San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

lunes, 28 de octubre de 2013

Santos Simón y Judas, Apóstoles


En su Carta, San Judas Tadeo sostiene la necesidad de conservar la fe en su pureza original, sin contaminarla con elementos extraños a la misma, como el gnosticismo, que niega la necesidad de la gracia santificante. Los gnósticos son aquellos católicos que, dentro de la Iglesia, eligen creer en lo que quieren creer y dejan de creer en lo que quieren dejar de creer: de esta manera, permanecen dentro de la Iglesia Católica, pero deforman de tal manera la fe verdadera en Cristo, que al final terminan creyendo en otra iglesia, en otro cristo, en otra fe. Esto es lo que sucede cuando se contamina la fe de la Iglesia Católica con ideologías como la Teología de la Liberación, la Teología feminista, la Teología de la prosperidad, etc.
A quienes pervierten la fe en Cristo, San Judas Tadeo los compara con aquellos considerados como los más impíos en el Antiguo Testamento: los que quitan la vida material de sus hermanos, como Caín (Gn 4, 1-24) y los que cometen impurezas, como las ciudades de Sodoma y  Gomorra (Gn 19, 1-29). Con esto San Judas Tadeo nos quiere decir que la impureza de la fe, es decir, la fe contaminada con razonamientos humanos, es comparable -y peor aún- a los crímenes cometidos contra el hombre, como el asesinato, y es reprobable como la impureza carnal.
Adulterar la fe verdadera, la fe que nos dice que Cristo es Dios Hijo encarnado, nacido, muerto y resucitado para nuestra salvación, que prolonga su sacrificio redentor en el Santo Sacrificio del altar, la Santa Misa, y que está en Persona en la Eucaristía, es comparable, según San Judas Tadeo, a asesinar el alma de nuestros hermanos, así como Caín asesinó a su hermano.
Adulterar la fe verdadera, la fe que nos dice que la Virgen María es la Madre de Dios, concebida en gracia y sin mancha de pecado, e inhabitada por el Espíritu Santo, es equivalente a cometer impurezas peores que las que cometieron los habitantes de Sodoma y Gomorra, según San Judas Tadeo.
Adulterar la fe, que se deriva del misterio trinitario y por lo tanto las consecuencias morales y de conducta que se derivan son inalterables, y que es lo que justifica, por ejemplo, que el matrimonio monogámico y la familia que de éste se deriva, sean los únicos posibles para el género humano, equivale a ser considerados como merecedores del mismo castigo reservado a los ángeles rebeldes: “A los ángeles que no conservaron su dignidad, sino que abandonaron su morada, los reservó para el día del juicio, en el abismo tenebroso con cadenas eternas. Así también Sodoma y Gomorra y las ciudades comarcanas, siendo reas de los mismos excesos de impureza y entregados al pecado aborrecible, resultaron a servir de advertencia, sufriendo la pena del fuego eterno. De la misma manera amancillan estos también su carne, desprecian la dominación, y blasfeman contra la majestad”.

El mensaje de santidad de San Judas Tadeo es, entonces, el de conservar la pureza de la fe, sin contaminarla con ideologías extrañas.

jueves, 17 de octubre de 2013

San Lucas, Evangelista




         San Lucas, Evangelista, no conoció personalmente a Jesucristo; sin embargo, nos dejó el que es considerado como el más completo de ente todos los Evangelios.
¿Cómo pudo saber con tanta precisión acerca de Jesús, si él no lo conoció personalmente? Tal vez podría explicarse por el hecho de que San Lucas era médico, y si bien las ciencias médicas no eran tan avanzadas como ahora, exigían igualmente una cierta disciplina en los estudios y el ejercicio frecuente de la memoria y del razonamiento. En otras palabras, la mente científica de San Lucas sería la causa de que su Evangelio sea uno de los más completos y precisos, tal como él lo dice, que escribe para dar testimonio luego de informarse “de todo exactamente desde su primer origen”.
Sin embargo, la razón primera y última, y única acerca de su Evangelio, es decir, de la visión que San Lucas nos deja del Hombre-Dios Jesucristo, no radica en motivos humanos. Cuando analizamos su Evangelio, nos damos cuenta de las fuentes que lo inspiraron: fue discípulo directo de San Pablo y, según la Tradición, fue la Virgen María quien le habló acerca de su Hijo, y por esa razón escribió lo que sabemos acerca de la infancia de Jesús (también se dice que San Lucas fue el primero en pintar un retrato de la Virgen). Por último, y como a todo autor humano de la Biblia, San Lucas fue inspirado por el Espíritu Santo -esto explica que sea el evangelista de la Divina Misericordia, porque relata las parábolas del Hijo pródigo, de la dracma perdida, del Buen samaritano, etc.-, de modo que todo lo que está escrito en su Evangelio, es obra del Espíritu Santo.
Son estas fuentes –San Pablo, la Virgen, el Espíritu Santo-, entonces, las que explican la redacción del Evangelio y el hecho de ser el más completo de los Evangelios. Ahora bien, para poder ser instrumento fiel y seguro, como San Lucas, que transmita con fidelidad lo que se dicta, es necesario no solo haber erradicado de sí la soberbia, el orgullo, el juicio propio, la duda contra la fe, sino también poseer las dos virtudes que Jesús pide específicamente en el Evangelio que aprendamos de Él para imitarlo, la mansedumbre y la humildad: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29).
Es por esto que a San Lucas se lo representa con la figura de un buey, animal que es sinónimo de mansedumbre –y, por extensión, de humildad-, que es lo que se necesita para ser dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo, a la voz de la Virgen María, y a las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia Católica.
Si San Lucas hubiera sido orgulloso, soberbio, apegado a su juicio propio, jamás podría haber sido dócil instrumento de Dios para escribir su Evangelio. Nosotros no hemos de escribir un Evangelio, pero necesitamos de la misma mansedumbre y humildad de San Lucas, para que el Espíritu Santo pueda grabar una imagen viva de su Hijo Jesucristo en nuestros corazones, para que cuando nuestro prójimo nos vea y oiga, vea y oiga a Jesucristo.

miércoles, 16 de octubre de 2013

San Ignacio de Antioquía y el testimonio de su amor a Cristo


         San Ignacio de Antioquía sufrió el martirio en tiempos del Emperador Trajano, quien decidió la persecución de todos aquellos que no adoraran a los dioses del panteón romano, a quienes atribuía la victoria sobre sus enemigos. En las Actas del martirio de San Ignacio, se puede leer el interrogatorio al que fue sometido por el emperador en persona y el testimonio de fe en Jesucristo que resulta de este diálogo:
-¿Quién eres tú, espíritu malvado, que osas desobedecer mis órdenes e incitas a otros a su perdición?
-Nadie llama a Teóforo espíritu malvado, respondió el santo.
–¿Quién es Teóforo?
-El que lleva a Dios dentro de sí.
-¿Quiere eso decir que nosotros no llevamos dentro a los dioses que nos ayudan contra nuestros enemigos?, preguntó el emperador.
-Te equivocas cuando llamas dioses a los que no son sino diablos, replicó Ignacio. Hay un solo Dios que hizo el cielo y la tierra y todas las cosas; y un solo Jesucristo, en cuyo reino deseo ardientemente ser admitido.
-¿Te refieres al que fue crucificado bajo Poncio Pilato?.
-Sí, a Aquél que con su muerte crucificó el pecado y a su autor, y que proclamó que toda malicia diabólica ha de ser hollada por quienes lo llevan en el corazón.
-¿Entonces tú llevas a Cristo dentro de ti?
-Sí, porque está escrito, viviré con ellos y caminaré con ellos.
Cuando lo mandaron a encadenar para llevarlo a morir en Roma, San Ignacio exclamó: “Te doy gracias, Señor, por haberme permitido darte esta prueba de amor perfecto y por dejar que me encadenen por Tí, como tu apóstol Pablo”.
         San Ignacio de Antioquía demuestra, con el don de su vida, que aquello que decía con sus palabas, de que llevaba a Dios dentro de sí, era realidad, y por esto muere como “Teóforo”, es decir, como “Portador de Dios”. San Ignacio vive y hace carne las palabras de Cristo: “Donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón” (Mt 6, 19-23): su tesoro es Cristo crucificado y por eso su corazón está al pie de la Cruz, mereciendo así compartir la muerte martirial del Rey de los mártires.
El ejemplo de este mártir, con sus palabras, vida y obras, es válido para todo tiempo, pero mucho más para nuestro tiempo, en el que el mundo ha logrado desplazar del corazón de los hombres a Cristo Dios, para colocar en su lugar a los ídolos del neo-paganismo imperante que parece triunfar por todas partes. Al recordar a San Ignacio de Antioquía, le pedimos que interceda por nosotros para que en nuestros corazones arda el Amor de Cristo, ese Amor que es depositado en el alma en cada comunión sacramental, para que así encendidos en el Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús seamos convertidos en “Cristóforos”, es decir, “Portadores de Cristo”.


Los 522 mártires españoles muertos por el odio satánico contra la Fe no eran activistas políticos


         Como consecuencia de la mayor beatificación de la historia -522 mártires de la Guerra Civil Española-, han surgido voces contrarias a dicha beatificación, argumentando que se trató de un hecho político[1]: los mártires serían en realidad “activistas políticos de derecha” asesinados por sus opositores, los “activistas políticos de izquierda”. Presentar así el caso, es reducir el misterio del martirio a la capacidad de comprensión de la razón humana, es decir, es reducir el misterio a prácticamente la nada.
Para comprender el alcance de la beatificación de estos mártires, y para no reducir a la nada su martirio, es necesario leer el martirio a la luz de la Cruz de Cristo. Como tal, el martirio se inscribe en la lucha entre Cristo, Rey de los mártires, y el Demonio, Asesino desde el principio y Príncipe de las tinieblas. Mientras los mártires participan de la muerte sacrificial de Cristo, sus verdugos o asesinos, por el contrario, participan del odio que experimenta el Ángel caído, Satanás, contra Dios y su Cristo, odio que se hace extensivo también hacia la Madre de Dios, la Virgen María. Este odio de la Serpiente Antigua está retratado y narrado en el Apocalipsis, en el capítulo en donde se habla del “Dragón” que quiere “ahogar con su vómito” al Niño que está en brazos de la Mujer, a la cual se le dan “dos alas de águila” para que huya al desierto y ponga a salvo a su Hijo del ataque del Dragón (cfr. 12, 6-13. 18).
Este odio satánico ha tenido y tiene su expresión en múltiples ideologías anti-cristianas, principalmente el capitalismo liberal y el comunismo marxista, responsable este último del sangriento y salvaje ataque a la Iglesia Católica durante la Guerra Civil Española, y responsable de la muerte de los 522 mártires beatificados recientemente, además de unos cien millones de muertos, en todo el ámbito de su influencia, que se extiende desde Europa Central hasta China, pasando por Rusia, los países eslavos y los países asiáticos.
Los 522 mártires no fueron “caídos en una guerra civil”, como si formaran parte de uno de los dos bandos civiles en lucha, sino que fueron asesinados por odio contra la Fe -como lo afirma el Papa Francisco: “asesinados por su fe durante la Guerra Civil española”[2]- por quienes estaban envueltos en la “niebla diabólica de una ideología” –la ideología marxista y comunista-.
Por último, y precisamente porque no fueron “caídos en una guerra civil”, los mártires beatificados son la semilla de la paz y de la reconciliación entre los hombres, porque habiendo sufrido muerte cruenta y violenta a manos de sus verdugos, por el hecho de ser partícipes de la Muerte redentora del Rey de los mártires, Jesucristo, ellos ofrecieron sus vidas por quienes los asesinaban imitando así a su Rey, que ofreció su vida implorando el perdón divino por quienes lo crucificaban: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). 
Este es entonces el mensaje de santidad de los 522 mártires: muertos por el odio satánico contra Jesucristo y su Iglesia, unidos a Cristo conceden la paz y el Amor de Dios a sus enemigos y a la humanidad entera. Los mártires nos demuestran así que las “puertas del infierno jamás prevalecerán contra la Iglesia” (Mt 16, 18)porque el Amor de Dios –Dios, que es Amor (cfr. 1 Jn 4, 8)-, es más fuerte que el odio del Ángel caído y de los hombres asociados a él.




[1] Cfr. las lamentables declaraciones de una monja de ¿clausura? Teresa Forcades, http://germinansgerminabit.blogspot.com.es/2013/10/sor-forcades-cada-dia-mas-izquierdosa-y.html: “No tengo ninguna opinión crítica por beatificar a una persona asesinada por defender su fe, pero el acto de mañana, como cualquier acto, tiene una dimensión política". "en el inicio de sus causas eran mártires de la Guerra Civil" "(los asesinatos ocurrieron) dentro de un conflicto político, un conflicto que acabó en una situación de dictadura franquista, y en esa dictadura la Iglesia católica no tuvo un papel neutro sino que apoyó al régimen franquista". "Ésa es una herida abierta, y ante esa colaboración con el franquismo de la Iglesia católica, aún hoy no hemos hecho una reevaluación crítica y no hemos pedido perdón por nuestra asociación con un régimen violento y antidemocrático que asesinó a centenares de miles de personas", “(la Iglesia Católica tiene que) hacer un reconocimiento público de su papel en la dictadura y pedir perdón a la sociedad". "Pero en vez de hacer eso, mis hermanos benedictinos en el Valle de los Caídos hacen una celebración diaria de la eucaristía en la tumba del general Franco”.

lunes, 14 de octubre de 2013

Santa Teresa de Jesús y el Sagrado Corazón


          Santa Teresa tuvo una experiencia con Jesús resucitado -“esta visión, aunque es imaginaria, nunca la vi con los ojos corporales, ni ninguna, sino con los ojos del alma”-, en donde pudo comprobar, no solo la realidad de la Resurrección de Jesús, sino sobre todo la increíble hermosura y alegría que espera al alma que, por los méritos de Jesús y por sus buenas obras, consiga entrar en el Reino de los cielos. Dice así la Santa: “Estando un día en oración, quiso el Señor mostrarme solas las manos con tan grandísima hermosura que no lo podría yo encarecer… Desde (hace) pocos días, vi también aquel divino rostro, que del todo me parece me dejó absorta. No podía yo entender por qué el Señor se mostraba así poco a poco, pues después me había de hacer merced de que yo le viese del todo, hasta después que he entendido que me iba Su Majestad llevando conforme a mi flaqueza natural. ¡Sea bendito por siempre!, porque tanta gloria junta, tan bajo y ruin sujeto no la pudiera sufrir. Y como quien esto sabía, iba el piadoso Señor disponiendo…”.
          Más adelante, Jesús se le aparece de Cuerpo entero, y dice Santa Teresa que si no hubiera en el cielo otra cosa para ver, que no fueran los cuerpos glorificados, eso sólo bastaría para quedar colmados de alegría y dicha: “Son (tan hermosos) los cuerpos glorificados, que la gloria que traen consigo ver cosa tan sobrenatural hermosa desatina … Un día de San Pablo, estando en misa, se me representó toda esta Humanidad sacratísima como se pinta resucitado, con tanta hermosura y majestad … Sólo digo que, cuando otra cosa no hubiese para deleitar la vista en el cielo sino la gran hermosura de los cuerpos glorificados, es grandísima gloria, en especial ver la Humanidad de Jesucristo, Señor nuestro (...) De ver a Cristo me quedó imprimida su grandísima hermosura (...)” (V 28, 1-3).
          La hermosura de Jesucristo, que se irradia a través de su Cuerpo glorificado, se origina en la hermosura incomprensible e indescriptible del Ser trinitario del Hijo de Dios, y es esta visión lo que llena al alma de gozo y alegría indescriptibles, tanto porque el Ser trinitario es hermosísimo en sí mismo, cuanto porque el alma ha sido creada para gozarse y alegrarse en este Ser trinitario. Esto es lo que explica la dicha de Santa Teresa al contemplar la gloria de Cristo resucitado, cuya blancura y esplendor hacen parecer opacas a toda luz conocida, incluida la del sol: “No es resplandor que deslumbre, sino una blancura suave y el resplandor infuso, que da deleite grandísimo a la vista y no la cansa, ni la claridad que se ve para ver esta hermosura tan divina. Es una luz tan diferente de las de acá, que parece una cosa tan deslustrada la claridad del sol que vemos, en comparación de aquella claridad y luz que se representa a la vista, que no se querrían abrir los ojos después. Es como ver un agua clara, que corre sobre cristal y reverbera en ello el sol, a una muy turbia y con gran nublado y corre por encima de la tierra. No porque se representa el sol, ni la luz es como la del sol; parece, en fin, luz natural y estotra cosa artificial. Es luz que no tiene noche, sino que, como siempre es luz, no la turba nada. En fin, es de suerte que, por gran entendimiento que una persona tuviese, en todos los días de su vida podría imaginar cómo es. Y pónela Dios delante tan presto, que aun no hubiera lugar para abrir los ojos, si fuera menester abrirlos; mas no hace más estar abiertos que cerrados, cuando el Señor quiere; que, aunque no queramos, se ve”.
          Santa Teresa nos dice aquello que sabemos por la fe: que este Jesús que se le aparece así, resucitado, glorioso, resplandeciente de gloria y luz divina, es el mismo Jesús que está en la Eucaristía: “Diré, pues, lo que he visto por experiencia. Bien me parecía en algunas cosas que era imagen lo que veía (...) Unas veces era tan en confuso, que me parecía imagen, no como los dibujos de acá, por muy perfectos que sean, que hartos he visto buenos; (...) No digo que es comparación, que nunca son tan cabales, sino verdad, que hay la diferencia que de lo vivo a lo pintado, no más ni menos. Porque si es imagen, es imagen viva; no hombre muerto, sino Cristo vivo; y da a entender que es Hombre y Dios; no como estaba en el sepulcro, sino como salió de él después de resucitado; y viene a veces con tan grande majestad, que no hay quien pueda dudar sino que es el mismo Señor, en especial en acabando de comulgar, que ya sabemos que está allí, que nos lo dice la fe. Represéntase tan señor de aquella posada, que parece toda deshecha el alma se ve consumir en Cristo”.
          Esta visión de Teresa provoca en ella un cambio interior, quedando transformada por el encuentro con Cristo resucitado: “Queda el alma otra, siempre embebida (...) y tan imprimida queda aquella majestad y hermosura, que no hay poderlo olvidar, si no es cuando quiere el Señor que padezca el alma una sequedad y soledad grande, que aun entonces de Dios parece se olvida (...) porque con los ojos del alma vese la excelencia y hermosura y gloria de la santísima Humanidad y se nos da a entender cómo es Dios y poderoso y que todo lo puede y todo lo manda y todo lo gobierna y todo lo hinche su amor” (V 28, 4-11). El cambio que provoca en Santa Teresa es el de provocarle la contrición del corazón y el hacerla crecer en humildad, ante la visión de la majestad infinita de Jesús resucitado: “Aquí es la verdadera humildad que deja en el alma, de ver su miseria, que no la puede ignorar. Aquí la confusión y verdadero arrepentimiento de los pecados, que aun con verle que muestra amor, no sabe adonde se meter, y así se deshace toda” (V 28,8-9).
          Jesús se le aparece en visión y Santa Teresa experimenta un profundísimo cambio interior, un cambio que consiste en poder percibir, a la luz de Jesús resucitado, la miseria de su propia alma, por un lado, y la inconmensurable majestad divina del Hombre-Dios Jesucristo, por otro. Por esto, la visión no pasa sin dejar frutos en Santa Teresa: la hace más humilde y por lo tanto la hace subir a cimas altísimas de santidad, encendiendo en su alma el deseo de experimentar la soledad de Belén y la humillación del Calvario, todo por estar junto a Jesús: "Parezcámonos en algo a Nuestro Rey, que no tuvo casa, sino en el Portal de Belén, adonde nació y la Cruz adonde murió".
          Esta maravillosa experiencia de Santa Teresa de Ávila debe hacernos reflexionar porque a nosotros, mucho más que aparecérsenos Jesús en visión se nos da, todo Él -con su Cuerpo resucitado, con su Sangre Redentora, con su Alma glorificada, con su Divinidad Inabarcable, con su Ser trinitario-, en cada Eucaristía, sin reservas, para que sea posesión nuestra personal y para que pongamos todo nuestro gozo y contento en Él y sólo en Él. Deberíamos, por lo tanto, reflexionar acerca de cómo son nuestras comuniones sacramentales y preguntarnos: si Santa Teresa experimentó el dolor de sus pecados y el deseo de humillarse para parecerse más a Cristo -escondido en el Portal de Belén y humillado en el Calvario-, y esto por solo ver a Nuestro Señor resucitado, ¿qué deberíamos experimentar nosotros, que por la Eucaristía recibimos al Señor todos los días, en Persona, en nuestros corazones?

lunes, 7 de octubre de 2013

Santa Pelagia y el camino a la eterna felicidad


Santa Pelagia antes de su conversión, 
entre sus cortesanos, 
mientras el obispo San Nono reza por ella
(manuscrito del Siglo XIV)

         Santa Pelagia, antes de su conversión, era una mujer joven y atractiva que vivía una vida desprejuiciada y disoluta. Una vez, al pasar por el frente de una iglesia, escuchó el sermón de un obispo -San Nono-, en el que se narraban las atroces penas del infierno, que les esperaban a quienes, como ella, inducían a otros al pecado. Tocado su corazón por la gracia, experimentó un profundo y repentino arrepentimiento perfecto, que la llevó a postrarse delante del obispo para, entre lágrimas, suplicar el bautismo, el cual le fue concedido. A partir de entonces, Pelagia –llamada Margarita por sus padres- repartió todos sus bienes entre los pobres y fue a recluirse en una gruta en el Monte de los Olivos, en Jerusalén, llevando una vida de intensa penitencia y austeridad hasta el día de su muerte.
         Santa Pelagia, luego de narrar su conversión, nos dice cuál es el camino para obtener la paz del alma en esta vida y la eterna felicidad en la otra: “Tal vez pocos comprendan lo feliz que se puede ser con una vida austera, de penitencia, renunciamiento y oración, porque así encontré el verdadero camino hacia Dios”. El mensaje de santidad de Santa Pelagia es un mensaje en donde se nos da la “clave de la felicidad” y como todo ser humano desea ser feliz, su mensaje es válido y actual: nos dice que, para ser felices, el camino es la renuncia a la satisfacción de las pasiones desordenadas y la renuncia a la acumulación innecesaria de inútiles bienes materiales, a lo que se suman la penitencia y la oración.
         El camino para la paz del alma y para la eterna felicidad que nos propone Santa Pelagia está al alcance de cualquiera; lo único que se necesita es, de parte de Dios, la gracia de la conversión, que permite iniciar este camino, y de parte del hombre, un corazón contrito y humillado, arrepentido de sus pecados y deseoso de ser verdaderamente feliz. El camino a la felicidad de Santa Pelagia es el opuesto al camino que nos muestra el mundo, porque para el mundo, gobernado por el Maligno, la felicidad está en todo lo opuesto: la satisfacción de las pasiones, la acumulación de bienes y de dinero, la diversión desenfrenada -y desesperada- como contrapartida a la oración.
         “Tal vez pocos comprendan lo feliz que se puede ser con una vida austera, de penitencia, renunciamiento y oración, porque así encontré el verdadero camino hacia Dios”. La felicidad de la austeridad, la penitencia y la oración que propone Santa Pelagia, se fundamenta en que son los escalones, los peldaños, de la escalera que nos lleva al cielo, en donde se encuentra la Fuente inagotable de la felicidad y la Alegría en sí misma, Dios Uno y Trino. Renunciar a las pasiones, hacer penitencia, hacer oración, son los peldaños que nos conducen a Aquel que es el Único que puede hacernos verdaderamente felices, Dios Trinidad.


jueves, 3 de octubre de 2013

San Francisco de Asís y los estigmas de Jesús


         Según narra el mismo San Francisco de Asís, el santo recibió los estigmas un día de agosto de 1244, en un lugar denominado “Monte Avernia”. Jesús se le apareció crucificado, con las alas de un querubín, y rodeado de otros ángeles; en un momento determinado, salieron rayos luminosos de las manos de Jesús, de su costado traspasado y de sus pies, y esos rayos fueron los que formaron los estigmas en San Francisco.
         San Buenaventura describe así la presencia de los estigmas en San Francisco, presencia confirmada por numerosos testigos: “Al emigrar de este mundo, el bienaventurado Francisco dejó impresas en su cuerpo las señales de la pasión de Cristo. Se veían en aquellos dichosos miembros unos clavos de su misma carne, fabricados maravillosamente por el poder divino y tan connaturales a ella, que, si se les presionaba por una parte, al momento sobresalían por la otra, como si fueran nervios duros y de una sola pieza. Apareció también muy visible en su cuerpo la llaga del costado, semejante a la del costado herido del Salvador. El aspecto de los clavos era negro, parecido al hierro; mas la herida del costado era rojiza y formaba, por la contracción de la carne, una especie de círculo, presentándose a la vista como una rosa bellísima. El resto de su cuerpo, que antes, tanto por la enfermedad como por su modo natural de ser, era de color moreno, brillaba ahora con una blancura extraordinaria. Los miembros de su cuerpo se mostraban al tacto tan blandos y flexibles, que parecían haber vuelto a ser tiernos como los de la infancia. "Tan pronto como se tuvo noticia del tránsito del bienaventurado Padre y se divulgó la fama del milagro de la estigmatización, el pueblo en masa acudió en seguida al lugar para ver con sus propios ojos aquel portento, que disipara toda duda de sus mentes y colmara de gozo sus corazones afectados por el dolor. Muchos ciudadanos de Asís fueron admitidos para contemplar y besar las sagradas llagas. "Uno de ellos llamado Jerónimo, caballero culto y prudente además de famoso y célebre, como dudase de estas sagradas llagas, siendo incrédulo como Tomás, movió con mucho fervor y audacia los clavos y con sus propias manos tocó las manos, los pies y el costado del Santo en presencia de los hermanos y de otros ciudadanos; y resultó que, a medida que iba palpando aquellas señales auténticas de las llagas de Cristo, amputaba de su corazón y del corazón de todos la más leve herida de duda. Por lo cual desde entonces se convirtió, entre otros, en un testigo cualificado de esta verdad conocida con tanta certeza, y la confirmó bajo juramento poniendo las manos sobre los libros sagrados”[1].
         El fenómeno místico de los estigmas es un hecho sorprendente, que remite a la Pasión de Jesucristo, porque se  trata de un don celestial por el cual el santo que los lleva, hace realidad en su cuerpo y en su alma las palabras de San Pablo: “completo en mi cuerpo lo que falta a los padecimientos de Cristo” (Col 1, 24), prolongando de esta manera la Pasión redentora de Jesús. En otras palabras, los estigmas, que son las lesiones visibles de la Pasión de Jesús, hacen presente y actual, no solo en la memoria de los hombres, sino en la vida real, a Jesús que, a través de los místicos, continúa sufriendo y ofreciendo sus sufrimientos por la salvación de las almas.
         Pero los estigmas también nos conducen a otra realidad, invisible, pero no por eso menos real y asombrosa: si los estigmas visibles de santos como San Francisco de Asís –y también Padre Pío- nos remiten a la Pasión redentora de Jesús, también la Santa Misa nos conduce a la misma Pasión, porque cuando el sacerdote impone las manos sobre las ofrendas del pan y del vino, no es él, el sacerdote ministerial, en cuanto hombre –creado, limitado, imperfecto-, quien consagra las ofrendas y las transubstancia, sino Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, quien por medio de las manos del sacerdote ministerial, extiende sus manos, que contienen las heridas de los clavos, para convertir el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre. Y si en San Francisco de Asís la herida del costado recordaba la herida del costado de Cristo, en la Misa, por la acción de la consagración de las manos estigmatizadas de Cristo que obran por medio de las manos del sacerdote ministerial, se hace presente en la patena, más que el recuerdo de la herida de Cristo, el mismo Sagrado Corazón, que late con la fuerza invencible del Amor Divino.
         Al recordar entonces los estigmas de San Francisco de Asís, recordemos que en la Santa Misa, Cristo Sacerdote, con sus manos con los estigmas glorificados pero invisibles, a través de las manos del sacerdote ministerial, convierte el pan y el vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, y nos deja su Sagrado Corazón para que, consumiéndolo, seamos a la vez consumidos por el Fuego del Amor Divino, el mismo que imprimió las llagas en San Francisco de Asís.



[1] San Buenaventura, Leyenda Mayor de San Francisco 15,4.

martes, 1 de octubre de 2013

Qué hacen nuestros Ángeles en el cielo y en la tierra

         
    Debido a que están en contacto con la eternidad y el tiempo -enviando mensajes de Dios, desde la eternidad, a los hombres, que viven en el tiempo, y llevando la respuesta de los hombres a Dios-, los ángeles realizan, por así decirlo, dos tipos de actividades, en el cielo y en la tierra.
         ¿Qué hacen en el cielo? En el cielo, adoran al Cordero, que está en el trono de Dios, postrándose en su Presencia, cantando y exultando de alegría, y pasan de éxtasis en éxtasis de amor por siglos sin fin. También transmiten los mensajes de Dios a los hombres –y por eso “ángeles” quiere decir “mensajeros”-, pero su tarea principal es contemplar, adorar y amar al Cordero en su trono, el altar de los cielos.
         ¿Y en la tierra? En la tierra, nuestros Ángeles Custodios adoran al Cordero, que está en su trono, la Cruz sacrosanta, que se eleva majestuosa y radiante de gloria divina en el altar eucarístico y junto con el sacerdote ministerial, recogen en el cáliz, en cada Santa Misa, la Sangre preciosísima que mana de sus manos, de sus pies y de su costado traspasado, para darla de beber a quienes, como ellos, adoran y aman al Hombre-Dios. Nuestros Ángeles Custodios adoran también al Cordero en los sagrarios, sobre todo en los sagrarios en los que Él ha sido abandonado y dejado solo, y cuando no están adorando, van presurosos hasta los hombres que viven en las tinieblas, para susurrarles al oído que el Cordero está solo y esperando por ellos en su Prisión de Amor y, una vez entregado el mensaje, regresan a su puesto de adoración. Algunas veces, su mensaje es escuchado; otras, las más, es ignorado.