San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

miércoles, 30 de noviembre de 2016

San Andrés, Apóstol


         De San Andrés dice así San Juan Crisóstomo: “Después de haber estado con Jesús y haber aprendido de él muchas cosas, no guardó para sí este tesoro, sino que se apresuró a acudir a su hermano, para hacerle partícipe de su dicha. Fijémonos en lo que dice a su hermano: “Hemos encontrado al Mesías” (traducido, quiere decir “Cristo”)”[1].
         Es decir, San Ambrosio dice dos cosas de San Andrés: que encontró a Jesús, el Mesías –que era lo que esperaban los justos del Antiguo Testamento- y que, luego de haberlo encontrado, fue a comunicar a su hermano Pedro de su hallazgo. Lo sucedido a San Andrés es el hecho más hermoso, sorprendente, grandioso y maravilloso que pueda sucederle a una persona en esta vida, porque significa encontrar a Aquel a quien los ángeles en el cielo se postran en adoración y, extasiados en el amor, cantan alabanzas e himnos de adoración; San Andrés, iluminado por el Espíritu Santo, encontró a Aquel que es la Sabiduría de Dios encarnada, Cristo Jesús; encontró a la Palabra de Dios hecha hombre, que por estar unida a una naturaleza humana, se comunicaba con los hombres con su mismo lenguaje, revelándoles el camino de la eterna salvación por medio de palabras humanas en las que estaba contenida la Divina Sabiduría; San Andrés encontró al Hijo de Dios encarnado, que era invisible, que era Dios como el Padre y que habitaba en una luz inaccesible, pero que por la Encarnación en el seno virgen de María, se hizo visible, sensible y audible para los hombres, para que los hombres pudieran contemplar la gloria de Dios oculta en una naturaleza humana. Pero debido a que el Hijo de Dios es Vida Increada y comunica de su vida divina y su Divino Amor a los hombres, San Andrés, encendido en su corazón por el fuego de este Divino Amor, fue a comunicarlo a su hermano Pedro, y es por esto que dijo: “Hemos encontrado al Mesías”.
         Ahora bien, todo cristiano, al contemplar la Eucaristía con la luz del Espíritu Santo y con la fe de la Iglesia Católica, debería decir también, junto con San Andrés: “Hemos encontrado al Mesías”, porque la Eucaristía es el mismo Mesías, el mismo Cristo Jesús encontrado por San Andrés, sólo que ahora ha pasado ya por su misterio pascual salvífico de muerte y resurrección y se encuentra oculto, bajo apariencia de pan, en la Hostia consagrada. Y, como San Andrés, todo cristiano que adora la Eucaristía, es decir, al Cordero de Dios oculto en las especies eucarísticas, movido por el Divino Amor, debería gritar desde las azoteas al mundo entero: “¡Hemos encontrado al Mesías, Cristo Jesús, y está en la Eucaristía!”.



[1] Homilía 19, 1: PG 59, 120-121.

martes, 29 de noviembre de 2016

San Expedito obtiene de la Cruz la gracia para decir sí a la conversión


         En un momento determinado de su vida, San Expedito, que era pagano –es decir, no conocía a Jesucristo y adoraba los ídolos paganos-, recibió la gracia de la conversión. Esto quiere decir que el Espíritu Santo puso en su corazón el deseo de amar y conocer a Jesucristo y seguirlo por el camino de la Cruz, a la vez que puso también el deseo de dejar de lado su antigua vida de pecado. El Espíritu Santo le concedía la oportunidad de comenzar a vivir como hijo de Dios, como hijo de la luz, lo cual significaba dejar para siempre su propio yo, inclinado al mal y a la concupiscencia, es decir, a la satisfacción del ego y de los sentidos. Ahora bien, que el Espíritu Santo conceda la gracia de la conversión, no significa que la persona esté inmediatamente convertida, porque puesto que el ser humano es libre, debe libremente aceptar y querer convertir su corazón. En caso contrario, Dios no puede hacer nada, porque nadie, ni siquiera Dios, pueden reemplazar nuestras decisiones libres. El Espíritu Santo necesitaba que San Expedito dijera “sí” a la gracia de la conversión.
         Antes de que San Expedito respondiera, inmediatamente después de haber recibido esta gracia que lo invitaba a convertirse, se le apareció el Demonio en forma de cuervo, quien comenzó a tentarlo, proponiéndole, no que no se convirtiera, sino que lo dejara “para más adelante”. Es decir, frente a sí, San Expedito tenía dos caminos a seguir: o elegía la gracia de Jesucristo, y así nacía a la vida nueva de los hijos de Dios, o elegía al Demonio, posponiendo indefinidamente la conversión, Finalmente, San Expedito eligió a Jesucristo, obteniendo la fuerza celestial para poder elegir a Jesús, de la Santa Cruz que empuñaba en su mano.
         Con toda seguridad, a nosotros no se nos aparecerá el Demonio bajo forma de cuervo, pero sí puede tentarnos con la misma tentación con la que trató de tentar a San Expedito: postergar la conversión, es decir, postergar la decisión de confesarme, postergar la decisión de comenzar a leer vidas de santos, postergar la decisión de comenzar a asistir a Misa regularmente los Domingos, postergar la decisión del rezo diario del Santo Rosario, postergar el alejarme de esa ocasión de pecado, postergar la decisión de casarme por la Iglesia, etc. El Demonio –y muchas veces, sin necesidad de la tentación del Demonio, nosotros mismos- no nos dirá que no nos convirtamos: nos dirá que sí, que nos convirtamos, pero “mañana”, después, total, “siempre habrá tiempo para convertirnos”; el Demonio –o nosotros mismos- nos tentará con la acedia, es decir, con la pereza espiritual, que es como un languidecer del alma, que prueba tedio y fastidio cuando se trata de las cosas de Dios.

         ¿Qué hacer? Lo mismo que San Expedito: levantar en alto el Santo Crucifijo y decir: “¡Hoy! ¡Hoy me convierto, y no mañana! ¡Hoy, ya, renuncio a esta ocasión de pecado, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, para comenzar a vivir la vida del hombre nuevo, la vida de la gracia!”. Y, al igual que San Expedito, obtendremos la fuerza celestial para vencer al Demonio y a nosotros mismos, de la Santa Cruz de Jesús.

viernes, 25 de noviembre de 2016

San José Sánchez del Río


San José Sánchez del Río, el cristero mexicano que dio su vida en testimonio del Rey de los mártires, Jesucristo. Se lo representa con el Santo Rosario, del cual era muy devoto; con la palma del martirio en la otra mano; descalzo y con las huellas ensangrentadas que dejan sus pasos, por haber sido desolladas las plantas de sus pies por sus verdugos, antes de morir; finalmente, la cruz que abraza a Joselito, es Cristo quien, abrazándolo y haciéndolo partícipe de su Pasión, lo conduce al cielo.

Vida de santidad.

Prolegómenos. La persecución masónica y atea en el México de Joselito[1].

San José Sánchez del Río[2], fue asesinado a sangre fría –previa detención y tortura- en febrero de 1928 en Sahuayo (Michoacán, México), a los 14 años de edad, en el contexto de la persecución desatada contra la Iglesia Católica por el presidente mexicano Plutarco Elías Calles.
         Para poder entender la razón por la cual un gobierno civil se dedica, con toda saña y ferocidad, a perseguir a la Iglesia Católica y asesinar a sus integrantes, sin importar que estos sean niños, es necesario considerar previa y brevemente el estado de inaudita, feroz y constante agresión hacia la Religión Católica que se vivía en México por parte de su gobierno nacional, fuertemente controlado y operado por la Masonería.

Las claves de la época.

Un historiador mexicano, Romero de Solís, enumera elementos que contribuyeron a influir en la actitud antirreligiosa de los legisladores, quienes culpaban al fenómeno religioso –y especialmente a la Iglesia Católica- de un imaginario sometimiento de las masas a la religión. Estos son los siguientes:
El anticlericalismo militante concebido y promocionado por los legisladores; la persecución legalizada que, respondiendo a los postulados masónicos y del protestantismo norteamericano formadores de muchos revolucionarios, pretendieron imponer el ideal laicista y masónico que configurara el nacimiento de una sociedad “libre” de dogmatismos religiosos, que encuentra en la razón humana y en la democracia su fuente de felicidad; el odio a la Iglesia católica, sostenido con la falsa “leyenda negra” que la ubica como la opresora histórica de los pueblos indígenas y como peligrosísimo enemigo de la Patria, que busca controlar la vida social, política y económica y hasta el pensamiento de los integrantes de la misma, atacando así la soberanía de la nación, que mantiene postrado al país con sus mentiras y engaños impidiendo la libertad y el desarrollo de la inteligencia; la influencia anarquista, la escasa cultura y la ignorancia religiosa e histórica de los congresales; la herencia positivista, que exalta idolátricamente a la ciencia humana como única bienhechora de la humanidad y como la “salvadora” de la tiranía esclavizante de la religión; la razón científica, que sería la única en grado de poner las cosas en su lugar, es decir, desplazar a la creencia irracional de la religión y poner el orden y el progreso racional, que serían las características de la nueva sociedad; el triunfo de los jacobinos, confundiéndose con una tendencia anarquizante que identifican religión con fanatismo, negando libertad de conciencia para evitar la religión que obstaculiza las posibilidades del hombre.
En ElPuebloCatolico.com la periodista Carmen Elena Villa recoge algunos ejemplos de la legislación vigente en ese entonces, caracterizada por duras e injustas disposiciones legales tendientes a ahogar la práctica religiosa católica.
Constitución de Querétaro de 1917:
No se pueden pronunciar sermones ni prédicas “que pueden fomentar el fanatismo público”; no prescribir ayunos ni prácticas que pueden castigar el cuerpo o a deprimir la intelectualidad de los creyentes; prohibidos los cobros de diezmos, derechos de bautizos, matrimonios o responsos; prohibida la solicitud de limosnas hechas personalmente o por convocatorias públicas; Prohibidas misas por el alma de los difuntos; solo dos misas los domingos y sin toques de campanas; prohibida la confesión; los templos solo podrán abrirse una vez a la semana a la hora de misa; en cada localidad habrá solo un sacerdote que residirá en una casa particular y no en el templo; cuando el sacerdote transite por la calle irá vestido de civil; prohibida toda clase de ceremonias religiosas que no sean las misas consentidas.
Ley de Plutarco Elías Calles:
Todos los sacerdotes deben ser mexicanos [expulsión de misioneros]; prohibidas las celebraciones en lugares públicos; toda educación incluso en las escuelas debe ser laica; se prohíbe emitir votos religiosos; se disuelven todas las comunidades religiosas y se prohíbe a sus miembros la vida en común; se prohíbe vestir hábito religioso y distintivo clerical; será encarcelado el sacerdote que diga que los artículos de su constitución no obligan en conciencia; se les prohíbe a los sacerdotes criticar en público las leyes; se suprime la libertad de la prensa religiosa; todos los templos pasan a ser propiedad de la nación y el gobierno decidirá cuáles permanecerán abiertos al culto; todas las casas, conventos, seminarios, pasan a ser propiedad de la nación; ninguna asociación religiosa puede adquirir ni administrar bienes; no se puede construir ningún gobierno sin autorización de la secretaría de gobernación; los sacerdotes deben registrarse para obtener la autorización de los gobernantes civiles, pues las personas estatales determinan el número máximo de sacerdotes que pueden ejercer dentro de su territorio.
El ultralaicismo de la Constitución de Querétaro de 1917:
El artículo 5º, atentatorio contra libertad humana y el derecho divino, prohibía los votos religiosos: “La ley no tolera… los votos religiosos”. Los ultralaicistas afirmaban –falsamente- que la emisión de  votos “es evidentemente opuesta a la misma libertad, incompatible con la ley de cultos e intolerable en una república popular”.
En el artículo 24º se pretendió incluir dos cláusulas sobre el ejercicio del ministerio sacerdotal que decían: “I. [La Ley] prohíbe al sacerdote de cualquier culto, impartir la confesión auricular. II. El ejercicio del sacerdocio se limitará a los ciudadanos mexicanos por nacimiento, los cuales deben ser casados civilmente, si son menores de cincuenta años de edad”. A esto se le sumaban otras aberraciones jurídicas todavía más hostiles –y absurdas- como la obligatoriedad del matrimonio de los sacerdotes y la soberbia pretensión de legislar sobre la moral y el dogma católicos.
El lenguaje usado por los legisladores era soez, grosero y mordaz y bajo la fachada de la separación completa de la Iglesia del Estado, lo que pretendían realmente era una sujeción total y servil de la Iglesia –a la que no se le reconocía personalidad jurídica alguna- al Estado. Algunos incluso propusieron crear una Iglesia nacional, independiente de Roma.
Con la aprobación del artículo 27º -realizada con unos tonos blasfemos e increíblemente hostiles a la fe católica y anacrónicos-, se determinó que las asociaciones religiosas llamadas “Iglesias” de cualquier credo, no podían poseer, administrar o invertir en bienes raíces de ninguna clase y todos los edificios utilizados antes para propósitos de culto religioso pasaban de inmediato al gobierno nacional. Además, ninguna institución de beneficencia pública o privada –escuelas, instituciones de caridad y otras semejantes- podría poseer bienes que no estuvieran estrechamente vinculados a su función. Todas las antiguas proposiciones anticlericales estaban presentes en la Constitución de Querétaro: separación hostil de la Iglesia y Estado, dominio del gobierno sobre cuestiones religiosas, negación de personalidad jurídica a las iglesias; los ministros de culto eran considerados sujetos a reglamentación; los Estados tenían facultades para limitar el número de ministros y constricción de su ejercicio solo a mexicanos por nacimiento; prohibición a los sacerdotes de actividad política, negando el derecho de crítica al gobierno o funcionarios de éste; limitación en la construcción de iglesias; prohibición de publicaciones vinculadas a la Iglesia; prohibición de partidos políticos de filiación religiosa; circunscribía los derechos del sacerdote a la propiedad hereditaria…
Algo que se debe remarcar –para tomar conciencia acerca de la persecución verdaderamente diabólica que se escondía detrás de estas sanciones legislativas-, es que si bien las disposiciones se aplicaban a las Iglesias y religiosos de todos los credos, sin embargo las prohibiciones nunca fueron aplicadas a ningún otro grupo religioso, siendo la Iglesia Católica la única perseguida. Para estos legisladores laicistas e imbuidos de la ideología propia de la secta de la Masonería, el clericalismo era “un cáncer que hay que extirpar”, afirmando que no es un problema religioso sino político porque “ese clero (católico), ha venido tratando de dominar la ciencia de la multitud inculta con objeto de proseguir sus operaciones”; para evitar todo esto propone despojar al clero de toda personalidad jurídica, llamando a los sacerdotes: “plaga”, “esos bichos”, “esa multitud de zánganos”, “parvada de cuervos”, “alharaquienta multitud”, “enemigo político del gobierno”, “esos buitres”, “esos envenenadores populares”, “esos explotadores”.
Tras votar el artículo 129 (después 130), la sesión se levantó a las 2:15 del 28 de enero de 1917 y se clausuraba así el Congreso Constituyente[3], consumándose el 5 de febrero de 1917 el proceso de hostilidad laicista, inspirado por la masonería, contra la Iglesia, comenzado a mediados del siglo XIX al ser publicada la nueva Constitución los Estados Unidos Mexicanos, todavía hoy substancialmente en vigor.

Persecución oficial y legalizada a la Iglesia Católica en nombre de protección a la Constitución.

Con la publicación de esta constitución se inició una nueva etapa en la persecución religiosa: si hasta ahora la persecución había sido más bien caótica y anárquica, según los instintos y arbitrariedades de caciques locales y caudillos, ahora tendrá visos de legalidad, dirigida por el gobierno y con el pretexto de hacer respetar la constitución. Esta será la excusa para justificar todas las arbitrariedades, violencias y asesinatos de las dos décadas que seguirán.
Pero la Constitución, incluso en sentido literal y en una interpretación restrictiva será aplicada solamente a la Iglesia católica y a los católicos, la mayoría casi total del país; no así a las confesiones protestantes, casi todas procedentes de los Estados Unidos, de donde recibían cuantiosos fondos materiales. Todavía más, numerosos pastores, predicadores y enteras congregaciones protestantes militaron en las filas de los carrancistas, lo cual explica el hecho de que nunca tuvieron alguna limitación o impedimento en lo referente al culto, ni daños personales o materiales.

Recrudecimiento desde 1926.

A partir de 1917 hasta los años cuarenta del siglo XX la Iglesia Católica en México vive bajo los signos de una persecución tan encarnizada y sangrienta, que recuerda a la de los primeros siglos de la Iglesia. El Presidente Plutarco Elías Calles puso en práctica los artículos “religiosos” de la Constitución con la promulgación el 14 de junio de 1926 de “Las reformas al código penal“, llamadas “Ley Calles”, entrada en vigor el 2 de julio de 1926.
Pretendía llevar hasta sus últimas consecuencias la ejecución práctica de los 33 artículos antirreligiosos y sumamente hostiles, con los cuales el ultralaicismo de corte masónico-protestante se proponía minar desde sus bases la fe de los católicos y la existencia misma de la Iglesia Católica.
Entre otras cosas se disponía que los sacerdotes debían registrarse como trabajadores profesionales y el gobierno determinaría quiénes y cuántos ejercerían el ministerio sacerdotal. A la Iglesia no se le reconocía personalidad alguna y se le sometía al arbitrio de las autoridades, con lo cual se perseguía eliminar de raíz todo resabio cristiano de la vida pública nacional.

La reacción de la Iglesia.

Ante esta sucesión ininterrumpida de violencias y gravísimos abusos por parte del Estado los obispos pidieron al Congreso que se modificaran las leyes, pero su memorial fue rechazado con la excusa de que quienes lo firmaban habían perdido su calidad de ciudadanos mexicanos y la consecuencia inmediata fue el destierro de la mayoría de los obispos.
A los pocos días, los seglares católicos enviaron a la Cámara de Diputados un memorándum con más de dos millones de firmas solicitando las mismas reformas constitucionales, pero éste no fue tomado en cuenta.
Luego de haber agotado todos los caminos del diálogo, los obispos decidieron actuar de modo inédito en la reciente historia de la Iglesia: suspender el culto público y cerrar todas las iglesias
Con esta decisión sin precedentes el Episcopado mexicano quería poner en evidencia ante el mundo el accionar injusto del gobierno, con lo cual obligaba a este último a una drástica decisión: o reformaba las leyes, tal como lo habían solicitado los obispos primero y los laicos después, o bien se enfrentaba directamente con los católicos. La decisión de los obispos no fue tomada sin previa autorización del papa Pío XI, obtenida la cual, emitieron una carta colectiva fechada el 25 de julio de 1926 por la cual se decretaba el cierre de todas las iglesias en toda la República Mexicana a partir del 31 de julio de 1926. El cierre habría de durar hasta la obtención de “acuerdos” verbales o “modus vivendi”, pactados entre dos representantes del episcopado mexicano y el gobierno de México en 1929 bajo la mediación de los Estados Unidos, acuerdos que inmediatamente serían  negados por el Gobierno, conformando así un nuevo capítulo de la persecución a la Iglesia Católica en México, y es el del engaño sufrido por la Iglesia a manos del gobierno ateo y masónico. A partir de entonces, la Iglesia comenzó a actuar en la clandestinidad, aunque el Gobierno, decidido a extirparla de raíz de la sociedad mexicana, inició una redada en masa por la cual, a través de la Policía, se dedicó a buscar, registrar y catear casas donde privadamente se celebraban los sacramentos, siendo los sacerdotes buscados y perseguidos como delincuentes. El gobierno emitió una orden por la cual obligaba a los sacerdotes a abandonar inmediatamente las parroquias rurales y concentrarse en las ciudades, buscando de esa manera reducir considerablemente su campo de acción. La mayor parte de los sacerdotes desobedeció, con lo cual se preparó el campo fecundo de los mártires.
Por su parte el Papa Pío XI, lejos de mantener silencio ante la injusticia sufrida por la Iglesia en México, dedicó cinco encíclicas a la situación mexicana, en tanto que los obispos escribieron numerosas cartas colectivas, mientras que el pueblo fiel luchó también con denuedo por los derechos a la libertad de conciencia.

La acción del pueblo católico.

El pueblo cristiano se unió a la lucha por la libertad religiosa, en especial los jóvenes de la Acción Católica de la Juventud Mexicana (A.C.J.M.), fundada entre 1912 y 1913 y de la Liga Nacional de Defensa de la Libertad (LNDLR). Se organizaron para animar a toda la población en las protestas; la piedad, el estudio y la acción fueron sus armas, y su ideal “Por Dios y por la Patria” a la luz de la encíclica de León XIII “Rerum novarum”. Los seglares católicos mexicanos de este tiempo estuvieron siempre comprometidos en la brecha de lo social creando numerosas asociaciones, sindicatos y congresos sociales a lo largo de las dos primeras décadas del siglo XX, mientras pudieron. Ante todo hay que recordar que el catolicismo mexicano de los comienzos del siglo XX destaca en el ámbito del catolicismo latinoamericano por su vivacidad y su compromiso social. Estas experiencias tuvieron un notable influjo en la conciencia de muchos católicos mexicanos e incluso en la actitud de defensa de la libertad religiosa que desembocó en el estallido de la lucha armada de 1926-1929.
El 9 de marzo de 1925 nacía la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, destinada a ser, junto con la Acción Católica de la Juventud Mexicana y otra asociación llamada Unión Popular, uno de los tres pilares del catolicismo cristero. Ya a partir de 1919 habían nacido Ligas con la intención de hacer respetar los derechos a la libertad religiosa tras el cierre de las escuelas católicas y de los seminarios. Nacería así la LNDLR con la reunión de varias asociaciones católicas activas como la ACJM, la CNCT, la Unión de Damas Católicas Mexicanas, la Orden de los Caballeros de Colón, la Adoración Nocturna (que sería el medio principal de contacto entre la Liga y los campesinos) y la Congregación Mariana de Jóvenes y otras. La ACJM se convirtió en el alma de la Liga; fogueada, numerosa y presente en distintos puntos del país. La Liga se presentó como una organización de carácter cívico (y por lo tanto la jerarquía era ajena a su mando y a sus actividades); exigía plena libertad de enseñanza, libertad plena para todos los ciudadanos católicos, derecho común para la Iglesia y para los trabajadores católicos. Su potencial era inmenso; el 25 de junio de 1925, tres meses después de fundada, tenía 300.000 socios dispersos en 27 estados. La Liga se dotó de un lema: “Dios y mi derecho”, y de un periódico propio: David. Su primera medida consistió en aprovechar la experiencia de Jalisco en el campo de la resistencia pacífica; todas y cada una de las medidas que ya se habían demostrado exitosas en 1919 con una huelga general, se repitieron a nivel nacional. Así en su Estado, el futuro mártir Anacleto repropuso “el luto”, recordando su eficacia.

Pero como el gobierno no cedió y fueron irrumpiendo en el escenario nacional los alzamientos populares, la Liga cambió de estrategia y apoyó el movimiento armado de protesta, la “cristiada”. El 11 de enero de 1927 nacía con el “Manifiesto de los Altos” la llamada Guardia Nacional y ya claramente la “cristiada”, que había surgido anteriormente como protesta espontánea popular de los católicos en las poblaciones rurales.
El gobierno no aceptó algún compromiso ni revisión de sus leyes, por lo que combatió aguerridamente a los católicos levantados. Fueron así anuladas las esperanzas de un cambio en las leyes. Tras tres años de confrontación armada, cuando la “cristiada” parecía triunfar, todo concluiría con unos mal llamados acuerdos verbales, impuestos por los Estados Unidos (junio de 1929) y que el gobierno nunca observó.

La participación de San José Sánchez del Río “Joselito” en la cristiada.

¿Ingresó Joselito a la Liga de Defensa de la Libertad Religiosa? Aunque sus dos hermanos mayores, Macario y Miguel sí que fueron miembros de la Liga (LDLR) y de la Acción Católica de la Juventud Mexicana, no parece ser que San José Sánchez del Río haya ingresado, al menos como combatiente, por cuanto era apenas un joven adolescente.
En Joselito se cumplió la profecía de Jesús: “Serán entregados por padres, hermanos, parientes y amigos” (Lc 21, 16), ya que quien encargó su muerte fue nada menos que su padrino, el diputado Rafael Picazo Sánchez, natural y vecino de Sahuayo, diputado por el distrito de Jiquilpan y gozaba de gran poder político y autoridad en toda la comarca, ya que secundaba incondicionalmente las órdenes del general presidente Plutarco Elías Calles.
Hay que decir que este político local pertenecía a una buena y convencida familia de católicos practicantes, y era un hombre contradictorio, un par de hermanas religiosas de reconocidas virtudes, Adoratrices del Santísimo Sacramento de Uruapan, a las que ayudaba y otros varios miembros de su familia en la vida religiosa.
Su esposa, Consuelo Gálvez, era una mujer virtuosa y querida por la gente. Tuvieron 4 hijos, dos hijas que murieron muy jóvenes y dos hombres; Melesio, el mayor llegará a ser sacerdote y superior de los Padres del Espíritu Santo, y Rafael, respetado médico y jurista en favor de los desfavorecidos. No es un caso extraño o una excepción en el México de entonces de encontrarse con convencidas familias católicas donde de vez en cuando surgían miembros que militaban en grupos anticristianos, sobre todo por motivos de militancia política, de intereses particulares y de pérdida práctica de la fe cristiana tras haberse afiliado a grupos conocidamente anticatólicos, como la masonería.
Casi todos los testigos del Proceso de martirio no dejan de referirse a él, casi siempre con juicios bastante duros, que se pueden resumir así: el diputado Rafael Picazo pertenecía a una familia muy católica, pero él por sus relaciones con el Gobierno y por convenir así a sus intereses personales se convirtió en perseguidor implacable de la Iglesia católica; en este juicio vienen a coincidir todos.
Uno de ellos así lo resume: “[En Sahuayo la persecución] se inicia el 26 de julio de 1926; el diputado Rafael Picazo traía la consigna de Calles de acabar con el cristianismo y con los templos”. Y otro: “Picazo hacía cosas muy malas y no quería a los cristeros y mataba a todo el que agarraba; por eso mató a José, por cristero”.
Este personaje, Picazo, jugará por todo ello un papel relevante en la detención y en el asesinato cruel del muchacho José Sánchez del Río, del que para mayor dolor dramático era su padrino de primera comunión y familiar y antiguo amigo de su familia. Hay también unos datos significativos. Sus hermanas religiosas Ana María y Adela, y familiares seguramente sufrían y rezaban por él. Años más tarde sería asesinado a balazos mientras viajaba en tren en el año 1931 por Manuel Cuesta Gallardo, también originario de Sahuayo, por mandato de uno de sus adversarios políticos y líder agrarista, también diputado federal michoacano.
Algunos dicen, entre ellos su hermana religiosa Madre Anita, que habría pedido en aquella circunstancia dramática un sacerdote. En ese mismo tren venía el señor Enrique Prado González, conocido de Rafael y originario también de Sahuayo, y cuando Rafael Picazo se sintió herido, le dijo a Enrique: “Enrique ¡consígueme un sacerdote, quiero un sacerdote!”. Enrique le contestó: “¿y dónde te consigo aquí un sacerdote”?, entonces un sacerdote, de nombre el padre Ramón, que viajaba de incógnito, se acercó y les dijo: “Yo soy sacerdote, soy el padre Ramón Martínez Silva”, y entonces Rafael se confesó y recibió el sacramento de la Santa Unción, y ahí murió en brazos del señor Enrique Prado González.

Vida de santidad de Joselito[4].

La infancia de Joselito: devoción al mártir Anacleto.

El Mártir José Sánchez del Río nace en Sahuayo, diócesis de Zamora (Michoacán, México), el 28 de marzo de 1913. Fue bautizado en la parroquia de Santiago Apóstol de Sahuayo, lugar donde sería encarcelado y donde comenzará su martirio casi quince años más tarde. Sus padres fueron Macario Sánchez y María del Río que tuvieron cuatro hijos: Macario, Miguel, José (el Mártir) y María Luisa. El muchacho Joselito, como era llamado familiarmente, hizo su primera comunión a la edad de unos 9 años.
Cuando comienza el movimiento católico de los “cristeros” sus dos hermanos mayores, miembros de la Acción Católica de la Juventud Mexicana entran en el movimiento de Defensa de la Libertad Religiosa. En Guadalajara, donde la familia se había visto obligada a trasladarse, el joven muchacho José visita la tumba del joven abogado Anacleto González Flores, cruelmente martirizado el 1 de abril de 1927 y que será proclamado beato en 2005 junto con otros ocho jóvenes seglares, entre los cuales estaba el mismo José, y tres sacerdotes.
Admirando a Anacleto, Joselito pidió entonces a Dios poder morir como Anacleto en defensa de la fe católica., recibiendo esa gracia casi un año más tarde, el 10 de febrero de 1928 en plena persecución, cuando, tras haberse unido por motivos de conciencia a los “cristeros” y sirviendo como portaestandarte de los mismos con la imagen de la Virgen de Guadalupe y los colores nacionales de México, y sin tomar parte directamente en los conflictos armados, cayó prisionero de las tropas gubernamentales, cuando libremente cedió su caballo a uno de los “cristeros” para que pudiese escapar, plenamente consciente que ello habría significado su captura y una muerte atroz.
Rosario diario y sacramentos, aunque estaban prohibidos.
Quienes lo conocieron y dieron testimonio de él, entre ellos, los 27 testigos de su Proceso sobre el martirio, recuerdan a Joselito como un muchacho normal, sano y alegre, que acudía al catecismo y se distinguía por su compromiso en las difíciles actividades parroquiales, no permitidas en aquellos tiempos de persecución; se acercaba a los sacramentos, cuando podía, porque el culto público estaba prohibido, poniendo en peligro su vida; rezaba cada día el santo rosario junto con su familia, profundamente cristiana. A pesar de ser todavía muy joven, José era muy consciente y sabía muy bien lo que estaba viviendo México en aquella persecución, y que los sacramentos y el rosario podían costarle la vida.

Insistencia para ir con los cristeros.

Desde que conoció a los cristeros, surgió en Joselito un deseo irrefrenable de unirse a ellos; sus padres, a pesar de una resistencia inicial, consintieron en que lo hiciera. Que a Joselito lo moviera el deseo ardiente del cielo y no motivaciones políticas de ninguna índole, se puede constatar por la respuesta que daba a sus padres: “Mamá, nunca ha sido tan fácil como ahora ir al paraíso”. Con el permiso de sus padres, se unió a los cristeros en el verano de 1927, junto con otro amigo suyo, adolescente como él, Lázaro, aunque los cristeros viendo su escasa edad y el peligro mortal que suponía que estuviera con ellos, trataron una y otra vez de devolverlo a su casa, pero Joselito se oponía rotundamente, pues estaba decidido a ganarse el cielo dando testimonio de Jesucristo. Dentro de los cristeros, su tarea consistía en ser portaestandarte de la imagen de la Virgen de Guadalupe y de la bandera nacional de México.

Cuando Joselito entregó su caballo al general Guízar Morfín.

En un choque entre los “cristeros” con las tropas gubernamentales del general Tranquilino Mendoza el 6 de febrero de 1928, el joven José cedió su caballo a un líder cristero y así cayó preso junto con un joven amigo indio. Sucedió que los federales lograron matar el caballo del jefe cristero Guízar Morfín pero José, bajándose rápidamente del suyo, en un acto heroico se lo ofreció diciéndole: “Mi general, tome usted mi caballo y sálvese; usted es más necesario y hace más falta a la causa que yo”. Y así sucedió efectivamente: el general Guizar Morfín pudo escapar, pero las tropas del gobierno tomaron prisioneros a José Sánchez del Río y al joven indígena llamado Lázaro. Los llevaron maniatados hasta Cotija en medio de golpes e injurias, “Vamos a ver qué tan hombrecito eres”. En ningún momento dejó José escapar ni un quejido y rezaba para fortalecer su espíritu y poder sobreponerse a las humillaciones y tormentos[5].

Carta a su madre: dispuesto al martirio.

Una vez preso, pudo enviar una carta a su madre, desde la cárcel oscura y maloliente de Cotija; en la misma, se comprueba su entereza cristiana y su seguridad absoluta, no solo de que ha de morir, sino de que ganará el cielo por su testimonio de Jesucristo.
La carta de Joselito a su madre dice así: “Cotija, lunes 6 de febrero de 1928. Mi querida mamá: Fui hecho prisionero en combate este día. Creo en los momentos actuales voy a morir, pero nada importa, mamá. Resígnate a la voluntad de Dios, yo muero muy contento, porque muero en la raya al lado de Nuestro Señor. No te apures por mi muerte, que es lo que me mortifica; antes, diles a mis otros hermanos que sigan el ejemplo del más chico y tú haz la voluntad de Dios. Ten valor y mándame la bendición juntamente con la de mi padre. Salúdame a todos por la última vez y tú recibe por último el corazón de tu hijo que tanto te quiere y verte antes de morir deseaba. José Sánchez del Río”.

Su parroquia, profanada y convertida en cárcel-establo.

Llevaron a los dos muchachos el 7 de febrero a Sahuayo y fueron encerrados en la iglesia parroquial de Santiago, transformada en cárcel de varios católicos y en caballeriza de las tropas gubernamentales. Los soldados, entre otras profanaciones, habían convertido el presbiterio y el Tabernáculo en un gallinero de “gallos de pelea”, propiedad del jefe político de la región. Ante tal profanación, el joven José reaccionó con fuerza matando a los gallos, y sin miedo a la amenazas de muerte de parte de aquel jefe, que entre otras cosas había sido amigo de familia y su padrino de primera comunión.
Él, que se había distinguido siempre por su devoción a la Eucaristía, respondió a aquel jefe el 8 de febrero: “La casa de Dios es para rezar, no para usarla como un establo de animales… Estoy dispuesto a todo.  Puede fusilarme. Así me encontraré enseguida en la presencia de Dios y podré pedirle que le confunda”. Con esta respuesta, Joselito participa de la justa ira de Jesucristo ante los mercaderes del templo, que habían “convertido la casa de su Padre en una cueva de ladrones” (Jn 2, 16).
Uno de los soldados lo golpeó violentamente en la boca con la culata del fusil rompiéndole los dientes, como de hecho se pudo constatar durante la exhumación de sus restos. Esto hace recordar el puñetazo recibido por Nuestro Señor por parte del asistente del sacerdote, luego de responder Jesús, dando lugar a su respuesta: “¿Por qué me preguntas a mí? Pregúntales a los que han oído lo que hablé; he aquí, éstos saben lo que he dicho. Cuando dijo esto, uno de los alguaciles que estaba cerca, dio una bofetada a Jesús, diciendo: ¿Así respondes al sumo sacerdote? Jesús le respondió: Si he hablado mal, da testimonio de lo que he hablado mal; pero si hablé bien, ¿por qué me pegas?” (cfr. Jn 18, 21-22). Como venganza inmediata, y en presencia de José, su compañero Lázaro fue ahorcado en la plaza frente a la iglesia; creyéndolo muerto lo abandonaron y fue salvado por el sepulturero, mientras José continuó encarcelado en el bautisterio de la iglesia, donde había sido bautizado.

Invitándolo a cambiar de bando.

Sus captores lo invitaron repetidamente a cambiar de bando y pasar del lado de los enemigos de la Iglesia, llegándole a hacer propuestas muy halagadoras como la de inscribirlo a la prestigiosa escuela militar del Régimen o la de mandarlo a los Estados Unidos, pero Joselito las rechazó con firmeza.
El jefe político pidió entonces a la familia del joven un rescate de 5000 pesos de oro que el papá de José pudo reunir y que entregó, y que el perseguidor recibió a pesar que ya había hecho asesinar al joven la noche anterior. José había pedido repetidamente a sus papás que no pagaran aquel rescate en cuanto que ya había ofrecido su vida a Dios y que “su fe no estaba a la venta”.
El 7 de febrero, llevados a Sahuayo, y ya encarcelados en el templo parroquial, los militares comunicaron a los dos jóvenes muchachos su decisión de fusilarlos. Allí permanecerían tres días. El 10 de febrero de 1928, trasladaron a José hacia las 6 de la tarde desde la parroquia a un mesón cercano. Hacia las 7 de la tarde logra mandar una carta a su tía María, donde le comunica que sería fusilado poco después por su fidelidad a Cristo y a la fe católica, y le pide que otra tía, llamada Magdalena, le llevase la Comunión. Lo logrará. Todo aconteció hacia las 8 de la noche.
Carta a su tía María.
En esta carta a su tía se puede constatar la profunda alegría de saberse cercano al martirio. La carta decía así: “Sahuayo, 10 de febrero de 1928. Sra. María Sánchez de Olmedo. Muy querida tía: Estoy sentenciado a muerte. A las 8 y media se llegará el momento que tanto, que tanto he deseado. Te doy las gracias de todos los favores que me hiciste, tú y Magdalena. No me encuentro capaz de escribir a mi mamacita, si me haces el favor de escribirle a mi mamá y a María S. Dile a Magdalena que conseguí con el teniente que [me] permitiera verla por último. Yo creo que no se me negará a venir. Salúdame a todos y tú recibe, como siempre y por último, el corazón de tu sobrino que mucho te quiere y verte desea. ¡Cristo vive, Cristo reina, Cristo impera! ¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe! José Sánchez del Río que murió en defensa de su fe. No dejen de venir. Adiós”. Igual que con su madre, le envía a su tía su corazón, lo cual recuerda el don del Corazón de Jesús a todos los hombres, por medio de Santa Margarita María de Alacquoque. Tiene ya el aviso celestial de que morirá en defensa de la fe y que logrará la palma de la gloria, y eso es lo que lo llena de alegría; humanamente, no se explica que un joven, ya con una sentencia de muerte fija y en tan dramáticas circunstancias, no solo no se desespere, sino que trasunte alegría, calma y gozo espiritual.

Le cortaron la planta de los pies.

Antes de ser ejecutado, los soldados desollaron sus pies con un puñal, obligándolo a caminar en esas condiciones de extremo dolor hacia el lugar donde sería fusilado; también aquí recuerda el Via Crucis de Nuestro Señor, cuando dirigiéndose hacia el Calvario, iba dejando tras de sí la huella de su Preciosísima Sangre. Su particular martirio es relatado así por dos testigos: “Al tercer día de prisión a deshora de la noche, lo sacaron a un mesón que se encontraba por la calle Santiago frente a la parroquia, los soldados lo desplantaron los pies con un cuchillo. Entre donde estaba José y donde yo estaba había sólo una pared de por medio y yo oía a José que decía: “¿Qué esperan, qué esperan?, no oí lamentos, sólo escuchaba la voz resignada de José, yo vi las huellas de sangre de las plantas de los pies en el portal llamado de Arregui que está sobre la calle que conduce al panteón, en el mesón también lo torturaron. Lo llevaron de noche porque no querían que la gente se diera cuenta que lo iban a matar, se lo llevan al panteón donde primero es acuchillado y después le dan el tiro de gracia en la cabeza”. “Le cortan las plantas de los pies y lo hacen andar sobre sal de Colima que eran granos grandes, después lo sacan del mesón y lo traen caminando en el empedrado hasta la boca del portal; cada paso que daba dejaba la huella de sus pies …”. Joselito demuestra estar inhabitado por el Espíritu Santo, como todo mártir, porque no solo no demuestra dolor alguno, sino que se muestra aun presuroso de morir por Jesucristo, anticipando ya las delicias del cielo.
Hacia las 11 de la noche tras desollarle los pies, le hicieron caminar, golpeándole, a través de la calle que iba hasta el cementerio municipal. Los carnífices querían obligarlo a apostatar de la fe con las torturas, pero no lo lograron. Sus labios solamente se abrían para gritar “¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!”.

Ejecución final.

Al llegar al cementerio, y para evitar que se escuchara el ruido de los disparos, el jefe del pelotón ordenó a los soldados que lo apuñalaran y el joven mártir, a cada puñalada gritaba con un filo de voz: “¡Viva Cristo Rey!”, “¡Viva Santa María de Guadalupe!”. Recuerda esto al lanzazo recibido por Nuestro Señor en su Corazón, una vez ya muerto en la Cruz. 
Ya moribundo el jefe militar lo ejecutó finalmente con un par de tiros en la cabeza. Su cuerpo fue arrojado en una pequeña fosa, recubierto con poca tierra. Eran las 11.30 de la noche del viernes 10 de febrero de 1928.
Luego, durante la noche profunda, el sepulturero y algunas buenas almas, a escondidas, regresaron al lugar, lo sacaron del foso, lo cubrieron con una sábana y lo volvieron a sepultar en el mismo lugar. En 1954, los restos del Mártir fueron inhumados y trasladados a la iglesia cercana del Sagrado Corazón. En 1996 fueron de nuevo inhumados y transportados a la parroquia de Santiago Apóstol de Sahuayo, a un costado del bautisterio, donde había sido bautizado y donde había estado preso hasta poco antes de su martirio[6].

         Mensaje de santidad.

Además de recordar a Jesucristo en su Pasión, tal como lo hemos reseñado –lo cual es un indicio de que Nuestro Señor lo hacía participar de su Pasión-, Joselito recuerda también a los santos héroes Macabeos, quienes a pesar de su juventud, dieron testimonio hasta la sangre del Único y Verdadero Dios; San José Sánchez del Río dio testimonio, hasta la sangre, del Verdadero y Único Dios, Jesucristo, Dios Hijo encarnado. Su martirio nos demuestra hasta qué punto llega el testimonio de la fe del Credo que profesamos los Domingos; nos demuestra también que la apostasía, es decir, el rechazar a Jesucristo en cuanto Hombre-Dios, es un peligro mortal para el alma y que por lo tanto es preferible perder la vida terrena antes que perder el alma. También nos enseña que, si bien podemos no estar llamados a dar la vida cruentamente, sí estamos llamados a dar la vida incruentamente, en el testimonio de Cristo y en el conservar la gracia, manteniendo siempre viva la determinación de “morir antes que pecar”.



[1] Fidel González, doctor en Historia de la Iglesia y postulador de la causa de José Sánchez del Río explica el contexto de su bárbaro martirio en 1928. Cfr. Religión en Libertad, octubre de 2016.
[2] Fue beatificado en 2005 y ahora será canonizado como santo de la Iglesia universal, una vez comprobada su intercesión celestial en la milagrosa curación en 2008 de Ximena Guadalupe Magallón Gálvez, una bebé que en Sahuayo sufrió meningitis, tuberculosis y un infarto cerebral.
[3] Los artículos constitucionales que más se relacionan con la Iglesia son doce: 3º, 5º, 13, 24, 27, 30, 33, 37, 55, 59, 82, y 130. Los más conflictivos son el 3º, 5º, 24, 27 y especialmente el 130.
[4] Respondiendo a preguntas de ElPuebloCatolico.com, el postulador para la causa de canonización de José Sánchez del Río, Fidel González Fernández, misionero comboniano y doctor en Historia de la Iglesia, explica algunos elementos para entender al santo que reproducimos a continuación.

[5] http://www.religionenlibertad.com/martirio-del-nino-cristero-jose-sanchez-del-rio--52493.htm
[6] http://www.religionenlibertad.com/martirio-del-nino-cristero-jose-sanchez-del-rio--52493.htm

jueves, 24 de noviembre de 2016

Santos Andrés Dung-Lac, presbítero, y compañeros, mártires


         Vida de santidad.
Los primeros misioneros llegaron a Vietnam durante el siglo XVI, siendo recibida la fe en Jesucristo con gran alegría por el pueblo vietnamita. Sin embargo, muy pronto llegó la persecución cruenta, orquestada desde el gobierno y los grupos de poder. Fue así que durante los siglos XVII, XVIII y XIX muchos vietnamitas fueron martirizados, entre ellos obispos, presbíteros, religiosos, y seglares[1]. En gran parte (setenta y cinco) fueron decapitados; los restantes murieron estrangulados, quemados vivos, descuartizados, o fallecieron en prisión a causa de las torturas, negándose a pisotear la cruz de Cristo o a admitir la falsedad de su fe[2]. Las víctimas totales de la Iglesia vietnamita alcanzan a unos 130.000 bautizados, perseguidos y ejecutados por medio de 53 edictos firmados por los gobernantes Trinh y Nguyen, además de los reyes, que decretaban la pena de muerte para quien profesara la fe católica en sus territorios. De todos estos mártires, un grupo de 117 fueron elegidos para ser elevados al honor de los altares por la Santa Sede en 4 Beatificaciones distintas.
Mensaje de santidad.
Para poder aprehender el mensaje de santidad de estos mártires vietnamitas, podemos meditar acerca de la carta de san Pablo Le-Bao-Tinh a los alumnos del seminario de Ke-Vinh, enviada el año mil ochocientos cuarenta y tres[3]. En dicha carta, se puede constatar cómo el mártir participa del martirio y de la victoria de Cristo, Rey de los mártires.
Dice así: “Yo, Pablo, encarcelado por el nombre de Cristo, os quiero explicar las tribulaciones en que me veo sumergido cada día, para que, enfervorizados en el amor a Dios, alabéis conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia. Esta cárcel es un verdadero infierno: a los crueles suplicios de toda clase, como son grillos, cadenas de hierro y ataduras, hay que añadir el odio, las venganzas, las calumnias, palabras indecentes, peleas, actos perversos, juramentos injustos, maldiciones y, finalmente, angustias y tristeza. Pero Dios, que en otro tiempo libró a los tres jóvenes del horno de fuego, está siempre conmigo y me libra de estas tribulaciones y las convierte en dulzura, porque es eterna su misericordia”. En este fragmento se puede comprobar cómo el mártir es asistido sobrenaturalmente por el Espíritu Santo, porque el mártir, a pesar de atravesar por situaciones extremas de dolor y de angustia, no solo no pierde la calma, ni desfallece, ni reniega de Dios, sino que todo lo contrario, cuanto más duro es el calvario, más alegre está su corazón y más fuerte su cuerpo, debido, precisamente, a la asistencia celestial.
Continúa luego: “En medio de estos tormentos, que aterrorizarían a cualquiera, por la gracia de Dios estoy lleno de gozo y alegría, porque no estoy solo, sino que Cristo está conmigo”. Este párrafo confirma lo que decimos, que es la gracia de Dios y la asistencia del Espíritu Santo, lo que conforta el alma del mártir en medio de sus tormentos.
Más adelante: “Él, nuestro maestro, aguanta todo el peso de la cruz, dejándome a mí solamente la parte más pequeña e insignificante. Él, no sólo es espectador de mi combate, sino que toma parte en él, vence y lleva a feliz término toda la lucha. Por esto en su cabeza lleva la corona de la victoria, de cuya gloria participan también sus miembros”. Cuando el mártir ofrece su vida y sus sufrimientos por el testimonio de Cristo ante los hombres, es Cristo en Persona quien toma sobre sí sus sufrimientos, dejándole al mártir una pequeña parte de estos, de manera que el mártir es fortalecido en tal grado por Jesucristo, que su sufrimiento se convierte en alegría, por el Reino de los cielos que ya se le está abriendo para Él. De esta manera, se cumplen las palabras de Jesús en el mártir: “Al que me reconozca delante de los hombres, Yo lo reconoceré delante de mi Padre”.
El mártir sufre moralmente al ver el Santísimo Nombre de Jesús, ultrajado por los paganos, que prefieren postrarse ante sus ídolos y no ante el Único y Verdadero Dios, Jesús, y así el mártir, con tal de ver restaurado el honor de Jesús, arde en deseos de dar su vida, con tal de que los corazones de los paganos sean iluminados con la luz de la gracia: “¿Cómo resistir este espectáculo, viendo cada día cómo los emperadores, los mandarines y sus cortesanos blasfeman tu santo nombre, Señor, que te sientas sobre querubines y serafines? ¡Mira, tu cruz es pisoteada por los paganos! ¿Dónde está tu gloria? Al ver todo esto, prefiero, encendido en tu amor, morir descuartizado, en testimonio de tu amor”.
Pero la fuerza, el amor y el poder necesarios para dar testimonio de Jesucristo, no depende de las fuerzas humanas del mártir, sino de la gracia santificante de Jesucristo: “Muestra, Señor, tu poder, sálvame y dame tu apoyo, para que la fuerza se manifieste en mi debilidad y sea glorificada ante los gentiles, ya que, si llegara a vacilar en el camino, tus enemigos podrían levantar la cabeza con soberbia”.
El mártir, experimentando en sí mismo el poder celestial de Jesucristo y del Espíritu Santo, anima a sus hermanos en la fe a que perseveren en esta fe, porque Dios se manifiesta, con todo su poder, en los más pequeños e insignificantes ante el mundo: “Queridos hermanos, al escuchar todo esto, llenos de alegría, tenéis que dar gracias incesantes a Dios, de quien procede todo bien; bendecid conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia. Proclame mi alma la grandeza del Señor, se alegre mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su siervo y desde ahora me felicitarán todas las generaciones futuras, porque es eterna su misericordia. Alabad al Señor, todas las naciones, aclamadlo, todos los pueblos, porque lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar el poder, y lo despreciable, lo que no cuenta, lo ha escogido Dios para humillar lo elevado. Por mi boca y mi inteligencia humilla a los filósofos, discípulos de los sabios de este mundo, porque es eterna su misericordia”.
El martirio es como una tempestad que se abate sin piedad sobre la frágil nave que es el alma del mártir, pero el mártir “echa su ancla en Dios” y así mantiene su fe, su esperanza y su alegría: “Os escribo todo esto para que se unan vuestra fe y la mía. En medio de esta tempestad echo el ancla hasta el trono de Dios, esperanza viva de mi corazón”.
Por último, anima a la comunidad fiel a que persevere en la fe y en la oración, que obran como un doble auxilio, tanto para él, que sufre el martirio, como para la comunidad, que permanece aún en esta vida, aunque no por mucho tiempo, porque todos estamos llamados a cantar, ante el trono del Cordero de Dios, Cristo Jesús, el canto de victoria de quienes han vencido a la Bestia y han lavado sus almas en la Sangre del Cordero: “En cuanto a vosotros, queridos hermanos, corred de manera que ganéis el premio, haced que la fe sea vuestra coraza y empuñad las armas de Cristo con la derecha y con la izquierda, como enseña san Pablo, mi patrono. Más os vale entrar tuertos o mancos en la vida que ser arrojados fuera con todos los miembros. Ayudadme con vuestras oraciones para que pueda combatir como es de ley, que pueda combatir bien mi combate y combatirlo hasta el final, corriendo así hasta alcanzar felizmente la meta; en esta vida ya no nos veremos, pero hallaremos la felicidad en el mundo futuro, cuando, ante el trono del Cordero inmaculado, cantaremos juntos sus alabanzas, rebosantes de alegría por el gozo de la victoria para siempre. Amén”.



[1] http://www.corazones.org/liturgia/santos/andres_dunglac.htm
[2] http://es.catholic.net/op/articulos/35461/andrs-dung-lag-y-compaeros-santos.html
[3] Cfr. A. Launay, Le clergé tonkinois et ses pretres martyrs, MEP, Paris 1925, 80-83.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Beato Miguel Agustín Pro


         
         Vida de santidad.

Miguel Agustín Pro Juárez, nació el 13 de enero de 1891 en la población minera de Guadalupe, Zacatecas, tercero de once hermanos e hijo de Miguel Pro y Josefa Juárez. El 19 de agosto de 1911, ingresa al Noviciado de la Compañía de Jesús en El Llano, Michoacán, luego de unos Ejercicios hechos con jesuitas y de haber madurado lentamente la decisión[1]. Tenía veinte años. En esta época contrajo una enfermedad mortal, la cual supo siempre ocultar muy bien detrás de su rostro alegre[2]. El buen humor del beato Miguel no fue, sin embargo, un obstáculo para que fuera un novicio y religioso ejemplar en la observación de la Regla y de sus estudios. Luego de concluir sus estudios eclesiásticos, fue ordenado sacerdote el 31 de agosto de 1925.
Para esa época, ya se había desatado la persecución –política e incruenta primero, armada y cruenta después- por parte del gobierno laicista y masónico que, con el presidente Calles como uno de los principales instigadores del odio contra la Iglesia Católica, intentaba desterrar a la Iglesia de México y a Jesucristo de la mente y el corazón de los mexicanos. Utilizando a la policía y a los legisladores, el presidente Calles mandaba arrestar a los católicos practicantes y en especial a sus líderes, sean civiles o eclesiásticos, a los que luego de torturar para que apostataran, mandaba asesinarlos a sangre fría. Por su parte, el heroico pueblo mexicano resistió ante los ultra-laicistas y liberales masónicos que pretendían despojarlo de lo más valioso que tenían, la fe en Jesucristo y la libre práctica de su culto religioso. Las posiciones se endurecieron en ambos lados, obligando a los católicos mexicanos a vivir, como en los primeros siglos de la Iglesia, como si estuvieran en las catacumbas, puesto que la identificación pública a la Iglesia Católica, sea como seglar o como religioso, equivalía a una segura pena de muerte.
En ese entonces, el Padre Pro, que se encontraba muy delicado de salud, había viajado a Europa para visitar el santuario de la Inmaculada Concepción en Lourdes y cuando regresó, se encontró con este panorama de durísima persecución desencadenada por el gobierno masónico y la república contra la Iglesia Católica. Sin embargo, lo sucedido en el santuario de Lourdes se relaciona directamente con el martirio del Beato, porque estando el Padre Pro con una situación delicada de salud como en la que se encontraba, no se explica humanamente que haya podido afrontar las penurias de su estadía en México primero y el martirio después, sin la asistencia especialísima de la Virgen. Es el mismo Beato Pro quien le adjudica a la Virgen estas fuerzas sobrenaturales con las que, por un lado, consolará y fortalecerá al pueblo mexicano, duramente perseguido y probado en la fe y, por otra, el martirio al que estaba llamado. Con relación a su visita a María Santísima en la Gruta de las Apariciones en Lourdes, decía así el Padre Pro: “Ha sido uno de los días más felices de mi vida... No me pregunte lo que hice o qué dije. Sólo sé que estaba a los pies de mi Madre y que yo sentí muy dentro de mí su presencia bendita y su acción”. Será esta experiencia mística mariana la que le dará la salud necesaria para viajar a México y la fortaleza para ofrendar su vida por Jesucristo. En efecto, a pesar de su delicado estado de salud, el Padre Pro realizó un trabajo extenuador por doble partida: porque debía soportar la presión que significaba el estar constantemente buscado por el gobierno, por un lado y, por otro, los continuos desplazamientos, cambios de horario, celebraciones de Misa, Confesiones, Bautismos, etc., en horarios no convencionales, y la asistencia a una enorme cantidad de fieles –por ejemplo, los primeros viernes, día del Sagrado Corazón, el número de comuniones sobrepasaba los 1200-, la permanente movilización y cambio de lugar de residencias, con el fin de evitar el ser detectado por el gobierno, etc. Si un individuo de mediana salud no hubiera podido llevar este intenso despliegue, mucho menos el Padre Miguel, enfermo como estaba, lo cual refuerza la creencia de que fue la Virgen María en Persona quien lo asistió en todo momento[3].
Al regresar a México y encontrarse con esta grave situación de persecución religiosa, el Padre Pro ideó y organizó una serie de artimañas con el fin de eludir el control policial del Estado y así poder administrar los sacramentos a los católicos que se mantenían fieles a la fe de Jesucristo. Organizó lo que llamó “Estaciones de Comunión” a lo largo de toda la ciudad, las cuales consistían en casas de laicos fieles adonde los cristianos acudían para recibir al Señor en la Eucaristía. Las Misas se celebraban en distintos puntos de la ciudad y antes del amanecer, y se disponían vigías que debían estar atentos y avisar en caso de que se hiciera presente la policía, se comunicaban por códigos y claves que se cambiaban continuamente, etc. También se organizaban adoraciones eucarísticas, a las que acudían tanto ricos como pobres en unos cuartos pequeños para adorar al Señor y luego recibirlo de manos de los sacerdotes. Quienes deseaban confesarse, tenían que llegar a los lugares señalados, antes de la Misa; algunas veces a las 5:30 a.m. Era un verdadero testimonio de fe por parte del pueblo mexicano, obligado a vivir en una Iglesia de catacumbas, como la de los primeros cristianos.

         Mensaje de santidad.

El movimiento de resistencia de los católicos mexicanos tenía como líder principal al Padre Pro y como lema: “Viva Cristo Rey”. Se transcurrió en esa situación de zozobra y tribulaciones cerca de año y medio, hasta que sucedió que el presidente Calles lo mandó arrestar, acusándolo de haber sido responsable de un complot y de atentados y acciones revolucionarias contra el gobierno, siendo todo ello absolutamente falso, pues el verdadero autor, el ingeniero Segura Vilchis, confesó su autoría, aunque esto no bastó para que el Padre Pro, junto a sus hermanos y al ingeniero, fueran asesinados sin un juicio previo.
Estando ya encarcelado, la sentencia de muerte se fijó para el 23 de noviembre de 1927; camino al lugar de fusilamiento uno de los agentes le preguntó si le perdonaba. El Padre le respondió: “No solo te perdono, sino que te estoy sumamente agradecido”.  Le dijeron que expusiera su último deseo.  El Padre Pro dijo: “Yo soy absolutamente ajeno a este asunto... Niego terminantemente haber tenido alguna participación en el complot”. “Quiero que me dejen unos momentos para rezar y encomendarme al Señor”. Se arrodilló y dijo, entre otras cosas: “Señor, Tú sabes que soy inocente. Perdono de corazón a mis enemigos”. Antes de recibir la descarga, el P. Pro oró por sus verdugos: “Dios tenga compasión de ustedes”; y, también los bendijo: “Que Dios los bendiga”. Extendió los brazos en cruz. Tenía el Rosario en una mano y el Crucifijo en la otra. Exclamó: “¡Viva Cristo Rey!”. Esas fueron sus últimas palabras. Inmediatamente después de la descarga del pelotón, recibió el tiro de gracia[4].
El Padre Pro nos enseña, entre otras cosas, el amor al enemigo, incluido aquel que, en su odio, provoca nuestra muerte, y esto en cumplimiento del mandato del Señor Jesús: “Amen a sus enemigos”. El Padre Pro no solo perdonó a quienes lo ejecutaban, sino que les dio las gracias, y eso porque quienes esto hacían, puesto que lo mataban por odio a la fe, eran instrumentos de la Divinidad para que el Padre Pro alcanzara la gloria del martirio.
El Padre Pro nos enseña el amor filial que debemos profesar a la Virgen, y que Ella, verdaderamente, concede todas las gracias que sus hijos necesitan, y todavía más, para alcanzar el cielo, porque al curar al Padre Pro en Lourdes, no solo fue una gracia para él, sino también para todos aquellos fieles que, en México, se encontraban sin pastor y que, por la ayuda de la Virgen al Padre Pro, contaron con un excelente pastor que los defendió de los lobos rapaces por más de un año y medio.
Nos enseña también que la santidad no se alcanza con cosas extraordinarias, sino con el cumplimiento del deber de estado, que en su caso era confesar y administrar los sacramentos, principalmente la Confesión y la Eucaristía.
Por último, nos enseña hasta dónde llega el compromiso de ser cristianos, porque ser cristianos no es solamente llevar un nombre, sino estar dispuestos a dar la vida, derramando la propia sangre, en testimonio de Jesús, el Hombre-Dios. Y si bien no todos estamos llamados a dar la vida cruentamente como el Padre Pro, sí estamos llamados a tener siempre en la vida diaria y en acto, la disposición de morir antes que de cometer un pecado venial deliberado o mortal, pues el pecado implica el renegar de la fe en Jesucristo, mientras que la resistencia al pecado lleva implícita la heroicidad del martirio.



[1] http://evangeliodeldia.org/main.php?language=SP&module=saintfeast&localdate=20161123&id=13038&fd=0
[2] http://www.corazones.org/santos/miguel_pro.htm
[3] http://evangeliodeldia.org/main.php?language=SP&module=saintfeast&localdate=20161123&id=13038&fd=0
[4] http://www.corazones.org/santos/miguel_pro.htm