San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

sábado, 22 de diciembre de 2018

San Expedito y la inversión de los valores en la Cruz



         Cuando se contempla la imagen de San Expedito, hay algo que se destaca, entre otras cosas y es el hecho de que el santo eleva hacia lo alto la Santa Cruz de Jesús. Esta exaltación de la Cruz que hace San Expedito –y con él, toda la Iglesia-, es incomprensible si se la mira sin los ojos de la fe. Sin la fe católica, la Cruz representa dolor, humillación, muerte, desprecio, ignominia y oprobio: el que está en la Cruz sufre indeciblemente, es humillado, muere, es despreciado. Pero la incomprensión de la Cruz se da cuando se mira la Cruz con ojos humanos, sin la fe católica. Cuando, comunicada por la gracia, la fe católica nos ilumina, podemos contemplar cómo Dios invierte los valores en la Cruz[1] y así en la Cruz el dolor deja de ser dolor, porque con su dolor en la Cruz, Cristo santificó nuestro dolor y lo convirtió en un dolor salvífico, con lo cual el dolor deja de ser sufrimiento, para ser fuente de salvación; en la Cruz, la humillación deja de ser humillación, para ser glorificación, porque el Que está humillado en la Cruz es el Hijo de Dios quien, con su majestad divina, convierte a la humillación en fuente de grandeza y majestad ante Dios y los hombres; en la Cruz, la muerte deja de ser muerte para ser Vida y Vida divina, porque Cristo con su muerte en Cruz destruyó a la muerte y nos dio su Vida divina; en la Cruz, el desprecio, la ignominia y el oprobio dejan de ser tales, para convertirse en admiración y adoración, porque cuando se ve que Aquel que cuelga de la Cruz, el Hombre-Dios Jesucristo, el alma solo puede asombrarse, adorar y amar a Jesucristo, que por nuestra salvación se humilló a sí mismo, muriendo con muerte dolorosa y humillante en la Cruz.
         Como todos los santos, San Expedito eleva en lo alto la Cruz, porque allí se invierten todos los valores: si el mundo desprecia a Jesús Crucificado, Dios lo ama, porque Jesús Crucificado es su Hijo, a quien el Padre ama con amor eterno. Es por esto que San Pablo dice: “La doctrina de la Cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero es poder de Dios para los que se salvan” (1 Cor 18). Si para el mundo la Cruz es necedad, para la Iglesia la Cruz de Cristo es poder de Dios y así vemos cómo, con su omnipotencia divina, todo lo que es despreciable para el mundo, Cristo lo convierte en fuente de salvación, porque es Él quien, con su poder divino, invierte los valores en la Cruz. Por esta razón la Iglesia toda exalta y adora la Santa Cruz de Jesús.


[1] Cfr. Odo Casel, Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2 1964, 168.

jueves, 13 de diciembre de 2018

Santa Lucía y la esperanza de la vida eterna en el cielo




La vida de santidad y sobre todo, la muerte martirial de Santa Lucía, nos enseña a mirar más allá de este mundo, cuya figura pasará al fin del tiempo, porque Santa Lucía dio su vida por una esperanza, pero no por una esperanza mundana, sino por una esperanza de una vida nueva, una vida distinta a esta vida terrena que vivimos, la vida eterna en el Reino de los cielos. Porque Santa Lucía poseía esta virtud de la esperanza en grado heroico, es que despreció no solo al mundo y sus riquezas, sino a esta vida terrena, por eso es que no le importó lo más preciado que tiene el hombre por naturaleza y que es la propia vida. En nuestros días, días caracterizados por ser días en los que el hombre ha construido un mundo y una sociedad sin Dios y se ha alejado de Él, debido a esta ausencia de Dios, los hombres ya no tienen la virtud de la esperanza en la vida eterna, sino que su esperanza es una esperanza mundana: el hombre de hoy tiene esperanzas de que la economía va a mejorar; tiene esperanzas de que podrá ganar más dinero; tiene esperanzas de que con ese dinero podrá comprar más y más cosas; tiene esperanzas de que no se enfermará y que vivirá sano; tiene esperanzas de que construirá una familia y que vivirá esta vida sin problemas. El hombre de hoy, un hombre sin Dios, tiene esperanza, pero se trata de una esperanza meramente humana y mundana, porque solo espera en bienes materiales y solo quiere bienes materiales. El hombre de hoy tiene esperanza, pero esperanza intra-mundana, una esperanza que lo lleva a creer que puede vivir esta vida con el estómago repleto y con las pasiones satisfechas.
         Por esta razón, la muerte martirial de Santa Lucía es un ejemplo para nosotros, porque Santa Lucía no muere por una esperanza intra-mundana, sino que muere porque espera vivir en el más allá, en la vida eterna, en el Reino de los cielos. Pero es incompatible querer vivir esta vida y poner todas las esperanzas en esta vida y sus bienes, y al mismo tiempo esperar vivir en el Reino de Dios, por eso es que Santa Lucía, puesta en la disyuntiva de elegir entre una vida sin mayores sobresaltos –tanto ella como su pretendiente poseían abundantes bienes materiales- y dar esta vida terrena para conseguir una vida superior, la vida eterna en el Reino de los cielos, Santa Lucía no duda ni un instante en elegir dar su vida por Cristo, porque espera en Él y sólo en Él y no en este mundo. Aprendamos de Santa Lucía a vivir la virtud de la esperanza, pero no una esperanza de que este mundo y esta vida sean mejores, sino que pidamos la gracia de que vivamos en la esperanza de llegar a vivir en la vida eterna, en el Reino de los cielos.

viernes, 7 de diciembre de 2018

Santa Lucía y su amor a la pobreza de la Cruz



         Santa Lucía, que nació en el siglo  d. C., pertenecía a una familia noble, de muy buena posición económica[1]. Su padre murió siendo ella muy pequeña por lo que, al ser hija única, se convertía en la única heredera de la fortuna familiar. En un primer momento, su madre quiso convencerla de que contrajera matrimonio con un joven pagano, pero la santa “dijo a su madre que deseaba consagrarse a Dios y repartir su fortuna entre los pobres”[2]. Su madre, luego de haber sido curada milagrosamente gracias a los ruegos de Santa Lucía, y llena de gratitud por el favor del cielo, le dio permiso para que cumpliera los designios de Dios sobre ella, esto es, que no contrajera matrimonio, sino que consagrara su virginidad a Dios y entregara sus bienes a los pobres. Esto ocasionó que el pretendiente de Lucía se indignara profundamente y delatara a la santa como cristiana ante el pro-cónsul Pascasio, en momentos en que la persecución de Diocleciano estaba entonces en todo su furor. Fue así que la santa fue detenida, sometida a torturas para que renegase de la fe de Cristo y, al no conseguirlo sus verdugos, la martirizaron.
         Al desprenderse de los bienes materiales heredados de su familia en favor de los pobres, Santa Lucía nos da ejemplo de amor a la pobreza. Ahora bien, nos tenemos que preguntar de qué pobreza se trata y porqué Santa Lucía elige la pobreza. Ante todo, no se trata de una pobreza que se limite solamente a la pobreza y no es algo que surja de ella como virtud propia; tampoco se trata de que Santa Lucía se consideraba como parte de una clase rica y dominante y que al repartir sus bienes, lo que buscaba era hacer justicia social, dando de sus bienes a los más pobres materialmente. No se trata de esta concepción de la pobreza, puesto que esta concepción es una concepción marxista y anti-cristiana, propia de la Teología de la Liberación, que es anti-cristiana al dividir a los hombres en buenos por ser pobres y en ricos por ser malos. No es esta la pobreza de Santa Lucía. Santa Lucía reparte sus bienes a los pobres y se queda ella misma en la pobreza, pero no para hacer una pretendida y falsa “justicia social”, sino porque su pobreza era una participación a la pobreza de la Cruz de Cristo. Es decir, Santa Lucía se hace pobre voluntariamente porque Cristo, que era rico siendo Dios, poseyendo la riqueza de la divinidad, se hace pobre al encarnarse, al asumir nuestra naturaleza humana, para enriquecernos con su divinidad. Además, la pobreza de Santa Lucía es una participación a la pobreza de la Cruz de Cristo: en efecto, en la Cruz, Jesús se despoja de todo lo material y conserva sólo aquello que lo conducirá al Cielo y aun así, todo lo material que posee, es don de su Madre y de su Padre del Cielo: el velo con el que cubre su Humanidad es el velo que le da su Madre, la Virgen; los clavos que sujetan sus manos y sus pies; la corona de espinas que ciñe su cabeza; el cartel que indica que es Rey de los judíos y hasta el madero mismo de la Cruz, son todos bienes materiales que le han sido prestados por Dios para que con ellos lleve a cabo la obra de la Redención de la humanidad. Es de esta pobreza de la Cruz de la cual participa Santa Lucía: ella se vuelve pobre pero no para combatir a los ricos y hacer ricos a los pobres repartiendo su pobreza, ya que esto es simplemente socialismo anti-cristiano: Santa Lucía da sus bienes a los pobres y se vuelve pobre para imitar y participar de la pobreza de la Cruz de Jesús. Al hacer esto, Santa Lucía se vuelve rica, porque adquiere la riqueza de la gracia del martirio, que le permite dar su vida por la salvación de los hombres, en unión con el sacrificio de Jesús. Santa Lucía se empobrece materialmente, pero adquiere la riqueza del Cielo, la salvación eterna. Es esta la verdadera pobreza cristiana, la que se despoja de los bienes materiales para enriquecer a los demás, pero no con los bienes materiales en sí, sino con la riqueza de la caridad y del amor de Cristo. Al recordar a Santa Lucía, le pidamos que interceda para que seamos capaces de amar a la verdadera pobreza, la pobreza de Cristo, que es la pobreza de la Cruz, la pobreza que nos hace pobres materialmente, pero nos enriquece con la gracia y el amor de Cristo Jesús.

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Santa Lucía y el don de la piedad



         Santa Lucía es ejemplo inigualable, para nosotros que somos cristianos del siglo XXI, de piedad. Para saber a qué nos referimos, tenemos que recordar qué es lo que significa la piedad, que viene del vocablo latino “pietas”[1]: con este vocablo se quiere significar una virtud –un hábito bueno en el alma- que se manifiesta por la devoción en relación a las cuestiones santas y que tiene por guía al amor que se siente hacia Dios. Esta virtud se traduce también en obras de misericordia hacia el prójimo, obras que tienen como motor el amor que se siente por otros y la compasión hacia el prójimo. Un ejemplo de piedad en la vida de Lucía se da en ocasión de la enfermedad de su madre, ya que sufría de una enfermedad –no se dice cuál, pero con toda seguridad, provocada por la ausencia de plaquetas en la sangre, ya que sufría de continuas hemorragias, es decir, de continuas pérdidas de sangre-. Santa Lucía convenció a su madre y la acompañó a que fuera a orar ante la tumba, en Catania, de Santa Agata, a fin de obtener la curación de su enfermedad. Ella misma acompañó a su madre, y Dios escuchó sus oraciones, por lo que su madre quedó curada[2].
         La piedad, entonces, está asociada tanto a la humildad, como al amor a Dios y al prójimo por amor a Dios. En el caso de los padres, es de especial importancia cultivar la virtud de la piedad, porque en los padres se reflejan tanto la voluntad como el amor de Dios, aunque esta virtud se dirige a todo prójimo, ya que el primer mandato obliga el amor para con Dios, para con el prójimo y para con uno mismo: “Ama a Dios y a tu prójimo como a ti mismo”.
         Es decir, la piedad, en cuanto virtud, está subordinada al amor a Dios y, por Dios, hacia el prójimo y en especial modo, a los padres.
         Puesto que Lucía amaba con amor perfecto a Dios, en ella brillaban todo tipo de virtudes, en especial, el de la piedad, el cual implica, primero, amar a Dios y, en Dios y por Dios, al prójimo y en especial a los padres. No puede haber piedad verdadera –compasión, conmiseración- hacia el prójimo, si no hay amor a Dios. Que el ejemplo de Santa Lucía, de piedad hacia su madre y de amor perfecto hacia Dios, sea nuestra guía y nuestro ejemplo en nuestro peregrinar hacia el cielo y que Santa Lucía interceda para que no solo nunca faltemos a esta virtud, sino que la vivamos con todo el amor del que seamos capaces.

La fe de Santa Lucía la llevó a dar su vida por Cristo



         Como todos sabemos, Santa Lucía murió mártir por causa de su fe en Jesucristo. Precisamente, lo que la define como “mártir”, es el hecho de dar su vida en testimonio de Jesucristo. Ahora bien, esto nos lleva a considerar dos cosas: por un lado, qué es lo que entendemos por “fe” y qué es lo que entendemos por “Jesucristo”. Porque un evangelista, o un miembro de una secta, también pueden tener “fe en Jesucristo” y eso no los convierte en mártires ni en santos como Santa Lucía. ¿Por qué? Porque la fe y el Jesucristo de Santa Lucía son la fe y el Jesucristo de la Iglesia Católica, los cuales son muy distintos a los de los protestantes y a los de cualquier secta. “Fe”, dice la Escritura, es “creer en lo que no se ve”. Es decir, es algo invisible a los ojos del cuerpo, es algo en lo que creemos, pero que no lo vemos con los ojos del cuerpo, pero sí lo vemos con los ojos del alma, iluminados por la luz de la gracia. ¿Y qué es eso en lo que “creemos sin ver”? Es Jesucristo, pero no el Jesucristo de los evangelistas; no el Jesucristo de los integrantes de las sectas. Nosotros, los católicos –y por lo tanto, Santa Lucía- creemos en un Jesucristo muy distinto al Jesucristo en el que creen los evangelistas y los sectarios. Para nosotros, Jesucristo no es un hombre común, no es un hombre santo, no es una persona humana: es el Hombre-Dios, es la Segunda Persona de la Trinidad, es Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios y para nosotros, está en la Cruz, representado y está en Persona en la Eucaristía. Ni los evangelistas, ni los sectarios, creen en estas verdades, que son propiamente católicas. Los evangelistas no veneran la Cruz, porque no veneran imágenes y no adoran la Eucaristía, porque no creen en la Presencia real, verdadera y substancial de Jesucristo en la Eucaristía, como sí lo creemos los católicos. Santa Lucía dio su vida por esta fe, la Santa Fe Católica, la fe que se nos infundió en el Bautismo, que se nos fortaleció con la Confirmación, que se nos infunde en cada Eucaristía, la fe católica en Cristo, el Hombre-Dios, que está representado en la Cruz y está en Persona en la Eucaristía. Hay un dicho que dice: “Católico ignorante, futuro protestante”. Si nosotros ignoramos nuestra Fe católica en Jesucristo, vamos a pensar que da lo mismo venir a la Iglesia Católica, que a la evangelista o a las sectas, pero nuestra Fe católica no tiene absolutamente nada que ver con la fe de estas iglesias y sectas que no son católicas. Por eso nosotros veneramos y adoramos la Cruz, el Viernes Santo, y por eso adoramos la Eucaristía y nos arrodillamos delante de la Eucaristía y hacemos adoración eucarística, porque nuestra Fe católica nos dice que allí está Jesucristo.
         Al recordar a Santa Lucía, le pidamos que interceda desde el Cielo para que no caigamos en la confusión de pensar que todas las religiones son iguales y le pidamos también que encienda en nosotros el mismo amor que tuvo ella por el Cristo de la Iglesia Católica, el Cristo de la Cruz y el Cristo de la Eucaristía, ese mismo Amor que la llevó a dar su vida por el Hombre-Dios Jesucristo.

miércoles, 31 de octubre de 2018

Participar de la Misa y adorar la Eucaristía es el equivalente para nosotros a la visión beatífica de Todos los Santos



         Los Santos se caracterizaron en esta vida terrena por permanecer unidos a Cristo por medio de la gracia. Si alguno en algún momento perdió la gracia, la recuperó prontamente por la Confesión Sacramental, para luego conservarla y acrecentarla cada vez más por medio de la fe, el amor, las obras de caridad y el acceso a los Sacramentos, ante todo la Eucaristía y la Confesión. En ese sentido, son un modelo para nuestra vida cristiana aquí en la tierra, porque ellos nos enseñan, con sus vidas de santidad, que lo único que realmente importa en esta vida terrena es permanecer unidos a Cristo y a su Santa Iglesia y que nada más importa que la salvación del alma. Como dice Santa Teresa de Ávila, “el que se salva, sabe y el que no, no sabe nada”. Los santos, con sus vidas ejemplares y luminosas por la santidad, son luces celestiales que iluminan nuestros pasos en las “tinieblas y sombras de muerte” en las que estamos envueltos en la historia humana.
         Y puesto que los santos vivieron en gracia, también murieron en estado de gracia y ésa es la razón por la cual ahora, en la eternidad, viven en la gloria del Reino de Dios. La gracia en la vida terrena se convirtió en la gloria en la vida eterna y la unión con Cristo por la gracia, la fe y el amor, se convirtió en unión con la divinidad por participación en la visión beatífica. En otras palabras, los santos vivieron en esta vida terrena unidos a Cristo, por medio de  la gracia de los sacramentos, por la y por el amor y ahora, en la eternidad, viven unidos para siempre a Cristo Dios, participando de su naturaleza divina mediante la visión beatífica. Los Santos en el cielo contemplan, adoran y alaban al Cordero de Dios, por los siglos sin fin, siendo sus almas colmadas por la gloria divina, la luz, el amor y la alegría que brotan del Cordero.
         Los Santos forman la Iglesia Triunfante, la que por la gracia del Cordero ha triunfado sobre el Demonio, el Pecado y la Muerte, y ahora viven en Dios Trino, en la gloria de Dios, participando de la Vida divina que brota del Ser divino trinitario y en esto consiste su máxima alegría y gozo, que durará por toda la eternidad. Nosotros, que vivimos en la tierra y en el tiempo y que todavía no hemos atravesado el umbral de la muerte, formamos la Iglesia Militante o Peregrina y en consecuencia, no podemos contemplar al Cordero “cara a cara”, como lo hacen los Santos en el cielo. Pero aun así, tenemos la oportunidad de unirnos a los Santos del cielo en su adoración al Cordero, por medio de la Santa Misa y de la Adoración Eucarística. Para nosotros, participar de la Santa Misa y hacer Adoración Eucarística, es el equivalente a la visión beatífica de la que gozan los Santos, porque en la Eucaristía adoramos al mismo y Único Cordero de Dios, que es la Lámpara de la Jerusalén celestial. La única diferencia es que estamos en esta vida terrena y no podemos contemplar con los ojos corporales al Cordero, pero si asistimos a la Santa Misa y si hacemos Adoración Eucarística, estamos delante del Cordero y recibimos de Él su gracia, su paz, su luz y su vida divina, al igual que los Santos reciben todo esto del Cordero en los cielos. Entonces, participar de la Santa Misa –y mucho más, comulgar en gracia- y hacer Adoración Eucarística es para nosotros, que vivimos en la tierra, como estar en forma anticipada en el Cielo, porque nos encontramos frente al Cordero de Dios, así como los Santos están frente al Cordero, adorándolo, por siglos sin fin.
         No nos acordemos de los Santos sólo un día al año: acordémonos de ellos todos los días del año y sobre todo, les pidamos para que intercedan por nosotros, que vivimos en este “valle de lágrimas”, para que al igual que ellos, seamos capaces de vivir y morir en gracia, para adorar al Cordero por la eternidad.

lunes, 15 de octubre de 2018

Santa Teresa de Ávila y su llamado a defender a Cristo Rey



         En uno de sus escritos, Santa Teresa de Ávila hace un ardiente llamamiento a los cristianos verdaderos, a quienes son “adoradores de Dios en espíritu y en verdad”, a defender a Nuestro Señor Jesucristo. La santa dice así: “¡Oh Cristianos! Tiempo es de defender a nuestro Rey y de acompañarlo en tan grande soledad, que son muy pocos los servidores que le han quedado y mucha la multitud que acompaña a Lucifer; y lo que es peor, es que se muestran amigos en lo público y lo venden en lo secreto”.
         La santa advierte, en este corto escrito, de varios peligros que acechan a la Cristiandad: uno de ellos, es que el Señor Jesucristo, Rey de reyes y Señor de señores, debe ser defendido de las hordas de seguidores de Lucifer, los cuales conforman “una multitud”. Si bien este párrafo fue escrito por la santa hace siglos, no pierde vigencia, porque cuando vemos las hordas de seguidores de Lucifer que bajo diversas máscaras, como el neo-marxismo, el feminismo radical, el satanismo, la práctica de la brujería moderna o wicca, el ocultismo, el comunismo, el materialismo, el hedonismo, intentan apoderarse de las sociedades modernas y de desterrar el Santo Nombre de Dios de las mentes y corazones de los hombres, entonces nos damos cuenta que el escrito es más actual en nuestros días que en los días de la santa, en donde la gente era más devota y practicante y en donde no habían tantas ideologías perversas.
         Pero hay otro peligro acerca del cual advierte la santa y es mucho, muchísimo peor, que el peligro de las hordas neo-marxistas y satanistas intentando quemar iglesias y abortar niños: es el peligro de los que se auto-proclaman “cristianos”, pero en realidad son seguidores de Lucifer. En efecto, dice así Santa Teresa: “Son muy pocos los servidores que le han quedado y mucha la multitud que acompaña a Lucifer; y lo que es peor, es que se muestran amigos en lo público y lo venden en lo secreto”. Pero, ¿quiénes son estos seguidores de Lucifer”, que se hacen pasar por cristianos? Son los cristianos que no asisten a misa por pereza; son los cristianos que prefieren los ídolos del mundo, antes que Jesús Eucaristía; son los cristianos que no rezan; son los cristianos que no frecuentan los sacramentos; son los cristianos que dejan vacíos sus lugares en la Iglesia, porque no acuden a ella poniendo infinidad de pretextos; son los cristianos que ante cualquier dificultad, en vez de acudir a la oración a la Madre de Dios, Mediadora de todas las gracias, acuden a ídolos demoníacos y servidores de Satanás, como el Gauchito Gil y la Difunta Correa, cuando no acuden al Demonio en persona, la Santa Muerte; son los cristianos que, en vez de llevar al cuello una medalla de la Virgen o un crucifijo, llevan en sus muñecas una cinta roja contra la envidia o en sus cuellos el amuleto mágico llamado “árbol de la vida” o algún otro amuleto como “la mano de Fátima”; son los cristianos tibios que con su silencio cómplice, permiten que se les envíe todo tipo de material obsceno, sin decir una sola palabra; son los cristianos que, en vez de hacer adoración eucarística, prefieren un paseo o una salida al cine; son cristianos que aceptan la ideología de género, el comunismo, el marxismo genocida y el liberalismo y así podríamos seguir hasta el infinito. Todos estos son cristianos de nombre, hacia el exterior, pero que hace tiempo entregaron sus corazones a Lucifer. Este peligro es mucho más insidioso que el primero, porque si los primeros son fáciles de identificar, estos, los segundos, los llamados cristianos, que hacen de la tibieza su estado espiritual habitual, son los más abundantes. Éste último peligro es mucho más insidioso y peligroso, por cuanto por fuera parecen seguidores de Cristo, pero sus corazones están entregados a Lucifer, tal como lo dice Santa Teresa de Ávila.
         La Santa llama, entonces, a los que son “adoradores en espíritu y en verdad” a adorar a Nuestro Señor Jesucristo, Presente con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía, para reparar por las ofensas que recibe por parte de los seguidores de Lucifer, aquellos que lo siguen a cara descubierta y aquellos que se hacen pasar por cristianos.



martes, 2 de octubre de 2018

Los ángeles custodios y nuestro destino eterno



         Los ángeles custodios son personas angélicas, seres espirituales, creados por Dios y asignados por Él a cada ser humano desde el momento mismo en que cada ser humano es concebido. Ahora bien, ¿para qué asigna Dios un ángel a cada ser humano? La imaginería popular y también el descenso de la fe y la adulteración de la fe católica por parte de los mismos católicos, ha desvirtuado, desdibujado y hasta alterado la función de los ángeles. En la gran mayoría de los católicos, los ángeles -cuando se cree en ellos, puesto que la gran mayoría de los católicos no cree en los ángeles custodios- cumplen un rol que poco o nada tiene que ver con el verdadero rol de los ángeles custodios asignados por Dios a los hombres. Para muchos católicos, el ángel de la guarda es casi un personaje mitológico, en el sentido de que su existencia no es verdad de fe, sino una especie de “narración” piadosa –no tiene existencia en la realidad- cuya función es la de “proteger” a niños pequeños –cuanto más pequeños, mejor- pero, a medida que esos niños crecen, la función “protectora” de estos seres míticos se desdibuja a tal punto, que termina por desaparecer. De hecho, el noventa por ciento o más de los católicos adultos, no cree en el existencia de los ángeles de la guarda y esto se comprueba porque no se dirigen a ellos por la oración ni tampoco saben para qué están, si es que creen que están. Esta falta de fe en los ángeles custodios es parte de –paradójicamente- de la crisis de fe de los católicos, una fe infantil, que se quedó en las primeras clases de Catecismo y que jamás fue profundizada ni, mucho menos, practicada.
         Dicho esto, recordemos entonces para qué están los ángeles de la guarda, asignados por Dios a cada ser humano desde el momento mismo en que es concebido. La función de los ángeles custodios, como su nombre lo indica, es la de ser “mensajeros guardianes” -puesto que “ángel” significa “mensajero”- y como un mensajero lleva mensajes, en el caso de los ángeles, los mensajes que trae al hombre vienen de parte de Dios. ¿Y qué dicen esos mensajes? Le dicen al hombre que tenga presentes, en su mente y en su corazón, los Mandamientos de la Ley de Dios; le dicen al hombre que piense más en Jesús y en su Pasión, que en las cosas del mundo; le dicen al hombre que piense en su destino eterno, porque esta vida pasa pronto y llega el Juicio Particular, juicio que podrá sortear sólo si tiene su corazón en gracia y sus manos llenas de obras de misericordia. Ésos son los mensajes que los ángeles de la guarda dan a los hombres, pero el hombre, cuanto más aturdido está por el mundo, menos capaz se vuelve de escuchar a estos celestiales seres, de ahí la importancia del silencio y de la oración. Estos ángeles son también “guardianes” y un guardián es alguien que protege del mal. ¿De qué mal? Ante todo, del mal del materialismo, del hedonismo, del ateísmo, que le hacen perder al hombre el sentido de trascendencia y de eternidad. Pero también protegen estos seres celestiales del mal hecho persona, es decir, de los ángeles caídos, las “potestades malignas de los aires”, los ángeles rebeldes y apóstatas, que libremente decidieron no amar y no servir a Dios y por eso mismo fueron precipitados al Infierno eterno. Ahora bien, estos ángeles malignos acechan al hombre y le tienden trampas a cada paso, buscando perder sus almas por el pecado. Los ángeles custodios tienen la misión, encargada por Dios, de defender a los hombres de las acechanzas de los demonios, de manera tal de que sean capaces de no solo evitar estas trampas, sino de conservar la vida de la gracia, hasta el momento del Juicio Particular.
         La tarea de los ángeles de la guarda se ve facilitada cuando las personas no solo creen en ellos, sino que además acuden a ellos, pidiéndoles que los protejan de los ángeles de la oscuridad y que los ayuden a conservar la gracia santificante, de manera tal de poder alcanzar algún día el Reino de los cielos. La tarea de los ángeles de la guarda se dificulta cuando el católico “piadoso” reduce su existencia a seres míticos que solo protegen a la infancia y que desaparecen cuando los niños crecen. Con una fe infantil, la tarea de los ángeles se dificulta mucho.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

San Expedito y el poder de la Santa Cruz de Jesús



         San Expedito nos enseña cuál es el camino a la victoria espiritual frente a la tentación: la Santa Cruz. En efecto, todos sabemos cómo fue que San Expedito fue tentado por el Demonio, que se le había aparecido en forma de cuervo, para que pospusiera la conversión para otro día. San Expedito, que era pagano, había recibido la gracia de conocer a Jesús y ahora él debía hacer su parte, es decir, él debía responder libremente a la gracia y para eso, debía abandonar su vida de pagano y comenzar a vivir la vida de los hijos de Dios. Pero el Demonio se le apareció en forma de cuervo y, volando sobre su cabeza, le repetía insistentemente: “Cras, cras”, que significa “Mañana, mañana”. El Demonio, muy sutilmente, no le decía a San Expedito que no se convirtiera, sino que pospusiera su conversión para el otro día, para “mañana”. Esto es un error, porque no sabemos si hemos de vivir mañana y si no aprovechamos la gracia de la conversión en el hoy y en el ahora, corremos el riesgo de morir sin convertirnos, es decir, sin entregar el corazón a Dios. La tentación, como dijimos, era muy sutil, porque el Demonio no le decía: “No te conviertas”, sino que le decía: “Conviértete, pero mañana. Por el día de hoy, continúa con tu vida de pagano, alejado de Jesús”.
         San Expedito respondió velozmente –por eso es el Patrono de las causas urgentes-, aplastando al cuervo que se le había acercado desprevenidamente y elevando la Santa Cruz, al tiempo que repetía: “Hodie”, es decir, “Hoy, hoy me convertiré en cristiano y no mañana; hoy comenzaré a vivir la vida de la gracia y no mañana; hoy perdonaré a mis enemigos en nombre de Cristo; hoy comienzo a vivir como hijo de Dios, como hijo de la luz y no de las tinieblas”.
         ¿De dónde sacó San Expedito, tanto la lucidez necesaria como para darse cuenta de la tentación del Demonio, como la fuerza sobrenatural para aplastar y vencer al Demonio? Las sacó de la Santa Cruz, porque Jesús crucificado, que es “necedad y debilidad para el mundo”, es en realidad “fuerza y sabiduría de Dios”, porque el que cuelga en la Cruz es el Hijo de Dios, Jesucristo, que es la Sabiduría y la Fortaleza de Dios. Al igual que San Expedito, frente a la tentación, cualquiera que esta sea, elevemos la Santa Cruz de Jesús y digamos: “Hoy y ahora viviré como hijo de Dios y no como hijo de las tinieblas”.

viernes, 7 de septiembre de 2018

El Sagrado Corazón y las armas para la lucha espiritual



Santa Margarita recibió del Sagrado Corazón tres armas espirituales necesarias en la lucha que debía emprender para lograr la purificación del pecado y la transformación del alma en una imagen viviente del Sagrado Corazón por medio de la gracia.
Estas tres armas espirituales son: conciencia delicada y dolor ante el pecado, por pequeño que sea; la santa obediencia; el amor a la Santa Cruz[1].
Con respecto a la primera arma, Jesús le dijo una vez a Santa Margarita, cuando había cometido una falta: “Sabed que soy un Maestro santo, y enseño la santidad. Soy puro, y no puedo sufrir la más pequeña mancha. Por lo tanto, es preciso que andes en mi presencia con simplicidad de corazón en intención recta y pura. Pues no puedo sufrir el menor desvío, y te daré a conocer que si el exceso de mi amor me ha movido a ser tu Maestro para enseñarte y formarte en mi manera y según mis designios, no puedo soportar las almas tibias y cobardes, y que si soy manso para sufrir tus flaquezas, no seré menos severo y exacto en corregir tus infidelidades”. Es decir, Dios es la Pureza Increada, la Santidad Increada; en Él no hay la más ligerísima mancha de pecado. Cuando el alma está en gracia, Dios inhabita en ella y es por esto que la más pequeña falta, el más ligero desvío, la más pequeña imperfección, contrastan inmediatamente con la pureza divina. Por eso es necesario pedir la gracia del odio contra el pecado.
Con respecto a la segunda arma, la santa obediencia, Jesús le dijo a Santa Margarita: “Te engañas creyendo que puedes agradarme con esa clase de acciones y mortificaciones en las cuales la voluntad propia, hecha ya su elección, más bien que someterse, consigue doblegar la voluntad de las superioras. ¡Oh! yo rechazo todo eso como fruto corrompido por el propio querer, el cual en un alma religiosa me causa horror, y me gustaría más verla gozando de todas sus pequeñas comodidades por obediencia, que martirizándose con austeridades y ayunos por voluntad propia”. Es decir, el orgullo y la soberbia son pasiones que se esconden en el amor propio y es así que una persona orgullosa puede hacer grandes obras, grandes penitencias, grandes mortificaciones, pero serán solo una muestra de su orgullo si es que todo esto lo hace motivado por su orgullo y no por obediencia. Jesús dice que es preferible gozar de las pequeñas comodidades por obediencia, que hacer grandes sacrificios y ayunos por voluntad propia, porque ahí se está dando rienda suelta al propio orgullo y vanidad. Jesús no tolera ni la más mínima señal de incomodidad o repugnancia frente a las órdenes de los superiores, según Santa Margarita. Esta arma es necesaria porque la obediencia ayuda a adquirir la virtud de la humildad que, junto con la caridad, son las virtudes que más asemejan a las almas a los Sagrados Corazones de Jesús y María. Y así confiesa Margarita que para ella lo más doloroso era ver a Jesús incomodado contra ella, aunque fuese ligeramente. Y en comparación a este dolor, nada le parecía los demás dolores, correcciones y mortificaciones y por tanto, acudía inmediatamente a pedir penitencia a su superiora cuando cometía una falta, pues sabía que Jesús solo se contentaba con las penitencias impuestas por la obediencia. Más vale hacer una pequeña obra por obediencia, que una gran obra por orgullo propio: el orgullo es el pecado capital de Satanás y quien peca de orgullo desobedeciendo a sus legítimos superiores –por ejemplo, los hijos a padres, los pastores a sus obispos, los religiosos a sus superiores, los laicos a los párrocos-, participa del pecado de orgullo de Satanás-.
         Con respecto a la tercera arma, el amor a la Santa Cruz, le dijo así Jesús a Santa Margarita, mostrándole una gran cruz toda cubierta de flores: “He ahí el lecho de mis castas esposas, donde te haré gustar las delicias de mi amor; poco a poco irán cayendo esas flores, y solo te quedarán las espinas, ocultas ahora a causa de tu flaqueza, las cuales te harán sentir tan vivamente sus punzadas, que tendrás necesidad de toda la fuerza de mi amor para soportar el sufrimiento”. Pretender vivir esta vida sin la cruz, es como pretender vivir sin oxígeno. Ahora bien, el sufrimiento de la cruz no solo no debe ser rechazado, sino que debe ser ofrecido a Jesús con todo el amor del que se es capaz. Aún más, no basta con amar la cruz con nuestro amor humano: es necesario abrazar la cruz y amar la cruz con el amor mismo de Jesucristo y esto sólo se logra si se participa de su Pasión por la fe, el amor y la gracia. Además de mostrarle la cruz, Jesús le comunicó una parte de sus terribles angustias en Getsemaní, puesto que quería hacer de Santa Margarita una víctima inmolada por el Amor. Lejos de quejarse por estos padecimientos, la santa le dijo a Jesús: “Nada quiero sino tu Amor y tu Cruz, y esto me basta para ser Buena Religiosa, que es lo que deseo”.

A través de estas tres armas espirituales, el Sagrado Corazón quería no solo desapegarla de sus pasiones y de las cosas terrenas, sino conformar cada vez más el corazón de Margarita al suyo, preparándola así para la vida eterna. Cada cristiano, cuando le sobrevengan humillaciones y desprecios, debe estar convencido de que esto lo quiere el Sagrado Corazón para que nos desapeguemos de nosotros mismos y de esta tierra, que es pasajera y así nos preparemos cada vez más y mejor para ingresar en la vida eterna.


jueves, 30 de agosto de 2018

San Ramón Nonato



         Vida de santidad[1].

         Se le llama así –Nonato, que quiere decir: “no-nacido”- porque su madre falleció antes de que lo diera a luz, siendo necesario practicarle una cesárea para que San Ramón pudiera nacer: por esta razón, las mujeres embarazadas se encomiendan a él para dar a luz sin peligros. San Ramón nació en Cataluña, España, en el año 1204. A muy temprana edad entró en la Congregación de Padres Mercedarios, fundada por San Pedro Nolasco, quienes se dedicaban a rescatar cautivos que los mahometanos habían llevado presos a Argel. En ese entonces, los mahometanos tomaban a los cristianos por rehenes y los mantenían esclavizados, exigiendo una suma de dinero para su rescate. Precisamente, San Ramón, ya siendo religioso, fue enviado por sus superiores a África con una gran cantidad de dinero, con el fin de rescatar a los católicos que estaban esclavizados por los musulmanes. San Ramón cumplió con su misión, gastando todo el dinero que tenía en conseguir la libertad de muchos cristianos y enviarlos otra vez a su patria, de donde habían sido llevados secuestrados por los enemigos de nuestra religión.
Una vez que se le acabó el dinero se ofreció él mismo a quedarse como esclavo, con tal de que libertaran a algunos católicos que estaban en grave peligro de perder su fe y su religión por causa de los atroces castigos que los mahometanos les infligían.
Debido a que los musulmanes prohíben absolutamente hablar de la religión católica y puesto que Ramón, en vez de callar, se dedicó a catequizar a sus compañeros de esclavitud, incluidos algunos mahometanos, en castigo le aplicaron terribles tormentos y lo azotaron muchas veces hasta dejarlo casi muerto. Pero aun así San Ramón continuaba con su apostolado, de manera que los musulmanes decidieron ponerle un candado en la boca, abriéndolo sólo para que pudiera comer.
Los musulmanes lo liberaron para que fuera a España y trajera más dinero para rescatar cristianos, pero San Ramón, una vez en libertad, continuó proclamando el Evangelio, por lo que los musulmanes lo volvieron a encarcelar y a torturar. Luego de un tiempo, el fundador de la Orden, San Pedro Nolasco, envió a algunos de sus religiosos con una fuerte suma de dinero y pagaron su rescate y por orden de sus superiores volvió a España.
Como premio por su valiente testimonio de fe ante los islamistas, el sumo Pontífice Gregorio IX lo nombró Cardenal, aunque San Ramón siguió viviendo humildemente como si fuera un pobre e ignorado religioso. El Santo Padre lo llamó a Roma para que le colaborara en la dirección de la Iglesia y el humilde Cardenal emprendió el largo viaje a pie. Sin embargo, durante el viaje, se vio afectado por una enfermedad desconocida que, entre otras cosas, le produjo un cuadro con altísimas fiebres, hasta que finalmente murió. Era el año 1240 y el santo apenas tenía treinta y seis años. Pero había sufrido y trabajado muy intensamente, y se había ganado una gran corona para el cielo.

         Mensaje de santidad.

         Algo que se destaca en San Ramón –y es lo que le valió el título de cardenal y luego la santidad, es decir, la bienaventuranza en el cielo- es que el santo no permaneció mudo frente a los enemigos de la religión, llevando a cumplimiento lo que dice la Escritura: “No podemos callar lo que hemos visto” (Hch 4, 13-21) y también “Predica a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4, 2). Es decir, San Ramón contempló los misterios de Cristo en el Evangelio, en la Cruz y en la Eucaristía y los proclamó, aun cuando estaba rodeado de enemigos y predicó a tiempo y a destiempo, o sea, cuando estaba a salvo en su Congregación y predicó también cuando estaba en la cárcel y no dejó de predicar, ni siquiera cuando lo torturaban.
         Muchos cristianos, cuando están frente a los enemigos de la fe y estos insultan a la fe católica, se quedan callados, cumpliendo el papel de “perros mudos” que denunciara el profeta Isaías (cfr. Is 56, 10). Muchos cristianos, ante los atropellos que sufre la religión católica día a día –por ejemplo, en estos días, unos irreverentes estudiantes universitarios retiraron la imagen de la Virgen que estaba colocada en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Córdoba[2]- se quedan callados, ya sea en los medios de comunicación, o en las conversaciones cotidianas. San Ramón nos da ejemplo de cómo no debemos callar las verdades de fe, ni siquiera cuando nuestras vidas estén en peligro, ya que él predicó en la cárcel, a sabiendas que podían condenarlo a muerte. Le pidamos  a San Ramón Nonato la gracia de no callar ante los enemigos de la fe y de predicar, más que con las palabras, con el ejemplo de vida, “a tiempo y a destiempo”, como lo hizo él.

miércoles, 29 de agosto de 2018

El martirio de San Juan Bautista



         El evangelio de San Marcos[1] (cfr. 6,17ss) nos narra de la siguiente manera la muerte del gran precursor, San Juan Bautista: “Herodes había mandado poner preso a Juan Bautista, y lo había llevado encadenado a la prisión, por causa de Herodías, esposa de su hermano Filipos, con la cual Herodes se había ido a vivir en unión libre. Porque Juan le decía a Herodes: “No le está permitido irse a vivir con la mujer de su hermano”. Herodías le tenía un gran odio por esto a Juan Bautista y quería hacerlo matar, pero no podía porque Herodes le tenía un profundo respeto a Juan y lo consideraba un hombre santo, y lo protegía y al oírlo hablar se quedaba pensativo y temeroso, y lo escuchaba con gusto”. Pero llegó el día oportuno, cuando Herodes en su cumpleaños dio un gran banquete a todos los principales de la ciudad. Entró a la fiesta la hija de Herodías y bailó, el baile le gustó mucho a Herodes, y le prometió con juramento: “Pídeme lo que quieras y te lo daré, aunque sea la mitad de mi reino”. La muchacha fue donde su madre y le preguntó: “¿Qué debo pedir?”. Ella le dijo: “Pide la cabeza de Juan Bautista”. Ella entró corriendo a donde estaba el rey y le dijo: “Quiero que ahora mismo me des en una bandeja, la cabeza de Juan Bautista”. El rey se llenó de tristeza, pero para no contrariar a la muchacha y porque se imaginaba que debía cumplir ese vano juramento, mandó a uno de su guardia a que fuera a la cárcel y le trajera la cabeza de Juan. El otro fue a la prisión, le cortó la cabeza y la trajo en una bandeja y se la dio a la muchacha y la muchacha se la dio a su madre. Al enterarse los discípulos de Juan vinieron y le dieron sepultura”.
Ante estos hechos, surge la siguiente pregunta: ¿murió Juan el Bautista por defender la santidad del matrimonio, o murió más bien por Cristo Jesús? la respuesta es que murió por Cristo Jesús, de otra manera, no podría ser considerado mártir, tal como lo considera la Iglesia. Al analizar los hechos, veremos con más claridad la razón por la cual el Bautista murió por Cristo y no por la moral matrimonial exclusivamente.
Quien era el rey de los hebreos en ese entonces, Herodes Antipas, había cometido un pecado que escandalizaba a los judíos porque contrariaba gravemente a la Escritura y a la moral: se había ido a vivir con la esposa de su hermano, con lo cual cometía pecado de adulterio. Juan Bautista lo denunció públicamente, razón por la cual Herodes lo mandó encarcelar, aun cuando la denuncia era justa y necesaria, pues el rey estaba quebrantando la ley de Dios. Puesto que la denuncia era justa, San Juan Bautista fue encarcelado injustamente, ya que era inocente: de esta manera, se configuraba de modo anticipado al Redentor, quien siendo la Pureza Increada fue encarcelado también injustamente e injustamente juzgado como pecador, siendo Él la Inocencia Increada. Estando el Bautista en la cárcel, es que se produce el episodio con Herodías y su hija, que finaliza con la decapitación del Bautista.
Según una antigua tradición, años más tarde Herodías estaba caminando sobre un río congelado y el hielo se abrió y ella se consumió hasta el cuello y el hielo se cerró y la mató. Puede haber sido así o no, pero lo que sí es histórico es que Herodes Antipas fue desterrado después a un país lejano, con su concubina y es histórico también que el padre de su primera esposa (a la cual él había alejado para quedarse con Herodías) invadió con sus Nabateos el territorio de Antipas y le hizo enormes daños. Esto demuestra que no hay pecado que se quede sin su respectivo castigo, no solo en la otra, sino también en esta vida. En este caso, se trata de dos pecados, el de adulterio y el de asesinato de un inocente.
Ahora bien, si bien es cierto que Juan el Bautista, llamado “el Precursor”, murió en defensa de la santidad del matrimonio monogámico, en realidad murió por el misterio de Cristo, el Hombre-Dios, puesto que por Él el matrimonio es doblemente santo. Es decir, sin Cristo, el matrimonio no es santo, y puesto que el Bautista murió en ocasión de la defensa del matrimonio, murió en realidad por Aquél por quien el matrimonio es santo, Cristo Jesús. El matrimonio es doblemente santo por Cristo por estos motivos: por un lado, Él es Dios y fue Él quien creó al hombre como varón y mujer y determinó que la naturaleza humana se procrearía en esta unión: de esta manera, el matrimonio tiene un origen santo, por así decirlo, puesto que su creador es Dios; por otro lado, Cristo Jesús santificó sobrenaturalmente al matrimonio entre el varón y la mujer desde el momento en que Él se unió esponsalmente a la Iglesia, ya que Él es el Esposo de la Iglesia Esposa. De esta manera, la unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa es anterior a todo matrimonio cristiano y todo matrimonio cristiano, al unirse sacramentalmente, se santifica por la unión por la gracia al matrimonio entre Cristo y la Iglesia. Por estas dos razones, el matrimonio es doblemente santo gracias a Cristo Jesús. Entonces, respondiendo a la pregunta inicial, hay que decir que el Bautista murió en defensa de la santidad del matrimonio, sí, pero en realidad murió por Aquel por quien el matrimonio es santo, Cristo Jesús, y de ahí el hecho de que sea considerado santo.



Santa Rosa de Lima



         Vida de santidad[1].

         Nació en el año 1586 de ascendencia española en la capital del Perú, Lima, en 1586. Sus padres, de origen humilde, fueron Gaspar de Flores y María de Oliva. Mientras vivía en su hogar y hasta que se consagró, llevó una vida de piedad, oración y virtud. Una vez consagrada y vistiendo el hábito de la Tercera Orden de Santo Domingo, profundizó todavía más su camino de penitencia y contemplación mística. Murió el día 24 de agosto del año 1617.
El nombre de Rosa lo adquirió la santa el día de su confirmación por parte del arzobispo de Lima, Santo Toribio. El  modelo de vida y santidad para Sana Rosa de Lima fue Santa Catalina de Siena. En una ocasión, su madre le coronó con una guirnalda de flores para lucirla ante algunas visitas; considerando esto como una vanidad y para reparar por esto, Santa Rosa se clavó una de las horquillas de la guirnalda en la cabeza, con la intención de hacer penitencia. Debido a que era muy agraciada por naturaleza, recibía constantes elogios de parte de la gente acerca de su belleza, por lo que la santa solía restregarse la piel con pimienta para desfigurarse y no ser ocasión de tentaciones para nadie.
En otra ocasión, una dama le hizo un día ciertos cumplimientos acerca de la suavidad de la piel de sus manos y de la finura de sus dedos; inmediatamente la santa se talló las manos con barro, a consecuencia de lo cual no pudo vestirse por sí misma en un mes. Estas y otras penitencias daban muestra de cómo aún a temprana edad, la santa poseía un espíritu de penitencia, mediante el cual combatía contra las acechanzas y peligros del mundo exterior y de las propias pasiones. Sin embargo, Santa Rosa era también consciente de que la penitencia de nada le serviría si antes no desterraba de su corazón la fuente de todo mal, que es el orgullo, el cual es una pasión que se manifiesta en el amor propio y es capaz de esconderse bajo el disfraz de la oración y el ayuno. Decidió emprender esta lucha contra su amor propio mediante la humildad, la obediencia y la abnegación de la voluntad propia.
Jamás desobedeció a sus padres, dando ejemplo de perfecto cumplimiento del Cuarto Mandamiento y no mostró nunca hacia nadie, aún en las dificultades y contradicciones, gestos del más mínimo fastidio, siendo con todos caritativa y paciente. Sufría mucho por quienes no tenían visión sobrenatural y no comprendían su camino de penitencia, austeridad y piedad.
Su familia padeció penurias económicas luego del fracaso en una empresa por parte del padre de Santa Rosa. Para ayudar al sostenimiento de la familia, Santa Rosa trabajaba todo el día en el huerto y durante parte de la noche, se dedicaba a la costura. A pesar de que sus padres querían que se casara e insistían permanentemente en ello, la santa hizo voto de virginidad durante diez años para confirmar su resolución de vivir consagrada al Señor. Pasados esos diez años e imitando a Santa Catalina de Siena, ingresó en la Tercera Orden de Santo Domingo. Desde ese momento, se recluyó en una cabaña que había construido en el huerto. Sobre su cabeza solía portar una cinta de plata, cuya parte interna estaba recubierta de puntas, sirviendo dicha cinta a modo de corona de espinas. Su amor de Dios era tan ardiente que, cuando hablaba de Él, cambiaba el tono de su voz y su rostro se encendía como un reflejo del sentimiento que embargaba su alma. Ese fenómeno se manifestaba, sobre todo, cuando la santa se hallaba en presencia del Santísimo Sacramento o cuando en la comunión eucarística su corazón se unía sobrenaturalmente al Amor Increado y Fuente del Amor.
A Santa Rosa le fueron concedidas enormes gracias extraordinarias, aunque también permitió Dios que sufriese durante quince años la persecución de sus amigos y conocidos, al mismo tiempo que su alma se veía sumergida en la más profunda desolación espiritual. Además de esto, sufría constantes ataques por parte del Demonio, quien la molestaba con violentas tentaciones. El único consejo que supieron darle aquellos a quienes consultó fue que comiese y durmiese más. Más tarde, una comisión de sacerdotes y médicos examinó a la santa y dictaminó que sus experiencias eran realmente sobrenaturales. Santa Rosa vivió los tres últimos años de su vida en la casa de Don Gonzalo de Massa, un empleado del gobierno, cuya esposa le tenía particular cariño. Durante la penosa y larga enfermedad que precedió a su muerte, la oración de la santa era: ·”Señor, auméntame los sufrimientos, pero auméntame en la misma medida tu amor”. Dios la llamó a Su Presencia el 24 de agosto de 1617, a los treinta y un años de edad. Al momento de su muerte su fama de santidad había trascendido tanto que el capítulo, el senado y otros dignatarios de la ciudad se turnaron para transportar su cuerpo al sepulcro. Fue canonizada por el Papa Clemente X en el año 1671.

         Mensaje de santidad[2].

         Aunque sus dones y gracias eran particulares para su persona y por lo mismo no todos pueden imitar sus prácticas ascéticas, sí podemos pedirle a la santa que interceda por nosotros ante Nuestro Señor Jesucristo para que, por manos de la Virgen, Mediadora de todas las gracias, seamos capaces de imitarla en su ardiente amor por Nuestro Redentor Jesucristo.
Su mensaje de santidad también está contenido en sus escritos. En uno de ellos, Santa Rosa de Lima, haciendo hablar a Nuestro Señor Jesucristo, la Santa resalta el enorme valor de dos grandes dones del Cielo: las tribulaciones y la gracia que nos viene por los sacramentos. Escribe así la santa: “El Salvador levantó la voz y dijo, con incomparable majestad: “¡Conozcan todos que la gracia sigue a la tribulación. Sepan que sin el peso de las aflicciones no se llega al colmo de la gracia. Comprendan que, conforme al acrecentamiento de los trabajos, se aumenta juntamente la medida de los carismas. Que nadie se engañe: esta es la única verdadera escala del paraíso, y fuera de la cruz no hay camino por donde se pueda subir al cielo!”. La santa describe una experiencia mística en la que Nuestro Señor es el que habla, ponderando el valor del sufrimiento aceptado con humildad y jamás rechazado, como preludio del don de la gracia. Muchos cristianos se quejan de la cruz que les toca llevar, cometiendo así un grave error, puesto que la Santa Cruz es el único camino al Cielo. De allí tenemos que tomar lección nosotros, para no solo nunca quejarnos de la Cruz, sino para abrazarla con todo el amor del que seamos capaces.
Continúa luego la santa: “Oídas estas palabras, me sobrevino un ímpetu poderoso de ponerme en medio de la plaza para gritar con grandes clamores, diciendo a todas las personas, de cualquier edad, sexo, estado y condición que fuesen: “Oíd pueblos, oíd, todo género de gentes: de parte de Cristo y con palabras tomadas de su misma boca, yo os aviso: Que no se adquiere gracia sin padecer aflicciones; hay necesidad de trabajos y más trabajos, para conseguir la participación íntima de la divina naturaleza, la gloria de los hijos de Dios y la perfecta hermosura del alma”. En un mundo como el nuestro, en el que el predominan el materialismo y el hedonismo, es decir, la ausencia de Dios y la búsqueda de los placeres sensuales, el mensaje de santidad de Santa Rosa de Lima se dirige en dirección absolutamente contraria al espíritu mundano de nuestro siglo, desde el momento en que la santa nos anima a participar de la Pasión del Señor –sus aflicciones, su Cruz, su tribulación-, como modo de participar de la naturaleza divina, por medio de la gracia, adquirida por estas tribulaciones y aflicciones.
Luego continúa la santa elogiando el tesoro de la Gracia Divina: “Este mismo estímulo me impulsaba impetuosamente a predicar la hermosura de la divina gracia, me angustiaba y me hacía sudar y anhelar. Me parecía que ya no podía el alma detenerse en la cárcel del cuerpo, sino que se había de romper la prisión y, libre y sola, con más agilidad se había de ir por el mundo, dando voces: “¡Oh, si conociesen los mortales qué gran cosa es la gracia, qué hermosa, qué noble, qué preciosa, cuántas riquezas esconde en sí, cuántos tesoros, cuántos júbilos y delicias! Sin duda emplearían toda su diligencia, afanes y desvelos en buscar penas y aflicciones; andarían todos por el mundo en busca de molestias, enfermedades y tormentos, en vez de aventuras, por conseguir el tesoro último de la constancia en el sufrimiento. Nadie se quejaría de la cruz ni de los trabajos que le caen en suerte, si conocieran las balanzas donde se pesan para repartirlos entre los hombres”. 
Santa Rosa nos anima no solo a no desear los bienes y placeres terrenos, sino a desear un único bien, el bien divino de la Gracia celestial, que nos hace partícipes de la naturaleza divina, conseguida por Nuestro Señor Jesucristo para nosotros al precio de su Pasión. Su mensaje, entonces, puede resumirse así: no solo no quejarse de la Cruz, sino abrazarla con amor para participar de la Pasión del Redentor, de sus trabajos, aflicciones y tribulaciones, para así recibir la gracia divina que, al unirnos a la naturaleza divina, se convierte para nosotros en el bien más preciado y en la fuente de todo bien sobrenatural.