En
el siglo diecisiete, Nuestro Señor Jesucristo se apareció a Santa Margarita
María de Alacoque, en Paray-le-Monial, Francia, para dar inicio a una nueva
devoción a su Corazón en la Iglesia. Su Corazón estaba rodeado de llamas,
coronado de espinas, con una herida abierta de la cual brotaba sangre y, del
interior de su corazón, salía una cruz. En la aparición, Jesús le dijo: “He
aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres, y en cambio, de la mayor
parte de los hombres no recibe nada más que ingratitud, irreverencia y desprecio,
en este sacramento de amor”.
¿Por
qué se queja Jesús de los hombres?
Para
saber la respuesta, podemos meditar en sus palabras, pero también podemos
contemplar su Sagrado Corazón: las llamas simbolizan al Espíritu Santo, el Amor
de Dios, que inhabita en el Sagrado Corazón y que es la Causa de la muerte en
cruz de Jesús y del don de sí mismo a los hombres; la cruz en la base del
Corazón, es para significar que el Corazón de Jesús es el fruto santo del Árbol
de la Vida eterna, la Santa Cruz, y que todo el que quiera saborear este fruto
exquisito, que deleita el alma con el sabor exquisito del Ser divino, lo único
que tiene que hacer es subir al Árbol de la Cruz e introducir su mano en el
Costado traspasado del Salvador, así como cuando alguien se sube a un árbol con
frutos deliciosos, para deleitarse en ellos; la Sangre y el Agua que brotan de
la herida abierta por la lanza significan, como dice San Buenaventura, los
sacramentos de la Iglesia con su “virtud de conferir la vida de la gracia”, para
que los sacramentos fueran, “para los que viven en Cristo como una copa llenada
en la fuente viva, que brota para comunicar vida eterna”[1]. Por
último, las espinas que atenazan al Sagrado Corazón y lo estrechan fuertemente,
provocándole agudísimos dolores a cada latido, sin darle descanso en su dolor,
ni en la contracción ni en la relajación del Corazón, es decir, a cada momento,
a cada instante, representan los pecados de los hombres, y no sólo de los
discípulos que, en el Huerto de Getsemaní, llevados por el desamor, la frialdad
y la indiferencia ante el sufrimiento del Sagrado Corazón, se pusieron a dormir
en vez de orar con Él, tal como Jesús se los había pedido: la corona de espinas
representan a todos los hombres de todos los tiempos, cuyos pecados personales
se materializan y forman duras, gruesas y filosas espinas que se introducen y
desgarran, en cada latido, al Sagrado Corazón.
“He
aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres, y en cambio, de la mayor
parte de los hombres no recibe nada más que ingratitud, irreverencia y desprecio,
en este sacramento de amor”. Puesto que el Sagrado Corazón de Jesús late en la
Eucaristía, el reproche de Jesús se dirige también a los cristianos que,
habiendo recibido toda clase de dones, favores y gracias de parte de Jesús, lo
dejan abandonado en el sagrario y lo desairan en la Santa Misa –sobre todo la
dominical-, prefiriendo los falsos y pasajeros placeres del mundo, antes que
deleitarse con el Fruto exquisito del Árbol de la Cruz, el Sagrado Corazón
Eucarístico de Jesús.
Jesús
se queja por la “ingratitud, irreverencia y desprecio” a su Corazón, “sacramento
de amor”. Ese mismo Corazón, sacramento de amor, late en la Eucaristía,
esperando nuestra reparación, nuestra acción de gracias, nuestra adoración,
nuestro amor. Reparemos, con la Adoración Eucarística, las ofensas al Sagrado
Corazón Eucarístico de Jesús, cometidas por nosotros mismos y por nuestros
hermanos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario