San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

miércoles, 23 de febrero de 2022

San Policarpo, obispo y mártir

 



Vida de santidad[1].

Policarpo, discípulo de los apóstoles y obispo de Esmirna, huésped de Ignacio de Antioquía, fua a Roma para tratar con el papa Aniceto la cuestión de la Pascua. Sufrió el martirio hacia el año 155, siendo quemado en el estadio de la ciudad.

Mensaje de santidad[2].

          Los testigos del martirio del obispo San Policarpo dejaron por escrito la muerte martirial que sufrió San Policarpo y el hecho milagroso que sucedió en ella, así como las palabras del santo y sus últimas acciones.

          La carta dice así: “Cuando estuvo preparada la hoguera, Policarpo, habiéndose despojado de sus vestidos y soltado el ceñidor, se esforzaba también en descalzarse (…). Llegó el momento en que ya estaban preparados a su alrededor todos los instrumentos necesarios para la hoguera. Cuando iban a clavarlo en el poste, dijo: “Dejadme así; el que me ha hecho la gracia de morir en el fuego hará también que permanezca inmóvil en la hoguera, sin necesidad de vuestros clavos”. En estas palabras podemos ver la asistencia del Espíritu Santo a San Policarpo: está a punto de morir quemado en la hoguera, pero el santo no solo no se desespera, ni comienza a gritar, o a llorar, o a implorar misericordia a sus verdugos, sino que les pide simplemente que no lo fijen con clavos al madero, porque él no se retorcerá de dolor, porque la gracia santificante que lo asiste y que lo condujo con mansedumbre hasta la hoguera, hará también que permanezca inmóvil cuando el fuego comience a consumir su cuerpo.

Continúa la carta: “Ellos, pues, no lo clavaron, sino que se limitaron a atarlo. Policarpo, con las manos atadas a la espalda, como una víctima insigne tomada del gran rebaño, dispuesta para la oblación, como ofrenda agradable a Dios, mirando al cielo, dijo: “Señor Dios todopoderoso, Padre de tu amado y bendito siervo Jesucristo, por quien hemos recibido el conocimiento de tu persona, Dios de los ángeles y de las potestades, de toda la creación y de toda la raza de los justos que viven en tu presencia: te bendigo porque en este día y en esta hora te has dignado agregarme al número de los mártires y me has concedido tener parte en el cáliz de tu Ungido, para alcanzar la resurrección y la vida eterna del alma y del cuerpo en la incorrupción por el Espíritu Santo; ojalá sea hoy recibido como ellos en tu presencia como un sacrificio pingüe y acepto, tal como de antemano lo dispusiste y me diste a conocer, y ahora lo cumples, oh Dios, veraz y verdadero. Por esto te alabo por todas estas cosas, te bendigo, te glorifico por mediación del eterno y celestial pontífice, Jesucristo, tu amado siervo, por quien sea la gloria a ti, junto con él y el Espíritu Santo, ahora y por los siglos venideros. Amén”. Sus últimas palabras pueden considerarse no solo como un canto de alabanza a Dios Uno y Trino, sino también como una profesión de fe en el Hombre-Dios Jesucristo, en el valor del martirio que conduce al cielo en unión con Cristo y en la esperanza de recibir, como premio al martirio, la vida eterna en el Reino de los cielos.

Luego los testigos del martirio describen un hecho milagroso sucedido en el momento del martirio: “Cuando hubo pronunciado el “Amén”, concluyendo así su oración, los esbirros encendieron el fuego. Se levantó una gran llamarada, y entonces pudimos contemplar algo maravilloso, nosotros, los que tuvimos el privilegio de verlo, y que por esto hemos sobrevivido, para contar a los demás lo acaecido. El fuego, en efecto, abombándose como la vela de un navío henchida por el viento, formó como un círculo alrededor del cuerpo del mártir; el cual, puesto en medio, no tomó el aspecto de un cuerpo quemado, sino que parecía pan cocido u oro y plata que se acrisolan al fuego. Y nosotros percibíamos un olor tan agradable como si se quemara incienso u otro precioso aroma”. Los testigos narran que San Policarpo se mantuvo sereno, firme en la fe y manso como un cordero, que su cuerpo no tomó el aspecto carbonizado que suelen tomar los cuerpos quemados, sino que parecía “pan cocido” y también “oro y plata acrisolados en el fuego” y el significado de todo esto es el siguiente: San Policarpo estaba asistido e inhabitado por el Espíritu Santo, por eso, lo que lo quemaba, pero sin hacerlo arder ni provocarle dolor, no era el fuego material, externo, de la hoguera, que es retirado por Dios para que no afecte su cuerpo: lo que lo quemaba, con un Fuego que lo hacía arder dulcemente en el Amor de Dios, era el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo y es este Fuego el que le da el aspecto de pan cocido o de plata y oro acrisolados por el fuego. En otras palabras, San Policarpo no muere por el dolor del fuego material de la hoguera, sino que muere de Amor, pues toda su humanidad, alma y cuerpo, están encendidos en el Fuego del Amor Divino, el Espíritu Santo. Muy probablemente no sufriremos la misma muerte de San Policarpo, pero no debemos olvidar que, en cada Eucaristía, recibimos al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús que está envuelto en las llamas del Divino Amor y que Él quiere comunicarnos de ese Divino Amor al comulgar, para que nuestros corazones se enciendan en el Fuego del Amor de Dios, el Espíritu Santo.



[2] De la Carta de la Iglesia de Esmirna sobre el martirio de san Policarpo, Cap. 13, 2--15, 2: Funk 1, 297-299.

miércoles, 16 de febrero de 2022

Santa Escolástica, su último milagro y sus últimas palabras

 


 



Por lo general, cuando una persona fallece, se recuerdan de ella algunas anécdotas y algunos hechos particulares, como sus gustos, preferencias, hábitos y se recuerdan todavía más cuáles fueron sus últimos actos y sus últimas palabras.

En el caso de Santa Escolástica, hermana de San Benito de Nursia, sucede también lo mismo.

En su hagiografía se registran sus últimos actos y sus últimas palabras. Entre sus últimos actos, está el milagro que ella pidió a la Santísima Trinidad, que se desencadenase una tormenta para que ella pudiera pasar más tiempo con su hermano, para hablar de la vida eterna y del Reino de los cielos. Con toda seguridad Santa Escolástica sabía ya que estaba por partir de este mundo y por eso quería aprovechar hasta el último minuto en la tierra para estar con su hermano.

El otro hecho que se recuerda es la conversación que ella tuvo con San Benito: hablaron sólo del cielo y de la vida de paz, de alegría y de felicidad eterna que les esperaba al fin de esta vida terrena, si es que permanecían fieles hasta el fin al Cordero de Dios. evidentemente, esto es lo que hicieron, permanecer fieles, pues ambos viven ahora, por la eternidad, en el Reino de los cielos.

Ahora bien, probablemente no nos recuerden por los milagros -los milagros son gracias que Dios concede a quien Él elige-, pero al menos, procuremos obrar la misericordia, no para ser recordados por los hombres, que eso no importa, sino para ingresar en el Reino de Dios y vivir en él, por la eternidad, en compañía de Santa Escolástica y San Benito.

jueves, 10 de febrero de 2022

San Blas y la bendición de las gargantas

 



          San Blas fue un médico y obispo de Sebaste, diócesis situada en la actual Armenia. Fue perseguido y sufrió el martirio por Cristo en la época del emperador Diocleciano. En esa época, todo aquel que profesara externamente el culto cristiano era perseguido y encarcelado y si no renegaba de Cristo, era asesinado. Es esto lo que le ocurrió a San Blas, puesto que murió por no renegar de la fe en Cristo Jesús.

          Según la Tradición, cuando apresaron a San Blas, sucedió que en el camino a la prisión, le salió al encuentro una mujer cuyo pequeño hijo acababa de morir asfixiado, al habérsele atragantado una espina de pescado en la garganta. La mujer le imploró al santo que curase a su hijo y San Blas, sin dudar un instante, le impuso las manos en la garganta al niño y pidió, en nombre de Cristo, que el niño volviera a la vida, lo cual efectivamente sucedió, dando así origen a la tradición de la bendición de las gargantas.

          Al recordar al mártir San Blas, debemos pedirle dos cosas: por un lado, que interceda para que nuestra fe en Cristo sea íntegra y pura y para que no cedamos en la fe católica, en los sacramentos, en el Credo, en los dogmas y esto, aun a costa de la propia vida.

          Lo otro que debemos pedir al santo es que interceda para que no nos afecte ningún mal de garganta, pero sobre todo, para que de nuestras gargantas no salga ninguna palabra desedificante o que pueda herir a nuestro prójimo y que sólo salga de nuestras gargantas alabanzas y cánticos de adoración al Cordero, Cristo Jesús y de misericordia para con nuestro prójimo.

Jesús nos dona su Sagrado Corazón en cada Eucaristía

 



          En una de las apariciones a Santa Margarita María de Alacquoque, el Sagrado Corazón le pidió a la santa que le diera su propio corazón; ella tomó su corazón y se lo entregó a Jesús y Jesús a su vez lo introdujo en su pecho, que era como un horno ardiente en donde ardían las llamas del Espíritu Santo.

          Luego de esto, Jesús le devolvió el corazón a Santa Magarita, el cual había quedado convertido en una llama ardiente con forma de corazón. En otras palabras, Santa Margarita le entrega su corazón de carne y Jesús le devuelve una llama de Amor en forma de corazón, por lo que podemos decir que el Sagrado Corazón transformó el corazón de la santa en una copia y una prolongación de su propio Corazón, envuelto en las llamas del Amor Divino.

          Al contemplar este episodio, podemos experimentar el deseo de que Jesús haga lo mismo con nosotros, pero en realidad Jesús hace con nosotros algo infinitamente más grandioso que lo que hizo con Santa Margarita: no nos pide nuestro corazón, para encenderlo en las llamas del Espíritu Santo, sino que Él nos da su propio Corazón, que late en la Eucaristía, envuelto en las llamas del Amor de Dios, para que nuestros corazones y todo nuestro ser se incendien en el Fuego del Amor de Dios.

          Al comulgar, no vemos las llamas que envuelven al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, pero debemos saber recibimos al Corazón Eucarístico de Jesús, que quiere así encendernos en el Amor de Dios, el Espíritu Santo.