruz, al tiempo que son pocos son los que desean entrar por la puerta de la Cruz para obtener estas riquezas: “Y desear entrar por ella es de pocos; mas desear los deleites a que se viene por ella es de muchos”.
Al recordar a San Juan de la Cruz en su día, le pidamos que interceda para que deseemos obtener las riquezas y tesoros de la Sabiduría divina escondidos en Cristo, pero que también deseemos pasar por la Puerta de la Cruz para obtenerlos.



[1] Del Cántico espiritual de san Juan de la Cruz, Canciones 37, 4 Y 36, 13, declaración. 

miércoles, 13 de diciembre de 2017

La consagración y el martirio de Santa Lucía, modelos de nuestra entrega cotidiana a Cristo


         El martirio de Santa Lucía no es otra cosa que la culminación de la entrega total de su vida a Jesucristo, por medio de la consagración de su cuerpo y su alma. El sentido de la consagración a Jesucristo es entregarle a Él todo su ser, su cuerpo y su alma, para que Jesucristo tome posesión de ella y haga de ella su morada. Pero para que esto suceda, el alma debe ser pura en cuerpo y alma, además de estar en estado de gracia santificante. Santa Lucía se consagró desde muy pequeña a Jesucristo, ofreciéndole su virginidad, lo cual quiere decir que ella quería que su cuerpo no solo no tuviera amores terrenos –aun cuando estos amores terrenos sean buenos y puros, como el verdadero amor esponsal-, sino que estuviera todo consagrado al amor esponsal celestial de Cristo Esposo. Santa Lucía consagra su virginidad a Jesucristo, pero no porque no tuviera posibilidad de contraer matrimonio –al contrario-, sino porque su amor espiritual, puro y sobrenatural por Jesucristo Esposo, era mucho más grande que el amor a cualquier esposo terreno. Por eso debía consagrar su cuerpo, su virginidad, para que le perteneciera, en su cuerpo, en su totalidad, a Jesucristo.
         Pero Santa Lucía no solo consagró el cuerpo, sino que también consagró su alma, para que esta fuera morada de la Trinidad y su corazón altar donde Jesús Eucaristía fuera amado y adorado. Para eso, Santa Lucía debió rechazar las impurezas del alma, así como debió rechazar las impurezas del cuerpo; la diferencia es que las impurezas del alma son la mentira, la falsedad, el cinismo, la hipocresía, y sobre todo, la apostasía de la Fe, es decir, abandonar a Jesucristo por los falsos ídolos del mundo. Es por esta razón que la apostasía se compara, con toda justicia, al adulterio: así como en el adulterio el cuerpo se entrega a quien no es el cónyuge, manchándolo con esta grave falta, así en la apostasía y en la idolatría el alma y el corazón se entregan a los ídolos, que no son otra cosa que demonios. Un católico idólatra, como por ejemplo, aquel que le prende velas y le reza al Gauchito Gil, a la Difunta Correa, a San La Muerte, o usa la cinta roja contra la envidia, o cree en supersticiones, como el árbol gnóstico de la vida, o cualquier otra superstición, es un adúltero espiritual, porque comete adulterio con los ídolos paganos, que no son otra cosa que demonios. Abandonan al Hijo de Dios, que dio por ellos su vida en la cruz y la continúa dando en la Eucaristía, por los demonios, que solo quieren su eterna condenación.
La consagración de su cuerpo y de su alma tuvo su coronación en Santa Lucía con el martirio, es decir, con el don de su vida de modo cruento, con derramamiento de sangre. Si a lo largo de su vida había entregado en secreto su cuerpo y su alma a Jesucristo, ahora, para gloria de Dios, Santa Lucía entrega su cuerpo y su alma de forma pública, eligiendo la muerte antes que dejar de poseer el Amor de Cristo. Por último, el fundamento tanto de su consagración por amor a Cristo, como de su martirio, no radica en ella, sino en Jesucristo, Rey de los mártires, quien muere mártir en la cruz porque consagró su vida a nuestra salvación, entregándose en su totalidad a Dios Padre en el ara de la cruz, para donarnos a Dios Espíritu Santo y así conducirnos al cielo. Es de esta consagración de su vida al Padre para salvarnos y de su muerte martirial en la cruz, que Jesús hace partícipes a los santos mártires como Santa Lucía. Esto último tiene mucha importancia para la vida espiritual: la consagración y el martirio de Santa Lucía nos enseñan entonces que quien desea consagrarse a Jesucristo y dar su vida por Él -en el testimonio cotidiano de su Evangelio y según el propio estado de vida-, es porque tiene en sí mismo al Espíritu Santo, donado por Jesucristo y que hace partícipe al alma de su consagración y amor. Acudamos por lo tanto a Santa Lucía para mantener siempre la pureza del cuerpo -la castidad-, y la pureza del alma -la integridad de la fe-, según nos aconseja la Didajé, las Enseñanzas de los Doce Apóstoles: “Buscarás cada día los rostros de los santos, para hallar descanso en sus palabras”[1]. Solo así perteneceremos totalmente a Cristo, en cuerpo y alma, en el tiempo y en la eternidad.



[1] 4, 2.

jueves, 7 de diciembre de 2017

San Ambrosio y la aparición del Anticristo


Antes de la Segunda Venida en la gloria de Nuestro Señor Jesucristo, el Anticristo vendrá para tratar de destruir a la Iglesia Católica y de arrastrar a la perdición, si fuera posible, aun a los elegidos. Bajo las órdenes directas del Príncipe de las tinieblas, y en unión con el Falso Profeta, obrará de manera tal que llevará a la confusión en la fe a los integrantes de la Iglesia Católica, con el fin de conducirlos a la perdición. Por eso es necesario conocer su obrar, y nadie mejor que los santos, como San Ambrosio quien escribe sobre el Anticristo, aunque para el santo, no hay uno solo, sino en realidad tres Anticristos: aquel a quien propiamente se le llama “Anticristo”, que es quien engañará a los hombres haciéndose pasar por Cristo; un segundo Anticristo, que es el Demonio, y un tercer Anticristo, los herejes. Con relación al primer Anticristo se expresa así: “Místicamente, la abominación de la desolación es la venida del Anticristo, porque manchará el interior de las almas con infaustos sacrilegios, sentándose en el templo, según la historia, para usurpar el solio de la divina majestad. Esta es la interpretación espiritual de este pasaje; deseará confirmar en las almas la huella de su perfidia, tratando de hacer ver por las Escrituras que él es Cristo”.
Cuando llegue el Anticristo, dice San Ambrosio, “se sentará en el templo y usurpará el solio de la divina majestad” –ocupará el Sillón de Pedro-; hará “sacrilegios” –burla de las cosas sagradas-, y así “manchará el interior de las almas”, es decir, los hará pecar, porque sentándose en la Cátedra de Pedro –en la persona del Falso Profeta- y haciéndose pasar por Cristo, intentará cambiar la religión.
Continúa San Ambrosio: “Entonces se aproximará la desolación, porque muchos desistirán cansados de la verdadera religión”. Esto sucederá cuando el Anticristo promulgue que el pecado ha dejado de ser tal y, por lo tanto, las pasiones humanas pueden ser liberadas a rienda suelta; paralelamente, decretará que los sacramentos, tal como la Iglesia los ha practicado durante veinte siglos, ya no hacen falta.
Cuando esto suceda, se producirá una apostasía masiva, lo cual será un indicio de la Segunda Venida del Señor Jesús: “Entonces será el día del Señor, porque como su primera venida fue para redimir los pecados, la segunda será para castigarlos, a fin de que no incurra la mayor parte en el error de la perfidia”.
También es Anticristo el Demonio, dice San Ambrosio, cuando consigue colocarse en el centro del alma y ser adorado él y no Jesucristo, aunque el Demonio huye del alma, cuando el alma entroniza a Jesucristo y sólo a Él le rinde adoración: “Hay otro Anticristo, que es el diablo, el cual trata de sitiar a Jerusalén (esto es, al alma pacífica), con la fuerza de su ley. Así, pues, cuando el diablo se halla en medio del templo, es la abominación de la desolación. Pero cuando brilla en nuestros trabajos la presencia espiritual de Cristo, huye el enemigo y empieza a reinar la justicia”.
Un tercer Anticristo, para San Ambrosio, está formado por los herejes, que niegan la divinidad de Jesucristo, como por ejemplo, Arrio: “El tercer Anticristo es Arrio y Sabelio y todos los que nos seducen con mala intención”.
A los herejes, influenciados por el Anticristo, San Ambrosio los compara con las embarazadas, siendo solamente el alma justa –la que sigue a Cristo y no al Anticristo- aquella que “da a luz a Cristo”: “Tales (los que desistan cansados de la verdadera religión) son las embarazadas, de quienes se dijo: ¡ay de ellas! las cuales prolongan la ruina de su carne y disminuyen la velocidad de su marcha en lo íntimo de sus almas, de modo que son incapaces para la virtud y fértiles para los vicios. Pero ni siquiera aquellas embarazadas que se hallan fundadas en el esfuerzo de las buenas obras, y que todavía no han producido ninguna, están libres de la condenación. Algunas conciben por temor de Dios; pero no todas dan a luz; algunas hacen abortar la palabra antes de dar fruto; y otras tienen a Cristo en su seno, pero sin que llegue a formarse. Por tanto, la que da a luz la justicia, da a luz a Cristo”.
Antes de que venga Cristo, el alma debe “hacer crecer a sus hijos”, es decir, obrar la misericordia, para no esperara el Día del Juicio Final con las manos vacías, Día en el que Cristo vencerá al Anticristo para siempre: “Así, pues, apresurémonos a destetar a nuestros niños, para que no nos sorprenda el día del juicio o de la muerte antes de que estén formados. No sucederá así, si conserváis en vuestro corazón todas las palabras de justicia y no esperáis al tiempo de la vejez, y si concebís luego en la primera edad la sabiduría y la alimentáis sin la corrupción del cuerpo. Al fin del mundo se someterá toda Judea a las naciones creyentes por la palabra espiritual, que es como una espada de dos filos (Ap 1,16; Ap 19,15)”.





Las lecciones del martirio de Santa Lucía


         El martirio de Santa Lucía nos deja numerosas lecciones para nuestra vida espiritual. Veremos de qué manera.
         Si bien no está documentado en las Actas, sin embargo, Santa Lucía aparece en las imágenes, retratada con sus ojos en una bandeja de oro y la razón es que “antiguas tradiciones narraban que a ella le habían sacado los ojos por proclamar su fe en Jesucristo”[1]. Esto nos enseña que, con tal de mantener la fe en Jesucristo, no importa nuestro cuerpo terreno y que nuestras miradas deben ser puras, como las miradas de la Virgen y de Jesús.
         Lo primero que se destaca es el tormento psicológico al que es sometida la santa, por medio de amenazas de muerte, dirigidas a que Santa Lucía apostate de su fe, es decir, renuncie a la fe en Jesucristo. La respuesta de la santa es firme y determinada: “Es inútil que insista. Jamás podrá apartarme del amor de mi Señor Jesucristo”. Quien ama a Jesucristo con el Amor mismo de Dios, no con un amor humano, lo ama más allá de esta vida terrena y está dispuesto a entregar esta vida terrena, con tal de permanecer en el Amor de Cristo. Se cumplen así las palabras del Señor: “Si alguien me ama, mi Padre y Yo moraremos en él”.
         Luego la amenaza con torturas físicas, las cuales suelen ser siempre muy crueles: el juez le preguntó: “Y si la sometemos a torturas, será capaz de resistir?”. Santa Lucía respondió: “Sí, porque los que creemos en Cristo y tratamos de llevar una vida pura tenemos al Espíritu Santo que vive en nosotros y nos da fuerza, inteligencia y valor”. La Santa nos da las etapas de la vida espiritual: creer en Cristo, llevar una vida pura por amor a Él y en consecuencia, poseer el Espíritu Santo que, por la gracia santificante, inhabita en el alma del justo, siendo el Espíritu Santo el que da al alma del mártir “fuerza, inteligencia y valor”. Sólo por la Presencia del Espíritu Santo en el alma del mártir, es que se explica que los mártires puedan soportar torturas inhumanas, además de mantener la calma, la serenidad e incluso alegría, y responder con sabiduría celestial.
Ante el fracaso de la tortura psicológica, el juez la amenazó con hacerla llevar a un lugar en donde sería inducida a la corrupción y a la impureza corporal, pero Santa Lucía le respondió: “Aunque el cuerpo sea irrespetado, el alma no se mancha si no acepta ni consiente el mal”. Así, nos deja la enseñanza entre tentación, que no es pecado, y tentación consentida, que sí es pecado. Si no se consiente a la tentación, no hay pecado. Otra lección, es que la impureza corporal es despreciada por Santa Lucía, porque considera su cuerpo como “templo del Espíritu Santo”, destinado a servir de morada a la Santísima Trinidad, mientras que su corazón está destinado a ser altar en donde Jesús Eucaristía sea amado y adorado.
Al intentar llevarla a esta casa de perdición, los soldados trataron de moverla, pero no pudieron moverla, quedándose la santa inmóvil en el sitio donde estaba. Esto nos enseña cuán firme debe ser nuestra fe en Jesucristo, al punto de no ceder ante la presión del mundo.
Finalmente, la decapitaron, permaneciendo sin embargo todavía unida su cabeza al tronco, por lo que podía hablar suavemente; hasta su muerte, continuaba evangelizando y llamando a la conversión de los corazones a Cristo. Esto nos enseña cuán vanas son nuestras conversaciones y cómo debemos, como dice la Escritura, “predicara a tiempo y a destiempo”, no tanto con palabras, sino con ejemplo de vida, como Santa Lucía en su martirio.



[1] http://www.ewtn.com/spanish/saints/luc%C3%ADa.htm

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Santa Lucía


         Vida de santidad[1].

Desde antiguo se tributaba culto a la santa de Siracusa: en el siglo VI, se le veneraba ya también en Roma entre las vírgenes y mártires más ilustres. En la Edad Media se invocaba a la santa contra las enfermedades de los ojos, probablemente porque su nombre está relacionado con la luz (Lucía: Lux, la que lleva luz). Ello dio origen a varias leyendas, como la de que el tirano mandó a los guardias que le sacaran los ojos y ella recobró la vista.
De acuerdo con “las Actas” de Santa Lucía, nuestra santa nació en Siracusa, Secilia (Italia), de padres nobles y ricos y fue educada en la fe cristiana. Perdió a su padre durante la infancia y se consagró a Dios siendo muy joven, manteniendo en secreto su voto de virginidad. Su madre, que se llamaba Eutiquia, la exhortó a contraer matrimonio con un joven pagano.  Lucía persuadió a su madre de que fuese a Catania a orar ante la tumba de Santa Ágata para obtener la curación de unas hemorragias. Ella misma acompañó a su madre, y Dios escuchó sus oraciones. Entonces, la santa dijo a su madre que deseaba consagrarse a Dios y repartir su fortuna entre los pobres. Llena de gratitud por el favor del cielo, Eutiquia le dio permiso. El pretendiente de Lucía se indignó profundamente y delató a la joven como cristiana ante el pro-cónsul Pascasio. La persecución de Diocleciano estaba entonces en todo su furor. Luego de ser sometida a un interrogatorio y a torturas, por medio de las cuales se pretendía hacerla apostatar, Santa Lucía fue decapitada, muriendo mártir en el año 304 d. C.

         Mensaje de santidad.

         Del diálogo entre Santa Lucía y el juez inquisidor, nos queda su mensaje de santidad, por lo que conviene reflexionar en el mismo.
En el diálogo previo a su muerte, el juez la presionó cuanto pudo para convencerla a que apostatara de la fe cristiana. Ella le respondió: “Es inútil que insista. Jamás podrá apartarme del amor a mi Señor Jesucristo”. Santa Lucía está dispuesta a dar su vida por Cristo, el Redentor, y no hay nada que la pueda apartar del amor de Cristo. La santa vive en carne propia las palabras de la Escritura: “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?” (cfr. Rm 8, 35-39).
El juez le preguntó: “Y si la sometemos a torturas, ¿será capaz de resistir?”. Santa Lucía respondió: “Sí, porque los que creemos en Cristo y tratamos de llevar una vida pura tenemos al Espíritu Santo que vive en nosotros y nos da fuerza, inteligencia y valor”. Es la doctrina de la inhabitación de Dios en el alma del justo por la gracia santificante. Santa Lucía no sabía de teología ni de dogmas, sin embargo, respondió con la más profunda teología católica y afirmando el dogma de la inhabitación trinitaria en el alma de quien se encuentra en gracia. La razón de esta respuesta, es que el Espíritu Santo, que inhabitaba en ella, la iluminaba con sabiduría celestial. Por otra parte, se cumple en la santa lo que dice Nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio, acerca de las persecuciones: “No os preocupéis por vuestra defensa, porque el Espíritu Santo hablará por vosotros” (cfr. Mt 10, 19).
El juez entonces la amenazó con llevarla a una lugar de perdición para someterla a la fuerza a la ignominia. Ella le respondió: “El cuerpo queda contaminado solamente si el alma consciente”. Santo Tomás de Aquino admiraba esta respuesta de Santa Lucía, puesto que corresponde con un profundo principio de moral: no hay pecado si no se consiente al mal. A su vez, nos deja ejemplo de cómo el amor por los bienes eternos –el cielo y la contemplación del Cordero por la eternidad-, debe siempre triunfar en el cristiano, por encima de los bienes terrenos y, mucho más, por encima de la concupiscencia. Y para nuestros tiempos, el amor de Santa Lucía a la pureza corporal por amor a Cristo –considerar el cuerpo como “templo del Espíritu” que no debe ser profanado por amores mundanos-, es un valiosísimo testimonio, tanto más, cuanto que en nuestros días se pretende inculcar la anti-naturaleza, la desvergüenza, la impudicia, desde la más tierna infancia, haciéndola pasar como si fuera lo más normal y “natural”.
No pudieron llevar a cabo la sentencia pues Dios impidió que los guardias pudiesen mover a la joven del sitio en que se hallaba. Entonces, los guardias trataron de quemarla en la hoguera, pero también fracasaron. Finalmente, la decapitaron. Pero aún con la garganta cortada, la joven siguió exhortando a los fieles para que antepusieran los deberes con Dios a los de las criaturas, hasta cuando los compañeros de fe, que estaban a su alrededor, sellaron su conmovedor testimonio con la palabra “Amén”. Aún con su garganta cercenada, Santa Lucía continúa predicando, lo cual es cumplimiento de la Escritura: “Predica a tiempo y a destiempo”, y nos debe hacer reflexionar a nosotros acerca de cómo utilizamos nuestro tiempo, hablando de cosas sin importancias, cuando deberíamos hablar de la vida eterna que nos espera en el Cielo.



jueves, 30 de noviembre de 2017

San Andrés, Apóstol


         Vida de santidad[1].

San Andrés nació en Betsaida, población de Galilea, situada a orillas del lago Genesaret. Era hijo del pescador Jonás y hermano de Simón Pedro. La familia tenía una casa en Cafarnaúm, y era en esa casa en la que Jesús se hospedaba cuando predicaba en esta ciudad. Según la Tradición, San Andrés murió mártir bajo el reinado del cruel emperador Nerón, el 30 de noviembre del año 63.

         Mensaje de santidad.

Andrés tiene el honor de haber sido el primer discípulo que tuvo Jesús, junto con San Juan el evangelista. Los dos eran discípulos de Juan Bautista, y este al ver pasar a Jesús (cuando volvía el desierto después de su ayuno y sus tentaciones) exclamó: “He ahí el Cordero de Dios”. Al oír esto y movido por el Espíritu Santo, San Andrés fue, junto con Juan Evangelista, en busca de Jesús. Cuando lo alcanzaron, Jesús se volvió, entablándose el siguiente diálogo: “¿Qué buscan?”, les dijo Jesús. Ellos le dijeron: “Señor, ¿dónde vives?”. Jesús les respondió: “Vengan y verán”. El Evangelio relata que San Andrés y San Juan Evangelista fueron con Jesús y pasaron con Él aquella tarde. Luego de este encuentro, San Andrés, también iluminado por el Espíritu Santo, fue a ver a su hermano Simón y le dijo: “Hemos encontrado al Salvador del mundo, el Mesías”.
Andrés y Simón, pescadores, fueron llamados por Jesús, cuando se encontraban en su oficio. Jesús les dijo: “Síganme” y ellos, dejándolo todo, lo siguieron. De esa manera, Jesús elevaba su oficio de pescadores a un nivel sobrenatural: de ahora en adelante no serían más pescadores de peces, sino pescadores de almas, aquellas destinadas el Reino eterno de Dios.
Andrés, que vivió junto a Jesús por tres años, tuvo el privilegio de presenciar, con sus propios ojos, la gran mayoría de los milagros que hizo Jesús, además de escuchar, uno por uno, sus maravillosos sermones, con toda su sabiduría divina. En el milagro de la multiplicación de los panes, fue Andrés el que llevó a Jesús el muchacho que tenía los cinco panes.
En el día de Pentecostés, Andrés recibió junto con la Virgen María y los demás Apóstoles, al Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego, y desde entonces se dedicó a predicar el Evangelio con la fortaleza y la sabiduría de Dios.
Una tradición muy antigua cuenta que el apóstol Andrés fue crucificado en Patrás, capital de la provincia de Acaya, en Grecia. Según esta tradición, lo amarraron a una cruz en forma de X, dejándolo padecer en esa posición durante tres días, los cuales aprovechó para predicar e instruir en la religión a todos los que se le acercaban. Dicen que cuando vio que le llevaban la cruz para martirizarlo, exclamó: “Yo te venero, oh cruz santa, que me recuerdas la cruz donde murió mi Divino Maestro. Mucho había deseado imitarlo a Él en este martirio. Dichosa hora en que tú al recibirme en tus brazos, me llevarán junto a mi Maestro en el cielo”.
La vida de San Andrés es modelo para nuestra vida cristiana, pero sobre todo a partir de su encuentro personal con Jesús, encuentro que habría de cambiar su vida, literalmente, para siempre. Como hemos visto, San Andrés tuvo el privilegio de haber escuchado el Nombre Nuevo dado por Juan el Bautista al Mesías: “Éste es el Cordero de Dios”, y de ser invitado por el mismo Jesús en Persona a su morada, luego de que San Andrés le preguntara “dónde vivía”: “Vengan y verán”.  Ahora bien, también nosotros, al igual que San Andrés, tenemos el mismo privilegio de San Andrés, y aún mayor: a nosotros no nos anuncia Juan el Bautista dónde está el Cordero de Dios, sino que es la Iglesia quien nos lo anuncia, a través del sacerdote ministerial cuando, luego de producida la transubstanciación –el cambio de la substancia del pan y del vino por la substancia del Cuerpo y la Sangre del Señor, la Eucaristía-, el sacerdote ministerial eleva la Hostia y la ostenta al Pueblo fiel para que este la adore, al tiempo que dice: “Éste es el Cordero de Dios”. Y al igual que Andrés, que fue adonde vivía Jesús para estar con Él, también nosotros somos llamados por el Espíritu Santo, para “estar con Él”, en donde Él vive, en el sagrario, por medio de la Adoración Eucarística y también recibimos el Espíritu Santo, no solo en la Confirmación, sino también en cada comunión eucarística, en la cual y por la cual Jesús, Dador del Espíritu junto al Padre, sopla sobre nuestras almas al Amor de Dios, la Tercera Persona de la Trinidad. Un último ejemplo de santidad es su amor a la cruz y el deseo de morir crucificado en ella, a imitación de Jesús, tal como lo dice en su oración a la cruz. Imitemos a San Andrés, y le pidamos a Nuestra Madre del cielo, la Virgen, la gracia de amar la cruz y de ser crucificados, como San Andrés, por amor a Jesús.



viernes, 24 de noviembre de 2017

San Andrés Dung-Lac y compañeros mártires


Vida de santidad[1].

Martirologio Romano: Memoria de los santos Andrés Dung Lac, sacerdote, y compañeros, mártires. En una única celebración, fueron honrados ciento diecisiete mártires de diferentes regiones de Vietnam, entre ellos ocho obispos, muchos sacerdotes y un gran número de fieles laicos de ambos sexos y de toda edad y condición, en la que todos, prefirieron sufrir el exilio, el encarcelamiento, la tortura y la pena máxima en vez de negar llevan la cruz y renunciar a su fe cristiana.
San Andrés Dung-Lac fue un sacerdote católico vietnamita ejecutado por decapitación, debido a su fe católica, en el reinado de Minh Ming. Durante la persecución de los cristianos, San Andrés Ding cambió su nombre a Lac para evitar la captura, y de este modo es conmemorado como Andrés Dung-Lac, y al mismo tiempo con todos los mártires vietnamitas de los siglos XVII, XVIII y XIX (1625-1886). San Andrés Dung-Lac fue incansable en su predicación. Ayunaba muy a menudo, llevó una vida austera y sencilla. Convirtió a muchos a la fe católica.

Mensaje de santidad[2].

Uno de los mártires, Pablo Le Bao-Thin, escribe desde la prisión una carta en la que nos deja numerosas enseñanzas para nuestra vida espiritual, la principal de todas, es la participación de los mártires, miembros selectos del Cuerpo Místico de Cristo, en la victoria de Cristo Cabeza. Dice así: “Yo, Pablo, encarcelado por el nombre de Cristo, os quiero explicar las tribulaciones en que me veo sumergido cada día, para que, enfervorizados en el amor a Dios, alabéis conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia. Esta cárcel es un verdadero infierno: a los crueles suplicios de toda clase, como son grillos, cadenas de hierro y ataduras, hay que añadir el odio, las venganzas, las calumnias, palabras indecentes, peleas, actos perversos, juramentos injustos, maldiciones y, finalmente, angustias y tristeza. Pero Dios, que en otro tiempo libró a los tres jóvenes del horno de fuego, está siempre conmigo y me libra de estas tribulaciones y las convierte en dulzura, porque es eterna su misericordia”. Pablo describe las penurias y horrores que vive en la cárcel; sin embargo, lo que haría que un pagano se desmoralice y desespere, es para el cristiano una fuente de gracia y fortaleza, pero no por sí mismo, sino porque es Cristo quien lo auxilia y lo conforta, convirtiendo esas penurias y angustias en gozo y alegría. Así lo dice Pablo: “En medio de estos tormentos, que aterrorizarían a cualquiera, por la gracia de Dios estoy lleno de gozo y alegría, porque no estoy solo, sino que Cristo está conmigo”. Es la presencia de Cristo en el alma del mártir, presencia misteriosa pero no por eso menos real, lo que infunde al mártir la fortaleza misma de Cristo y le permite sobrellevar hasta con alegría tribulaciones que harían desfallecer a cualquier hombre.
Continúa Pablo, afirmando que Cristo es su fortaleza, porque Cristo lleva nuestras debilidades en su Cruz: “Él, nuestro maestro, aguanta todo el peso de la cruz, dejándome a mí solamente la parte más pequeña e insignificante. Él, no sólo es espectador de mi combate, sino que toma parte en él, vence y lleva a feliz término toda la lucha. Por esto en su cabeza lleva la corona de la victoria, de cuya gloria participan también sus miembros”. Cristo no es mero espectador del combate del cristiano por la salvación del alma, sino que toma parte activa en este combate, luchando en lugar del alma que a Él se confía, venciendo con su fuerza divina y mereciendo la corona de gloria, gloria de la cual hace partícipes a los suyos.
El beato mártir Pablo, a continuación, relata la causa de su prisión, y es el no soportar ver cómo el Nombre de Cristo es ultrajado y su Cruz pisoteada por los paganos: “¿Cómo resistir este espectáculo, viendo cada día cómo los emperadores, los mandarines y sus cortesanos blasfeman tu santo nombre, Señor, que te sientas sobre querubines y serafines? ¡Mira, tu cruz es pisoteada por los paganos!”.
Luego, afirma que desea morir, antes que contemplar este ignominioso espectáculo, y confía su vida en manos de Cristo, en quien pone todas sus esperanzas de victoria: “¿Dónde está tu gloria? Al ver todo esto, prefiero, encendido en tu amor, morir descuartizado, en testimonio de tu amor. Muestra, Señor, tu poder, sálvame y dame tu apoyo, para que la fuerza se manifieste en mi debilidad y sea glorificada ante los gentiles, ya que, si llegara a vacilar en el camino, tus enemigos podrían levantar la cabeza con soberbia”.
Anima a los demás a alabar a Dios, entonando el Magnificat, el canto de la Virgen: “Queridos hermanos, al escuchar todo esto, llenos de alegría, tenéis que dar gracias incesantes a Dios, de quien procede todo bien; bendecid conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia. Proclame mi alma la grandeza del Señor, se alegre mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su siervo y desde ahora me felicitarán todas las generaciones futuras, porque es eterna su misericordia”.
Dios se sirve de los débiles para humillar a los poderosos, y por medio de los mártires, Dios silencia a los soberbios del mundo, henchidos de una sabiduría que no sirve para la salvación: “Alabad al Señor, todas las naciones, aclamadlo, todos los pueblos, porque lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar el poder, y lo despreciable, lo que no cuenta, lo ha escogido Dios para humillar lo elevado. Por mi boca y mi inteligencia humilla a los filósofos, discípulos de los sabios de este mundo, porque es eterna su misericordia”.
Quien está firme en su fe en Dios, aun cuando los hombres lo condenen a muerte –como es el caso de los mártires-, no teme a la muerte, sino que espera en la vida eterna: “Os escribo todo esto para que se unan vuestra fe y la mía. En medio de esta tempestad echo el ancla hasta el trono de Dios, esperanza viva de mi corazón”.
San Pablo anima a los cristianos que permanecen en el mundo, a no desfallecer en la lucha por la fe y por la salvación del alma, siendo preferible perder la vida terrena antes que la vida eterna: “En cuanto a vosotros, queridos hermanos, corred de manera que ganéis el premio, haced que la fe sea vuestra coraza y empuñad las armas de Cristo con la derecha y con la izquierda, como enseña san Pablo, mi patrono. Más os vale entrar tuertos o mancos en la vida que ser arrojados fuera con todos los miembros”.
Por último, San Pablo pide el auxilio de la Iglesia Militante, un auxilio que no es material, con armas terrenas, sino que es un auxilio proporcionado por las armas que da la Fe, la principal de todas, la oración; de esa manera, al estar unidos por la caridad, el mártir espera unirse en el cielo con aquellos que permanecen en esta vida para adorar al Cordero por la eternidad, puesto que lo único que él hace, al dar su vida por Jesús, es adelantarse en el camino al Reino de Dios: “Ayudadme con vuestras oraciones para que pueda combatir como es de ley, que pueda combatir bien mi combate y combatirlo hasta el final, corriendo así hasta alcanzar felizmente la meta; en esta vida ya no nos veremos, pero hallaremos la felicidad en el mundo futuro, cuando, ante el trono del Cordero inmaculado, cantaremos juntos sus alabanzas, rebosantes de alegría por el gozo de la victoria para siempre. Amén”.



[2] Carta de San Pablo Le-Bao-Tinh a los alumnos del seminario de Ke-Vinh: A. Launay, Le clergé tonkinois et ses pretres martyrs, MEP, Paris 1925, 80-83.

sábado, 11 de noviembre de 2017

San Martín de Tours


         Vida de santidad[1].

Nació en Hungría, pero sus padres se fueron a vivir a Italia. Era hijo de un veterano del ejército y a los 15 años ya vestía el uniforme militar. Un episodio sucedido al santo, en el que se encontró con Jesucristo en la apariencia de un indigente, cambió su vida para siempre. Siendo muy joven y estando de militar en Amiens, Francia, en un día de invierno de frío muy intenso, San Martín se encontró por el camino con un pobre hombre a medio vestir, que estaba tiritando de frío. Martín, como no llevaba nada más para regalarle, sacó la espada y dividió en dos partes su manto, y le dio la mitad al pobre. Esa noche vio en sueños que Jesucristo se le presentaba vestido con el medio manto que él había regalado al pobre y oyó que le decía: “Martín, hoy me cubriste con tu manto”.
Sulpicio Severo, discípulo y biógrafo del santo, cuenta que tan pronto Martín tuvo esta visión se hizo bautizar (era catecúmeno, o sea estaba preparándose para el bautismo); inmediatamente después de recibir el bautismo, se presentó ante su general que estaba repartiendo regalos a los militares y le dijo: “Hasta ahora te he servido como soldado. Déjame de ahora en adelante servir a Jesucristo propagando su santa religión”. El general quiso darle varios premios pero él le dijo: “Estos regalos repártelos entre los que van a seguir luchando en tu ejército. Yo me voy a luchar en el ejército de Jesucristo, y mis premios serán espirituales”.
Como Martín sentía un gran deseo de dedicarse a la oración y a la meditación, San Hilario le cedió unas tierras en sitio solitario y allá fue con varios amigos, y fundó el primer convento o monasterio que hubo en Francia, en donde por diez años se dedicó a la oración, a hacer sacrificios y a estudiar las Sagradas Escrituras. Los habitantes de los alrededores consiguieron por sus oraciones y bendiciones, muchas curaciones y varios prodigios. Cuando después le preguntaban qué profesiones había ejercido respondía: “Fui soldado por obligación y por deber, y monje por inclinación y para salvar mi alma”.
Un día en el año 371 fue invitado a Tours con el pretexto de que lo necesitaba un enfermo grave, pero era que el pueblo quería elegirlo obispo. Apenas estuvo en la catedral toda la multitud lo aclamó como obispo de Tours, y por más que él se declarara indigno de recibir ese cargo, lo obligaron a aceptar. En Tours fundó otro convento y pronto tenía ya ochenta monjes dedicados a la contemplación, la adoración y la predicación. Al poco tiempo, y como don de Dios, se multiplicaron los milagros y las conversiones, lo cual hizo desaparecer la plaga del paganismo, siendo su madre y sus hermanos los primeros paganos en convertirse al Dios verdadero, Jesucristo.
Un día un antiguo compañero de armas lo criticó diciéndole que era un cobarde por haberse retirado del ejército. Él le contestó: “Con la espada podía vencer a los enemigos materiales. Con la cruz estoy derrotando a los enemigos espirituales”.
Un día en un banquete San Martín tuvo que ofrecer una copa de vino, y la pasó primero a un sacerdote y después sí al emperador, que estaba allí a su lado. Y explicó el por qué: “Es que el emperador tiene potestad sobre lo material, pero al sacerdote Dios le concedió la potestad sobre lo espiritual”, explicación que agradó al emperador.
En los años en que fue obispo se ganó el cariño de todo su pueblo, y su caridad era inagotable con los necesitados. Según San Sulpicio, la gente se admiraba al ver a Martín siempre de buen genio, alegre y amable, siendo bondadoso y caritativo con todos.
Los únicos que no lo querían eran ciertos tipos que querían vivir en paz con sus vicios, pero el santo no los dejaba. De uno de ellos, que inventaba toda clase de cuentos contra San Martín, porque éste le criticaba sus malas costumbres, dijo el santo cuando le aconsejaron que lo debía hacer castigar: “Si Cristo soportó a Judas, ¿por qué no he de soportar yo a este que me traiciona?”.
 San Martín de Tours se enfrentó con funcionarios del imperio, porque en ese tiempo se acostumbraba torturar a los prisioneros para que declararan sus delitos, práctica a la cual nuestro santo se oponía de manera rotunda.
Luego de su muerte, se guardó en una urna el medio manto de San Martín (el que cortó con la espada para dar al pobre, a través del cual se le manifestó Jesucristo) y se le construyó un pequeño santuario para guardar esa reliquia. Como en latín para decir “medio manto” se dice “capilla”, la gente decía: “Vamos a orar donde está la capilla”. Y de ahí viene el nombre de capilla, que se da a los pequeños salones que se hacen para orar.

         Mensaje de santidad.

San Martín de Tours nos enseña cuáles son los verdaderos valores y bienes que debemos esperar, y estos son los espirituales, concedidos por el Gran Capitán Jesucristo, a quienes combaten en su ejército, armados con la fe y la Santa Cruz, contra el Demonio y sus ángeles. También nos enseña acerca de cuál es la verdadera batalla del cristiano: no es “contra la carne y la sangre, sino contra las potestades malignas de los aires”. Otro ejemplo de santidad es la caridad, que es dar al prójimo por amor a Dios, y nos enseña a ver cómo, en el prójimo más necesitado, está Jesucristo, de manera misteriosa, pero real y verdadera.
Como hemos visto, la vida de San Martín de Tours fue ejemplar en santidad, y lo fue todavía más al momento de la muerte, cuyos detalles podemos conocerlos gracias al testimonio de Sulpicio Severo[2].
         Según San Sulpicio, San Martín conoció con mucha antelación su muerte y anunció a sus hermanos la proximidad de la disolución de su cuerpo. Entretanto, por una determinada circunstancia, tuvo que visitar la diócesis de Candes. Existía en aquella Iglesia una desavenencia entre los clérigos, y, deseando él poner paz entre ellos, aunque sabía que se acercaba su fin, no dudó en ponerse en camino, movido por este deseo, pensando que si lograba pacificar la Iglesia sería éste un buen final para su vida terrena. Permaneció por un tiempo en esa población y una vez restablecida la paz entre los clérigos, cuando ya pensaba regresar a su monasterio, empezó a experimentar falta de fuerzas; llamó entonces a los hermanos y les indicó que se acercaba el momento de su muerte. Ellos, entristecidos, le dijeron entre lágrimas: “¿Por qué nos dejas, padre? ¿A quién nos encomiendas en nuestra desolación? Invadirán tu grey lobos rapaces; ¿quién nos defenderá de sus mordeduras, si nos falta el pastor? Sabemos que deseas estar con Cristo, pero una dilación no hará que se pierda ni disminuya tu premio; compadécete más bien de nosotros, a quienes dejas”.
Al escuchar estas palabras, el santo, siempre lleno su corazón de la misericordia de Dios, se conmovió y, llorando él también, dirigió esta oración al Señor: “Señor, si aún soy necesario a tu pueblo, no rehúyo el trabajo; hágase tu voluntad”. Pero Dios había considerado que San Martín había dado ya testimonio de Él, de manera que se lo llevó consigo al cielo, para darle su recompensa.
En esto también es ejemplo de santidad, porque sabiendo que le esperaba el cielo, no dudó en pedir la gracia de continuar en esta tierra, con sus trabajos y afanes, si esa era la voluntad de Dios. Es decir, no pedía ni cielo ni tierra, sino que se cumpla la voluntad de Dios en su vida y es así como debemos hacer nosotros: pedir que se cumpla la voluntad de Dios en nuestras vidas. Finalmente, sabiendo ya que habría de morir en pocos instantes, les dijo así a sus hermanos en religión: “Dejad, hermanos, dejad que mire al cielo y no a la tierra, y que mi espíritu, a punto ya de emprender su camino, se dirija al Señor”. Una vez dicho esto, vio al demonio cerca de él, y le dijo: “¿Por qué estás aquí, bestia feroz? Nada hallarás en mí, malvado; el seno de Abrahán está a punto de recibirme”. El soldado de Cristo, que había dejado las armas terrenas para empuñar las armas de la fe, unido a Cristo, resistió las últimas tentaciones del Demonio, para ingresar, triunfante, en el cielo, y el pobre monje, que había compartido de sus bienes con los más necesitados y había abandonado el mundo y sus riquezas para dedicar su vida al Cordero, ahora recibía el premio merecido, la felicidad eterna en el Reino de los cielos. He aquí el mensaje de santidad que nos deja San Martín de Tours.



[1] http://www.ewtn.com/spanish/saints/San%20Mart%C3%ADn%20de%20Tours.htm
[2] Cfr. Sulpicio Severo, Carta 3, 6. 9-10, 11. 14-17, 21: SC 133, 336-344.