San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

miércoles, 30 de septiembre de 2015

San Jerónimo


         San Jerónimo, doctor de la Iglesia, se caracterizó por traducir la Biblia al latín y por realizar numerosos comentarios a las Sagradas Escrituras.  Precisamente, de sus comentarios, es suya la conocida frase: “Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”. Dice así San Jerónimo: “Pues si, como dice el apóstol Pablo, Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, y el que no conoce las Escrituras no conoce el poder de Dios ni su sabiduría, de ahí se sigue que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”[1]. San Jerónimo sostiene que las Escrituras permiten conocer “el poder y la sabiduría de Dios”, porque la Escritura es la Palabra de Dios, que como Dios, es omnipotente y sabia. Ahora bien, como la Sabiduría de Dios es su Hijo, Jesucristo, conocer las Escrituras es conocer a Cristo, Palabra de Dios sabia y omnipotente, pues “por Él fueron hechas todas las cosas”; de ahí se sigue, como dice San Jerónimo, que “desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo”.
San Jerónimo afirma también que “el libro”, es decir, las Sagradas Escrituras, contienen todos los misterios de la vida de Jesús: “(…) el contenido de este libro (…) abarca todos los misterios del Señor: predice, en efecto, al Emmanuel que nacerá de la Virgen, que realizará obras y signos admirables, que morirá, será sepultado y resucitará del país de los muertos, y será el Salvador de todos los hombres”[2]. Conocer las Escrituras, entonces, es conocer a Cristo, pues en las Escrituras están contenidos todos los misterios de la vida de Cristo.
Ahora bien, dirá San Jerónimo que los profetas, cuando hablaban, hablaban con una sabiduría sobrenatural, porque quien les hablaba a ellos, por medio de las Escrituras, era Dios Espíritu Santo, que habitaba en ellos: “¿Qué razón tienen los profetas para silenciar su boca, para callar o hablar, si el Espíritu es quien habla por boca de ellos? Por consiguiente, si recibían del Espíritu lo que decían, las cosas que comunicaban estaban llenas de sabiduría y de sentido. Lo que llegaba a oídos de los profetas no era el sonido de una voz material, sino que era Dios quien hablaba en su interior, como dice uno de ellos: El ángel que hablaba en mí”[3].
         Parafraseando a San Jerónimo, podemos decir que si ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo, ignorar la Eucaristía, Palabra de Dios encarnada y glorificada, es ignorar a Cristo. Y si la Escritura es la Palabra de Dios que nos revela todos los misterios de la vida de Cristo, la Eucaristía es ese mismo Cristo en Persona, que se nos comunica al alma con todos sus misterios divinos, haciéndonos participar de ellos. Por último, si los profetas hablaban palabras de sabiduría, porque el Espíritu Santo habitaba en ellos por la Palabra de Dios, también en el alma que comulga en gracia recibe al Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, espirado en el alma por Jesús Eucaristía, y así Dios Espíritu Santo viene a inhabitar en el alma del que recibe a la Palabra de Dios encarnada y glorificada, Jesús Eucaristía.
         Entonces, conocer la Eucaristía es conocer a Cristo, Palabra de Dios hecha carne y oculta en apariencia de pan.



[1] Del Prólogo al comentario de san Jerónimo sobre el libro del profeta Isaías, Núms. 1. 2: CCL 73, 1-3.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

martes, 29 de septiembre de 2015

San Miguel Arcángel



San Miguel Arcángel Para ser un devoto bueno y santo de San Miguel Arcángel y para que nuestra devoción al Arcángel no quede en un mero sentimentalismo religioso, tenemos que imitarlo; para imitarlo, tenemos que conocerlo: para conocerlo, tenemos que leer y meditar el Libro del Apocalipsis, porque es ahí en donde se muestra cómo San Miguel ama y defiende la gloria de Dios. En el Apocalipsis se relata la batalla entablada en los cielos, batalla que explica el origen de todos los males del hombre: se revela el inicio de la lucha entre los ángeles apóstatas comandados por Lucifer, contra Dios y sus ángeles de luz, comandados por San Miguel Arcángel, lucha que finalizó con la expulsión de los cielos y posterior caída a la tierra del Demonio y los ángeles de la oscuridad: “Hubo una gran batalla en el cielo. Miguel y sus ángeles combatieron contra Satanás y los suyos, que fueron derrotados, y no hubo lugar para ellos en el cielo, y fue arrojada la Serpiente antigua, el diablo, el seductor del mundo. Ay de la tierra y del mar, porque el diablo ha bajado a vosotros con gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo” (12, 7-9). Este hecho constituye el origen de los males de la humanidad, porque la caída del demonio a la tierra significó la pérdida de la amistad del hombre con Dios, su propia caída a causa del pecado original y el inicio de la esclavitud de la humanidad bajo las garras del demonio. Pero en el Apocalipsis también se revela el nombre de San Miguel Arcángel, quien en el momento de la rebelión de Lucifer exclamó: “¿Quién como Dios?”; se revela también su posterior lucha contra el Demonio, a favor de Dios y con la fuerza de Dios; por eso es que, si en el Apocalipsis se revela el origen de los males del hombre, representados en la caída de Satanás, también se revela el origen de los bienes espirituales del hombre, porque San Miguel Arcángel nos enseña cómo amar a Dios y también a luchar por Él. Con su oposición al Demonio y a su reino de mentiras, traición y falsedad, San Miguel Arcángel, aun siendo un ángel, se convierte en ejemplo a seguir para los hombres, creaturas de otra naturaleza, porque representa a los ángeles que aman a Dios Uno y Trino por lo que es y no por lo que da; es decir, San Miguel Arcángel ama a Dios con un amor puro y desinteresado, y no por los beneficios que puede obtener por su amistad y éste es el amor más perfecto que se puede tener a Dios. Ahora bien, este amor, en San Miguel Arcángel, es fruto de una elección: en su poderosa inteligencia angélica el santo Arcángel contempla, por un lado, a Dios en la infinita e inabarcable hermosura de su Ser divino trinitario, en su Omnipotencia, en su Sabiduría celestial, en su Amor eterno y lo elige por eso, por ser Dios Quien Es: un Ser divino perfectísimo, que es Omnipotencia, Amor, Sabiduría y Belleza infinitas y así ama a Dios Trino con un amor perfecto; al mismo tiempo, San Miguel Arcángel comprende la inmensidad del horror y el espanto que significan vivir sin Dios: se da cuenta que sin Dios, su vida angélica se sumergiría en la más profunda de las tinieblas y se vería irremediablemente perdida sin la luz de Dios; San Miguel se da cuenta que su naturaleza angélica, hecha para amar, se vería obligada a actuar en contra de sí misma, porque se vería obligada a odiar, con un odio que sólo habría de crecer por toda la eternidad; se da cuenta que perdería para siempre aquello que alegra su naturaleza angélica, la contemplación de la Trinidad. Pero sobre todo, lo que San Miguel Arcángel veía era que, si elegía quedarse sin Dios, habría de perder para siempre la posibilidad de adorar y amar al Hombre-Dios, Jesucristo. Fue entonces que San Miguel Arcángel eligió amar y adorar a Dios Uno y Trino y al Verbo de Dios Encarnado y pronunció, con una voz potente que resonó en los cielos “¿Quién como Dios? ¡Nadie como Dios”. Es así como San Miguel Arcángel se convirtió en ejemplo de amor perfecto y fiel a Dios, siendo el modelo angélico a seguir para todos los hombres que desean amar a Dios con un amor sincero y puro; así como ama a Dios el santo Arcángel, así debemos amarlo nosotros: con un amor desinteresado, amándolo por lo que Es y no por lo que da y amándolo en Jesucristo, Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía. Entonces, si queremos ser buenos devotos y devotos verdaderos y santos de San Miguel Arcángel, debemos entonces recurrir al Apocalipsis, para saber de él y así poder imitarlo. Pero, ¿cómo saber si tenemos una devoción verdadera o falsa a San Miguel Arcángel? El verdadero devoto del santo Arcángel se caracterizará por aborrecer la mentira, la soberbia, la maledicencia, que son el sello distintivo del Demonio, “Padre de la mentira” y de todo lo malo; el verdadero devoto de San Miguel Arcángel, además de aborrecer la mentira y la soberbia, vivirá siempre en la gracia de Dios, amando la humildad y la verdad y siendo misericordioso con todos, porque la humildad, la verdad y el amor caracterizan a los que viven en la gracia de Dios. Prestemos mucha atención a lo que pensamos, deseamos, decimos y hacemos, no sea que creamos ser devotos de San Miguel Arcángel y en realidad sólo aparentemos por fuera devoción y religión, mientras por dentro vivimos en la soberbia, en la mentira y en la ausencia de amor a Dios y al prójimo.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

San Pío de Pietrelcina y las llagas de Cristo


         Una de las características más sobresalientes en la vida de santidad del Padre Pío fueron las heridas que llevaba en sus pies, en sus manos y en su costado. Los exámenes médicos confirmaron, una y otra vez, que las heridas eran auténticas, así como auténtica era la sangre que de ellas manaba. Descartando de plano toda posibilidad de engaño y descartando así mismo la absurda teoría de que fuera él, con su imaginación y poder mental, quien se las hubiera auto-infligido, queda una sola explicación posible: las heridas, reales, son la confirmación externa de la participación interna, por la gracia, a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.
         La participación a la Pasión es una verdad de fe: el cristiano es el Cuerpo Místico de Jesús, quien continúa su Pasión, a lo largo del tiempo y de la historia humana, por medio de los miembros de su Cuerpo. Esto, que se da por la gracia, por la fe y por el amor en todo cristiano, pero de modo insensible e invisible, se volvió sensible y visible en el caso del Padre Pío, por un designio especial de Dios. Fue Dios quien le concedió la gracia al Padre Pío de hacer visible y sensible su participación a su Pasión. Es esto lo que explica la aparición de las llagas: es Cristo quien padece a través del Padre Pío. No son “las llagas del Padre Pío”, sino las llagas mismas de Jesús, que se hacen visibles y sensibles a través del Padre Pío. Quien veía al Padre Pío y sus llagas, veía a Jesús con sus llagas.
         ¿Cuál es la razón de esta gracia tan particular, concedida a muy pocos santos en la historia de la Iglesia? Podríamos pensar que es para el Padre Pío pudiera hacer milagros, como de hecho los hizo, ya que por la imposición de sus manos llagadas se curaban, efectivamente, toda clase de enfermedades, corporales y espirituales.
         Sin embargo, no es esta la razón última. La razón de las llagas visibles en el Padre Pío consiste en que los hombres, al contemplar unas llagas que no tienen explicación humana posible, nos demos cuenta de que estamos inmersos en un misterio incomprensible, el misterio del Amor del Hombre-Dios Jesucristo, que nos muestra sus llagas, de modo visible, para que veamos con nuestros propios ojos al mismo Amor que se materializa y se hace llagas para demostrarnos cuán profundo e insondable es el Amor con el que el Amor nos ama. Es verdad que el Padre Pío hacía curaciones milagrosas cuando imponía sus manos llagadas; pero si nos quedamos en el milagro de la curación, nos perdemos de vista al Amor Divino que por esas llagas se nos manifiesta, visible y sensiblemente.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Santos Cornelio, Papa y Cipriano, obispo, mártires


Tiempo después de ser elegido Pontífice, San Cornelio fue martirizado en la persecución del emperador Decio en el año 253[1]. Su pontificado se vio conmovido por la aparición de doctrinas heréticas, alejadas de la verdadera fe, provenientes de un sacerdote hereje llamado Novaciano. Según estas doctrinas erróneas, la Iglesia no podía admitir nunca más a los llamados “lapsis”, que eran católicos que habían apostatado de su fe en las persecuciones y que decidían retornar a la fe. Según las tesis de Novaciano, la Iglesia no tenía poder para perdonar estos pecados, por lo que los “lapsis” arrepentidos nunca más podrían reingresar a la Iglesia.
         Además, en un exceso de rigorismo que se contradice con la Misericordia de Dios, dispensada a través de los sacramentos, Novaciano sostenía que ciertos pecados como la fornicación e impureza y el adulterio, no podían ser perdonados jamás[2]. El Papa Cornelio hizo frente a estas posiciones alejadas de la verdadera Iglesia y con su Magisterio pontificio declaró que si un pecador se arrepiente en verdad y quiere empezar una vida nueva de conversión, la Santa Iglesia puede y debe perdonarle sus antiguas faltas y admitirlo otra vez entre los fieles[3].
A San Cornelio lo apoyaron San Cipriano desde África y todos los demás obispos de occidente.
La vida de los santos Cornelio, Papa y San Cipriano, obispo, está marcada entonces por la defensa de la Divina Misericordia en favor del pecador. Es verdad que Dios no es solo Misericordia infinita, sino también Justicia infinita y es verdad que nadie escapa de su Justicia. Pero también es verdad que, en esta vida, su Misericordia prevalece sobre su Justicia, porque Dios “no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y salve” (Ez 18, 21-18) y también “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim 2, 4). Dios nos da toda esta vida como una prueba para que aceptemos a Jesús como nuestro Salvador, como al Redentor de los hombres y es por eso que nos da la oportunidad de arrepentirnos de nuestros pecados y de acudir al Tribunal de la Divina Misericordia, el Sacramento de la Confesión. A diferencia de lo que sostenía Novaciano, de que a los que habían apostatado en la persecución y a los que cometían ciertos pecados, sobre todo los relacionados con la pureza, no se les podía ni admitir en la Iglesia ni perdonarles los pecados, la doctrina de la Iglesia nos enseña que Jesús no niega a nadie el perdón, que se concede a través de los sacramentos de su Iglesia, principalmente el de la penitencia, con tal de que su arrepentimiento sea sincero: “Di a los pecadores empedernidos que no teman acercarse a Mí”. Lo único que necesita Dios para poder perdonarnos es que nuestro corazón se estruja de dolor por haber pecado, por haber ofendido a la Divina Majestad, al Dios Tres veces Santo, con la malicia de nuestro corazón. A su vez, el límite a la Divina Misericordia, lo pone el mismo hombre, puesto que el único pecado que no se confiesa, es aquel pecado que no se perdona. Ahora bien, como dice Jesús a Santa Faustina, “quien no quiera pasar por el Tribunal de la Misericordia, tendrá que pasar por el de la Justicia”. También le dice Jesús que para estos últimos, “tiene toda una eternidad para castigar”, en tanto que el tiempo de la Misericordia es este tiempo terreno.
No seamos rigoristas, entonces, porque la Misericordia triunfa sobre la justicia; pero tampoco seamos indulgentes con el pecado, porque Dios es Misericordia, pero también Justicia infinita. A imitación de los Santos Cornelio y Cipriano, seamos misericordiosos, para poder recibir nosotros misericordia al mismo tiempo y dejemos para Dios la Justicia.



[1] https://www.ewtn.com/spanish/Saints/Cornelio_y_San_Cipriano.htm
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

viernes, 4 de septiembre de 2015

El dolor del Sagrado Corazón



“He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres, y en cambio, de la mayor parte de los hombres no recibe nada más que ingratitud, irreverencia y desprecio, en este sacramento de amor”. Jesús le muestra a Santa Margarita María de Alacquoque su Sagrado Corazón, pero su Corazón, si bien está envuelto en las llamas del Divino Amor, está también circundado por una corona de espinas, una corona formada por gruesas, largas y filosas espinas. Puesto que es un Corazón que está vivo, está latiendo, lo cual quiere decir que estas espinas lastiman al Corazón de Jesús en cada latido, y lo hacen doblemente: en la fase de reposo del Corazón –la diástole-, cuando el Corazón se llena de su Preciosísima Sangre, y en la fase de contracción –la sístole-, cuando el Corazón expulsa la Sangre, contrayéndose sus músculos. En la fase de reposo, las espinas lastiman al Sagrado Corazón porque se incrustan en él, punzándolo, cada una de ellas, como si fuera un filosísimo cuchillo; en la fase de expulsión de la Sangre, las espinas también lastiman al Sagrado Corazón, porque lo desgarran, al separarse, por la contracción, las paredes ventriculares de las espinas que lo han penetrado previamente, en la fase de reposo. Es decir, en cada latido, en cada segundo, el Sagrado Corazón sufre, y sufre de un modo que no podemos ni siquiera imaginar. ¿Qué representan estas espinas, que tanto dolor le provocan al Sagrado Corazón de Jesús? ¿Qué relación tienen con mi vida personal? Si el Sagrado Corazón se le apareció a Santa Margarita, ¿qué tengo que ver yo, con mi historia personal, un sujeto que vive en el siglo XXI, con las espinas que rodean, estrechan y laceran al Sagrado Corazón a cada instante? Tengo mucho que ver, porque esas espinas están formadas por mis pecados personales, porque las espinas de la corona son la materialización de mis pecados. Ésa es la razón por la cual Jesús se queja ante Santa Margarita: “He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres, y en cambio, de la mayor parte de los hombres no recibe nada más que ingratitud, irreverencia y desprecio, en este sacramento de amor”. Y la “ingratitud, irreverencia y desprecia” no son otra cosa que mis pecados personales; es decir, soy yo, y no el prójimo que está a mi lado, el responsable del dolor lacerante que experimenta el Sagrado Corazón a cada instante. Son mis pecados, es decir, las tentaciones consentidas, las que hacen sufrir de manera inenarrable al Sagrado Corazón. Cuando Jesús se le apareció a Santa Margarita y le mostró su Sagrado Corazón traspasado de espinas, le estaba mostrando el fruto de mis pecados, y si bien Jesús no le dijo mi nombre a Santa Margarita, sí estaba pensando en mí. ¿Qué hacer, entonces? Jesús se quejaba de los hombres ingratos, es decir, de aquellos que, sabiendo que Él sufría y moría en la cruz para salvarlos, se mostraban indiferentes a su dolor salvífico de la cruz, y continuaban, indolentes, su vida de pecado, lacerando su Sagrado Corazón. Entonces, para aliviar, aunque sea mínimamente, el dolor del Sagrado Corazón, hago entonces el propósito de no pecar más, aunque no importen ni el cielo, que es la recompensa para los que no pecan, ni el infierno, que es el castigo para los que no se arrepienten del pecado. Sólo por no provocar más dolores al Sagrado Corazón, entonces, hago el más firme propósito de evitar todo pecado, aun el más insignificante; así, el Sagrado Corazón experimentará alivio, en vez de dolor. ¡Virgen Santísima, Madre mía, tú que compartes los dolores del Corazón de tu hijo, ayúdame para cumplir este mi propósito, de no pecar más, para dar alivio al Sagrado Corazón de Jesús, que por mi salvación, sufre de Amor por mí!