San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

miércoles, 29 de agosto de 2012

La muerte de Juan el Bautista y el misterio de Cristo



         En la muerte de Juan el Bautista hay algo más que la venganza de una mujer adúltera –Herodías- a un hombre que le reprocha su adulterio –Juan el Bautista-: Juan el Bautista da la vida, más que por la santidad del matrimonio, por Cristo, que es la Verdad revelada y la Palabra de Dios, que se manifiesta a los hombres para revelar el Camino que conduce a la salvación.
        En la muerte martirial de Juan el Bautista, hay algo más que los ingredientes de un caso policial, ya que los protagonistas del caso –Herodías y Herodes- y el hecho en sí, el adulterio –Herodías odia al Bautista porque le reprocha a Herodes la relación con la esposa de su hermano-, y las pasiones en las que viven los que cometen el asesinato –lascivia, envidia, celos, odio, venganza-, son solo el vehículo humano mediante el cual se manifiesta el odio del infierno contra Jesucristo, Salvador del género humano.
         A su vez, el Bautista, que es la víctima inocente en este episodio, no se limita a dar su vida y a testimoniar con su sangre simplemente que el matrimonio se basa en la mutua fidelidad conyugal y que el adulterio es condenable: Juan el Bautista participa de la muerte martirial del Rey de los mártires, Cristo Jesús, quien se inmola como Víctima Inocente y Pura en el altar de la Cruz. La sangre del Bautista, derramada antes que la de Cristo, no es independiente de la muerte de Cristo en la Cruz: antes bien, se trata de una muerte que anticipa, porque participa, de la muerte de Jesús en el Calvario. Y si participa de la muerte en Cruz de Jesús, también su muerte tiene el mismo sentido que la de Jesús: es salvífica y redentora, porque la muerte de Jesús es salvífica y redentora.
Al mismo tiempo, si bien desde el punto de vista humano es una derrota, porque el bueno deja de existir –el Bautista muere decapitado-, en realidad la muerte del Bautista es un signo del inicio del fin para el reinado del Príncipe de las tinieblas.
Paradójicamente, la muerte del Bautista, que aparece como una muestra de debilidad de los que están del lado del bien, es un triunfo completo del Bien infinito que es Dios, y una derrota absoluta para el mal en sí mismo, encarnado en el demonio. La muerte del Bautista significa el inicio de la derrota definitiva del demonio, puesto que es una participación a la muerte redentora de Cristo en la Cruz, muerte por la cual derrota definitivamente al demonio, al mundo y a la carne, al destruir a la misma muerte con la Resurrección.
Como católicos, estamos llamados a ser testigos martiriales de la Verdad de Cristo, revelada a través de su Iglesia, hasta el punto de dar la vida por los enemigos, y mucho más en estos tiempos, en los que las fuerzas del infierno parecen triunfar sobre la Verdad y el Bien.
Cada cristiano debe ser como un nuevo bautista, que advierta a los hombres de las trampas de Satanás, presentadas por este como buenas y apetitosas: el adulterio, la lascivia, la codicia, la ambición de poder, la soberbia, la arrogancia, la embriaguez, son todas contrarias a la Verdad revelada en Cristo. Y, como el Bautista, todo cristiano debe estar dispuesto a ofrendar su propia vida, dando testimonio de Cristo.

martes, 28 de agosto de 2012

El martirio de Juan el Bautista




         Con su martirio (cfr. Mc 6, 17-29), Juan forma parte de la comunidad de los testigos del Cordero, es decir, de aquellos de quienes habla el Apocalipsis: los que siguiendo al Testigo fiel y  verdadero (Ap 3, 14) dieron a la Iglesia y al mundo el testimonio de su sangre[1]. Un testigo es quien está en condiciones de afirmar la verdad de un hecho; el testigo es la persona que presencia un hecho o que adquiere un conocimiento directo y verdadero de algo.
En un sentido social, el testigo es aquel que afirma verdades de carácter judicial: se es testigo de un hecho determinado porque se vio con los ojos ese hecho, y por lo tanto, se puede afirmar cómo sucedió tal hecho, por haber sido testigo ocular[2].
         En el caso de Juan, su testimonio es sobrenatural, y trasciende infinitamente el hecho meramente social o judicial: Juan es testigo de la Verdad de Dios, encarnada en Jesús; es testigo ocular de la encarnación del Verbo –es él quien, al ver pasar a Jesús, dice: “He ahí el Cordero de Dios”-, y afirma esa verdad no con sus palabras, sino con su sangre, es decir, con su vida. De ahí que su testimonio sea mucho más fuerte que las simples palabras, porque se testimonia con todo el ser, con toda la vida. Derramar la sangre, dar la vida, para testimoniar la Verdad de Dios encarnado, es la forma más fuerte de testimoniar una verdad, y eso es lo que hace Juan.  
 La muerte de Juan es un hecho histórico particular, que aparece como desconectado o aislado de otros hechos trascendentes en la misma historia de la salvación, como si fuera una muerte aislada en el tiempo y en el espacio y, sin embargo, está íntimamente unida a la muerte de Jesús en la cruz: aunque muere antes que Jesús, su muerte es una participación a la muerte de Jesús, y está contenida en la muerte de Jesús. Juan es mártir de Cristo, pero Cristo es mártir del Padre: es por el Padre, que es quien lo ha enviado, por quien Jesús da su vida en la cruz. El martirio y testimonio de Juan es entonces una participación en el martirio y en el testimonio de Jesucristo, Rey de los mártires.
Juan forma parte de la comunidad de los testigos, de los mártires del Cordero, y esa comunidad de testigos, de mártires, es la Iglesia. La Iglesia es testigo, mártir, frente al mundo de hoy, de la Encarnación del Verbo, y de la prolongación de esa encarnación en la Eucaristía. Juan veía al Verbo oculto detrás de su naturaleza humana, por eso es que, al ver pasar a Jesús, dice: “Este es el Cordero de Dios”. vería al Cordero de Dios debajo de la naturaleza humana de Jesús. La Iglesia, que es comunión en el testimonio, ve al Hombre-Dios oculto ya no bajo la naturaleza humana, sino oculto bajo la apariencia de pan; la Iglesia ve al Verbo humanado en el sacramento del altar, la Eucaristía. De ahí que la Iglesia, que es la Iglesia del  repita su testimonio, al hacer la ostentación del Pan consagrado, usando las mismas palabras de Juan: “Este es el Cordero de Dios”.
Como miembros de la Iglesia, Esposa del Cordero, también nosotros, en la contemplación del misterio eucarístico, estamos llamados a repetir el testimonio de Juan ante el mundo: “Este es el Cordero de Dios”.



[1] Cfr. X. León-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, Ediciones Herder, Barcelona 1980, voz “Mártir”, 514.
[2] Cfr. Dufour, ibidem.

viernes, 24 de agosto de 2012

San Bartolomé y la causa de su martirio



         En la Liturgia de las Horas, se dice que San Bartolomé nació en Caná, que fue llevado por el apóstol Felipe a Jesús, y que según la Tradición, luego de la Ascensión de Jesús, predicó el Evangelio en la India, en donde recibió la corona del martirio[1].
         ¿Qué significa “recibir la corona del martirio”? Significa sufrir la muerte, muchas veces de forma atroz puesto que, al ser asistido por el Espíritu Santo, el mártir resiste con fortaleza sobrehumana, con lo cual los verdugos deben esforzarse para poder provocarle la muerte.
         Es así como los mártires mueren de las más diversas maneras, con formas verdaderamente insólitas y crueles de morir: crucificados boca abajo, luego de haber sido mutilados y golpeados, como los mártires japoneses; dados como alimento a las fieras del circo, como los primeros cristianos; embestidos y corneados por un toro furioso, como en el caso de Felicitas y Perpetua; asados en una parrilla, como San Lorenzo, diácono; o, como San Bartolomé, deshollado vivo.
         ¿Qué hicieron los mártires para merecer tan cruel persecución? No solo no cometieron ningún delito, como lo atestiguan los mismos historiadores paganos, sino que, por el contrario, predicaron la fraternidad entre los hombres y el amor al único Dios verdadero, el Dios Uno y Trino, que había intervenido en sus Tres divinas Personas para salvar a los hombres de la eterna condenación, perdonándoles los pecados y concediéndoles la filiación divina por los méritos de la muerte en Cruz de Jesús, el Hombre-Dios.
         Los mismos paganos, como Plinio, gobernador de Betania en tiempos de la persecución de Trajano (107 d.C.), dan testimonio del carácter benévolo y pacífico de los cristianos: “Se reúnen en ciertos días antes del amanecer para cantar himnos de alabanza en honor a Cristo, su Dios; toman juramento de abstenerse de ciertos crímenes y comen de un alimento corriente pero inocente” (la Eucaristía).
         En otras palabras, el mártir sufre de muerte atroz no solo por no cometer delitos, sino por vivir la bondad, el perdón, la compasión, la misericordia, el amor al enemigo, el auxilio al más necesitado, continuando la Pasión de Jesús, Pasión por medio de la cual nos llega a los hombres el Reino de Dios.
         A cambio de esto, el mundo responde al mártir quitándole la vida, puesto que el mundo, dominado por el Príncipe de las tinieblas, no soporta la luz y la bondad del Amor divino que el mártir irradia.
         Al conmemorar la muerte del Apóstol San Bartolomé, el católico debe recordar que él también está llamado a amar a sus enemigos y, si es necesario, a dar la vida por aquellos que le quitan la vida. Sólo de esa manera podrá el cristiano imitar a Cristo, Rey de los mártires.


[1] Cfr. Liturgia de las Horas, Tomo IV.

viernes, 3 de agosto de 2012

El Sagrado Corazón rodeado de espinas




Santa Margarita relata así la Segunda Revelación, en el año 1674: “Ese día el divino Corazón se me presentó en un trono de llamas, transparente como el cristal, con la llaga adorable, rodeado de espinas significando las punzadas producidas por nuestros pecados...”.
Las espinas que rodean al Sagrado Corazón son la expresión gráfica de lo que significa la maldad del corazón humano delante de Dios cuando, en el ejercicio pleno de su libertad, se decide por el mal, en contra de la bondad divina. El Sagrado Corazón rodeado de espinas es un vivo alegato que desmiente las afirmaciones de los agnósticos, que sostienen que Dios no puede sufrir ni se interesa por el mal del hombre. Si bien Dios es Espíritu Puro, y por eso no puede sufrir, ese mismo Dios, en la Persona del Hijo, se ha encarnado en Jesús de Nazareth, y al encarnarse ha asumido las consecuencias que el mal, producido por el corazón humano, ejerce sobre el Corazón de Dios.
Dios se lamenta en el dolor del Sagrado Corazón, y las espinas que lo rodean, lejos de ser una imagen romántica y sensiblera, son la gráfica expresión del dolor de un Dios que es bondad y amor infinito, al comprobar, con horror y asombro, cómo su criatura, creada con la máxima dignidad con la cual puede ser creada una criatura, la libertad, elige, en el colmo del horror y la desolación, el mal, en vez del bien. En eso consiste el pecado, en la elección consciente y libre del mal, posponiendo al Dios de Amor infinito y de infinita majestad, por el Príncipe de la mentira, el Homicida desde el principio, el Príncipe de las tinieblas, el ángel de la oscuridad, Satanás.
Las espinas que punzan al Sagrado Corazón expresan este misterio de iniquidad, esta verdadera locura del hombre, que decide dejar de lado a Dios Trinidad por un ser inmundo y vil, el demonio. Pero el dolor del Sagrado Corazón no está sólo causado por haber sido pospuesto a un ser nauseabundo, como el demonio: está causado también por la pena que le produce contemplar la condenación eterna del alma que, por elegir el pecado, eligió aquello que está unido al pecado, el infierno.
Si el Sagrado Corazón se aparece para revelar sus inmensos dolores, no es para que el cristiano permanezca en el letargo espiritual; el Sagrado Corazón pide, expresamente, reparación, por medio de la oración, la penitencia, la mortificación, el ayuno.
Sólo con la reparación se mitigan los dolores del Sagrado Corazón, punzado por la malicia del corazón humano.

miércoles, 1 de agosto de 2012

San Ignacio de Loyola


31 de julio


Vida y milagros de San Ignacio de Loyola[1]
San Ignacio nació probablemente, en 1491, en el castillo de Loyola en Azpeitia, población de Guipúzcoa, cerca de los Pirineos. Murió el 31 de Julio de 1556 en Roma, Italia. Fue beatificado el 27 de Julio de 1609 por Pablo V. Fue canonizado el 12 de Marzo de 1622 por Gregorio XV.
Su padre, don Bertrán, era señor de Ofiaz y de Loyola, jefe de una de las familias más antiguas y nobles de la región. Y no era menos ilustre el linaje de su madre, Marina Sáenz de Licona y Balda. Iñigo (pues ése fue el nombre que recibió el santo en el bautismo) era el más joven de los ocho hijos y tres hijas de la noble pareja. Íñigo luchó contra los franceses en el norte de Castilla. Pero su breve carrera militar terminó abruptamente el 20 de mayo de 1521, cuando una bala de cañón le rompió la pierna durante la lucha en defensa del castillo de Pamplona. Después de que Iñigo fue herido, la guarnición española capituló.
Los franceses no abusaron de la victoria y enviaron al herido en una litera al castillo de Loyola (su hogar). Como los huesos de la pierna soldaron mal, los médicos consideraron necesario quebrarlos nuevamente. Iñigo se decidió a favor de la operación y la soportó estoicamente ya que anhelaba regresar a sus anteriores andanzas a todo costo. Pero, como consecuencia, tuvo un fuerte ataque de fiebre con tales complicaciones que los médicos pensaron que el enfermo moriría antes del amanecer de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Sin embargo empezó a mejorar, aunque la convalecencia duró varios meses. No obstante la operación de la rodilla rota presentaba todavía una deformidad. Iñigo insistió en que los cirujanos cortasen la protuberancia y, pese a éstos le advirtieron que la operación sería muy dolorosa, no quiso que le atasen ni le sostuviesen y soportó la despiadada carnicería sin una queja. Para evitar que la pierna derecha se acortase demasiado, Iñigo permaneció varios días con ella estirada mediante unas pesas. Con tales métodos, nada tiene de extraño que haya quedado cojo para el resto de su vida.
Con el objeto de distraerse durante la convalecencia, Iñigo pidió algunos libros de caballería (aventuras de caballeros en la guerra), a los que siempre había sido muy afecto. Pero lo único que se encontró en el castillo de Loyola fue una historia de Cristo y un volumen de vidas de santos. Iñigo los comenzó a leer para pasar el tiempo, pero poco a poco empezó a interesarse tanto que pasaba días enteros dedicado a la lectura. Y se decía: “Si esos hombres estaban hechos del mismo barro que yo, bien yo puedo hacer lo que ellos hicieron”. Inflamado por el fervor, se proponía ir en peregrinación a un santuario de Nuestra Señora y entrar como hermano lego a un convento de cartujos.
Pero tales ideas eran intermitentes, pues su ansiedad de gloria y su amor por una dama, ocupaban todavía sus pensamientos. Sin embargo, cuando volvía a abrir el libro de la vida de los santos, comprendía la futilidad de la gloria mundana y presentía que sólo Dios podía satisfacer su corazón. Las fluctuaciones duraron algún tiempo. Ello permitió a Iñigo observar una diferencia: en tanto que los pensamientos que procedían de Dios le dejaban lleno de consuelo, paz y tranquilidad, los pensamientos vanos le procuraban cierto deleite, pero no le dejaban sino amargura y vacío. Finalmente, Iñigo resolvió imitar a los santos y empezó por hacer toda penitencia corporal posible y llorar sus pecados (de estas experiencias se servirá luego para volcarlas en los Ejercicios Espirituales, concretamente, para el discernimiento de espíritus).
Una noche, se le apareció la Madre de Dios, rodeada de luz y llevando en los brazos a Su Hijo. La visión consoló profundamente a Ignacio. Al terminar la convalecencia, hizo una peregrinación al santuario de Nuestra Señora de Montserrat, donde determinó llevar vida de penitente. Su propósito era llegar a Tierra Santa y para ello debía embarcarse en Barcelona que está muy cerca de Montserrat. La ciudad se encontraba cerrada por miedo a la peste que azotaba la región. Así tuvo que esperar en el pueblecito de Manresa, no lejos de Barcelona y a tres leguas de Montserrat. El Señor tenía otros designios más urgentes para Ignacio en ese momento de su vida. Lo quería llevar a la profundidad de la entrega en oración y total pobreza. Se hospedó ahí, unas veces en el convento de los dominicos y otras en un hospicio de pobres. Para orar y hacer penitencia, se retiraba a una cueva de los alrededores. Así vivió durante casi un año.
“A fin de imitar a Cristo nuestro Señor y asemejarme a Él, de verdad, cada vez más; quiero y escojo la pobreza con Cristo, pobre más que la riqueza; las humillaciones con Cristo humillado, más que los honores, y prefiero ser tenido por idiota y loco por Cristo, el primero que ha pasado por tal, antes que como sabio y prudente en este mundo”. Se decidió a “escoger el Camino de Dios, en vez del camino del mundo”, hasta lograr alcanzar su santidad.
A las consolaciones de los primeros tiempos sucedió un período de aridez espiritual; ni la oración, ni la penitencia conseguían ahuyentar la sensación de vacío que encontraba en los sacramentos y la tristeza que le abrumaba. A ello se añadía una violenta tempestad de escrúpulos que le hacían creer que todo era pecado y le llevaron al borde de la desesperación. En esa época, Ignacio empezó a anotar algunas experiencias que iban a servirle para el libro de los “Ejercicios Espirituales”. Finalmente, el santo salió de aquella noche oscura y el más profundo gozo espiritual sucedió a la tristeza.
Aquella experiencia dio a Ignacio una habilidad singular para ayudar a los escrupulosos y un gran discernimiento en materia de dirección espiritual. Más tarde, confesó al P. Laínez que, en una hora de oración en Manresa, había aprendido más de lo que pudiesen haberle enseñado todos los maestros en las universidades.
Luego de peregrinar a Tierra Santa y de estudiar en Barcelona por dos años, se trasladó a París, adonde llegó en febrero de 1528. En 1534, a los cuarenta y tres años de edad, Ignacio obtuvo el título de maestro en artes de la Universidad de París. Por aquella época, se unieron a Ignacio otros seis estudiantes de teología quienes, movidos por las exhortaciones de Ignacio, hicieron voto de pobreza, de castidad y de ir a predicar el Evangelio en Palestina, o, si esto último resultaba imposible, de ofrecerse al Papa para que los emplease en el servicio de Dios como mejor lo juzgase. La ceremonia tuvo lugar en una capilla de Montmartre, donde todos recibieron la comunión de manos de Pedro Fabro, quien acababa de ordenarse sacerdote. Era el día de la Asunción de la Virgen de 1534.
Dos años más tarde, se trasladaron a Roma en donde Paulo III les concedió a los que todavía no eran sacerdotes el privilegio de recibir las órdenes sagradas de manos de cualquier obispo. Después de la ordenación, se retiraron a una casa de las cercanías de Venecia, a fin de prepararse para los ministerios apostólicos. Resolvieron que, si alguien les preguntaba el nombre de su asociación, responderían que pertenecían a la Compañía de Jesús[2], porque estaban decididos a luchar contra el vicio y el error bajo el estandarte de Cristo. Durante el viaje a Roma, mientras oraba en la capilla de “La Storta”, el Señor se apareció a Ignacio, rodeado por un halo de luz inefable, pero cargado con una pesada cruz. Cristo le dijo: Ego vobis Romae propüius ero (Os seré propicio en Roma). Ignacio se dedicó a predicar los Ejercicios y a catequizar al pueblo. Ignacio y sus compañeros decidieron formar una congregación religiosa para perpetuar su obra. A los votos de pobreza y castidad debía añadirse el de obediencia para imitar más de cerca al Hijo de Dios, que se hizo obediente hasta la muerte. Además, había que nombrar a un superior general a quien todos obedecerían, el cual ejercería el cargo de por vida y con autoridad absoluta, sujeto en todo a la Santa Sede. A los tres votos arriba mencionados, se agregaría el de ir a trabajar por el bien de las almas adondequiera que el Papa lo ordenase. Paulo III aprobó la Compañía de Jesús por una bula emitida el 27 de septiembre de 1540. Ignacio fue elegido primer general de la nueva orden y su confesor le impuso, por obediencia, que aceptase el cargo. Empezó a ejercerlo el día de Pascua de 1541 y, algunos días más tarde, todos los miembros hicieron los votos en la basílica de San Pablo Extramuros. Ignacio pasó el resto de su vida en Roma, consagrado a la colosal tarea de dirigir la orden que había fundado. Con la ayuda del rey Juan III, Javier se trasladó a la India, donde empezó a ganar un nuevo mundo para Cristo. Los padres Goncalves y Juan Núñez Barreto fueron enviados a Marruecos a instruir y asistir a los esclavos cristianos. Otros cuatro misioneros partieron al Congo; algunos más fueron a Etiopía y a las colonias portuguesas de América del Sur. El Papa Paulo III nombró como teólogos suyos, en el Concilio de Trento, a los padres Laínez y Salmerón. Antes de su partida, San Ignacio les ordenó que visitasen a los enfermos y a los pobres y que, en las disputas se mostrasen modestos y humildes y se abstuviesen de desplegar presuntuosamente su ciencia y de discutir demasiado.
La prudencia y caridad del gobierno de San Ignacio le ganó el corazón de sus subditos. Era con ellos afectuoso como un padre, especialmente con los enfermos, a los que se encargaba de asistir personalmente procurándoles el mayor bienestar material y espiritual posible. Aunque San Ignacio era superior, sabía escuchar con mansedumbre a sus subordinados, sin perder por ello nada de su autoridad. En las cosas en que no veía claro se atenía humildemente al juicio de otros. Durante los quince años que duró el gobierno de San Ignacio, la orden aumentó de diez a mil miembros y se extendió en nueve países europeos, en la India y el Brasil. Como en esos quince años el santo había estado enfermo quince veces, nadie se alarmó cuando enfermó una vez más. Murió el 31 de julio de 1556. Fue canonizado en 1622, y Pío XI le proclamó patrono de los Ejercicios Espirituales y retiros.

Mensaje de santidad de San Ignacio de Loyola
            Una de las obras más famosas y fecundas de Ignacio fue el libro de los “Ejercicios Espirituales”. Empezó a escribirlo en Manresa y lo publicó por primera vez en Roma, en 1548, con la aprobación del Papa. Los Ejercicios cuadran perfectamente con la tradición de santidad de la Iglesia. Desde los primeros tiempos, hubo cristianos que se retiraron del mundo para servir a Dios, y la práctica de la meditación es tan antigua como la Iglesia. Lo nuevo en el libro de San Ignacio es el orden y el sistema de las meditaciones. Si bien las principales reglas y consejos que da el santo se hallan diseminados en las obras de los Padres de la Iglesia, San Ignacio tuvo el mérito de ordenarlos metódicamente y de formularlos con perfecta claridad. El fin específico de los Ejercicios es llevar al hombre a un estado de serenidad y despego terrenal para que pueda elegir “sin dejarse llevar del placer o la repugnancia, ya sea acerca del curso general de su vida, ya acerca de un asunto particular. Así, el principio que guía la elección es únicamente la consideración de lo que más conduce a la gloria de Dios y a la perfección del alma”. Como lo dice Pío XI, el método ignaciano de oración “guía al hombre por el camino de la propia abnegación y del dominio de los malos hábitos a las más altas cumbres de la contemplación y el amor divino”[3].
El elemento central de los Ejercicios Espirituales ignacianos, es la segunda semana, llamada “de la oblación del reino”, en donde el alma se encuentra sola frente a Cristo crucificado, Rey de cielos y tierra, que llama a todos para conquistar el universo[4].
San Ignacio presenta como materia para meditar a un rey temporal, que llama a sus súbditos, todos nobles y buenos caballeros, a realizar una empresa noble, conquistar a sus enemigos. Luego él mismo dice que esta figura del rey temporal, debe aplicarse, por analogía, al “rey eternal”, es decir, Jesucristo[5].
Ahora bien, este rey eternal, que es Jesucristo, tiene la particularidad de que reina desde la cruz, su corona no es de oro y diamantes, sino de espinas, y su cetro son los clavos que lo sujetan al madero de la cruz.
El alma, en la segunda semana de los Ejercicios, debe hacer un coloquio frente a Cristo crucificado, siendo movida por lo mismo que movió a ese rey a morir por el alma: el amor y movida por este amor, hacer la “oblación del reino”[6], es decir, el ofrecimiento de sí mismo al rey que cuelga del madero y que primero se donó a sí mismo al alma por amor.
Si el alma es movida por otros motivos diferentes al amor a Cristo crucificado –el temor al infierno o el deseo del cielo-, podrá evitar los castigos y alcanzar el cielo, pero la unión con Jesucristo será imperfecta. Será perfecta la unión con Cristo cuando el alma se una a Cristo crucificado en la oblación de sí misma por amor, al tomar conciencia que Cristo se ofreció a sí mismo por amor.
Los Ejercicios no son una ejercitación psicológica, sino una realidad espiritual, en la cual el alma se encuentra con Dios cara a cara, en la soledad de los Ejercicios.
Este encuentro, real y espiritual, entre el alma y Dios, que se produce en los Ejercicios, se renueva y actualiza realmente en la misa.
             En cada misa, se renueva ese encuentro entre Cristo crucificado y el alma que se encuentra de rodillas frente a Él, que se presenta en el altar. En cada misa, el rey de los cielos se presenta crucificado y derrama su sangre sobre el cáliz y entrega su cuerpo en la Eucaristía, y dona su ser divino al alma que lo recibe en la comunión.
            En cada misa, el alma debe hacer suyas las palabras de Santa Teresa de Ávila, que responde a su rey en la cruz no por temor al infierno ni por deseo del cielo, sino por amor a Jesús en la cruz: “No me mueve, mi Dios, para quererte/ el cielo que me tienes prometido,/ ni me mueve el infierno tan temido/ para dejar por eso de ofenderte./ Tú me mueves, Señor, muéveme el verte/ clavado en una cruz y escarnecido;/ muéveme ver tu cuerpo tan herido,/ muévenme tus afrentas y tu muerte./ Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,/ que aunque no hubiera cielo, yo te amara,/ y aunque no hubiera infierno, te temiera./ No me tienes que dar porque te quiera,/ pues aunque lo que espero no esperara,/ lo mismo que te quiero te quisiera./”
            En cada misa el Rey eternal, Jesucristo, se hace Presente sobre el altar, con su cruz, con sus heridas, con su corona de espinas, con su sangre, que vierte en el cáliz, con su cuerpo, que entrega en la Hostia, con su Ser divino, que deposita en el fondo del alma que lo recibe en la comunión, y en cada misa, renueva su llamado a conquistar las almas para su reino y ofrece, como medio de conquista, su cuerpo y su sangre en la cruz.
En respuesta al don de Sí que este Rey eternal hace al alma, el alma no puede sino responder con la respuesta de amor de Santa Teresa de Ávila a la pregunta de San Ignacio frente a Jesús crucificado: “¿Qué he de hacer por Cristo?”


[1] Cfr. http://santopedia.com
[2] San Ignacio no empleó jamás el nombre de “jesuita”. Originalmente fue este un apodo más bien hostil que se dio a los miembros de la Compañía de Jesús.
[3] Cfr. Butler, Vidas de los Santos de Butler, Tomo III, 223-228.
[4] Cfr. Ejercicios Ignacianos, 147.
[5] http://deangelesysantos.blogspot.com
[6] Cfr. Ejercicios Ignacianos, 98.