San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 30 de octubre de 2014

Solemnidad de Todos los Santos




         Antes de la Conmemoración de los Fieles Difuntos, la Santa Iglesia celebra a los “santos”, es decir, a aquellos de sus hijos que han entrado ya a participar en el Banquete festivo del Reino de los cielos, y es una fiesta tan importante, que llama a esta fiesta: “Solemnidad”.
Pero, ¿quiénes son estos santos?
Los santos son los descriptos en el Apocalipsis, los que han “lavado sus mantos con la Sangre del Cordero”, los que han pasado grandes tribulaciones en sus vidas terrenas, pero todas las tribulaciones las han sobrellevado abrazados a la cruz y porque han estado abrazados a la cruz, han sido bañados y lavados con la Sangre del Cordero: “Estos son los que vienen de la gran tribulación, y han lavado sus vestiduras y las han emblanquecido en la sangre del Cordero” (7, 14) y por eso han sido encontrados sin mancha alguna, puros e inmaculados, pero no solo sin mancha alguna, sino revestidos “de toda gracia y perfección” (cfr. Ef 6, 10), porque sus almas estaban, al momento de morir, como el alma de la Virgen María, “llena de gracia”, porque además de hijos de Dios, son hijos de la Virgen, y sus almas resplandecen con la gracia, a imitación de su Madre, la Llena de gracia (cfr. Lc 1, 28); los santos son los “siervos buenos y fieles” (cfr. Mt 25, 21) que, durante sus vidas terrenas, han configurado sus almas y sus corazones a Jesucristo, el Hombre-Dios y así Dios Padre les ha granjeado la entrada a su Casa, para que “pasen a gozar del Reino que les tenía prometido” (cfr. Mt 25, 21), porque ha visto en ellos una copia y una imagen viviente de su Hijo Jesucristo y al verlos, ha visto en ellos a su mismo Hijo y los ha hecho pasar a su Casa; los santos son los que vivieron en esta vida terrena las Bienaventuranzas, y así merecieron ser llamados “bienaventurados” (cfr. Mt 5, 3-12): los santos son los que fueron “pobres de espíritu”, porque se reconocieron indigentes y necesitados de la luz, de la paz, de la alegría, del Amor, de la fortaleza y de la Sabiduría de Cristo Dios, y así se hicieron merecedores del Reino de los cielos y por ese motivo en ellos se cumplió a la perfección la Bienaventuranza de la pobreza espiritual: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”; los santos son los que fueron “mansos y humildes de corazón” (cfr. Mt 11, 29), porque imitaron al Sagrado Corazón de Jesús, y así se hicieron “herederos de la tierra nueva y de los cielos nuevos” y por eso en ellos se cumplió a la perfección la Bienaventuranza de la mansedumbre del corazón, que los hizo ser una imagen viviente del Sagrado Corazón de Jesús: “Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra”; los santos son los que “lloraron” con Jesús en el Huerto de Getsemaní y bebieron del cáliz de la amargura del Hombre-Dios y así fueron consolados por el mismo Hombre-Dios en Persona, en el Reino de los cielos, y por eso se cumplió en ellos a la perfección la Bienaventuranza de los que lloran junto al Hombre-Dios: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”; los santos son los que en esta vida no soportaron la injusticia de ver el Nombre Sacrosanto de Dios Uno y Trino, olvidado, menospreciado, injuriado, vilipendiado, y tampoco soportaron ver los innumerables ultrajes, las incontables ofensas, las increíbles profanaciones cometidas contra el Santísimo Sacramento del Altar, la Eucaristía, y es así que vivieron siempre con hambre y sed de justicia, porque deseaban ardientemente ver restaurados el Santo Nombre de Dios y el culto debido a la Santísima Eucaristía, y por eso merecieron ser saciados de su hambre y sed de justicia, en el Reino de los cielos, cumpliéndose en ellos a la perfección la Bienaventuranza de los que tienen hambre y sed de justicia: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”; los santos son los que obraron las obras de misericordia corporales y espirituales para con sus prójimos más necesitados, porque veían en sus hermanos más necesitados al mismo Cristo en Persona que inhabitaba en ellos, y por eso Cristo los recompensó, según sus mismas palabras: “Lo que habéis hecho con uno de estos pequeños, a Mí me lo habéis hecho”, y por haber obrado en su vida terrena la misericordia con los más necesitados, los santos obtuvieron, a la hora de su muerte, la Misericordia Divina, y así se cumplió en ellos a la perfección la Bienaventuranza de la Misericordia, reservada para los que obran la misericordia: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”; los santos son los que conservaron sus cuerpos, sus mentes y sus corazones, puros y limpios, en estado de gracia, porque tenían siempre presente que el “cuerpo es templo del Espíritu Santo”, y por eso se guardaban muy bien de no profanarlo, para no profanar a la Persona Tercera de la Trinidad, Dueña de sus cuerpos en virtud del Sacramento del Bautismo; pero además, conservaban en sus corazones la pureza del amor a Dios, desechando cualquier amor mundano y profano y en sus mentes brillaba la brillantez inmaculada de la Sabiduría Divina, por lo que detestaban con todas sus fuerzas el engaño, la mentira, el error, la herejía, la falsedad, y toda clase de falsedad, porque amaban a la Verdad Absoluta, la Verdad Encarnada, Jesucristo, y eran enemigos del Príncipe de las tinieblas, el Padre de la mentira, el Demonio, con el cual no tenían ningún tipo de trato, y por eso en ellos se cumplió a la perfección la Bienaventuranza de la pureza del corazón, y así es como ahora contemplan a Dios Trino, cara a cara, por toda la eternidad: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”; los santos son los que en esta vida terrena buscaron siempre la paz, pero no la paz del mundo, que es la paz del compromiso mundano a costa de renunciar a la Verdad; los santos buscaban la paz de Dios, que es la paz de Cristo, la paz que sobreviene al alma al saberse perdonada y amada por el Padre en Cristo Jesús, y la prueba de este perdón y amor es la Sangre del Cordero derramada en la cruz, Sangre que contiene al Espíritu Santo, el Amor de Dios; los santos amaban la paz de Dios, contenida en la Sangre de Cristo, Sangre que sellaba el perdón y el Amor de Dios en sus almas, pero a costa de ser incomprendidos por el mundo, y por eso se hicieron merecedores de la Bienaventuranza de ser llamados “hijos de Dios”: “Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios”; los santos son los que siguieron al Cordero por el Camino Real de la Cruz, y por seguir al Cordero, fueron perseguidos por el mundo, y así se hicieron merecedores de la Bienaventuranza de ser perseguidos por causa de la justicia de Dios y se hicieron dignos del Reino de los cielos: “Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos”; los santos son los que fueron injuriados, perseguidos y calumniados, por causa de Jesucristo,  así merecieron ser recompensados grandemente, con la vida eterna en los cielos, y merecieron alegrarse y regocijarse, con una alegría y regocijo sobrenaturales, celestiales, que nada ni nadie les puede quitar, nunca jamás, porque es la alegría y el regocijo que les transmite el mismo Jesús: “Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos”.
Los santos son entonces aquellos en quienes se cumplieron a la perfección las Bienaventuranzas proclamadas por Nuestro Señor en el Sermón de la Montaña, pero son también aquellos en quienes se cumplió a la perfección la Nueva Bienaventuranza, la Bienaventuranza proclamada por la Santa Madre Iglesia desde el Nuevo Monte de las Bienaventuranzas, el Altar Eucarístico, por medio del sacerdote ministerial, en la Santa Misa, una vez producido el milagro de la Transubstanciación, cuando el sacerdote, ostentando la Eucaristía en alto, dice al Nuevo Pueblo Elegido: “Felices–es decir, bienaventurados, dichosos, alegres, benditos-, los invitados al banquete celestial -a la Mesa del Altar, al Banquete Eucarístico”[1]. Por esto, los santos son los que se alimentaron de la Eucaristía y prefirieron el Banquete Eucarístico antes que los banquetes de la tierra; los santos son los que despreciaron los manjares de la tierra, como si fueran cenizas, porque los más exquisitos manjares de la tierra, tenían para ellos sabor a cenizas, en comparación con el manjar de los manjares, ofrecido por la Santa Madre Iglesia en el Banquete Dominical: la Carne del Cordero, asada en el Fuego del Espíritu Santo, el Pan Vivo bajado del cielo y el Vino de la Alianza Nueva  y Eterna, la Sagrada Eucaristía; los santos son los que prefirieron morir, literalmente hablando, antes que cometer un pecado mortal o venial deliberado, tomando al pie de la letra lo que decían a Jesucristo, oculto en el sacerdote ministerial, al recitar la fórmula de la confesión sacramental: “…antes querría haber muerto que haberos ofendido”, porque sabían bien que el pecado mortal o el venial deliberado los privaba, en mayor y en menor medida, respectivamente, de la unión sacramental con el Amor Divino Encarnado, Jesucristo, y por no privarse de la unión sacramental con el Amor de los amores, preferían literalmente la muerte, antes que pecar mortalmente o con un pecado venial deliberado; los santos fueron los que entraron al Reino de Dios por la “Puerta Estrecha” (Lc 13, 22-30), que es la Santa Cruz de Jesús; son los que se esforzaron por cumplir los Mandamientos de Jesús, dictados desde la cruz, movidos por el amor a Jesús que brotaba de un corazón contrito y humillado, y no por el deseo del cielo, ni por el temor al infierno, y es por eso que el amor con el que amaron a Jesús fue un amor perfecto, porque no los movía ni las delicias del cielo, ni los dolores del infierno, sino el amor puro y ardiente a Jesús crucificado.
         Estos son los santos, a los cuales celebra la Santa Iglesia Católica, y a los cuales nos propone para que los imitemos: son los que amaron a la gracia santificante y a la Eucaristía, más que a la propia vida, y por eso mismo, ahora son bienaventurados, es decir, dichosos, alegres, felices, por toda la eternidad.



[1] Cfr. Misal Romano.

sábado, 25 de octubre de 2014

Santos Simón y Judas, Apóstoles


Los santos Simón y Judas fueron elegidos por Jesús para que fueran Apóstoles de su Iglesia; tuvieron la dicha de formar el grupo selecto de amigos que compartió con Jesús la Última Cena y, si bien defeccionaron brevemente en la durísima prueba que significó para todos los Apóstoles la Pasión de Jesús, pues al igual que todos los demás Apóstoles, huyeron a causa del miedo cuando los romanos apresaron a Jesús, sin embargo repararon largamente esta defección, al donar sus vidas martirialmente por Jesús, años más tarde. Según la Tradición, a San Simón lo mataron aserrándolo por la mitad del cuerpo y a San Judas Tadeo lo decapitaron y por ese motivo es representado con un hacha en la mano. La Iglesia de Occidente los celebra juntos[1], aunque la Iglesia de Oriente los celebra por separado.
Simón es “el Zelote” para distinguirlo de Simón Pedro, el príncipe del Colegio Apostólico; Judas es llamado “Tadeo” para distinguirlo de Judas el traidor; San Juan le llama expresamente “Judas, no el Iscariote”.
         Además de esto, es poco lo que se sabe de estos santos Apóstoles.
Con respecto a San Simón, es, de todos los Apóstoles, el menos conocido. Se sabe que pertenecía al partido hebreo religioso de los zelotes, caracterizados por su fidelidad a la ley mosaica y por su férrea oposición a la dominación romana y a sus costumbres paganas[2]. Los zelotes, partido al que pertenecía el Apóstol San Simón, esperaban a un mesías, que sería el Libertador de Israel; este Libertador al que ellos esperaban con ansias, era el anunciado por los profetas, por lo que escrutaban las Escrituras y los profetas y eran grandes conocedores de las mismas, ya que esperaban al Mesías que allí se anunciaba. Sin embargo, en los zelotes, el Mesías esperado es más bien de orden terrenal y nacional (en esto consistía su error, en que el Mesías que esperaban era de orden terrenal, político y nacional), y por eso la tensión se orienta hacia lo político y terreno, y es lo que hace que se desencadene lo que se conoce como “guerras judías”[3]. San Simón pertenece a este partido religioso-político hebreo, en donde el nacionalismo se mezcla con lo político y lo religioso y en donde la espera del Mesías se orienta hacia un horizonte más bien terreno. Es en estas circunstancias, en donde se da su conversión hacia el verdadero y Único Mesías, Jesucristo, el Hombre-Dios (Hech 21, 20).
         Según la Tradición, luego de su conversión, predicó la doctrina evangélica en Egipto, luego en Mesopotamia y después en Persia, ya en compañía de San Judas. En la lista de los apóstoles aparece ya al final, junto a su compañero San Judas (cfr. Mt 10, 3-4; Mc 3, 16, 19; Lc 6,13; Hch 1,13).
Con respecto a San Judas, de él los Evangelios registran solamente una intervención, y es durante la Última Cena, en el marco del mandamiento muevo de Jesús[4]; apenas finaliza Jesús de dar su mandamiento nuevo, interviene San Judas, diciendo: “Señor, ¿cómo ha de ser esto, que te has de mostrar a nosotros, y no al mundo?” (Jn 14, 22). En su pregunta hay ya un ardor apostólico y un deseo por dar a conocer a los demás el Amor de Jesús: si Jesús se da a conocer a ellos, San Judas quiere que se dé a conocer también a todos los hombres: es el deseo de quien verdaderamente conoce y ama al Sagrado Corazón, porque quien lo conoce y lo ama, no descansa hasta que no lo hace conocer y amar por todos sus hermanos.
¿Cómo fue el martirio de ambos Apóstoles?
Según la tradición, recogida en los martirologios romanos, el de Beda y Adón, y a través de San Jerónimo y San Isidoro, nos dicen que San Simón y San Judas fueron martirizados en Persia[5], en la ciudad de Suamir, cuyos templos estaban repletos de ídolos. En ese lugar fueron hechos prisioneros los santos apóstoles. Simón fue conducido al templo del Sol y Judas al de la Luna, para que los adoraran, pero ante la presencia de los Santos Apóstoles los ídolos se derrumbaron estrepitosamente y de sus figuras desmoronadas salieron, dando gritos de odio, los demonios. Esto concuerda con lo que dice San Pablo: “Los ídolos de los gentiles son demonios” (cfr. 1 Cor 10, 19-21). Al ver esto, los sacerdotes paganos se volvieron contra los apóstoles y los martirizaron. Entonces, el cielo, que se encontraba en esos momentos, sereno y despejado, se cubrió repentinamente de oscuras y densas nubes, que desencadenaron una gran tempestad, la cual provocó la muerte de muchos de los presentes. El rey, que ya se había convertido al cristianismo por la predicación de los santos apóstoles, levantó un templo majestuoso, donde reposaron sus cuerpos hasta que fueron trasladados a la iglesia de San Pedro de Roma[6].
Al conmemorar a los santos apóstoles en su fiesta, podemos pedirles las siguientes gracias: a Simón, el zelote, que cambió la pasión de una causa terrena por el amor al Mesías verdadero, el Hombre-Dios Jesucristo, al punto de dar la vida y derramar su sangre por él, le pedimos que interceda por nosotros, para que tengamos siempre presente que esta vida terrena es finita y se termina pronto y que nos espera una eternidad de felicidad si somos fieles a la gracia y al Amor de Jesucristo; a San Judas, que movido por la caridad ardiente hacia el prójimo, le pidió a Jesús que también se manifestara a los demás (cfr. Jn 14, 22), y como prueba de su amor a Jesús, no se quedó en la pregunta, sino que ofreció a Jesús, para que a través suyo, Jesús se manifestara “al mundo” –porque la sangre derramada de los mártires es semilla de nuevos cristianos y por lo tanto es manifestación del Espíritu de Cristo a través del mártir-, le pedimos que interceda para que también Jesús se manifieste “al mundo” a través nuestro, y así le decimos a Jesús, por intermedio de San Judas: “Jesús, que seas carne en mi carne, sangre en mi sangre, alma en mi alma, para que todo aquel que me vea, Te vea, y todo aquel que me oiga, Te oiga. Amén”.




[1] http://www.corazones.org/santos/judas_tadeo.htm
[2] http://www.mercaba.org/SANTORAL/Vida/10/10-28_S_Simon_y_Judas.htm
[3] Cfr. ibidem.
[4] http://www.mercaba.org/SANTORAL/Vida/10/10-28_S_Simon_y_Judas.htm
[5] Cfr. ibidem.
[6] Cfr. ibidem.

viernes, 17 de octubre de 2014

San Ignacio de Antioquía, obispo y mártir


San Ignacio de Antioquía -quien es el primero en usar la palabra “Eucaristía” para referirse al Santísimo Sacramento[1]- murió martirizado en el año 107, devorado por las fieras. En su camino al martirio, ante el pedido de algunos de sus discípulos de permitir que se le obtuviera una disminución de la pena, de modo que no tuviera que morir mártir, San Ignacio escribe lo que se conoce como: “Carta a los cristianos de Roma”[2], en donde no solo niega esa posibilidad, sino que pide que nada se le interponga entre él y Jesucristo. Dice así San Ignacio en esa carta: “Temo que vuestro amor, me perjudique (...) a vosotros os es fácil hacer lo que os agrada; pero a mí me será difícil llegar a Dios, si vosotros no os cruzáis de brazos”. San Ignacio les está diciendo, indirectamente, que no hagan nada por su liberación, es decir, que se queden “cruzados de brazos”; obrar de otra manera, aunque sus discípulos lo hagan por amor a él, lo perjudicará: “Temo que vuestro amor, me perjudique”, y el perjuicio que él va a recibir, es no sufrir el martirio, porque así se vería privado de la gloria de Dios.
“Nunca tendré oportunidad como ésta para llegar a mi Señor ... Por tanto, el mayor favor que pueden hacerme es permitir que yo sea derramado como libación a Dios mientras el altar está preparado; para que formando un coro de amor, puedan dar gracias al Padre por Jesucristo, porque Dios se ha dignado traerme a mí, obispo sirio, del oriente al occidente para que pase de este mundo y resucite de nuevo con Él ...”. Llama al martirio: oportunidad para llegar a mi Señor”, porque quien derrama su sangre testimoniando al Hombre-Dios Jesucristo, alcanza inmediatamente después de su muerte la gloria eterna. Todavía más, San Ignacio les pide que permitan que él “sea derramado como libación a Dios”, para que de esta manera “pase de este mundo y resucite de nuevo con Él”. Claramente, San Ignacio ve el martirio no como una angustiosa pena de la cual hay que escapar, sino la puerta abierta a la felicidad eterna, la contemplación de Jesucristo.
Luego continúa, enfatizando aún más el deseo del martirio, pidiéndoles que no permitan que nada se interponga entre él y el martirio, sino que incluso “rueguen a Dios” para que éste se cumpla y para que él sea digno de sufrirlo: “Sólo les suplico que rueguen a Dios que me dé gracia interna y externa; no sólo para decir esto, sino para desearlo, y para que no sólo me llame cristiano, sino para que lo sea efectivamente . . .”
Luego va más allá todavía no solo al no pedir que su cuerpo reciba los honores de un mártir -tendría derecho a hacerlo si lo hubiera deseado-, como debería corresponder, sino al pedirles que dejen que “su cuerpo sirva de alimento a las bestias” y es tan grande el deseo del martirio, que si estas no quisieran devorarlo inmediatamente, él se encargará de provocarlas y azuzarlas para que lleven a cabo su tarea de despedazar su cuerpo y devorarlo por completo. Dice así San Ignacio: “Permitid que sirva de alimento a las bestias feroces para que por ellas pueda alcanzar a Dios. Soy trigo de Cristo y quiero ser molido por los dientes de las fieras para convertirme en pan sabroso a mi Señor Jesucristo. Animad a las bestias para que sean mi sepulcro, para que no dejen nada de mi cuerpo, para que cuando esté muerto, no sea gravoso a nadie ... No os lo ordeno, como Pedro y Pablo: ellos eran apóstoles, yo soy un reo condenado; ellos eran hombres libres, yo soy un esclavo. Pero si sufro, me convertiré en liberto de Jesucristo y, en El resucitaré libre. Me gozo de que me tengan ya preparadas las bestias y deseo de todo corazón que me devoren luego; aún más, las azuzaré para que me devoren inmediatamente y por completo y no me sirvan a mí como a otros, a quienes no se atrevieron a atacar. Si no quieren atacarme, yo las obligaré”.
Hacia el final de la carta, San Ignacio enfatiza aún más el ferviente deseo de morir mártir por Cristo, y es tanto ese deseo, que no le atemorizan las formas bajo las cuales se lleve a cabo –fuego, cruz, cuchilladas, y hasta la acción misma del demonio-, con tal de que se cumpla efectivamente. Además, pide con insistencia que nada se interponga entre él y Jesucristo”, porque en Él está su felicidad eterna. Y para asegurarse de que no le será quitada la gloria del martirio, llega al extremo de pedirle a sus discípulos que si él llegase a renunciar al martirio, pidiendo que lo liberasen, no tengan en cuenta esa petición, sino la que ahora escribe por carta, en pleno estado de vida: “Os pido perdón. Sé lo que me conviene. Ahora comienzo a ser discípulo. Que ninguna cosa visible o invisible me impida llegar a Jesucristo. Que venga contra mí fuego, cruz, cuchilladas, desgarrones, fracturas y mutilaciones; que mi cuerpo se deshaga en pedazos y que todos los tormentos del demonio abrumen mi cuerpo, con tal de que llegue a gozar de mi Jesús. El príncipe de este mundo trata de arrebatarme y de pervertir mis anhelos de Dios. Que ninguno de vosotros le ayude. Poneos de mi lado y del lado de Dios. No llevéis en vuestros labios el nombre de Jesucristo y deseos mundanos en el corazón. Aun cuando yo mismo, ya entre vosotros os implorara vuestra ayuda, no me escuchéis, sino creed lo que os digo por carta. Os escribo lleno de vida, pero con anhelos de morir”.
Llama la atención el tono con el que escribe San Ignacio, teniendo en cuenta que se trata de un condenado a muerte, y que no solo rechaza cualquier posibilidad de atenuación de la pena, sino que desea fervientemente el martirio. Esta actitud contrasta con la que se observa en la gran mayoría de los casos de los condenados a muerte, quienes no se muestran tan serenos como San Ignacio y ni mucho menos desean ser ejecutados: en el mundo, si a un condenado a muerte se le ofrece la reducción de la pena o incluso abolirla, no dudaría en ningún momento en aceptar la oferta, sino que aceptaría todas las posibilidades de atenuación de la pena que se le ofrecieran, incluida la libertad. Por este motivo, nos preguntamos; ¿qué es lo que explica que San Ignacio desee fervientemente el martirio y que muestre, por lo tanto, un desapego absoluto de esta vida terrena?
Lo que explica esta actitud de San Ignacio es su amor a la Eucaristía, en la cual no veía un simple pan bendecido, sino a Jesús en Persona, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, que concede la “medicina de inmortalidad”, es decir, la vida eterna. En efecto, cuando leemos las descripciones de San Ignacio con relación a la Eucaristía, vemos que se refiere a la misma como “la carne de Cristo”, “Don de Dios”, “la medicina de inmortalidad”. Llama también a Jesús “pan de Dios” que ha de ser “comido en el altar, dentro de una única Iglesia”, es decir, “Jesús”, para San Ignacio, es la Eucaristía, el “Pan de Dios”, y debe ser “comido en la Iglesia”, aún a precio de la propia vida.
Dice también San Ignacio, con respecto a la Eucaristía: “No hallo placer en la comida de corrupción ni en los deleites de la presente vida. El pan de Dios quiero, que es la carne de Jesucristo, de la semilla de David; su sangre quiero por bebida, que es amor incorruptible”. El Santo “no halla placer por comida alguna de esta tierra”, ni mucho menos por la corrupción, es decir, el pecado: lo único que desea es la Eucaristía: “Pan de Dios”, “Carne de Cristo”, su “Sangre, que es amor incorruptible”, porque la Sangre de Jesús es Portadora del Espíritu Santo, y por lo tanto comunica de la vida divina de Dios Trino a quien la bebe con fe y con amor.
Solo la Eucaristía es “remedio de inmortalidad” para San Ignacio, y por eso la desea fervientemente: “Reuníos en una sola fe y en Jesucristo. Rompiendo un solo pan, que es medicina de inmortalidad, remedio para no morir, sino para vivir por siempre en Jesucristo”.
Por último, San Ignacio denuncia a los herejes “que no confiesan que la Eucaristía es la carne de Jesucristo nuestro Salvador, carne que sufrió por nuestros pecados y que en su amorosa bondad el Padre resucitó”.
Aquí está entonces la respuesta a la pregunta de por qué San Ignacio rechaza la atenuación de la pena de muerte y desea con todo su corazón el martirio, y es su gran amor a la Eucaristía. Al conmemorarlo, le pidamos, no la gracia del martirio, puesto que esta la concede Dios a quien lo desea, sino la gracia de crecer cada vez más en el amor a la Eucaristía, el Cordero de Dios, Jesús.




[1] http://www.corazones.org/santos/ignacio_antioquia.htm
[2] Cfr. ibidem.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Santa Margarita María de Alacquoque, las apariciones del Sagrado Corazón y la Comunión Eucarística


         Santa Margarita María de Alacquoque recibió, de parte de Nuestro Señor Jesucristo, grandes dones, el más grande de todos, fue, obviamente, el haberla elegido para que fuera ella el instrumento que divulgara al mundo una de las devociones más hermosas de la Iglesia Católica, junto con la del Inmaculado Corazón de María, y es la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.
         Fueron estas apariciones y revelaciones las que colmaron la vida espiritual de Santa Margarita de manifestaciones extraordinarias, reservadas por el Señor solo a los grandes místicos, y a las almas a las cuales Él elige. Ahora bien, si todo el conjunto de las apariciones constituye en sí mismo un don de gracia infinita, porque Jesús se revela, por su intermedio, como el Sagrado Corazón, para toda la Iglesia universal, hubieron apariciones en las que  Santa Margarita recibió gracias y dones especiales, reservados solo para ella, que había sido especialmente elegida por Jesús (hay que tener en cuenta que Jesús le dijo que ella era “un abismo de miseria e indignidad”), como por ejemplo, cuando Jesús le pide su corazón y le da a cambio el mismo devuelto en forma de llama; o bien cuando la hace partícipe de las penas y amarguras y agonía del Huerto de Getsemaní. Se trata de gracias particulares, extraordinarias, enmarcadas dentro de la gran gracia que significa para la Iglesia la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.
Sin embargo, a pesar de lo extraordinario y lo maravilloso que significa el hecho de que Jesús la haya elegido para ser el instrumento de difusión de la devoción al Sagrado Corazón, con todo, Jesús no se le dio a Santa Margarita en alimento, como hace con nosotros en cada Comunión Eucarística, y este hecho es algo incomparablemente mayor a la aparición en sí misma, porque quien comulga, no ve sensiblemente al Sagrado Corazón de Jesús, sino que recibe en cambio como alimento a este mismo Sagrado Corazón. Si en la aparición el alma ve al Sagrado Corazón, con las llamas del Amor de Dios que lo envuelven, con la Cruz en su base, con la corona de espinas que lo rodea, en la comunión eucarística el alma incorpora a su ser al Sagrado Corazón, es ella misma envuelta en las llamas del Amor de Dios que inhabita a este Corazón Divino, y es hecha partícipe y asociada como víctima al sacrificio de Jesús, es decir, que la cruz y la corona de espinas que en la aparición solo se ven, en la comunión eucarística se hacen carne en la carne y alma en el alma del que comulga.

En síntesis, con todo lo maravilloso que supone la aparición de Jesús como el Sagrado Corazón, sin embargo, una sola comunión eucarística, en estado de gracia, constituye un don de gracia infinitamente superior a cualquier aparición. En efecto, esto es así, porque en la comunión eucarística, Jesús, el Hombre-Dios, se dona al alma con todo su Ser trinitario, derramando sobre ella la infinita plenitud del Amor Divino, que sobrepasa al alma como miles de millones de universos sobrepasan a un grano de arena. Para graficar esta plenitud del Amor Divino derramado en cada comunión, podemos utilizar la imagen de una mística, Marta Robin, la cual comparaba al alma con una esponja, y al Amor de Dios como un océano, en el que la esponja es arrojada: ¿qué más quiere la esponja, que ser colmada por el agua, si está sedienta de ella?, era la pregunta que se hacía Marta Robin. De la misma manera, también nosotros podemos comparar al corazón que se dispone a recibir la Eucaristía –en estado de gracia, por supuesto-, con una esponja seca, en tanto que el Océano de Amor en el cual esta esponja es arrojada –más que incorporar nosotros a Cristo, es Cristo quien nos incorpora a Él, dice San Agustín- es la Eucaristía. Entonces, al conmemorar a Santa Margarita María y a la maravillosa devoción que por su intermedio se dio a conocer al mundo, el Sagrado Corazón de Jesús, hagamos el propósito de valorar nuestras comuniones eucarísticas, teniendo en cuenta que comulgamos al Sagrado Corazón de Jesús en Persona y le pidamos a la Virgen, la Madre del Sagrado Corazón, de aprovecharlas al ciento por uno, de manera tal que nuestro corazón, como esponja seca arrojada al océano, viva permanentemente inmersa en el Océano infinito del Amor de Dios, que inhabita en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

lunes, 13 de octubre de 2014

Santa Teresa de Jesús y el Verdadero y Único Árbol de la Vida, la Santa Cruz de Nuestro Señor Jesús


En nuestros días de este siglo XXI -dominados por la oscuridad y las tinieblas espirituales más densas que jamás la humanidad haya conocido- se infiltran, entre los mismos católicos, símbolos, imágenes, conceptos, ideas, provenientes de la oscuridad y del gnosticismo, que se oponen frontalmente a la Sabiduría y al Divino Amor de Nuestro Señor Jesucristo.
Uno de esos símbolos paganos es el denominado “Árbol de la vida”[1], símbolo gnóstico y cabalístico, usado como amuleto por los jóvenes y adolescentes católicos.
         Sin embargo, el Verdadero y Único “Àrbol de la vida”, es el Árbol de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, al cual Santa Teresa de Ávila le dedica su poema: “La Cruz”[2]. Dice así el poema de Santa Teresa:
         “En la cruz esta la vida
Y el consuelo,
Y ella sola es el camino
Para el cielo”.
Para Santa Teresa, la Cruz es el Verdadero y Único Árbol de la Vida, y es la Cruz de Jesús en donde está la Vida –y no el “Árbol de la vida” cabalístico-, porque en la Cruz está suspendido Aquel que es la Vida Increada en sí misma y Fuente de toda vida creada, y como Él es la Vida Increada, es la Vida Eterna en Persona, por eso, aunque muere con su vida terrena, Jesús destruye a la muerte del hombre con su Vida Divina, que es Él mismo, para donar, a  todo aquel que se le acerque a la Cruz con un corazón contrito y humillado, su Vida Divina, la Vida que emanando de su Ser Trinitario divino, fluye con su Sangre, que es la Sangre del Cordero, la Sangre del Hombre-Dios Jesucristo, que porta la Vida Eterna consigo y ésa es la razón por la cual la Cruz, y sólo la Cruz, es el Verdadero y Único “Árbol de la Vida”. 
“En la cruz está el Señor
De cielo y tierra.
Y el gozar de mucha paz,
Aunque haya guerra,
Todos los males destierra
En este suelo,
Y ella sola es el camino
Para el cielo”.
La Cruz de Jesús es el Verdadero y Único Árbol de la Vida, porque en ella está, dice Santa Teresa, "el Señor de cielo y tierra", y Él es "Señor de cielo y tierra", porque ante su Nombre, toda rodilla se dobla, en el cielo -en donde resplandece eternamente la cruz victoriosa, brillante, que irradia la gloria divina-; en la tierra -en el altar eucarístico, en donde se renueva de modo incruento y sacramental el mismo y Único Santo Sacrificio de la Cruz, sobre cuyas especies eucarísticas este Santo Sacrificio imprime su fuerza y su virtud, haciendo presente al Santo Sacrificio de la Cruz en la Santa Misa-; y en los abismos, en donde la fuerza omnipotente de la Cruz se manifiesta con toda su fuerza divina, haciendo sentir el rigor y el furor de la Ira y de la Justicia Divina contra el Ángel Rebelde y sus secuaces, aplastándolos contra la última madriguera del Infierno. Y porque por la Cruz, que es el Único Árbol de la Vida, vino la paz a los hombres, porque en ella fueron derrotados los tres enemigos mortales de la humanidad, el Demonio, la Muerte y el Pecado, y porque el que está en la Cruz es la Paz Increada, porque es Dios Hijo en Persona, dice Santa Teresa que en es la Cruz la que "da mucha paz", aunque haya guerra, es decir, aunque nos hagan guerra nuestros enemigos, porque quien se une a la Cruz Victoriosa del Salvador, de Él obtiene todo triunfo y toda gloriosa paz, la paz que sólo Él, como Dios Encarnado, puede dar.
         "De la cruz dice la Esposa
         A su Querido
         Que es una palma preciosa
         Donde ha subido,
         Y su fruto le ha sabido
         A Dios del cielo,
         Y ella sola es el camino
         Para el cielo".
         Para Santa Teresa, la Cruz es el Único y Verdadero Árbol de la Vida, porque en ella el alma-esposa encuentra a su Dios Esposo, que por ella cuelga del madero y por salvarla de la muerte eterna, le da su Vida, que fluye incontenible y eterna, contenida hasta en la última gota de su Preciosísima Sangre. La Cruz es el Árbol de la Vida, cuyo fruto exquisito y dulcísimo es el mismo Dios, y por eso no hay fruto que pueda comparársele, para el alma que a este Árbol Santo se sube, para probar de él los dulzores incomparables de su fruto admirable. Quien se sube a este Árbol de la Vida, porque quiere probar el fruto de tan admirable Árbol, prueba el sabor exquisito del Fruto de este Árbol Único, el Único Árbol de la Vida, y ese fruto exquisito, es “Dios mismo”, como dice Santa Teresa, al hablar del alma que sube a este Árbol: “Y su fruto le ha sabido a Dios del cielo”.  
         "Es una oliva preciosa
         La santa cruz,
         Que con su aceite nos unta
         Y nos da luz.
         Toma, alma mía, la cruz
         Con gran consuelo,
         Y ella sola es el camino
         Para el cielo".
      La Cruz es el Único Árbol de la Vida, y el Árbol es un Olivo Santo, que al ser exprimido en la Pasión, da el aceite sagrado, la “santa luz”, la luz que brotando del Ser trinitario del Dios Encarnado que en la Cruz cuelga, filtra sus rayos a través de su Costado, abierto por la lanza, para iluminar y dar Vida eterna a quien se acerca a la Cruz; por eso la Cruz, dice Santa Teresa, es “una oliva preciosa”, cuyo “aceite nos unta y nos da luz”, y el que es ungido por el Aceite de este Árbol de la Cruz, esta Oliva preciosa, recibe en su alma la luz del Espíritu Santo, el Espíritu que lo conduce al Hijo y, por el Hijo, al seno del Padre Eterno.         
         La Cruz es el Único y Verdadero Árbol de la Vida, es un Árbol Santo que da reposo y sombra, al alma que a Dios Hijo ama y a la sombra de sus alas se refugia. El Árbol Santo de la Cruz, dice Santa Teresa, protege al alma con su sombra, y la protege del sol ardiente de las pasiones y del calor aplastante del Dragón infernal, que con su ardiente odio deicida y homicida, quiere agostar al alma y hacerla morir de sed, en el desierto calcinante del mundo sin Dios, pero la Cruz, como dice Santa Teresa, “es el Árbol verde (...) que da sombra al alma Esposa que bajo su sombra se ha sentado, para gozar de su Amado”. Quien se refugia a la sombra del Árbol de la Cruz, no solo es protegido del ardor calcinante de las pasiones sin control y del acoso de la Serpiente infernal, sino que goza de la Paz y del Amor Divinos que de Dios Hijo encarnado y crucificado, brotan sin descanso, y así lo dice Santa Teresa: "Es la cruz el árbol verde
                  Y deseado
                  De la Esposa que a su sombra
                  Se ha sentado
                   Para gozar de su Amado,
                  El Rey del cielo,
                   Y ella sola es el camino
                   Para el cielo".
         La Cruz es el Verdadero y Único Árbol de la Vida, dice Santa Teresa, porque el alma que muere al mundo y a sus pompas, y se encuentra a los pies de Dios rendida, postrada y humillada, con un corazón contrito, para esa tal alma, que está muerta al mundo, recibe sin embargo, de su Dios, que está crucificado en el Árbol de la Vida y es Él la Vida Increada misma, en Persona, toda la vida eterna y gloriosa del Ser trinitario y divino que brota del Corazón traspasado de Dios Hijo crucificado, y que para dar su vida, por Amor, está en el Árbol de la Vida, la Santa Cruz, crucificado. Dice así Santa Teresa:
         "El alma que a Dios está
         Toda rendida,
         Y muy de veras del mundo
         Desasida
         La cruz le es árbol de vida
         Y de consuelo,
         Y un camino deleitoso
         Para el cielo".
         La Cruz es el Único y Verdadero Árbol de la Vida, dice Santa Teresa, porque en ella padeció el Salvador, y por eso en ella está "la gloria y el honor", y por eso mismo, quien en ella padece, no encuentra tortura y muerte, sino "vida y consuelo", porque el Dios Omnipotente, con su poder transforma, en la Cruz, al odio y la muerte del hombre caído en pecado y unido al Ángel rebelde, en Amor y Vida, y por eso la Cruz es el Verdadero y Único Árbol de la Vida. 
         Después que se puso en cruz
         El Salvador,
         En la cruz esta la gloria
         Y el honor,
         Y en el padecer dolor
         Vida y consuelo,
         Y el camino más seguro
         Para el cielo.
        Y la Cruz es “el camino más seguro para el cielo” y sólo la Cruz es el camino para el cielo, porque en Ella está suspendido Aquél que dijo de sí mismo: “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”, y nadie va al Padre sino es por Mí” (Jn 14, 6).



[1]  Del mismo, dice así Wikipedia: “El árbol de la vida es uno de los símbolos cabalísticos más importantes del judaísmo. Está compuesto por 10 esferas (sefirot) y 22 senderos, cada uno de los cuales representa un estado (sefirá) que acerca a la comprensión de Dios y a la manera en que él creó el mundo. La Cábala desarrolló este concepto como un modelo realista que representa un «mapa» de la Creación. Se le considera la cosmología de la Cábala. Algunos creen que este «Árbol de la Vida» de la Cábala corresponde al Árbol de la Vida mencionado en la Biblia (Génesis 2, 9). Este concepto gnóstico fue adoptado más tarde por algunos cristianos, hermetistas, y aun paganos (…) El Árbol de la Vida se representa en el conocido Árbol Sefirótico. El mismo se compone de diez emanaciones espirituales por parte de Dios, a través de las cuales dio origen a todo lo existente. Estas diez emanaciones, para formar el Árbol de la Vida, se intercomunican con las 22 letras del alfabeto hebreo (…) En el gnosticismo, el sefirot del Árbol de la Vida posee muchas semejanzas con el concepto gnóstico cristiano del Pléroma, emanaciones que autoprovienen del inefable Padre Divino y que ofrecen el mejor medio posible de describir a Dios. Cada emanación en el Pléroma es nacida de una emanación anterior a ésta, más compleja. De estas dos alegorías, la más notable es el final del sefirá en el árbol, Malkuth, y la última emanación en el Pléroma, Sofía, cuya caída de la gracia causó el mundo físico”; cfr. http://es.wikipedia.org/wiki/%C3%81rbol_de_la_vida_(C%C3%A1bala)
[2] http://www.corazones.org/santos/teresa_avila.htm

viernes, 3 de octubre de 2014

El significado de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús

         

    Una inmensa mayoría de católicos desconoce o malinterpreta la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Muchos piensan que se trata de una devoción puramente sentimentalista, basada en afectos pasajeros, o que está reservada a señoras de edad, integrantes de cofradías propias de siglos pasados, destinadas a desaparecer, puesto que ya no tienen lugar en una época como la nuestra, caracterizada por el avance de la ciencia, de la técnica y de la tecnología. Precisamente, una devoción sensiblera, anticuada, y sentimentalista, en una época de la historia dominada por la razón tecnológica y cientificista, no tiene razón de ser, y es lógico que quede relegada a señoras mayores de edad, ancladas en el pasado y nostálgicas de un catolicismo anticuado, deudor de unas formas de las que precisamente debe desligarse, para poder sobrevivir en el mundo actual.
         Sin embargo, quienes así piensan, son quienes desconocen por completo el verdadero sentido y significado de las apariciones del Sagrado Corazón de Jesús, y lo hacen, porque en el fondo, desconocen al Sagrado Corazón de Jesús, es decir, desconocen por completo a Jesús, el Hombre-Dios. Si conocieran a Jesús, jamás podrían decir que la devoción al Sagrado Corazón de Jesús es una devoción sensiblera, sentimentalista, o pasada de moda; por otra parte, si conocieran al Sagrado Corazón de Jesús, las cofradías estarían repletas de fieles de todas las edades, desde niños que apenas están comenzando a hacer uso de la razón, pasando por jóvenes y adultos, hasta ancianos a punto de morir. Si los católicos conocieran verdaderamente la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, las iglesias rebosarían de fieles, y no se encontrarían vacías o semi-vacías, como en la actualidad.
         Pero para saber de qué se trata la devoción, es necesario recordar lo que el mismo Sagrado Corazón le dijo a Santa Margarita en su primera Aparición, el 27 de diciembre de 1673, en Paray-le-Monial, en Francia, cuando Santa Margarita tenía 26 años de edad y llevaba 14 meses de profesa. En esa primera aparición, Jesús le dijo: “Mi Divino Corazón está tan apasionado de Amor por los hombres y por ti en particular que, no pudiendo ya contener en Sí Mismo las Llamas de Su Ardiente Caridad, le es preciso comunicarlas por tu medio y manifestarse a todos para enriquecerlos con los preciosos Tesoros que te estoy descubriendo, los cuales contienen las Gracias santificantes y saludables necesarias para separarles del abismo de perdición”. En estas palabras, hay ya demasiados elementos para advertirnos de que no se trata de una mera devoción sensiblera: por un lado, Jesús, el Hombre-Dios, le declara todo el Amor de su Divino Corazón, tanto hacia ella, como hacia toda la humanidad, lo cual quiere decir, hacia todos y cada uno de nosotros: “Mi Divino Corazón está tan apasionado de Amor por los hombres”, y le dice también que no es tanto ese amor, que no puede contenerlo y que quiere darlo a comunicar, porque se trata de un Amor divino, lo cual es, por definición, un Amor eterno, infinito, celestial, sobrenatural, incomprensible e inagotable, y la ha elegido a Santa Margarita para darse a conocer: “no pudiendo ya contener en Sí Mismo las Llamas de Su Ardiente Caridad, le es preciso comunicarlas por tu medio y manifestarse a todos”.
Pero el Sagrado Corazón agrega después una revelación que nos advierte que el Amor de Dios, además de comunicarnos su Amor, nos quiere salvarnos de un peligro cierto, y ese peligro, no es el peligro de la inseguridad, de la inflación, de la escasez de alimentos, sino de algo infinitamente más grave: es el peligro de la eterna condenación: “(Mi Divino Corazón) contiene las Gracias santificantes y saludables necesarias para separarles del abismo de perdición”. Aquí se encuentra uno de los elementos fundamentales de la devoción al Sagrado Corazón, y que hace que esta devoción, lejos de ser una devoción sensiblera y sentimentalista, destinada a viejitas piadosas y anticuadas, esté destinada a toda la humanidad, y que sea una devoción recia y viril, y que el que no quiera ser devoto del Sagrado Corazón, o el que lo desprecie y no quiera ser abrasado por las Llamas de Amor que envuelven al Sagrado Corazón, se vea gravemente expuesto a ser envuelto, para siempre, por las llamas azulinas del Infierno.
Otro elemento de la devoción al Sagrado Corazón, es que Jesús elige a quienes son los más inútiles a los ojos del mundo, y eso es lo que le dice a Santa Margarita: “Te he elegido como un abismo de indignidad y de ignorancia, a fin de que sea todo Obra Mía”. Y esto lo hace, para que no nos ensoberbezcamos y pensemos que valemos algo, puesto que, como dice Jesús, “nada” podemos, sino es por Él: “Nada podéis hacer sin Mí.” (…).
Por último, el que es devoto del Sagrado Corazón, recibe a cambio, como Santa Margarita, al mismo Sagrado Corazón de Jesús, como le pasó a Santa Margarita: “Me pidió después el corazón y yo Le supliqué que lo tomase. Lo tomó y lo introdujo en Su Corazón adorable, en el cual me lo mostró como un pequeño átomo que se consumía en aquel Horno encendido. Lo sacó de allí, cual si fuera una llama ardiente en forma de corazón y lo volvió a colocar en el sitio de donde lo había tomado”. A nosotros no se nos aparece de esa manera, pero en la comunión eucarística, nos entrega su Sagrado Corazón Eucarístico, y a cambio, nosotros le entregamos nuestro pobre corazón, que es pequeño como un grano de arena y negro y duro como una roca.


Por último, el que quiera verdaderamente saber cómo es la verdadera devoción al Sagrado Corazón de Jesús, debe pedir unirse a los dolores de la Pasión de Jesús, y pedirle experimentar sus penas y sus amarguras, para ser, junto con Él, y unido a la Virgen de los Dolores, corredentor de la humanidad, porque el Sagrado Corazón de Jesús busca, así como buscó en Getsemaní  a los apóstoles, que se unieran con Él en la oración del Huerto, almas que quieran unirse con Él en el sacrificio redentor de la cruz: “Busco una víctima para Mi Corazón, que quiera sacrificarse como hostia de inmolación en el cumplimiento de Mis Designios”. Y esta unión con el Sagrado Corazón, la puede hacer cada uno, en el Santo Sacrificio del Altar, en la Santa Misa, uniéndose a Jesús, que renueva sobre el altar, su Santo Sacrificio de la cruz. En esto consiste la verdadera devoción al Sagrado Corazón de Jesús: unirse a Él, como víctima, como hostia de inmolación, en la Santa Misa, que es la renovación incruenta del Santo Sacrificio de la cruz, para reparar por los pecados del mundo”.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Santos Ángeles Custodios


         Los Ángeles Custodios -que son seres espirituales reales, y no simplemente "amigos invisibles" de la infancia (y por lo tantos inexistentes), tal como lo pretende implementar la mentalidad laicista y racionalista contraria a la Iglesia que impera en nuestros días-, han sido asignados por la Divina Providencia para que nos asistan en esta vida desde que nacemos hasta el día en que morimos, para inculcarnos en la mente y en el corazón el amor a Dios Uno y Trino, a Jesús, Dios Hijo encarnado, a la Virgen, la Madre de Dios; han sido encomendados, especialmente, por la Santísima Trinidad, para ayudarnos a evitar la eterna condenación en el infierno y para ayudarnos a salvar nuestras almas, para que el día de nuestra muerte seamos juzgados dignos de ser conducidos a la Casa del Padre, a gozar de la visión de las Tres Divinas Personas.
Sin embargo, la educación liberal, racionalista, atea, agnóstica y materialista de nuestro tiempo, ha reducido a los ángeles de Dios a seres poco menos que de fantasía, que existen solo en las lecciones de los niños de Primera Comunión y de Confirmación, cuya función se reduce a acompañar a los niños a la noche, antes de dormir, y nada más, luego de ser invocados con una oración. Posteriormente, con el crecimiento del niño y con el paso de los años, su presencia y su función son olvidados rápidamente y en la práctica, su existencia es negada de un modo pertinaz, de manera que si alguien afirma su existencia según la Doctrina católica, es puesto en ridículo, y este es el logro más acabado de la ideología atea, liberal y materialista.
A pesar de esto, el gnosticismo luciferiano ha logrado profundizar aún más las tinieblas en las que se encuentra inmerso el hombre de hoy, porque si bien es cierto que se ha logrado desterrar de las mentes y de los corazones a los ángeles de Dios –principalmente y ante todo, paradojalmente, de entre los bautizados de la Iglesia Católica-, sí se puede, en cambio, porque es “políticamente correcto”, aceptar la existencia de ángeles, pero no según la Doctrina católica, sino según la angeleología “new age”, es decir, según la angeleología de la Nueva Era, la secta luciferina que no solo niega a Jesucristo en cuanto Hombre-Dios, sino que proclama a Lucifer como el salvador del mundo. Según esta angeleología acuariana, los ángeles que existen, no son los ángeles de luz, los que están al servicio de Cristo, Rey de los ángeles, y de la Virgen, Reina de los ángeles, sino los que están servicio del Príncipe de las tinieblas, y es así que estos ángeles de la Nueva Era, al ser invocados, no hacen referencia, en ningún momento, ni a Jesús ni a la Virgen, ni tampoco al cielo ni al infierno, pero sí se habla de un “cristo cósmico” que se encuentra en una “nave espacial”, al cual ellos, en cuanto sus mensajeros, deben conducir a los hombres, para ponerlos a salvo y escapar de la tierra en las naves de la confederación galáctica. Por gracia de Dios, los ángeles de la oscuridad se pueden reconocer fácilmente por estos delirios, además de que sus nombres son absolutamente extraños a la Revelación –por ejemplo, se hacen llamar, entre otros nombres: Azrael, Aiwass, Methatron, Kryon, Ramtra, Elohim, etc.-, por el hecho de que su ayuda a los hombres consiste -no como la de los verdaderos ángeles de luz, el conducirlos a un mayor conocimiento y amor de Jesucristo, Rey de los ángeles, y de María, Reina de los ángeles- en la obtención de cosas terrenas y vanas, que solo excitan la concupiscencia y las pasiones carnales, indicios todos de que estos ángeles proceden del infierno: dinero, salud, prosperidad.
         Por el contrario, la señal de que un ángel es de Dios y no de las tinieblas, es que nos comunica de su amor al Rey de los ángeles, Jesucristo, y de su amor a la Reina de los ángeles, la Madre de Dios, porque nuestros Ángeles Custodios están permanentemente ante la Presencia del Cordero en los cielos, adorándolo y postrándose ante el altar de los cielos, y cuando el Cordero desciende, obedeciendo a las órdenes del sacerdote ministerial, en la Santa Misa, para renovar el Santo Sacrificio de la Cruz, de modo incruento, en el Santo Sacrificio del Altar, nuestros Ángeles Custodios bajan junto con Él y lo adoran, descendiendo hasta el altar eucarístico, postrándose ante “el Cordero como Degollado” hasta tocar con sus frentes el suelo, que se encuentra ante ellos en el altar, en la Santa Misa, así como antes estaba glorioso ante ellos en los cielos, y se encargan luego de recoger la Sangre del Cordero en el cáliz del altar.

Por último, una señal para saber discernir acerca de la presencia y de la actividad de nuestros Ángeles Custodios en la Santa Misa es el aumento del amor a la Presencia eucarística de Jesús, porque eso quiere decir que nuestros ángeles nos comunican del ardor de su amor por Jesús en la Eucaristía, ya que esa es una de sus principales tareas aquí en la tierra: iluminar nuestras mentes y nuestros corazones, para que conozcamos y amemos cada vez más al Cordero de Dios, Presente con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Eucaristía, y esto como anticipo de la adoración eterna que, junto con ellos y con la Reina de los Ángeles, y por la Misericordia Divina, esperamos tributarle, por toda la eternidad, en el Reino de los cielos, en la Jerusalén celestial.