San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

domingo, 30 de septiembre de 2012

“En el corazón de la Iglesia yo seré el Amor”



“En el corazón de la Iglesia yo seré el Amor”. La frase expresa el momento culminante del itinerario de Santa Teresita de Lisieux, en la búsqueda acerca de su misión en la Iglesia.
Lejos de reflejar un estado sentimentalista, como muchos equivocadamente pueden llegar a interpretar, la frase expresa la más alta cumbre de experiencia mística de Santa Teresita, puesto que no se refiere a un estado anímico ni a un sentimiento, sino a una profunda identificación con el Ser trinitario, que es Amor en Acto Puro. El deseo de “ser el Amor” en “el corazón de la Iglesia”, es entonces la expresión, en una simplísima frase, de un estado de unión espiritual con la divinidad, alcanzable solo por las grandes almas místicas. Y, visto que Santa Teresita es santa, y además doctora de la Iglesia, es patente que puso por obra su descubrimiento espiritual, el “ser el Amor en el corazón de la Iglesia”, descubrimiento que la condujo a las más altas cumbres de la sabiduría y de la santidad.
¿De qué manera pudo Santa Teresita hacer realidad lo que expresó en tan simple y profunda frase? La pregunta no es inútil, puesto que la santidad está al alcance de toda alma, ya que el único límite que puede frenar el ascenso a la santidad, en un alma, está puesto por ella misma. Es decir, la pregunta es importante, porque toda alma puede alcanzar las mismas cumbres de santidad de Santa Teresita, y aún más.
 Para contestar a la pregunta de cómo pudo Santa Teresita hacer realidad su descubrimiento, es necesario analizar con un poco de detenimiento su frase: “En el corazón de la Iglesia yo seré el Amor”. “En el corazón de la Iglesia”: ¿cuál es el corazón de la Iglesia? El corazón de la Iglesia es la Eucaristía, porque si el corazón es la sede del amor del hombre, la Eucaristía es la sede del Amor de Dios, ya que ahí late el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, envuelto en las llamas del Amor divino. ¿Y de qué manera se puede “ser el Amor”? Uniéndose a ese Corazón Eucarístico de manera tal de quedar absorbidos por la fuerza de su Amor; uniéndose al Corazón Eucarístico, de manera tal de ser abrasados por las llamas del Amor divino, hasta ser una sola cosa con Él, así como el hierro, inicialmente opaco, duro y frío, se ablanda y se vuelve luminoso y brillante cuando es abrasado por el fuego. De esta manera, el alma se identifica a tal punto con el Amor de Dios, que pasa a ser una sola cosa con Él.
Entonces, comulgando la Eucaristía como lo hacía Santa Teresita, se puede “ser el Amor en el corazón de la Iglesia”.

viernes, 28 de septiembre de 2012

La Santa Misa para Niños (XXVI) En la Misa están todos los santos del cielo, los que prefirieron morir antes que pecar




(…) los apóstoles y cuantos vivieron en tu amistad a través de los tiempos, merezcamos, por tu Hijo Jesucristo, compartir la vida eterna y cantar tus alabanzas.

Después de nombrarla a la Virgen, el sacerdote nombra a los amigos de Jesús, que son los santos: “los apóstoles y cuantos vivieron en tu amistad a través de los tiempos”. Y como pasó con la Virgen, que el sacerdote la nombra para que nos demos cuenta que Ella está en persona, también nombra a los amigos de Jesús, los Apóstoles y los santos, para que también nos demos cuenta de que en la Misa están todos los santos presentes.
¿Cuántos santos hay? Muchísimos, muchos más de los que nos podemos imagina, porque hay muchos santos que no los conocemos; si tuviéramos que escribir las vidas de todos los santos que hay en el cielo, no alcanzarían todos los libros de la tierra.
En la Misa, están los santos que conocemos, y aquellos a los que les tenemos más cariño. Por ejemplo, el Padre Pío, la Madre Teresa de Calcuta, Santa Bernardita, Santa Teresa de Ávila, San Ignacio de Loyola, San Josemaría Escrivá, y muchos, muchísimos más, tan numerosos, que no los podríamos contar.
Por esto, tenemos que saber que si le rezamos a un santo una novena, para que interceda por nosotros, en la Misa ¡lo tenemos en persona!
¿Y qué hacen? Adoran y aman a Jesús, y están tan pero tan alegres y felices, que no lo pueden casi creer.
¿Y qué hicieron los santos para estar en el cielo y acompañar a Jesús en la Misa, cuando baja del cielo al altar?
Lo que hicieron los santos fue darse cuenta que la vida de la gracia es muchísimo más valiosa que cualquier bien material de esta tierra. Ellos sabían que la más pequeñísima gracia recibida de Dios –un buen pensamiento, un buen deseo, alegrarme de los bienes del prójimo, no contestar mal, ser pacientes, sacrificados, y cosas pequeñas por el estilo-, valen infinitamente más que todo el oro y toda la plata y todos los diamantes del mundo.
Los santos se dieron cuenta del tesoro enorme que hay en los sacramentos, sobre todo la confesión y la Eucaristía, y no dejaron nunca de acudir a ellos. Sabían que la confesión y la Eucaristía eran como manantiales de agua cristalina, fresquita, transparente y riquísima, en un día de mucho calor y sed. Sabían que en la confesión recibían no solo el perdón de los pecados, sino también el aumento de la gracia santificante, que los prevenía para no pecar y para poder vivir tranquilamente como hijos de Dios. Sabían que la Eucaristía es el tesoro más grande y maravilloso y valioso de todos los tesoros de la tierra; que comparada con la Eucaristía, todos los tesoros del mundo, y todas las cosas lindas del mundo, son como cenizas o como sombras, que no valen nada, porque la Eucaristía es Jesús, que es Dios Hijo en Persona, y sabían que Él da, a todo el que se le acerca, toneladas y toneladas de amor sin medida, y ellos preferían estar con Jesús y acompañarlo en el sagrario, antes que aburrirse con las diversiones pasajeras del mundo.
Y como los santos sabían del grandísimo valor que tenía la gracia, ellos eligieron perder la vida antes que pecar, como dijo Santo Domingo Savio en el día de su Primera Comunión: “Yo quiero comulgar todos los días de mi vida, y como el pecado no me deja comulgar, prefiero morir antes que dejar de comulgar, antes que dejar de recibir al Sagrado Corazón de Jesús, que late de amor en la Eucaristía por mí”.
Y en esto siguieron a Jesús, que en el Evangelio dice: “Si tu mano, tu pie, tu ojo, es ocasión de pecado, córtatelo, porque más vale que entres manco, rengo, y con un solo ojo al cielo, que vayas al infierno con todo el cuerpo sano”. Y es lo que decimos cada vez que rezamos el pésame: “Antes querría haber muerto que haberos ofendido”. Estamos diciendo que no solo preferimos quedarnos sin una mano, sin un pie o sin un ojo, sino que preferimos ¡morir! antes que pecar, antes que alejarnos del Amor de Dios.
Porque el pecado es como cuando alguien, en un día de sol y de cielo celeste, alejándose de la compañía y protección de sus papás y de sus seres queridos, se interna en una cueva oscura, fría, llena de animales venenosos, como serpientes y arañas gigantes, alacranes y escorpiones; el pecado es como apartarnos de los seres queridos por propia voluntad, para ir a estar en un lugar oscuro, frío y lleno de peligros mortales.. Pero es mucho peor que esto, porque el que peca se acerca a los demonios, los ángeles caídos, que son mucho más terribles que las serpientes o las arañas. 
La vida de la gracia, en cambio, es como estar en ese día de sol y de cielo celeste y despejado, junto a quienes más amamos en la vida, nuestros padres, hermanos y seres queridos, pero es mucho más lindo que eso, porque el que está en gracia, tiene a Jesús en el corazón, y es llevado por la Virgen en sus brazos, com un niño pequeño, y no se puede tener mayor alegría que tener a Jesús en el corazón, y no se puede estar más seguros que en los brazos de la Virgen.
Los santos sabían muy bien qué significaba el pecado, la pérdida de la vida de la gracia, y por eso preferían antes la muerte que pecar.
En la Misa, les pidamos a los santos que más conocemos y queremos, que nos concedan esta gracia: antes morir que pecar; antes morir que apartarnos de ese Sol de Amor infinito que es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.



martes, 25 de septiembre de 2012

San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei


26 de junio


            Vida y milagros de San Josemaría Escrivá[1],[2]
            Nació en Barbastro (Huesca, España) el 9 de enero de 1902 y falleció en Roma el 26 de junio de 1975. Sus padres se llamaban José y Dolores. Tuvo cinco hermanos: Carmen (1899-1957), Santiago (1919-1994) y otras tres hermanas menores que él, que murieron cuando eran niñas. El matrimonio Escrivá dio a sus hijos una profunda educación cristiana. En 1915 la familia se trasladó a Logroño, en donde San Josemaría decide ingresar al seminario para cumplir su vocación sacerdotal, la cual surge luego de ver las huellas en la nieve de los pies descalzos de un religioso. Paralelamente, estudia también la carrera civil de Derecho como alumno libre en la Universidad de Zaragoza. Obtendrá el doctorado en Derecho años más tarde.
Es ordenado sacerdote el 28 de marzo de 1925, comenzando a ejercer su ministerio en una parroquia rural.
            El 2 de octubre de 1928, estando en Madrid, Dios le hace ver lo que espera de él, y funda el Opus Dei, comenzando a trabajar desde ese día con todas sus fuerzas en el desarrollo de la fundación que Dios le pide. Simultáneamente, desarrolla un intenso apostolado en hospitales y barriadas populares de Madrid.
            En 1936 estalla la guerra civil con la consiguiente persecución relgiosa, lo que obliga a San Josemaría a refugiarse en diversos lugares, aunque no por esto deja de ejercer, si bien clandestinamente, su ministerio sacerdotal. Finalmente, logra salir de Madrid y, pasando por el sur de Francia, se dirige a Burgos.
En 1946 fija su residencia en Roma. Obtiene el doctorado en Teología por la Universidad Lateranense. Es nombrado consultor de dos Congregaciones vaticanas, miembro honorario de la Pontificia Academia de Teología y prelado de honor de Su Santidad. Sigue con atención los preparativos y las sesiones del Concilio Vaticano II (1962-1965), y mantiene un trato intenso con muchos de los padres conciliares. 
Desde Roma viaja en numerosas ocasiones a distintos países de Europa, para impulsar el establecimiento y la consolidación del trabajo apostólico del Opus Dei. Con el mismo objeto, entre 1970 y 1975 hace largos viajes por México, la Península Ibérica, América del Sur y Guatemala, donde además tiene reuniones de catequesis con grupos numerosos de hombres y mujeres.  
Fallece en Roma el 26 de junio de 1975. Varios miles de personas, entre ellas numerosos obispos de distintos países —en conjunto, un tercio del episcopado mundial—, solicitan a la Santa Sede la apertura de su causa de canonización.
El 17 de mayo de 1992, Juan Pablo II beatifica a Josemaría Escrivá de Balaguer, “el santo de lo ordinario”. Lo proclama santo diez años después, el 6 de octubre de 2002, en la plaza de San Pedro, en Roma, ante una gran multitud. “Siguiendo sus huellas”, dijo en esa ocasión el Papa en su homilía, “difundid en la sociedad, sin distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad”.

Mensaje de santidad de San Josemaría Escrivá
En una época marcada por el materialismo y la negación y la expulsión de Dios no solo de todos los ámbitos del quehacer del hombre, sino ante todo de su propio interior y de su propia conciencia, el mensaje que nos deja San Josemaría es que todos estamos llamados a la santidad, es decir, todos estamos llamados a vivir de Dios, en Dios, por Dios y para Dios. En otras palabras, mientras el mundo dice: “Dios no existe”, San Josemaría nos dice: “Dios existe, y nos llama a todos a ser santos como Él es santo”.
Para San Josemaría, no están llamados a ser santos solo los clérigos, los religiosos, o los monjes que pasan las veinticuatro horas del día en un convento: ellos, y todos los hombres, no importa su raza, su edad, su condición social; todos estamos llamados a vivir de la gracia divina, que es lo que nos hace santos: “Pero no me perdáis de vista que el santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana”.
El mensaje de San Josemaría es que todos estamos llamados a la santidad. ¿Y cómo vivir esa santidad?
Aquí viene el otro mensaje de San Josemaría: por medio del trabajo cotidiano. El trabajo se vuelve ya no una actividad que se contrapone a la oración, sino que se convierte en oración y sacrificio ofrecidos a Dios, y como es oración y sacrificio, por el trabajo viene la santidad.
Por supuesto que, como a Dios no se puede ofrecer algo mal hecho, para que el trabajo sea ámbito y materia de santificación para el cristiano, tiene que estar hecho con la máxima perfección posible: “Por eso te digo que, si deseas portarte como un cristiano consecuente (...), has de poner un cuidado extremo en los detalles más nimios, porque la santidad que Nuestro Señor te exige se alcanza cumpliendo con amor de Dios el trabajo, las obligaciones de cada día, que casi siempre se componen de realidades menudas” (Amigos de Dios, n. 7).
Nos dice entonces San Josemaría que tenemos que santificarnos todos, en el trabajo cotidiano, y con el trabajo hecho con la mayor perfección posible, lo cual, a su vez, es lo Jesús nos pide en el Evangelio: “Sed perfectos, porque mi Padre es perfecto”.
No es un pecado hacer bien las cosas o, todavía más, hacerlas “perfectas”, porque Jesús quiere que seamos perfectos, como Él lo es. Lo malo es ensoberbecernos a causa de esa obra bien hecha. Para evitar esto, ofrecer la obra “perfecta” a la Virgen María consagrándonos a Ella, como lo hacía San Josemaría todos los días de su vida.

jueves, 20 de septiembre de 2012

Que el mártir Andrés Kim Taegon interceda para que demos testimonio de Cristo en nuestros más que difíciles tiempos



“En este difícil tiempo, para ser victorioso se debe permanecer firme usando toda nuestra fuerza y habilidades como valientes soldados completamente armados en el campo de batalla”. Es el texto de una de una carta encontrada entre las pertenencias del sacerdote coreano San Andrés Kim Taegon, decapitado a los 26 años.
Esa carta conserva toda su actualidad, desde el momento en que ha sido escrita por un mártir, y desde el momento en que es el Espíritu Santo quien asiste, ilumina e inspira a todo mártir que muere en nombre de Cristo. El Padre Andrés habla de “difícil tiempo”, ya en el año 1814, época en la cual todavía no se había exaltado la contra-natura a rango de derecho humano, ni se osaba destruir la familia tradicional, reemplazándola por toda clase de uniones anti-naturales, ni se había autorizado por ley el asesinato de los niños por nacer, ni tampoco se hablaba de una iniciación luciferina planetaria, preparada en nuestros días por películas que ensalzan el ocultismo y la magia negra.    
Por lo tanto, si los tiempos de los mártires coreanos eran difíciles, mucho más lo son nuestros tiempos actuales.
         Pero el P. Andrés no se detiene en la mera consideración de los tiempos difíciles; ante todo, habla de la victoria que se avecina, y que está al alcance de la mano: “para ser victorioso se debe permanecer firme usando toda nuestra fuerza y habilidades”, para lo cual debemos alistarnos en la batalla como valientes soldados fuertemente armados: “como valientes soldados completamente armados en el campo de batalla”.
       Como en los tiempos del P. Andrés, también nosotros nos encontramos inmersos en una batalla, la misma batalla de la que habla el P. Andrés: la batalla que libramos es la continuación de la iniciada en los cielos, entre los ángeles de luz y los ángeles rebeldes y apóstatas, comandados por Satanás; es una batalla que, ganada en el cielo por los ángeles de Dios, la continúa librando en la tierra hasta el fin de los tiempos la Iglesia Católica; es una batalla que se libra con armas, aunque son muy distintas, según el ejército que se trate: mientras que las armas del demonio son la mentira, la calumnia, la soberbia, la auto-suficiencia y la impiedad, las armas de los hijos de Dios son la humildad, la caridad, el Santo Rosario, el Escapulario, la Santa Misa y la Confesión sacramental; es una batalla que se libra en un campo de batalla, y el campo de batalla es el corazón de cada hombre; es una batalla en la que se enfrentan dos ejércitos, y los ejércitos que se enfrentan son, por un lado, los que aman a Jesucristo, los ángeles de luz y los hombres de buena voluntad, y por otro, los ángeles caídos y los hombres pervertidos que adoran a Lucifer; es una batalla en la que se enarbolan al viento los estandartes, y los estandartes que identifican estos ejércitos son la negra y siniestra bandera de Lucifer, de un lado, y el estandarte ensangrentado de la Cruz y la Bandera celeste y blanca de la Inmaculada, del otro.
Que el ejemplo de Andrés Kim Taegon y compañeros mártires nos estimule a “combatir el buen combate hasta el fin” (1 Tim 6, 12), a dar testimonio de Cristo en nuestros más que difíciles tiempos, para recibir, en la otra vida, el premio inmerecido, la feliz contemplación de la Trinidad por la eternidad.

viernes, 7 de septiembre de 2012

El Sagrado Corazón y su dolor



         En una de las apariciones a Santa Margarita –llamada “Tercera Gran Revelación” del año 1674-, Jesús le dice que vaya a hacer adoración eucarística los jueves a la noche, entre las 10 y las 11 de la noche. Si alguien no está enterado de la totalidad de los mensajes, y si viera solo la imagen del Sagrado Corazón, teniendo en cuenta que Jesús en el sagrario está con su Cuerpo resucitado, glorioso, impasible, y por lo tanto no puede sufrir, uno podría creer que Jesús llama a Santa Margarita frente al sagrario para comunicarle su alegría de resucitado, su gozo inefable, su paz, su inmensa dicha.
         Sin embargo, Jesús no la llama para comunicarle su alegría, sino su tristeza, aunque, considerando las palabras de Jesús, “tristeza” no alcanza a reflejar el abismo de dolor y de amargura en el que su Corazón está sumergido. Dice así Jesús: “Comulgarás todos los primeros viernes de cada mes.
   Todas las noches del jueves al viernes haré que participes de aquella mortal tristeza que Yo quise sentir en el huerto de los Olivos; tristeza que te reducirá a una especie de agonía más difícil de sufrir que la muerte. Para acompañarme en la humilde oración que hice entonces a mi Padre en medio de todas mis congojas, te levantaré de once a doce de la noche para postrarte durante una hora conmigo, el rostro en el suelo…”.
Como vemos, el estado de ánimo que Jesús experimentó en el Huerto de los Olivos, y que es el que quiere comunicar a Santa Margarita, no es para nada el de la alegría y el gozo, sino el de la tristeza, una tristeza tan profunda, que la hará sumergir en agonía, una agonía más dura y difícil de sufrir que la misma muerte.
Si Jesús ya no sufre, porque está en la gloria, y en la Eucaristía está con su Cuerpo glorioso, ¿por qué tanto dolor en Jesús? ¿Es eso lo que Jesús quiere comunicarnos desde el sagrario? ¿Qué es lo que causa tanto dolor en Jesús, al punto de llevarlo a una agonía más dura que la misma muerte?
Ante todo, si bien es cierto que Jesús ya no sufre, sí es cierto que desde la Eucaristía sufre con un sufrimiento no físico, pero sí moral, al comprobar cuántos bautizados, día a día, se dejan arrastrar por el pecado, y cuántos, aún sin cometer pecados mortales, viven en la tibieza, y lo abandonan en el sagrario, como los discípulos lo abandonaron en el Huerto. Dice así Jesús: “(Vendrás los jueves, a postrarte rostro en tierra), tanto para calmar la cólera divina, pidiendo misericordia para los pecadores, como para suavizar, en cierto modo, la amargura que sentí al ser abandonado por mis Apóstoles, obligándome a echarles en cara el no haber podido velar una hora conmigo; durante esta hora harás lo que yo te enseñaré”.
Pero no son los pecadores ni los cristianos tibios los que causan el dolor más grande del Sagrado Corazón: lo que lo lleva a morir de la pena, de la tristeza, de la amargura y del dolor, es el comprobar cuántas almas hacen vano su sacrificio, cayendo en los abismos del infierno, tal como se lo revela a Santa Brígida de Suecia, relatándolo así la santa en sus oraciones: “Acordáos de la tristeza aguda que habéis sentido al contemplar con anticipación, las almas que habían de condenarse (…) Habéis contemplado tristemente la inmensa multitud de réprobos que serían condenados por sus pecados, y Os habéis quejado amargamente de esos desesperados, perdidos y desgraciados pecadores…”. Según Luisa Piccarretta, Jesús sufre y llora amargamente por Judas Iscariote, que rechaza con corazón endurecido todas sus muestras de amor, y elige la condenación eterna, pero como en Judas está representada toda la serie de católicos apóstatas y traidores que habrían igualmente de condenarse, Jesús llora amargamente también por ellos, al verlos caer en el infierno.
Pero puede haber quienes duden de la actualidad de estos mensajes, ya que se podría decir que son del año 1674, y que ahora estamos en el siglo XXI, y que los tiempos son distintos, y que por lo tanto no hay que exagerar, ya que con toda seguridad el infierno está vacío; para quien dice esto, basta solo repasar, superficialmente, solo muy superficialmente, la inmensidad de espantosos y pavorosos males en los cuales vive el hombre de hoy, males creados por su propio corazón sin Dios y que, de no mediar un verdadero arrepentimiento, conducen a la condenación eterna: el genocidio silencioso del aborto –sólo en EE.UU. mueren por aborto 1 bebé cada 18 segundos-; los asesinatos en masa; la eutanasia; las muertes por fecundación in vitro; los crímenes y violencias de todo tipo; los tráficos de personas; las guerras pasadas, presentes y futuras, las que se planean movidas por el odio al hermano y por la avaricia del oro y del petróleo, la drogadicción sin freno; el alcoholismo; la lujuria y la lascivia presentadas en programas televisivos y en programas educativos para niños; la ausencia de perdón entre los mismos cristianos, entre los que están llamados a amarse como Cristo los amó, hasta la muerte de Cruz, y que en vez de eso, arden en rencor y en deseos de venganza hacia su prójimo; la falta de caridad en las comunidades cristianas, la falta de amor sobrenatural entre los bautizados, la ausencia de testimonio cristiano entre aquellos que se dicen practicar la religión, ya que esos mismos son los primeros en desear, buscar, planear y ejecutar la venganza frente al prójimo que los ha ofendido de alguna manera. Estos, y tantos y tantos crímenes cometidos por los cristianos todos los días, son los que llenan hasta rebosar al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, con los dolores más amargos que puedan ser siquiera imaginados.
Ser devotos del Sagrado Corazón significa, por lo tanto, empezar a reconocer los propios pecados, y hacer el propósito de morir antes que ofender al Sagrado Corazón.