San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

miércoles, 13 de diciembre de 2023

Santa Lucía, virgen y Mártir

 



         Vida de santidad[1].

         Nació en Siracusa, Sicilia (Italia), de padres nobles y ricos y fue educada en la fe cristiana y fue ejecutada en el año 304 d. C.  Su nombre figura en el canon de la misa romana, lo que probablemente se debe al Papa Gregorio Magno[2]. Se le representa llevando en la mano derecha la palma de la victoria, símbolo del martirio y en la izquierda los ojos que le fueron arrancados en su martirio por Cristo. Perdió a su padre durante la infancia y se consagró a Dios siendo muy joven. Sin embargo, mantuvo en secreto su voto de virginidad, de suerte que su madre, que se llamaba Eutiquia, quería que se casara con un joven pagano. Sin embargo, debido a que ella ya se había consagrado a Dios, le dijo a su madre que no se casaría. Su madre aceptó la decisión de la santa, pero el pretendiente de Lucía, indignado, la denunció ante las autoridades romanas, puesto que en ese entonces estaba en pleno apogeo una de las primeras persecuciones a la Iglesia y si alguien era denunciado como cristiano, era detenido de inmediato. El pro-cónsul Pascasio, siguiendo las órdenes del emperador Diocleciano, quien había decretado la persecución, ordenó la detención de Santa Lucía, conduciéndola luego ante el juez, para intentar hacerla apostatar de la fe en Cristo. El juez la amenazó todo lo que pudo para convencerla a que apostatara de la fe cristiana.  Ella le respondió: “Es inútil que insista. Jamás podrá apartarme del amor a mi Señor Jesucristo”. El juez le preguntó: “Y si la sometemos a torturas, ¿será capaz de resistir?”. La santa respondió: “Sí, porque los que creemos en Cristo y tratamos de llevar una vida pura tenemos al Espíritu Santo que vive en nosotros y nos da fuerza, inteligencia y valor”. El juez entonces la amenazó con llevarla a una casa de meretrices para someterla a la fuerza a la ignominia.  Ella le respondió: “El cuerpo queda contaminado solamente si el alma consiente”. Esta respuesta de la santa, admirada por Santo Tomás de Aquino, se corresponde con un profundo principio de moral: No hay pecado si no se consiente al mal.

El juez entonces la sentenció a muerte, pero no pudieron llevar a cabo la sentencia pues Dios impidió que los guardias pudiesen mover a la joven del sitio en que se hallaba. Entonces, los guardias trataron de quemarla en la hoguera, pero también fracasaron. En algún momento de la tortura, le extirparon ambos globos oculares, por lo cual se la representa con la palma de martirio en una mano y con los ojos suyos en una bandeja, en otra. Finalmente, la decapitaron. Pero aún con la garganta cortada, la joven siguió evangelizando a los demás cristianos, instándolos a que antepusieran los deberes con Dios a los de las criaturas.

Mensaje de santidad.

Santa Lucía es un modelo y ejemplo de cómo los jóvenes pueden amar a Dios por encima de las creaturas y con tal intensidad, que ya desde la infancia desean consagrar su virginidad a Dios, para entregarse a Él en cuerpo y alma. Con su consagración, Santa Lucía nos dice que la hermosura de Dios Trino es tan inmensa, que todo lo que conocemos fuera de Dios es igual a nada.

También es modelo y ejemplo de cómo los cristianos en general deben dar testimonio de Cristo, sin temor a los hombres, confiando en las palabras de Jesús: “No temáis a los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden matar el alma”. Por último, Santa Lucía es también un modelo de cómo conservar el cuerpo como templo del Espíritu Santo, aun a costa de la vida propia, ya que es el Espíritu Santo quien les concede a los mártires la luz de la sabiduría divina para confesar con el martirio a Jesús como al Hombre-Dios, como así también les concede la fortaleza para soportar todo tipo de torturas, las cuales serían imposibles de soportar, si no estuvieran asistidos por el Espíritu Santo. Esto es además un aliciente para nosotros, que frecuentemente, por pequeñas contrariedades, nos vemos desanimados, sin detenernos a pensar en cómo el Espíritu Santo concede una fortaleza divina tan grande a los mártires, que los hace capaces de soportar torturas sobrehumanas. Es muy probable que no suframos el martirio cruento, como los mártires, pero sí podemos, tomando ejemplo de ellos, pedir asistencia al Espíritu Santo para que nos conceda sabiduría y fortalezas divinas, para así poder sobrellevar las adversidades de cada día. Le pidamos entonces a Santa Lucía que interceda para que no pidamos que nos sea retirada la cruz, sino para que la abracemos con el amor, la sabiduría y la fortaleza que solo el Espíritu Santo puede conceder; le pidamos también que, al igual que ella, que seguía viendo a pesar de no tener ya los ojos, seamos capaces, con el auxilio de la gracia divina, de cerrar los ojos a los placeres terrenos, para abrir los ojos del alma a la feliz eternidad que espera, en el Reino de los cielos, a quienes son fieles al Cordero de Dios, Cristo Jesús.

 



[1] Cfr. https://www.corazones.org/santos/lucia.htm ; Cfr. Butler, Vida de los Santos; Sálesman, Eliécer; Vidas de Santos.

[2] Además de las actas en versiones griegas y latinas de Santa Lucía, lo que es prueba de su existencia, está fuera de duda que, desde antiguo, se tributaba culto a la santa de Siracusa. En el siglo VI, se le veneraba ya también en Roma entre las vírgenes y mártires más ilustres. En la Edad Media se invocaba a la santa contra las enfermedades de los ojos, probablemente porque su nombre está relacionado con la luz y además porque en el martirio, a pesar de que le fueron extirpados ambos ojos, la santa continuaba viendo. La historicidad de Santa Lucía terminó de comprobarse cuando se descubrió, en el año 1894, una inscripción sepulcral con su nombre en las catacumbas de Siracusa.