San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 19 de febrero de 2016

Por qué San Expedito es "el santo de las causas urgentes"


         ¿Por qué San Expedito es “el santo de las causas urgentes”? Porque frente a la tentación del Demonio, de postergar la conversión “para mañana” –eso es lo que quiere decir “cras”, la leyenda que lleva el demonio en forma de cuervo en su pico-, elige sin embargo a Jesucristo y su gracia para “ya”, para “ahora”, para “hoy” –es lo que significa la leyenda en la cruz que dice “hodie”. Es decir, una vez recibida la gracia de la conversión, San Expedito ve, con la luz de la Sabiduría divina, cómo es la vida de un pagano: el pagano adora a ídolos demoníacos como el Gauchito Gil, la Difunta Correa, San La Muerte-; el pagano cree en supersticiones, como la cinta roja contra la envidia y usa muchos otros amuletos; el pagano cree en curanderos, adivinos, magos y hechiceros y en todas las prácticas de ocultismo y hechicería, que son abominables a los ojos de Dios; el pagano vive sometido a sus pasiones, como la lujuria, la embriaguez, la ira, la envidia, la gula, la pereza, etc.
Con la ayuda de la Sabiduría divina, San Expedito ve, al mismo tiempo, cómo es la vida del cristiano: el cristiano adora a Dios Uno y Trino, el Único Dios verdadero y rechaza los ídolos; el cristiano adora a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Cristo Jesús, oculto en apariencia de pan, la Eucaristía; el cristiano vive en paz, con sus pasiones bajo el control de la razón y de la gracia santificante; el cristiano tiene el mismo corazón de Cristo y el mismo corazón de la Virgen, y por eso ama a todos, incluidos y en primer lugar, sus enemigos.

Entre la vida como pagano y la vida como cristiano, San Expedito no duda ni un instante y eleva el crucifijo –recibiendo de Cristo crucificado su divina fortaleza-, diciendo: “Hodie! ¡Hoy me convierto; hoy comienzo a ser cristiano; hoy renuncio a mi vida como pagano; hoy arrojaré de mi corazón la gula, la envidia, la pereza, la ira, la falta de perdón; hoy dejaré para siempre la superstición, desterrando de una vez por todas de mi corazón a todo lo que me impida adorar al Único y Verdadero Dios, Jesús crucificado, muerto y resucitado y Presente en Persona en la Eucaristía; hoy, hodie, comienzo a adorar a Jesús en la Eucaristía!”. Es por esto que San Expedito es el “Santo de las causas urgentes” y ésta es la primera causa urgente por la cual debemos pedir su intercesión: la conversión del corazón, inmediatamente, para nosotros, para nuestros seres queridos y para el mundo entero. 

sábado, 6 de febrero de 2016

Santos Pablo Miki y compañeros, mártires


         Cuando se leen las Actas de los Mártires[1], en las que quedan consignadas, con total fidelidad histórica lo acontecido en el momento de sus muertes, no deja de llamar la atención el contraste –por otra parte, inexplicable desde el punto de vista humano- entre los tremendos suplicios y dolores que sufren, sumados al estrés por la muerte cercana, y la alegría, la serenidad, la ausencia total de quejas, gritos, lamentos, que deberían suceder naturalmente en situaciones como las suyas. Lo vemos de modo especial en el martirio de San Pablo Miki y compañeros, puesto que todos estaban crucificados y a todos se les había anunciado la inminencia de su muerte.
A continuación, leemos la descripción de esos momentos y la particular reacción de los mártires: “Una vez crucificados, era admirable ver la constancia de todos, a la que los exhortaban, ora el padre Pasio, ora el padre Rodríguez. El padre comisario estaba como inmóvil, con los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín cantaba salmos en acción de gracias a la bondad divina, intercalando el versículo: En tus manos, Señor. También el hermano Francisco Blanco daba gracias a Dios con voz inteligible. El hermano Gonzalo rezaba en voz alta el padrenuestro y el avemaría”[2]. Exhortando a la conversión, en éxtasis místico con los ojos fijos en el cielo, como viendo ya la eternidad de alegría que les espera, cantando salmos en acción de gracias a la bondad divina, rezando con voz clara y firme… No parecen un grupo de crucificados y sentenciados a muerte, y sin embargo lo son, pero para los mártires, la muerte en Cristo y por Cristo significa salir de este “valle de lágrimas” para ser llevados al encuentro con el Amor de los amores, Cristo Jesús.
“Pablo Miki, nuestro hermano, viéndose colocado en el púlpito más honorable de los que hasta entonces había ocupado, empezó por manifestar francamente a los presentes que él era japonés, que pertenecía a la Compañía de Jesús, que moría por haber predicado el Evangelio y que daba gracias a Dios por un beneficio tan insigne; a continuación añadió estas palabras: “Llegado a este momento crucial de mi existencia, no creo que haya nadie entre vosotros que piense que pretendo disimular la verdad. Os declaro, pues, que el único camino que lleva a la salvación es el que siguen los cristianos. Y, como este camino me enseña a perdonar a los enemigos y a todos los que me han ofendido, perdono de buen grado al rey y a todos los que han contribuido a mi muerte, y les pido que quieran recibir la iniciación cristiana del bautismo”[3]. Pablo Miki, hasta el último instante de su vida terrena, señala a los cristianos que escuchan, angustiados, desde la cruz –el púlpito más honorable de los que hasta entonces había ocupado”, dice su biógrafo-, que Cristo es el Único Camino (cfr. Jn 14, 6) para ir al cielo y, como buen discípulo de su Maestro, que nos perdonó desde la cruz a nosotros, que éramos sus enemigos porque le quitábamos la vida con nuestros pecados, así también Pablo Miki perdona al emperador y “a todos los que lo han ofendido y contribuido a su muerte”, dando así su vida por ellos y obteniéndoles, por Cristo, las puertas abiertas del cielo para sus propios verdugos, tal como lo hizo Jesús con nosotros.
“Luego, vueltos los ojos a sus compañeros, comenzó a darles ánimo en aquella lucha decisiva; en el rostro de todos se veía una alegría especial, sobre todo en el de Luis; éste, al gritarle otro cristiano que pronto estaría en el paraíso, atrajo hacia sí las miradas de todos por el gesto lleno de gozo que hizo con los dedos y con todo su cuerpo. Antonio, que estaba al lado de Luis, con los ojos fijos en el cielo, después de haber invocado el santísimo nombre de Jesús y de María, se puso a cantar el salmo: Alabad, siervos del Señor, que había aprendido en la catequesis de Nagasaki, ya que en ella se enseña a los niños algunos salmos. Otros, finalmente, iban repitiendo con rostro sereno: “¡Jesús, María!”. Algunos también exhortaban a los presentes a una vida digna de cristianos; con estas y otras semejantes acciones demostraban su pronta disposición ante la muerte”[4]. Unos a otros se dan ánimo, no por la crudeza de los dolores de la crucifixión, que no los experimentan, sino para que todos lleguen a la meta prometida, que ya está cerca, la vida eterna; repiten sin cesar los nombres de Jesús y María, no porque los llamen debido a que Jesús y la Virgen están ausentes, sino porque Jesús y María están al lado de ellos, confortándoles y con las coronas de gloria en sus manos, prontos a entregárselos, apenas traspasen el umbral de la muerte.
“Entonces los cuatro verdugos empezaron a sacar lanzas de las fundas que acostumbraban usar los japoneses; ante aquel horrendo espectáculo todos los fieles se pusieron a gritar: “¡Jesús, María!”. Y, lo que es más, prorrumpieron en unos lamentos capaces de llegar hasta el mismo cielo. Los verdugos asestaron a cada uno de los crucificados una o dos lanzadas con lo que, en un momento, pusieron fin a sus vidas”[5]. Finalmente, los verdugos cumplen su tarea, dictaminada por la Divina Providencia, para que los mártires puedan abandonar este mundo inmerso “en tinieblas y en sombras de muerte” (cfr. Lc 1, 68-79), para llegar al Paraíso prometido, la Jerusalén celestial, el Reino de Dios, en donde todo es adoración de la Trinidad, gozo, alegría y dicha sin fin, por los siglos de los siglos. A cambio de un breve momento de tribulación, los mártires, que derraman su sangre por Jesús, obtienen una eternidad de paz, gloria, alegría celestiales.
         ¿Qué explicación tiene esta contradicción, entre el suplicio sufrido y la alegría experimentada? ¿Cómo explicar, con la sola razón humana, los éxtasis místicos, los gozos y el deseo de afrontar la muerte para pasar a la vida eterna? Sólo hay una explicación posible, y es la asistencia del Espíritu Santo a los mártires, en el momento de la muerte: es el Espíritu Santo quien, inhabitando en los mártires, no solo los hace inmunes a todo tipo de dolor; no solo les impide cualquier estrés psicológico ante la muerte inminente, sino que, al hacerlos partícipes, con más intensidad que nunca antes en sus vidas, de la vida del  Hombre-Dios Jesucristo, les concede su misma fortaleza sobrenatural, su misma alegría, su mismo gozo, y les hace disfrutar, momentos antes de la muerte, de modo anticipado, de la eterna bienaventuranza y de la corona de gloria que la Trinidad les tiene reservadas, por dar testimonio cruento de Jesucristo. No hay, entonces, explicaciones humanas frente al comportamiento de los mártires; sólo lo que nos dice su sangre derramada, a instancias del Espíritu Santo: “Ya no soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 20).



[1] De la Historia del martirio de los santos Pablo Miki y compañeros, escrita por un autor contemporáneo; Cap. 14, 109-110: Acta Sanctorum Februarii 1, 769.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.

viernes, 5 de febrero de 2016

“He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres y no ha recibido de ellos más que ingratitudes”


“He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres y no ha recibido de ellos más que ingratitudes”[1]. En su Cuarta Revelación, Jesús se le aparece a Santa Margarita, le muestra su Sagrado Corazón –envuelto en llamas, con una cruz en su base y rodeado de una corona de espinas- y le dice: “He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres y no ha recibido de ellos más que ingratitudes”. ¿Por qué dice Jesús lo que dice y qué relación tienen las apariciones del Sagrado Corazón con nuestra vida personal como cristianos?
Si bien Jesús se aparece a Santa Margarita, tanto el mensaje como su contenido van dirigidos a todos los hombres, pero de modo especial a los cristianos, más específicamente, a los católicos -y de modo más especial todavía, a los consagrados-. Es decir, somos nosotros, católicos del siglo XXI –y de todos los siglos- los destinatarios de las palabras de queja y reproche por parte de Jesús y esto es así porque la corona de espinas que rodea y lacera al Sagrado Corazón a cada instante, en cada latido, se deben a nuestros pecados, puesto que esas espinas son la materialización de la malicia producida –y consentida- en nuestros corazones, y es en eso en lo que consiste el pecado.
Los cristianos no dimensionamos, por lo general, las consecuencias que el pecado tiene en Cristo Jesús, porque pensamos que el Sagrado Corazón es una devoción sensiblera, sentimentalista, propia de otra época, o reservada a ciertas personas, principalmente mujeres y, de entre las mujeres, las señoras de edad, que no tienen otra cosa que hacer que rezar. Los cristianos, en el fondo, despreciamos la devoción al Sagrado Corazón, porque pensamos que no tiene relación alguna con nuestras vidas y que no está dirigida directamente a cada uno de nosotros, de modo particular y personal.
Sin embargo, esto constituye un grave error, porque el dolor que el Sagrado Corazón experimenta debido a su corona de espinas, se debe a que esas espinas son la materialización de nuestros pecados personales y particulares, en el sentido que Jesús recibe el castigo que nosotros merecíamos de parte de la Justicia Divina: “Él fue herido por nuestros pecados, molido por nuestras iniquidades. El castigo, por nuestra paz, cayó sobre El, y por sus heridas hemos sido sanados” (Is 53, 5).
Que Jesús esté herido y doliente a causa de nuestros pecados, está confirmado por otra aparición del Sagrado Corazón a Santa Margarita, en el que Jesús se aparece de pie, todo cubierto de heridas sangrantes, al tiempo que le dice a Santa Margarita que busca algún alma que se apiade de sus heridas, producidas por los pecadores: “¿No habrá quien tenga piedad de Mí y quiera compartir y tener parte en mi dolor en el lastimoso estado en que me ponen los pecadores sobre todo en este tiempo?”. “Lastimoso estado en el que me ponen los pecadores”: puesto que somos pecadores, somos nosotros, con nuestros pecados, los que ponemos en estado lastimoso a Dios Encarnado.
Es necesario que meditemos en este hecho: que Jesús sufrió en su Cuerpo el castigo que merecíamos por nuestros pecados –tengo que reflexionar en los pecados míos, propios, personales y particulares, y no en los pecados del prójimo-, como lo dice el profeta Isaías, pero también como lo dice San Pedro: “Él llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta el leño, para que, muertos a los pecados, vivamos para la justicia. Con sus heridas fuisteis curados” (1 Pe 2, 14).
“He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres y no ha recibido de ellos más que ingratitudes”. Si, como dice Santa Teresa, no nos mueve, para no pecar, “ni el infierno tan temido”, “ni el cielo prometido”, que nos mueva, al menos, no solo para no pecar, sino para vivir en gracia y acrecentarla cada vez más, la compasión y la piedad hacia Jesús, cuyo Sagrado Corazón sufre inimaginablemente, al ser lacerado y desgarrado en cada latido, a causa de nuestros pecados.




[1] http://www.corazones.org/santos/margarita_maria_alacoque.htm

miércoles, 3 de febrero de 2016

San Blas, obispo y mártir


San Blas, nacido de familia noble y rica, fue médico y luego obispo de Sebaste, Armenia, padeciendo el martirio en tiempos del emperador Licinio[1]. Cuando comenzó la persecución, recibió una inspiración divina que le ordenó retirarse a una cueva del Monte Argeus, frecuentada únicamente por las fieras y en donde hizo vida de ermitaño. En la cueva del Monte Argeus, San Blas recibía con afecto a los animales salvajes, de quienes se dice que acudían en manadas para recibir su bendición y también para ser curados por el santo aquellos que estaban enfermos o heridos –sin embargo, nunca lo interrumpían en su tiempo de oración- y por esto, es patrono de los animales salvajes. Precisamente, su detención se produjo debido a que unos cazadores, que buscaban atrapar fieras para el circo romano, al anoticiarse de que en esa área se reunían manadas de animales salvajes –que eran los que iban a ver al santo-, encontraron a éste rodeado por los animales. Los cazadores intentaron capturar a las bestias, pero san Blas las espantó, las bestias se fueron y entonces le capturaron a él. Al enterarse de que era cristiano, lo llevaron preso ante el gobernador Agrícola. Cuando estaba en prisión –estando allí sanó muchos enfermos- lo privaron de alimentos, pero una mujer, agradecida por un milagro recibido de parte del santo, le llevó víveres y velas, y esto originó la costumbre de administrar una bendición especial a los enfermos, colocando dos velas (en memoria de las que llevaron al santo en su calabozo) en posición de una cruz de san Andrés, en el cuello o sobre la cabeza del suplicante, pronunciándose estas palabras: “Per intercessionem Sancti Blasi Liberet te Deus a malo gutturis et a quovis alio malo” (por intercesión de san Blas te libere Dios de todo mal de la garganta y de todo otro mal)[2].
El gobernador Agrícola intentó en vano hacerlo apostatar de la fe en Cristo Jesús, por lo cual terminó condenándolo a muerte. Ya de camino al suplicio, volvió a la vida a un niño que se había atragantado con una espina con una espina de pescado, y aquí es donde se origina la costumbre de bendecir las gargantas el día de su fiesta.
Finalmente fue echado a un lago, aunque no murió allí: milagrosamente, San Blas permaneció de pie sobre la superficie del lago, desde donde invitaba a sus perseguidores a caminar sobre las aguas y así demostrar el poder de sus dioses. Como es obvio, estos no pudieron hacerlo. Cuando volvió a tierra fue torturado y decapitado[3].
Al conmemorar a San Blas, debemos pedir la bendición de las gargantas, pero teniendo en cuenta, por un lado, que no solamente o exclusivamente debemos pedir esta bendición para implorar que Dios nos libere de males orgánicos o materiales de la garganta (tumores, infecciones, etc.), sino que, ante todo, debemos pedir que nos libere del peor mal de garganta –que se origina en el corazón- y que es la habladuría, la maldición, el perjurio, la blasfemia, la maledicencia, para que por nuestra garganta solo pasen palabras de bendición a Dios y de consuelo, amor y paz para nuestros prójimos. Por otro lado, en la conmemoración de San Blas, tampoco debemos quedarnos en el pedir la bendición de las gargantas, sino que debemos meditar y reflexionar en su condición de mártir, porque el mártir es un don del Espíritu Santo para la Iglesia Universal, de todos los tiempos; un mártir es una joya preciosísima que engalana la corona de la Santa Madre Iglesia: un mártir, como San Blas, nos está diciendo, con su sangre derramada por el Nombre de Cristo, que “no hay otro nombre dado bajo el cielo para la salvación” (Hech 4, 12); en consecuencia, debemos pedirle a San Blas que interceda para que, a imitación suya, seamos capaces de dar la vida antes que perder a Cristo y su gracia santificante.




[1] http://evangeliodeldia.org/main.php?language=SP&module=saintfeast&localdate=20160203&id=11929&fd=0. En Alemania se le honra, además como uno de los catorce “heilige Nothelfer” (santos auxiliadores en las necesidades).
[2] http://evangeliodeldia.org/main.php?language=SP&module=saintfeast&localdate=20160203&id=11929&fd=0. En algunos lugares, existe también la tradición del “agua de san Blas”, que se bendice en su día y que generalmente se da a beber al ganado que está enfermo
[3] http://www.corazones.org/santos/blas.htm