San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 30 de septiembre de 2010

En el corazón de la Iglesia yo seré el amor




Santa Teresita se preguntaba cuál sería su misión en la Iglesia, y cuando la encontró, dijo: “En el corazón de la Iglesia, yo seré el amor”. Es decir: “Mi misión dentro de la Iglesia es ser el amor en el corazón de la Iglesia, porque sin el amor, sin la caridad, de nada valen las obras” ¿Qué quiso decir Santa Teresita del Niño Jesús? ¿Cómo puede un ser humano meterse en el corazón de la Iglesia y ser transformado en el amor?
Santa Teresita no hablaba en un sentido figurado; no se refería a una simple imagen de la misión que hubiera querido desempeñar al interno de la Iglesia; no hablaba del amor en un sentido puramente sensible y superficial.
Santa Teresita se refería al amor substancial de Dios, el Espíritu Santo, al amor divino-humano de Cristo, a su unión personal con el Cristo Eucarístico, y a la transformación de su alma, como producto de su unión con Jesús en la Eucaristía. Había descubierto, iluminada por el Espíritu Santo, cuál era el corazón de la Iglesia: la Eucaristía.
El alma puede ser realmente -y no en sentido figurado- el amor en el corazón de la Iglesia, porque el sacramento substancial de la Eucaristía es el corazón de la Iglesia[1]. Porque la Eucaristía, que es Cristo resucitado, es a la Iglesia lo que el corazón es en el ser humano, es que el alma, consumiéndola, puede ser transformada por la potente acción del Espíritu de Cristo, Alma de su alma, porque puede por este Espíritu ser asimilada a Cristo y ser transformada en su Cuerpo Místico y siendo el Cuerpo de Cristo puede ser inhabitada por el mismo Espíritu de Cristo, el Espíritu del Amor divino. El Espíritu de Dios, Presente en el Corazón Eucarístico de Cristo, transforma el alma en el Cuerpo de Cristo y luego la anima y la vivifica con su vida divina.
Unida a Cristo Eucarístico, Corazón de la Iglesia, el alma es transformada por Cristo en Él mismo, es hecha parte real de su Cuerpo Místico, y como parte de su Cuerpo, es vivificada por el Espíritu que vivifica y anima a Cristo, el Espíritu Santo, Espíritu que es substancialmente Amor divino, eterno e infinito.
“En el corazón de la Iglesia, en la Eucaristía, unida, asimilada y transformada mi alma en el Cristo Eucarístico por la inhabitación de su Espíritu de Amor, yo seré el amor de Dios que se derrama por intermedio mío sobre la humanidad”.
Cada uno de nosotros puede hacer suyas las palabras de Santa Teresita: “En el corazón de la Iglesia, yo seré el amor”, porque en la comunión eucarística tenemos acceso al Sagrado Corazón de Jesús, que late con el Amor de Dios y que derrama en cada comunión ese Espíritu sobre nuestras almas para transformarlas en el Amor de Dios.
En la comunión eucarística el Sagrado Corazón de Jesús derrama el Espíritu Santo en el alma, transformándola en el Amor de Dios, y es así cómo un alma puede ser, en el corazón de la Iglesia, el amor de Dios.

[1] Cfr. Matthias Josef Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 613.

martes, 28 de septiembre de 2010

San Miguel Arcángel, asístenos para vencer al espíritu del mal, para así poder amar y adorar a Dios Trino en el tiempo y por la eternidad





La persona angélica de San Miguel Arcángel está unida a la del ángel caído, Lucifer. Ambos deciden sus destinos eternos en un instante de prueba: uno, San Miguel Arcángel, decide libremente hacer, por toda la eternidad, aquello para lo cual había sido creado, adorar y amar a Dios Uno y Trino. En el momento de su prueba, San Miguel Arcángel, con su inteligencia angélica absorta en la contemplación de la majestad del Ser divino, comprende, en ese estupor sagrado de la contemplación del Ser divino, que nadie más que Dios Trino merece ser adorado, porque nadie más que Dios es Dios infinitamente bueno, santo y perfecto.
Comprende, en el instante de la prueba a la que es sometido, que Dios Trino es la santidad en sí misma, y que sería un absurdo irracional y una blasfemia horrible, el proclamar, por parte de cualquier ser creado, que ese ser creado es más grande que el Ser Increado de Dios. San Miguel Arcángel, extasiado en el amor divino, comprende que sería un crimen de una maldad inmensa el pretender, ni siquiera por un instante, igualarse, en la nada del ser angélico, creatural y limitado, a la soberana perfección de un Dios inmensamente majestuoso. Al haber sido creado como Arcángel, San Miguel se encuentra más cercano a Dios, y por eso puede percibir, con su poderosa pero limitada inteligencia angélica, con más claridad que otros ángeles, que Dios es Ser Perfectísimo, Acto Puro de Ser, el Ser por Esencia, y puede, más que otros ángeles, deleitarse en el acto de adoración y de amor al Ser purísimo de Dios, que actúa, desde toda la eternidad, su naturaleza divina, que es Amor Puro y subsistente. Mucho más que otros ángeles, creados en menor jerarquía, puede San Miguel Arcángel alegrarse y extasiarse ante la visión de Dios como mar infinito de Amor eterno. Y es por esta contemplación, y es por esta comprensión, que sale en defensa del Nombre Tres veces Santo de Dios, cuando el Gran Atrevido, el Insolente, el Asesino desde el principio osa, con atrevimiento inaudito, con ceguera perversa, con odio preternatural, rechazar la hermosura del Ser divino y proclamarse él, ser creado, limitado, imperfecto, como el mismo Dios.
Es así como San Miguel Arcángel proclama, con voz de trueno, la consigna de guerra: “¿Quién como Dios?”, que declara la guerra sin cuartel a los espíritus impuros, a los espíritus oscuros, a los que decidieron, libremente, apartarse de la vista del Dios Tres veces Santo, Fuerte e Inmortal.
Luego de la batalla en los cielos, en la que el Gran Embaucador fue expulsado para siempre de la Presencia de Dios Trino, San Miguel Arcángel se erige en Jefe celestial de los espíritus puros que arden en amor de Dios, y como tal permanece ante la Presencia divina, adorándolo por la eternidad.
Al celebrar una misa en su honor, y al recordarlo en su día y en la batalla celestial de la que salió triunfador, le pidamos, no tanto por asuntos terrenos, sino más bien que nos asista en esa batalla que, como continuación y prolongación de la batalla celestial, se desarrolla en un campo de batalla muy especial, el corazón humano, y le pidamos que nos asista con su poder angélico para que, como él, salgamos triunfantes en la lucha contra el ángel caído y las potencias tenebrosas de los cielos, y nos decidamos, ya desde esta vida, y para toda la eternidad, a servir, amar y adorar a Dios Uno y Trino.

martes, 14 de septiembre de 2010

El ejemplo de todos los santos




Cada uno de nosotros tiene uno o varios santos de su preferencia, a quien le suele confiar sus problemas y deseos; a nuestros santos preferidos los recordamos todos los días, los festejamos en sus días y especialmente en este. Los santos son innumerables, de todos los tiempos, de todas las edades y razas, y cada uno con una vida de santidad diferente a la del otro. Hay sin embargo, a pesar de la diversidad, algo que une a los santos, en este momento, y por toda la eternidad. Lo que une a los santos, por toda la eternidad, es contemplar a nuestro Señor glorioso, resucitado; lo contemplan en la eternidad, lo adoran en la dicha sin fin de saber que nada los puede apartar de la alegría de poseer a Jesucristo.
Independientemente de la ayuda que nos presten desde el cielo, lo que nosotros debemos admirar en los santos y desear vivamente para nosotros, es justamente la dicha que ahora poseen por la eternidad.
La devoción a un santo no tiene otro sentido que este: conducirnos a la felicidad eterna de la contemplación de nuestro Señor. Su vida debe servirnos de estímulo y de ejemplo, y, en algunos casos, de imitación. Lo primero que debemos imitar de ellos es su perseverancia en la gracia. Hicieron de todo y renunciaron a todo –al honor, a los bienes de la tierra, incluso a la vida[1]- para permanecer unidos en esta vida a Jesucristo por la gracia, para permanecer unidos a Él por toda la eternidad en el cielo. Con tal de permanecer unidos a Cristo por la gracia, con tal de no perder el estado de gracia, interpretaron literalmente el mandato de nuestro Señor: “Si tu ojo, tu mano, tu pie, es motivo de escándalo, córtalos”, y así lo hicieron, por manos de sus verdugos: el mártir San Quirino permitió que le fueran amputadas las manos y los pies, antes de adorar a los ídolos; San Nicéforo, San Lorenzo, prefirieron ser asados en la parrilla antes que renegar de Jesucristo. Los ejemplos son innumerables, y en todos brilla la decisión de perder todo, hasta la vida propia, con tal de permanecer unidos a Cristo por la gracia. Y Jesucristo premia este acto de amor hacia él, concediendo al santo ser partícipe por toda la eternidad de la eterna e infinita gloria y alegría de Dios Trino; los santos que dieron sus vidas por Cristo, que blanquearon sus almas con la Sangre del Cordero (cfr. Ap 7, 1-8), gozan ahora por la eternidad de la visión de la Trinidad, y son tan felices y dichosos que si pudieran volverían a esta vida para sufrir más por Cristo con tal de gozar más de Él en la eternidad. Ellos participan de la liturgia de los cielos, liturgia que tiene por centro al Cordero Degollado que los lavó y los hizo Dios con su Sangre. Pero nosotros, que vivimos en este valle de dolor, lejos de las alegrías eternas de los cielos, no somos sin embargo ajenos a la felicidad que embarga a los santos, porque podemos unirnos, no sólo con el sentimiento o con la imaginación, sino en la realidad, por medio de la liturgia de la misa a la liturgia celestial. La misa es para nosotros que vivimos en el tiempo, el equivalente real a la liturgia celestial, porque en ambas, el centro de la adoración es un Único y Mismo Cordero divino.
En la liturgia de la misa no solo imitamos sino que participamos a la liturgia celestial, nos unimos no con la imaginación, sino en la realidad, a lo que los santos hacen ahora por la eternidad: así como ellos lo adoran en el cielo, así nosotros lo adoramos en la Eucaristía. Quiere decir que nuestro santo está con nosotros, en el misterio de la liturgia eucarística, adorando a nuestro Señor, como nosotros aquí en la tierra lo adoramos en la Eucaristía; la diferencia es que él lo adora contemplándolo en la luz de la gloria divina, nosotros, en la penumbra de la fe.
Pero tanto ellos como nosotros nos gozamos de la Presencia de nuestro Señor, y tal vez nosotros somos más afortunados, porque mientras ellos lo contemplan, nosotros lo incorporamos en nuestras almas como alimento de vida eterna, y lo poseemos como algo nuestro, propio, para nuestra posesión, adoración y gozo espiritual, gozo que anticipa en la tierra el gozo del cielo.

[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, The glories of divine grace, TAN Books and Publishers, Illinois 2000, 306.