Santos Apóstoles Pedro y Pablo.
Jesucristo nombra a Pedro como su Vicario en la tierra,
constituyéndose así el Papa como el punto central de la Iglesia y el fundamento
o piedra basal sobre la que se edifica el edificio de la Iglesia. De hecho, el
nombre “Pedro” deriva de “piedra”, y es esto lo que Jesús quiere significar
cuando, al cambiarle el nombre de Simón por Pedro, le dice: “Tú eres Pedro, y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt
16, 18). El Papa se constituye así en la piedra fundamental o basal sobre la
cual se construye la Iglesia, la cual, mediante el Papa, descansa en el
Hombre-Dios -que es la Roca de la cual participa Pedro como roca- y en el
Espíritu Santo[1],
que es el Alma de la Iglesia. El objetivo de Jesucristo, al instituir el Papado,
es unir a todos los miembros de la Iglesia en sí mismo –en Cristo-, mediante la
unidad de la fe[2].
Es decir, el Papa, en cuanto Vicario de Cristo, es el garante de que el Cuerpo
Místico de Cristo, los bautizados en la Iglesia Católica, se encuentren unidos
por una misma fe, basada en la Revelación del Hombre-Dios. Esta condición del
Papa de ser garante de la unidad de los católicos en la fe está revelada en el
diálogo registrado entre Jesucristo y Pedro: cuando Pedro reconoce en Cristo al
“Mesías de Dios” y Jesucristo le dice: “Bienaventurado eres, Pedro, porque esto
no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre del cielo” (Mt 16, 17). Es decir, la recta fe acerca
de Jesucristo en cuanto Hombre-Dios, en cuanto Segunda Persona de la Trinidad,
encarnada en la Humanidad Santísima de Jesús de Nazareth, que prolonga su
Encarnación en la Eucaristía y que es el Salvador de los hombres en virtud de
su sacrificio en cruz, está asegurada por el ministerio del Papa, porque su
función esencial es, precisamente, la de “confirmar en la fe” a los bautizados.
Pero además, puesto que en el Papa deposita Cristo la plenitud de la condición
de Pastor de la Iglesia, por medio del Papa los bautizados se aseguran no solo
la unidad en la fe, sino que, unidos por esta fe común, forman una comunidad –la
Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo- en la que los bautizados reciben la vida
bienaventurada y eterna[3],
por medio de los sacramentos. Es decir, así como un cuerpo no cesa en su
función vital mientras está unido a su cabeza, así el Cuerpo Místico de Cristo,
organismo vivo y vivificante, animado por su Alma que es el Espíritu Santo,
necesita que Pedro, de una manera u otra, esté presente en persona –de ahí la
necesidad de la sucesión de Pedro- para comunicar a los fieles, de forma
ininterrumpida, la vida de Cristo –por medio de los sacramentos, que producen
la gracia santificante-. Por último, a través del Papa en cuanto Vicario de
Cristo, la Iglesia tiene la firme convicción de su triunfo sobre las fuerzas
del Infierno, ya que Pedro es el depositario de la promesa de victoria final
sobre su enemigo mortal, el Demonio: “Las puertas del Infierno no prevalecerán
sobre ella (mi Iglesia)” (Mt 16, 18).
Ahora bien, el Papa, Vicario de Cristo, cumple su función y es asistido por el
Espíritu Santo, en tanto y en cuanto él mismo, en cuanto persona humana,
adhiere libremente y en su totalidad, al depósito de la Fe de la Iglesia,
contenido en su Magisterio bimilenario.
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